2006/06/17

JUAN LOPEZ GANDIA: Romagnoli, un jurista "racconta"

Hace unos cuantos años una canción de un grupo de rock hablaba de “malos tiempos para la lírica” mientras que otra venía a constatar melancólicamente “cómo hemos cambiado” y a preguntarse, “qué nos ha pasado”. Así podría haber titulado Umberto Romagnoli algunos de sus artículos, de los numerosos y frecuentes artículos de estos últimos doce años, con sus sugestivos y sugerentes títulos que ya de por sí inducen a la lectura, a la curiosidad, incluso entre los no juristas del trabajo.

Son artículos cuya lectura no deja indiferentes, son “palabras que hablan”, que interrogan y que tras su lectura, como los buenos vinos, dejan un sabor, un aroma, un poso que dura. Como los buenos textos y las buenas películas no finalizan con la palabra fin, sino que a partir de ahí comienzan y siguen presentes en la mente del lector, desplegando un efecto duradero, que provocadoramente le sacuden de la modorra y del pensamiento jurídicamente correcto, si por desgracia estaba instalado ahí. Además, son textos que hay que leerlos despacio y “con buena letra”, con cuidadosa lectura y , sobre todo, releerlos, no sólo para hacer una buena “cata”, sino también para estar atento y no perderse los numerosos matices, colores y “suggerimenti” que están agazapados entre líneas. No sólo son textos de pensamiento, sino también artículos para el pensamiento. Son artículos y libros - especialmente desde que Umberto da un salto cualitativo hacia la escritura, convertido ya desde el “placer del texto” en “un giurista che racconta”- que “hablan”, antidogmáticos, que buscan un nuevo interlocutor y además lo crean; un nuevo “lector in fabula” frente al conformista lector tradicional que lee un trabajo científico buscando sólo certezas, respuestas tranquilizadoras, operativas y prácticas para un chato positivismo. Obligan tanto a pensar como a repensar, lo que es coherente también con la principal finalidad de su obra: dar cuenta de las perplejidades del derecho del trabajo que vamos a llamar “histórico”, heredado del siglo XX, su crisis de identidad y de la necesidad de su reconstrucción sobre nuevas bases, ante los nuevos retos y desafíos de la sociedad actual.

De ahí su extraña e inusual mezcla de la sabiduría del maestro y el atrevimiento juvenil, su osadía intelectual para plantear dudas y sarcasmos a la propia cultura jurídico-política y sindical de su país, aunque extensible también en parte a la nuestra, al que sepa leer y entender. Y nada mejor para tal finalidad que su estilo socrático, su carácter de maestro zen, el papel de la imagen justa, de la “palabra precisa” que decía la canción de Silvio Rodríguez, sus metáforas iluminadoras, que si no alcanzan el “haiku” sí se deslizan hacia el aforismo y no precisamente nietzscheano. Son textos casi artísticos, que, sin embargo, no se mueven en la oscuridad como concebía Henry James el trabajo del artista, sino en la luz, pero no una luz “cegadora”, sino la que viene del iluminismo, de la razón ilustrada. “La duda es nuestra pasión y nuestra pasión es nuestra tarea. Lo demás es la locura del arte”[1]. Son trabajos hechos como la buena dirección de actores, una dirección “invisible”, la que llevan a cabo los sabios y los grandes directores teatrales y cinematográficos, los que no dicen ni imponen cómo hay que construir el personaje, cómo interpretar tu papel, pero que dan suficientes pistas para que lector se vea obligado a reflexionar, a buscar, a encontrar él mismo, y a elaborar a partir de ahí sus propias respuestas, cuando no a hacer sus propias preguntas. No son “trabajos de amor perdidos” , ni alharacas con “mucho ruido y pocas nueces”, como suele ser habitual en el gremio de los laboralistas, sino espléndidas piezas de orfebrería, que poseen ya la pátina de la historia: pese a que acaban de descubrirse, parecen haber estado ahí desde siempre. Son como “Otto e mezo”, que surge milagrosamente del interior, accede al mundo de los que hablan, se despliega en nuestro recorrido, en una especie de “mise en abîme”, para devenir, al finalizar la lectura, un clásico.

Pero las obras de Romganoli no nos interesen sólo desde su textura, desde el despliegue de sus estrategias estilísticas, sino precisamente por la coherencia de sus formas con el contenido, si fuera posible separar ambos aspectos en una dicotomía escolástica, inadecuada para un texto tan personal y creativo como el de Romagnoli. Dice que cuesta mucho esfuerzo ser jurista del trabajo, laboralista, que nuestro oficio nos arroja encima problemas más grandes que nosotros y que los medios de que disponemos se han deteriorado con el uso. Sin embargo, no podría decirse que la tarea de Umberto sea la de Sísifo, ni su texto sea la obra de “Penelope devenue juriste”. Al contrario, recuerda más bien la del maestro oriental que desde el monasterio “ha visto pasar el tiempo” o del explorador inglés del ochocientos que al llegar a lo alto de la montaña es capaz de mirar atrás para ver el camino recorrido, pero también para atisbar nuevos horizontes, nuevos paisajes insospechados que aparecen en la lontananza para seguir avanzando, buscar las fuentes del Nilo y descubrir un nuevo territorio para el derecho del trabajo en la era de la globalización. Y para desenmascarar los espejismos del pasado, los “fata morgana” a los que a veces nos aferramos. También podría ser válida la imagen de un nuevo Moisés que tras el gran “éxodo”- él mismo utiliza esa metáfora- tiene que buscar una nueva tierra para su pueblo, sólo que ahora en una época secularizada y desencantada, ya no existe un Yhavé que guíe la larga marcha del pueblo elegido hacia la tierra prometida, ni unas tablas de la ley garantistas y protectoras. Y le ocurre lo que al propio Moisés, que se encuentra a veces frente a la incredulidad de su propio pueblo, nostálgico de sus buenas épocas bajo la protección de los faraones y que se comporta, como decía Luciano Lama, como un “inflexible custodio de ciertas conquistas como si hubiera un tesoro que conservar dentro de un cofre y no se da cuenta de que montan guardia a un montón de cenizas”.

En España ni siquiera hay un cofre que guardar pues sin mayos del 68 que mitificar, ni otoños calientes que honorar, los trabajadores y los sindicatos pueden sentirse orgullosos de sus batallas contra la dictadura franquista y de haber hecho lo posible para la modernización del país y para la creación de un aceptable Welfare. No se ha podido avanzar más, en cambio, en la lucha contra la precariedad ni en una tutela real de la estabilidad en el empleo sino que el derecho del trabajo se instaló muy pronto en una emergencia continuada. El derecho del trabajo español ha seguido no con zapatos viejos, sino que después de la transición y con la crisis económica de los ochenta, le dieron unos nuevos, pero baratos, con la suela ya agujereada, aunque no por el uso, de manera que los trabajadores han tenido que acostumbrarse a la callosidad generada y como ésta se endurece llega un momento en uno se acostumbra y ya no duele. El riesgo, en cambio, en Italia y en otros países europeos, es acostumbrarse a unos zapatos viejos cuando la suela está ya agujereada y no cambiarlos por pereza o comodidad, como esa imagen ya acuñada que menciona a veces Romagoli en los westerns cuando el pianista sigue tocando cuando nadie le hace caso y la acción va por otro lado. O contemplar perplejos y atontados un pez en un bañera mientras no nos damos cuenta de que alguien ha quitado el tapón y el agua se está saliendo. Estas serían la metáforas apropiadas utilizadas por Romagnoli para denunciar aquellas actitudes y lamentaciones que se aferran a un derecho del trabajo que se construyó sobre una sociedad que ya no existe o está en proceso de desaparición.

Sin embargo, cuando leemos las reflexiones de Romagnoli, aun partiendo de diferentes orígenes, historias y trayectorias, estamos concernidos igualmente, pues la situación actual ya no es nacional, sino global. Nos encontramos con el mismo síntoma de “envejecimiento”- en nuestro caso “precoz”- del derecho del trabajo tal como se ha construido históricamente, pues parte de la misma construcción “antropológica”. Los problemas son similares, de inadecuación, de crisis identitaria y, sobre todo, de “desorganización”. Es la otra “Apocalisse now” en la medida que la palabra “apocalipsis” indica revelación de lo oculto. Pero también nos sirve la palabra “crisis” ya que expresa la idea marxista y gramsciana de que lo viejo no muere del todo y lo nuevo no puede surgir. No estamos ante la contraposición eisensteniana entre lo viejo y lo nuevo, ni ante la crisis del capitalismo, ni su tendencia natural a las crisis periódicas como creía Marx y afirmaban las leyes de Mandel. Sí, la “Cina é vicina”, pero no de la manera que esperaba Bellocchio.

La situación actual del derecho del trabajo, dice Romagnoli, muestra la inestabilidad de una barca con un elefante. El derecho del trabajo corre el riesgo además de que, después del naufragio, se quede sólo en la barca con un rinoceronte, que ni siquiera puede ya ser nutricio a diferencia del consolatorio de E la nave va. La metáfora del elefante, del crecimiento excesivo, de animal pesado difícil de maniobrar es reveladora, como los petroleros, que viran y maniobran con ritmos lentos, los que les cuesta a los sindicatos y al propio derecho del trabajo ante la rapidez de los cambios.

El derecho del trabajo en crisis sería el derivado de la producción industrial estandarizada basada en el uso de la fuerza de trabajo masificada y que trajo consigo a la espalda o en los hombros como un San Cristóbal, toda una “antropología” y unas formas de socialización que han caracterizado las forma de vida de todo el siglo XX . El derecho del trabajo sería el “derecho del siglo XX” por excelencia, como el del cine. Por eso su crisis es parecida. El derecho del trabajo en todas sus manifestaciones individuales, colectivas y de Welfare se habría modelado sobre el ideal “mítico” del trabajo dependiente, obrero, a tiempo completo y estable, de una fábrica mediana-grande del sector industrial, ideal que va a impregnar la propia denominación de esta forma de trabajar, el trabajo “típico” en el modelo fordista. La propia adopción del término “típico” tendría unas connotaciones desvalorizadoras para las demás formas de trabajar, desde el planteamiento clásico de que el trabajo por cuenta ajena y, por tanto, la proletarización sería algo inevitable, algo constitutivo, ontológico, el destino de la evolución del trabajo, la forma única de legitimidad de la renta, de acceso a las prestaciones sociales y, por tanto, de los derechos de ciudadanía y también de afirmación de los valores que conllevó la socialización de los trabajadores. Esa evolución era, además, algo automático, inevitable, la consecuencia lógica del principio de racionalidad del capitalismo de masas de la era dorada de la “producción”, la estrella polar sobre la que se construyó el propio derecho del trabajo.

Pese a que Romagnoli parece poner en cuestión la hegemonía del trabajo subordinado, esa especie de “concepto unificante e invasivo”, como institución autorreferencial y totalizante, y denunciar el “prejuicio favorable” al mismo tanto en ámbitos sindicales como judiciales, lo hace no desde una apología de la desregulación, ni desde la flexibilidad a ultranza, sino para exorcizarlo como mito “ontológico” y en la medida que esa concepción acabe en un encastillamiento que impida conocer mejor los procesos históricos y los retos que se hoy se le plantean. Trata de evitar la inacción y la inmovilidad que conlleva el encantamiento en la nostalgia de los tiempos pasados, mitificados en cuanto perdidos. Trata de que no se convierta en unas anteojeras que impidan darse cuenta de los cambios de los sistemas productivos, que no deje ver su “historicidad”, su carácter de “constructum” histórico. Se trataría, por tanto, de una recuperación del propio discurso de la historicidad del trabajo y del derecho que lo regula en función del propio decurso histórico del trabajo, una perspectiva desde la que lo ha frecuentado en numerosas ocasiones, especialmente en “ Il lavoro in Italia: un giurista racconta”. A fin de cuentas esa forma de trabajar no es sino una forma de organizarse el capitalismo el sistema histórico de “fábrica” y de someter a las viejas capas artesanas y campesinas a la modernidad y a su disciplina, como la escuela, el cuartel y la familia y otras instituciones represivas (Foucault, Laing, Marcuse) frente a las viejos métodos de la horca, la caridad y las leyes de pobres.

De ahí que la crisis de la “fábrica” como institución se produzca también en paralelo a las demás instituciones de la modernidad. Y con ella trae consigo nuevos procesos de socialización, nuevas formas de legitimidad y la sustitución de los valores ligados a la ética del trabajo, al “homo faber” y al trabajo estandard por otros valores propios ya de la sociedad postindustrial. Y eso es lo que ha atisbado Romagnoli oteando el horizonte con la palma de la mano en la frente para evitar “una luz cegadora” y que hay que tener en cuenta para trasladar a este nuevo territorio los objetivos clásicos y tradicionales de la regulación no ya sólo del trabajo, sino de “los trabajos”, de lo que llama la “ciudadanía industriosa”. El modelo fordista satisfacía no sólo exigencias económicas del capitalismo en esta fase de imposición de su hegemonía dada la organización de la producción sobre un modelo de masas disciplinadas, sino también existenciales. Pero este modelo se ha reorganizado y ha dejado de ser necesario y predominante en las sociedades occidentales. En primer lugar por ser sustituido por una sociedad donde prevalece la oficina, los servicios, y la red y aparece dominante un nuevo tipo de trabajador de cuello blanco, escolarizado, juvenil y femenino. Y en segundo lugar porque el modelo fordista se traslada ahora a las economías emergentes con mano de obra abundantísima, barata y sin organización, sin derechos laborales, sindicales, y sin constricciones ni limitaciones ecológicas.

Este proceso que se ha acelerado en los últimos veinte años ha pillado un poco a contrapié al mundo de los laboralistas y a los sindicatos. Y ha hecho que los procesos de cambio que ya se empezaron a producir en los años setenta y cuyo alcance había que haber previsto, pese a que no tenían todavía una carácter totalizador, aparezcan ya en primerísimo plano y en todo su despliegue en el presente siglo. La revuelta antisistema de finales de los sesenta y los setenta, vista hoy parece más que un cambio revolucionario anticapitalista- desde la creencia de la expansión indefinida de la organización del trabajo obrera y de la “proletarización de toda la sociedad y de los valores del trabajo”- , un espejismo, su canto de cisne, el principio del fin de una época. Era paradójicamente más bien la revuelta contra este principio del fin, el rechazo de los procesos de secularización e individualización que traía consigo la hegemonía de la sociedad de consumo y que alcanzaron también al trabajo y a sus valores. Pese a estar inmersos en plena sociedad industrial la industria empezaba ya a dejar de ser uno de los grandes laboratorios de socialización moderna que había sido, algo ubicuo, un lugar no sólo físico, sino mental y existencial, que formaba a las personas y desde el trabajo convertía a los trabajadores en ciudadanos, que los convertía no tanto en individuos sino en partes de un colectivo, creando así las bases “sociales” de la forma de entender el derecho del trabajo el siglo XX como forma de juridificación e institucionalización del “conflicto social” (el sindicato, el conflicto, la negociación colectiva, la lucha).

El sistema capitalista se desarrolló históricamente gracias al derecho del trabajo, no “a pesar del mismo”, como a veces se quiere hacer ver desde “posiciones revisionistas”, gracias a la mediación desarrollada por éste en el siglo XX para corregir el funcionamiento de la economía y del libre mercado de forma tal que resultara más “presentable” socialmente. Fue junto con el Welfare State un recurso indispensable del sistema de producción industrial de masa. Incluso el convenio colectivo- recuerda Romganoli- no era sólo un instrumento de solidaridad y de pacificación del conflicto y por tanto de integración y consenso de la fuerza de trabajo organizada, sino también algo funcional a las exigencias de las macroestructuras de la producción para planificar su uso y poner precio al coste.

Estos valores fundamentales de la sociedad industrial anclados en la fábrica, basados en la ética del trabajo y la idea de laboriosidad, fueron necesarios para transformar una sociedad preindustrial de artesanos, mendigos y vagabundos, en una sociedad capitalista de masas. Sin embargo, tras la consolidación de la sociedad de consumo después de los años sesenta sus valores antropológicos no van a resistir el choque con la modernización del mercado, el individualismo, los modos de vida ligados al consumo y a la satisfacción de las necesidades, la uniformización de las formas de vida de acuerdos con las pautas ya comunes y universales de la clase media. La clase obrera deja de ser el “motor de la historia”, y sufre en sus propias carnes, como el resto de las instituciones consagradas, las oleadas de secularización que acompañan los procesos del capitalismo hacia la destrucción de cualquiera de las formas que entiende siempre en tanto comunitarias, solidarias o corporativas, como obstáculos a superar, en cada momento histórico y que conducen al retorno al hombre “económico”, a la individualización, a la creación de un sujeto individual, sin memoria, con sus propios intereses, solo ante el mercado y ante los poderes económicos y mediáticos. “Todo lo sólido se desvanece en el aire” concluía Marx cuando descubrió las potencialidades del capitalismo, de destrucción y revolución permanente de las formas de vida precedentes o las vigentes en cada momento. ¿Por qué el mundo del trabajo, su organización y regulación iba a ser una excepción?

De ahí la crisis y la destrucción en occidente del modelo de trabajador propio de la sociedad industrial, de la fábrica como institución “total”. Si bien inicialmente el carácter abstracto y masificado de la clase obrera era funcional y necesario a la consolidación del sistema económico capitalista, como se observa en la fábrica taylorista, organizada como un ejército, con sus valores de obediencia, de disciplina a la empresa, llega un momento en que resulta un problema, por su gigantismo, por sus dificultades de adaptación a los cambios del mercado y de la competencia, como los viejos dinosaurios. Pero también por el hecho de que los mismos perfiles del trabajador-masa también habían acabado siendo útiles para la organización y la lucha obrera, ya que convertía a los trabajadores en sujetos concientes de su propio poder y de su valor, apéndice de la máquina en un engranaje y en una organización del trabajo necesaria para el propio capital. Los valores de sacrificio y gregarismo podían dar lugar ciertamente a modelos de feudalismo industrial, de sumisión o vinculación, de herencia feudal occidental u oriental, a la empresa por toda la vida, como en el sistema japonés, de acuerdo con valores de seguridad, estabilidad y fidelidad comunes a empresarios y trabajadores en una cultura industrial. Pero hacían aparecer también la colectividad laboral y contribuían a visualizar la clase obrera, los intereses colectivos, la presencia de un ejército de trabajadores que cabía organizar, desde valores como la lucha y el sacrificio, presentes todavía en la memoria. La fábrica debía ser competitiva para hacer frente a las nuevas exigencias de la sociedad del bienestar y a la prometida mejora de las condiciones de vida con las que la sociedad del neocapitalismo se estaba ya empezando a legitimar. El trabajo empezaba ya a no ser la única fuente de legitimidad ni siquiera de la obtención de renta y de ciudadanía, una vez las prestaciones de Seguridad Social empezaban a desmercantilizarse y a desligarse en parte de su origen laboral. El trabajo en fábrica con perfiles cada vez menos profesionales empezaba a adquirir un simple valor instrumental, como simple medio de adquisición de una renta y ya no iba ligado a la antropología social obrera de sus orígenes, una vez se desarrollan, además, otros sistemas claves de integración social de la ilustración: el sistema educativo y la promoción social. Empieza a generalizarse una concepción del trabajo que deja de ser idealizante y apologética en la medida en que ya no es glorificante y sacrificial, sino laica y desencantada. El destino de la condición obrera ya no era algo necesariamente heredado de padres a hijos, sino que era posible cambiarlo a través del desclasamiento social, lo que implícitamente suponía aumentar todavía más la ideología del desvalor del trabajo obrero y de la propia condición obrera frente a la emergente clase media de empleados y funcionarios, que con el intervencionismo estatal y con la terciarización de la economía iba en aumento. Pues bien, como señala Romagnoli, el sistema productivo, los cambios tecnológicos, las nuevas formas organizativas que se han producido en estos últimos veinte años han sido más rápidas en el sistema económico que en el propio derecho del trabajo y en los sindicatos, a los que cuesta maniobrar.

Nos encontramos pues con un paisaje cambiado en que la centralidad industrial y todas sus instituciones y su forma de entender el mundo han cedido paso a un paisaje desconocido, nuevo, con nuevos sujetos y nuevos valores. Pese a que el trabajo como forma de ganarse la vida ha ido en aumento, ello no ha traído consigo la proletarización de la sociedad en cuanto conciencia de clase obrera, identificada como estaba con la industrial, sino la afirmación y predominio incluso en los propios trabajadores de fábrica de los valores de la clase media. “Las luchas obreras no proletarizaban la sociedad sino que engrosaban la clase media”. Sin embargo, no está claro que los valores de seguridad y estabilidad exigidos por los trabajadores en la época fordista fueran de origen meramente industrial. Habría que interrogarse sobre lo que puede haber contribuido el mimetismo con el modelo funcionarial y terciario, los principios funcionariales del empleo de por vida. Otra cuestión es que fuera posible trasladar mecánicamente al sector privado estos derechos a la estabilidad a ultranza del puesto de trabajo sin generar efectos perversos para toda la economía, sobre todo si, además, las garantías se limitaban a las empresas medio-grandes, las más necesitadas en ciertos momentos de márgenes de adaptación y de flexibilidad. Sea como fuere, para Romagnoli la cuestión no es la protección y el garantismo como tales, sino cuando se lleva a cabo a ultranza como resistencia a los cambios, pues entonces la presión hacia la externalización y la deslocalización aumenta.

Del trabajo como legitimación del ciudadano, esto es, de la concepción prioritaria del trabajador se ha pasado a la de ciudadano como legitimador de los valores constitucionales a extender no sólo al trabajo por cuenta ajena subordinado, sino a todas las formas de trabajo. La empresa ha sufrido un proceso de segmentación que está cambiando radicalmente la organización del trabajo y el mercado de trabajo está atravesado por profundas transformaciones también porque ha cambiado la misma antropología social y el prototipo normativo del trabajo subordinado no homogeniza ya las procesos de integración del trabajo en las actividades productivas. La fábrica difusa, fragmentada, y troceada impide ya la construcción colectiva de la comunidad laboral. Además para Romagnoli aparecen nuevos sujetos antropológicos que ya no se reconocen en la especie anterior, los nietos de los obreros industriales: jóvenes, escolarizados, y prevalentemente femeninos irrumpen con un new look, con unas nuevas identidades, desideologizados, no sindicalizados, necesitados de una protección pero no sustitutiva de su individualidad. Ya no se identifican con los usuarios originarios del derecho del trabajo, sino sólo como ciudadanos que no tienen más remedio que trabajar para ganar el dinero suficiente para adquirir el paquete-estándar de bienes y servicios necesarios para satisfacer sus necesidades exigidas e inducidas por la sociedad de consumo y sólo así sentirse ciudadanos en plenitud de derechos y no excluidos sociales. Estas nuevas capas emergentes,“los hijos de la liberad”, más cultos, ricos y acomodados que sus padres y sus abuelos, puede que sean más exigentes. Es posible que satisfechas las necesidades primarias, el bienestar económico y los valores de libertad, su atención se desplace hacia proyectos de autodesarrollo, que sean más correspondientes a sus nuevas aspiraciones. Y el problema es que ni se identifican con los valores de sus padres ni con los del sistema actual cuando no es capaz de dar satisfacción a estas mayores exigencias. No estoy tan seguro de que las tendencias hacia la individualización y la obligación de ser feliz que impone la sociedad postmoderna puedan en el marco actual llevar a en una visión de futuro idílica Estos nuevos sujetos no quieran ser libres para sino libres de y capaces de disponer de sí mismos y de sus propios intereses, de autodeterminase frente a cualquier poder protector y benéfico. Pero ahí están las dificultades. Estos nuevos sujetos están desencatados, eso sí, de los valores de la lucha y del esfuerzo para conseguir las cosas, pues creen mas bien que están deben ser ya dadas, pues así se les ha prometido, el derecho al mismo nivel de vida y de consumo que la generación de sus padres. Pero como son escépticos en cuanto a que vayan a disfrutar de tal bienestar, prolongan su dependencia familiar al prever por adelantado la frustración y se acentúa en ellos el desapego social y el vivir al día sino claras proyecciones de futuro, esto es, sin compromisos ni vinculaciones fuertes con nada ni con nadie. Frente a lo que desearían, el sistema actual no permite adaptar el trabajo sea cual sea su forma al propio proyecto de vida y mantener en el mismo la propia identidad. No vayamos a pasar ahora del mito del obrero industrial al mito del trabajador autónomo e independiente y al modelo de la “emprenditorialidad” como nuevo paradigma del trabajo. De ahí la reacción de resentimiento antisistémico de las nuevas generaciones, si lo único que se les ofrece son contratos basura de inserción o más bien el deslizamiento hacia la marginalidad o la exclusión social. No hay que extrañarse por ello de su tendencia hacia el puro individualismo salvaje y el nihilismo, incentivado por el hedonismo sin límites como en el caso español. Los jóvenes airados no propugnan otro orden concreto, pero tampoco les quedan ilusiones para seguir en éste. Aspiran a sobrevivir y se defienden no ya de la explotación sino de la condenación y la exclusión del sistema, entendido como nivel de vida y de consumo.

A ese nuevo sujeto antropológico cabría añadir también otro, el emigrante extranjero, con una situación peculiar, más precaria aun, al que se destina a trabajos “periféricos” y subalternos, a veces hasta clandestinos, o al paro y la marginación social, en el caso de sus hijos, la segunda generación, con unos valores y una cultura lejanos del eurocentrismo de la tradición de los derechos laborales y que recurre a otros medios de socialización y de protección e incluso de protesta y revuelta.

¿Cómo puede abordar el derecho del trabajo estos nuevos fenómenos? Ahí aparece en Romagnoli un concepto nuevo que sustituye a la sociedad “industrial”: la sociedad “industriosa”, y para ella un derecho del trabajo con valores protectores y promocionales dirigidos al ciudadano sea cual sea el tipo de trabajo que lleve a cabo. A su juicio, el derecho del trabajo debe adentrarse en el territorio de la actividad, en la promoción de la empleabilidad y basarse en un Welfare centrado en un estatus de ciudadanía independientemente de la modalidad de prestación de servicios. El paquete de bienes y servicios en que se materializan los derechos sociales sería independiente de la tipología normativa del intercambio entre trabajo y retribución. El concepto de ciudadanía industriosa, aunque afirma los valores de la ciudadanía, no se desliga, sin embargo, del valor del trabajo como fuente de legitimidad social y de renta, no llega a planteamientos superadores como los de Ulrich Beck, que van más allá del propio concepto de trabajo para fundar una ciudadanía no sólo totalmente desmercantilizada, sino con derecho a prestaciones independientemente de su ligazón al trabajo. Incluso la configuración histórica del Welfare siempre ligada al modelo de trabajo por cuenta ajena, estable y a tiempo completo, sería objeto de remodelación y pasaría a ser independiente del trabajo ordinario, basada en la idea de ciudadanía entendida de nuevo como industriosa, al trabajo sin adjetivos, pero siempre sobre la base de la actividad, no del “derecho a la pereza” o a actividades socialmente útiles o para la comunidad.

El planteamiento de la ciudadanía “industriosa” no es tanto la superación de la antropología del trabajo sino de una de sus formas y la necesidad de implicación del sindicato en tales nuevas formas, de organizar a amplias capas tradicionalmente separadas del trabajo estándar, ante el riesgo de que su aislamiento organizativo pueda profundizar el proceso de dualización entre trabajadores regulares e irregulares. Se tratará de crear desde el sindicato de un instrumento específico de presión para homologar sus condiciones a las de los trabajadores protegidos a los que se aplica el derecho tradicional del trabajo. Y así insiste repetidas veces en que el sindicato debe cambiar su óptica y convencerse de que debe “representar al trabajador en cuanto ciudadano más que el ciudadano en cuanto trabajador”.

Así pues los desafíos más importantes actuales de la sociedad del postfordismo como expone Romganoli serían los que de manera esquemáticamente y a modo de sinopsis se exponen a continuación.

Las modificaciones estructurales del sistema de organización de la producción y el peso en occidente cada vez mayor de los servicios y no de la industria, el declinar por tanto de la hegemonía de la industria y de la gran empresa. La maquinaria industrial postfordista “crece adelgazando” al producir más devorando puestos de trabajo y al trasladar fragmentos de producción a otros países.

La mutación económica no sólo afecta al derecho del trabajo sino también al mundo de la empresa y al ambiente de los operadores económicos, al tejido productivo, al conllevar el desmembramiento de la empresa, que desgaja segmentos de la organización del trabajo, desarticula y articula de nuevo los ciclos empresariales y busca la reducción del coste del trabajo mediante la externalización en beneficio de micro-organizaciones. Incluso aun cuando el trabajo sigue siendo necesario para producir quien lo utiliza y saca beneficio del mismo ya no celebra un contrato de trabajo sino que mediante la subcontratación resulta exonerado en la más amplia medida de lo posible del riesgo de empresa que lo traslada a otro, a veces al propio trabajador, ahora convertido en autónomo.

La clase obrera no ocupa ya el centro de la sociedad sino que ha sido arrojada a los márgenes. La tendencia expansiva del derecho del trabajo no es una constante histórica, sino que se ha detenido y está en regresión con la connivencia involuntaria del progreso tecnológico y la aparición de formas de actividad productiva a años luz de las modeladas históricamente sobre la figura del trabajo subordinado. El predominio cualitativo y cuantitativo de las formas de trabajo subordinado va a menos y aparecen, por ello, formas nuevas de organización del trabajo basadas en el trabajo autónomo y en el trabajo parasubordinado inducidas por la pluralidad e intercambiabilidad de las posibilidad organizativas y no sólo por los mecanismo fraudulentos y de fuga del trabajo por cuenta ajena.

El mismo trabajo por cuenta ajena ya no es el de antes al no garantizar continuidad ni estabilidad suficiente ni identidad profesional, ni permite trazar proyectos de vida duraderos y además exige continuamente actualización profesional. La “corrosión del carácter” del obrero de oficio y el hombre “flexible” ahora reclamado- a que alude Richard Sennett- y la precariedad impuesta,- acuñada por Ulrich Beck- impiden carreras profesionales fijas y estables y exigen un trabajador móvil y globalizado que tendrá que buscar empleo en mercados más amplios, al menos europeos, como está empezando a ocurrir en ciertas actividades.

El derecho del trabajo del siglo XXI se caracterizará, por tanto, por ser un derecho desindustralizado y desideologizado y deberá renunciar a la pretensión de regularlo todo de manera inderogable y uniforme.

El derecho del trabajo debe reproyectarse. Si bien no puede someterse totalmente al dictado económico olvidando sus propios valores, tampoco puede ignorar que es un elemento de complemento y de integración de dos variables, la social y la económica por lo que debe tener en cuenta sus recíprocos condicionamientos; es decir, debe asumir su papel de derecho de la producción de riqueza y buscar un razonable equilibrio sostenible a largo plazo entre la eficiencia del mercado y las necesidades de solidaridad. Debe evitar que los “automatismos” protectores se acaben volviendo contra el mismo como un “boomerang” provocando la reducción de los niveles ocupacionales. Romagnoli lo muestra con una paradoja que roza el sarcasmo: debe evitar que “al trabajo perdido se sume una ingente cantidad de trabajo no encontrado”.

Por ello el derecho del trabajo debe dar paso también al derecho para el trabajo y por tanto tener en cuenta que para que exista el primero previamente debe construirse el segundo, como las dos caras de la misma moneda; esto es, debe abordarse el trabajo también desde la medidas de política de empleo, de orientación y formación que garanticen la empleabilidad. Es decir, el debate laboral no puede centrarse sólo en la óptica de los que ya tienen empleo, sino de los que lo buscan y no lo encuentran o lo han perdido; de ahí su crítica a la interpretación reductora del derecho al trabajo identificado únicamente como garantía de estabilidad frente al despido.

Sin embargo, ello no debe llevar a acusar al derecho como tal a su propio existencia como responsable del paro, como hacen a veces los políticos ingleses de la tercera vía. No puede ser una solución “combatir la caída del cabello rapando a todos”. La crítica del exceso de rigidez y de automatismos en ciertos momentos no se traduce en el pensamiento de Romagnoli ni en neoliberalismo, ni en revisionismo, ni en una apología de flexibilidad generalizada, ni otros discursos mistificadores. Como tampoco la constatación de la presencia de nuevos trabajos y de extender el derecho del trabajo a nuevas categoría y formas de trabajo significa sin más la defensa de la precariedad ni incentivar la huida del derecho del trabajo extendiéndolo al trabajo autónomo. El hecho de tener en cuenta los nuevos valores del trabajador como individuo y su capacidad de actuar, la restitución al sujeto de la capacidad de autodeterminación necesaria para proteger sus intereses por sí mismo, en la línea de Simitis, como tal no significa tampoco afirmar el inicio de un proceso de individualización de las relaciones laborales frente a lo colectivo, sino además de lo colectivo.

Las propuestas señaladas exigen del derecho del trabajo que sea un sistema muy complejo y articulado, un proceso de búsqueda de equilibrios, que no siempre resulta fácil, pues se cierne siempre el riesgo de que la ejecución, “la prova d´orchestra” , quede desnaturalizada, si no se sabe interpretar bien la partitura. De ahí el rechazo defensivo conservador a ideas nuevas como exceso de protección, flexibilidad, individualización, derecho al servicio de la creación de riqueza de la creación de empleo y de la redistribución, palabras que hablan, pero que mal declinadas pueden acabar poniéndose de parte de la desregulación. No es el caso de la dirección de orquesta Romagnoli, sino, si acaso, de intérpretes timoratos o revisionistas.

Pero quizás el nuevo contexto en el que se ha centrado con gran insistencia Romagnoli en estos últimos años es el del papel del derecho del trabajo en una economía globalizada. Los mercados no son ya nacionales, sino que nos encontramos en una economía globalizada que exige un derecho del trabajo de tipo supranacional, global, una nueva regulación de la economía global. Los procesos económicos se han transformado en un cuadro de un mercado mundializado de recursos y en un contexto de despiadada competencia internacional en la que juegan un papel esencial los países emergentes europeos y asiáticos en procesos de deslocalización, cuando el derecho del trabajo ha sido el más “eurocéntrico” de los derechos. El derecho del trabajo del siglo XX, pese a la intervención coordinadora o armonizadora internacional, ha sido un derecho fundamentalmente “nacional” modelado no sólo sobre sus orígenes industriales, del modelo de la fábrica fordista, sino sobre un mercado de trabajo nacional y ante Estados soberanos que podían intervenir y regular la economía y el funcionamiento del mercado.

Y también esto está cambiando: de ser un “derecho de frontera” está pasando a ser un derecho “sin fronteras”. La presión de la globalización está afectando no ya a su propia identidad sino incluso a su propia existencia y a los valores históricos que lo ha fundamentado y justificado. Se corre el riesgo de presentar como necesario para ser competitivos un rebajamiento de los derechos y valores que han dado razón de ser el derecho del trabajo y al estado del bienestar, cuando no a una concurrencia entre derechos nacionales a la baja para atraer las inversiones y facilitar la conservación de los puestos de trabajo. Esto se ha empezado ya a notar con la entrada de los nuevos países “pobres” de la Europa del este en la Unión europea y su nuevo modelo económico basado en la desregulación, en la privatización de los sistemas de protección social y en el dumping social para salir del subdesarrollo. Sería suicida que los derechos nacionales del trabajo se degradaran al nivel de legislaciones meramente locales compitiendo unas con otras en una carrera por ofrecer ventajas competitivas e incentivando comportamientos depredatorios. En los países pobres, aun europeos, se refuerza la idea del rechazo del papel del Estado, recordando la experiencia de la economía burocratizada del socialismo real, y está prevaleciendo el principio de que hay que aprovechar la única ventaja competitiva que tienen: el irrisorio coste de la mano de obra.

Dice al respecto Romagnoli que ”la edad de los derechos nacionales está acabada, la del trabajo desnacionalizado apenas está empezando”. El derecho del trabajo eurocéntrico se está midiendo con una lex mercatoria global que, en una expresión gráfica magistral de Romagnoli, “prefiere antes el mercado de las reglas que las reglas del mercado”, por lo que será necesario empezar ya a construir, como se está ya haciendo en el marco trasnacional de la Unión Europea, un nuevo derecho del trabajo, esta vez global que establezca las reglas de funcionamiento de un mercado de trabajo que ya es global. Romagnoli es consciente de que la propuesta puede sonar todavía utópica, pero así aparecía la reforma social a los liberales del siglo XIX. Este es el camino a seguir aunque hasta el momento no aparezca una autoridad supraestatal legitimada para disputar el gobierno de la globalización de la economía a una comunidad financiera internacional sin rostro. No es una utopía sino una necesidad pues de oro modo se compromete el propio funcionamiento de la economía y del mercado global abocado al desorden y al caos. Es necesario, por tanto, y este es uno de los grandes desafíos del derecho del trabajo del siglo XXI un orden normativo global capaz de corregir una situación como la actual fragmentada y bloqueada, sin control. Algunos pasos se están ya dando en este sentido en el ámbito supranacional de la Unión europea y en los códigos éticos de conducta y otras medidas de disciplina elástica y de soft law, pero el proceso propiamente apenas ha empezado.

Es decir, estamos otra vez ante un “hoy de nuevo todo comienza” como decía Tavernier. Al contrario de lo que piensan y proclaman los teóricos del fin del derecho del trabajo, en el recorrido que hace Umberto Romagnoli, tras haber dejado atrás el derecho del trabajo de otra época, del siglo XX, se vislumbra también en sus fases iniciales de gestación el derecho del trabajo que todavía no existe pero que hay que configurar como un nuevo “modelo para armar” como decía Antonio Baylos. Un modelo con diversas características, con instrucciones y folletos escritos en una pluralidad de idiomas, con complejos mecanismos típicos de las nuevas tecnologías, y con instrucciones mucho más complejas para su puesta en marcha que el que nos trajeron los reyes magos en nuestra infancia, y en el que muchos han seguido creyendo sin darse cuenta de que los reyes magos son los padres, el Estado nación.

Haber recorrido y frecuentado de nuevo este proceso en las páginas de los trabajos de Umberto Romagnoli[2] ha sido de nuevo un viaje apasionante, iniciático, antidogmático, liberador, tras el cual, como ocurre en los road movies, los personajes al final del viaje ya no son los mismos que cuando lo empezaron, sino que han cambiado después de conocer mucho mejor el mundo en el que les ha tocado vivir. A fin de cuentas, como dice Umberto Romagnoli, “¿qué es la vida sino una serie interminable de negociaciones entre lo viejo y lo nuevo”?
[1] “Trabajamos en la oscuridad; hacemos lo que podemos; damos lo que tenemos. Nuestra duda es nuestra pasión y nuestra pasión es nuestra tarea. Lo demás es la locura del arte” (The Middle Years).
[2] Los artículos que se han recorrido especialmente en este viaje han sido: “Il grande esodo”, “Il Diritto del secolo, e poi?” “Intervento en la Mesa redonda de Punta del Este el 1 de noviembre de 2001”, “Del derecho del trabajo al derecho para el trabajo”,”Globalización y derecho del trabajo”, “Redefinir las relaciones entre trabajo y ciudadanía: el pensamiento de Massimo D´Antona”, “Carta abierta a los juristas del trabajo. Trabajo y ciudadanía”, “El derecho del trabajo en la era de la globalización”, “Modernización e involución del derecho del trabajo” y “Renacimiento de una palabra”.

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