2006/02/28

MESA REDONDA EN PUNTA DEL ESTE

Umberto Romagnoli

1 de noviembre de 2001

1- La expresión lingüística ciudadanía en la empresa es hija de una fase evolutiva que alcanzó su maduración en algunos países europeos, principalmente en Italia y en Francia, entre los años ’70 y ’80. Ella ha conservado sustancialmente el valor semántico de la metáfora que circulaba en el léxico de la izquierda de mi país en la vigilia de una ley valiente como el estatuto de los trabajadores: el bastón salió de las fábricas y entró en ellas la constitución de 1948.
En efecto, aquella ley retoma la concepción doctrinal de la polivalencia de los derechos fundamentales de libertad garantizados por la constitución para traducirla en términos prescriptivos, para uso y consumo de los comunes mortales que transcurren la mayor parte de su vida en los lugares donde está emplazada la célula vital del capitalismo industrial. En base a tal concepción, los Grundrechte deben poder poseer un carácter de “absoluteza” y, por ende , universalidad de dirección en el sentido que son “ejercitables” no solamente respecto del Estado. Valen también en las relaciones entre sujetos privados y en particular, en el ámbito de las relaciones de trabajo subordinado en la empresa.
Fue una ruptura epocal. Anteriormente al estatuto, en efecto, en su versión fordista la empresa era la institución autorreferencial y totalizante en el interior de la cual se había afirmado y perfeccionado con extraordinario éxito el paradigma de la socialización moderna, porque fue en la fábrica (no sólo en la familia, en la escuela o en los cuarteles) que las transgresiones a esquemas de comportamiento preestablecidos eran considerados manifestación de una subjetividad individual a normalizar.
Al legislador del estatuto, en cambio, no le basta más que el poder empresarial sea legitimado por una rigurosa finalización en el correcto desarrollo de la actividad productiva. A la empresa el legislador impone sustituir la autoridad-autoritaria por la autoridad basada, si no sobre el consenso de los gobernados, sobre la relegitimación de sus principios de acción de todos los valores extracontractuales y extrapatrimoniales de los cuales el factor trabajo es portador por la voluntad de los padres constituyentes. Quiere entonces que se deje de considerar a la empresa como un lugar que prefigura un modelo de organización social.
Por esto, quiere que cada habitante del planeta-empresa sea tratado como un ciudadano pleno iure de una república democrática. En efecto, su posición jurídica no se agota más en la posición de parte de un contrato de cambio. Más aún, la inserción de su persona en la organización productiva asume relevancia jurídica como fuente no sólo y no tanto de obligaciones coordinadas a las exigencias de la empresa sino más bien del derecho de protegerse contra toda pretensión expropiativa de la libertad, de la dignidad y de la seguridad humana. Como decir: más que una reforma el estatuto es un desafío.

2- Será porque, durante la temporada política en la cual nació el estatuto, las mamás más cultas leían libros de pediatras antitradicionalistas como Spock, los hijos más grandecitos libros de pensadores anticonformistas como Marcuse y los padres menos ancianos, si eran juristas, se dopaban con dosis consistentes de derecho alternativo; lo cierto es que el estatuto solicitaba operadores jurídicos y económicos, sin excluir los sindicales, para delinear un nuevo modo de estar en la fábrica. Para triunfar, sin embargo, se necesitaba una madurez cultural y una preparación profesional que, en promedio, ellos no tenían.
Es un déficit que pesará negativamente sobre la experiencia aplicativa del estatuto porque, cuando el catastrofismo moralístico se conjuga con el triunfalismo apologético, se termina perdiendo de vista que sobre esta tierra se puede estar a la izquierda o a la derecha de todo, excepto del buen sentido. Pocos estaban dispuestos a mirar a la cara a la áspera realidad. La realidad que el poder del antiguo régimen no existía más y que no podía ser reconstruido como antes, también porque no hubiera servido para nada. La realidad que la fábrica existe para producir riqueza y también el más permisivo de los ordenamientos jurídicos atribuye a quien organiza la producción poderes no impugnables hasta el infinito y en toda forma.
Como decir: las libertades del ciudadano como trabajador no tienen una capacidad de expansión ilimitada, porque la empresa es el lugar en el cual más se manifiestan las desigualdades: las focaliza, las concentra, las radicaliza; al mismo tiempo, sin embargo, es el lugar en el cual es más difícil reducirlas. Por lo tanto, la normativa estatutaria sí ha redisciplinado el poder empresarial. Lo ha racionalizado. Lo ha procedimentalizado. Pero no quería llevarlo a cero. No por casualidad, un gran leader de la CGIL sentirá el deber de advertir severamente que “los compañeros que se comportan como inflexibles custodios de ciertas conquistas como si tuviesen un tesoro que conservar dentro de un cofre y no se dan cuenta de que montan guardia a un montón de cenizas”. Luciano Lama se dirigía a los inconsolables veteranos del otoño caliente que había acelerado el inicio del debate parlamentario del estatuto.
Corría el año 1978, uno de los más oscuros y dramáticos de los años de plomo italianos, y en el montoncito de cenizas habían terminado ante todo ciertos modos de interpretar y usar los espacios de libertad por la tutela de la privacy. En efecto, la norma del estatuto que prohibe las investigaciones sobre las opiniones y sobre la vida privada de los trabajadores en servicio o a emplear era vista con creciente sospecha: la sospecha que la reserva por ella garantizada pudiese alentar a los más perezosos a darse continuamente por enfermos o, peor, pudiera esconder las simpatías o complicidades que alimentaban fenómenos de rebeliones difusas, aún armadas. En definitiva, el acento terminó por caer menos sobre el derecho del individuo de ser dejado en paz que sobre el derecho de la sociedad a defenderse contra la destrucción de la riqueza y el terrorismo.
Titulaban los diarios nacionales: ¿es allí, en el estatuto, dónde nacen el ausentismo y la violencia?
Igualmente melancólica fue la suerte encontrada por las normas protectoras del conflicto sindical en el contexto de una recesión que, si provocó accesos de tos a las economías fuertes, sobre la economía italiana produjo los efectos de una pulmonía. Es el contexto en el cual comenzó a cobrar consenso la idea de que los conflictos desregulados están en condiciones de determinar más daños que las injusticias que puedan remover.
Los grandes cotidianos titulaban : Es culpa del estatuto que la industria italiana esté en crisis?
La crítica no ahorró siquiera las normas que permiten a las sindicatos adueñarse de un poder de intervención directo e inmediato en los lugares de trabajo para tutelar los intereses de los representados, no impidiendo sin embargo la degeneración en un poder de veto como si eso que es socialmente oportuno fuese por fuerza, económicamente ventajoso.
No obstante todo eso, y otras cosas que por brevedad debo dejar de lado, no se justificaban entonces ni se justifican hoy las ganas de volver atrás las agujas del reloj. Entonces, si me pidieran enumerar las ideas, nobles y generosas, que me sedujeron en mi juventud, no dudaré en poner en primer lugar aquélla que reconocía en el constitucionalismo empresarial el sendero transitable por los habitantes del planeta-empresa para tentar de recomponer la fractura que parte en dos al ciudadano: bien que legitimado a participar en el gobierno de la polis, cuando se viste de productor subalterno él se ve negar por otros hombres la posibilidad de valerse de los derechos derivados del contrato o de aquéllos conexos con su posición profesional o también con su status de ciudadano, adquiriendo así las connotaciones de un moderno capite deminutus. Por esto, aunque no sea inverosímil que una historia tan acelerada y convulsionada como aquélla de los últimos veinte años autorice a cambiar de opinión cada dos o tres semanas, creo que, a propósito de la ciudadanía, no me reconozco en las palabras pronunciadas por el personaje de un renombrado novelista anglosajón “no he estado jamás convencido por mucho tiempo de tener razón”.
3- Sin embargo, he aprendido que se necesita saber ser idealista sin
ilusiones. En tanto, la ley que tornó concreta y posible la idea de la ciudadanía en la empresa no tiene una aplicación generalizada. El estatuto ejerce una influencia directa limitadamente sobre una porción del sistema productivo –hace treinta años, sobre todo aquélla industrial- y la alícuota de sus destinatarios está constituída solamente por los dependientes de empresas regulares que tengan más de quince empleados; como decir: dado el síndrome de Peter Pan que aflige al aparato productivo italiano y dada la extensión de la economía sumergida, está protegido por el estatuto solamente un dependiente sobre tres y, dada la dimensión alcanzada por el trabajo autónomo y semi-autónomo, poco más de un ocupado sobre cinco.
Como decir que la idea de la ciudadanía en la empresa reenvía al
modelo de la empresa prevalentemente industrial y al modelo de contrato de trabajo del cual ella tiene mayormente necesidad. Los dos modelos son todavía importantes, pero en decadencia. La empresa ha sufrido un proceso de segmentación que está cambiando radicalmente la organización del trabajo; el mercado del trabajo está atravesado por profundas transformaciones también porque ha cambiado la misma antropología social y el prototipo normativo del trabajo subordinado no hegemoniza más los procesos de integración de trabajo en las actividades productivas: su centralidad está amenazada por un enjambre de contratos de trabajo atípicos.
No es que por ello la idea de la ciudadanía en la empresa resulte derrotada. Más bien, la evolución sucesiva sacó a la luz la determinación histórica. De hecho, el italiano es el estatuto de los derechos de los ciudadanos en cuanto son trabajadores, donde sin embargo (como he apenas terminado de decir) la relación entre trabajo y ciudadanía no puede no tener la inestabilidad de una barca con un elefante. Una barca que, aún estando en riesgo, no fue a pique. A pesar de todo. Más bien, alabado sea el derecho del trabajo por haberla preparado: era el único vehículo de ascenso social a disposición de la generalidad de los comunes mortales y como tal ha quedado mientras que el imprinting de las macroestructuras de la producción standarizada de bienes durables sobre la organización de la sociedad entera no se destiña.
En efecto, ahora que no hay más categorías con un millón de trabajadores y establecimientos con 50 mil operarios ni asunciones en bloque de 500-1000 unidades; ahora que el mundo del trabajo está surcado de diferencias y recorrido por temblores identitarios; ahora que el trabajo se declina al plural, en suma: ahora que el fin de la sociedad industrial ha recién comenzado, la prioridad corresponde a un estatuto de los derechos de los trabajadores en su indeclinable calidad de ciudadanos. Y esto porque hay derechos fundamentales que no conciernen al trabajador en cuanto tal, sino al ciudadano que del trabajo espera identidad-rédito-seguridad, sea que el trabajo que realiza sea subordinado o autónomo, y puede cambiar seguido en el tiempo.
El estatuto en el cual pienso es aquél que está acurrucado y por ahora escondido en el subsuelo de la ciudadanía que –para distinguirla de aquélla que un célebre sociólogo inglés definió industrial, también porque (supongo) olía a petróleo y carbón, al vapor de las máquinas y al sudor de los hombres con cuello azul y las manos callosas- no sólo a mi place definir como industriosa. Es la forma de ciudadanía que exige el respeto de intereses en precedencia colocados sobre un plano decididamente secundario por manifiesta incompatibilidad con las exigencias del sistema dominante de las relaciones sociales y de producción.
Estoy persuadido en efecto, de que la demanda de adaptar el trabajo al propio proyecto de vida, para mantener también en el trabajo la propia diferente identidad, continuará creciendo en una sociedad diferenciada donde la dimensión colectiva no es más polarizante. Del mismo modo, estoy persuadido de que está destinado a radicalizarse el reclamo de una actualización continua de los conocimientos profesionales y culturales no sólo para dar al trabajador la posibilidad de autorrealizarse en el trabajo y defenderse contra el riesgo de la obsolescencia de su saber y saber hacer, sino también para permitir al ciudadano de asegurarse su futura empleabilidad.
Las dos demandas testimonian que el espacio del trabajador se va restringiendo a manos del espacio del ciudadano. Por esto, las dos presionan hasta que el derecho del trabajo se saque de encima la insostenible liviandad de la preposición gramatical que fue su orgullo. En definitiva, se quiere reeditar el derecho de frontera que era, aquél del trabajo “deberá retornar” como decía Massimo D’Antona, “al trabajador entendido como persona que construye un proyecto de vida a través del trabajo (y) tiene necesidad sea de un razonable paquete de tutelas cuando trabaja sea, y tal vez más, de un mercado de trabajo regulado en modo tal de permitirle disponer de adecuadas chances de empleabilidad en el trabajo sin adjetivos”.
Aunque pueda parecer oscura, y tal vez lo es, trabajo sin adjetivos es una terminología que tiene el mérito de evocar una exigencia hasta ahora descuidada: la de regular el genus-trabajo invirtiendo la metodología corriente que hasta ahora ha favorecido indebidamente la llamada tendencia expansiva del derecho del trabajo dependiente.
Es sin duda cierto, como escribe Juan Raso, que “el trabajo fabril subordinado determinó verdaderos códigos jurídicos de conducta laboral”. Esto no quita que el trabajo fabril subordinado no es más que una species del genus-trabajo y el amor por la especie no debería hacer perder de vista el género, o sea –deberíamos decir hoy- el trabajo que concede el pasaporte para la ciudadanía industriosa. Un trabajo que, en su acepción más amplia y omnicomprensiva, queda objetivamente igual a sí mismo prescindiendo de la tipología contractual, porque consiste más en el cumplimiento de una obra o un servicio con actividad exclusiva o prevalentemente personal; un trabajo que, como aquél típicamente subordinado, puede estar, ser buscado y no encontrado o perdido y, como aquél típicamente subordinado, puede realizar, pero también comprometer valores que pertenecen al trabajador en cuanto ciudadano.
Por lo tanto, la activación de apropiados instrumentos protectores y promocionales de la ciudadanía industriosa tiene el único inconveniente de apartarse de la orientación del pensamiento jurídico-político que, elevando el trabajo subordinado de estampa fordista al rango de concepto general, hacía de él uno de los fundamentos de las constituciones post liberales. Si no, revisitando el dato normativo sin los anteojos de las ideologías vetero-marxistas che impedían entender que las luchas operarias no proletarizaban la sociedad, pero ensanchaban la franja media, se necesita admitir que aquella opción interpretativa invierte arbitrariamente el orden jerárquico de las fuentes normativas porque sitúa al trabajo en la óptica de un código civil implementado por un sistema de garantías con, en el centro, el contrato de trabajo subordinado a tiempo pleno e indeterminado y, en la periferia, los trabajos realizados sobre la base de modelos contractuales diversos. En efecto, aún expresando una valoración a favor respecto del trabajo subordinado, las constituciones post liberales se preocupan en primer lugar de remover situaciones de debilidad socio-económica donde y cuando se manifiesten.
En conclusión, el derecho del trabajo deberá adentrarse en el territorio de la actividad laborativa hasta ahora extraña a la noción de trabajo que constituye el legado cultural más interiorizado y resistente de la industrialización. Deberá elegir entre un welfare plasmado sobre el trabajo hegemónico en las sociedades industriales y un welfare recentrado en el status de ciudadanía independientemente de las modalidades de las prestaciones de trabajo. Deberá transformarse en derecho “para el” trabajo entendido como derecho de la ciudadanía industriosa en la misma medida en la cual el derecho “del” trabajo ha sido el derecho de la ciudadanía industrial.

2006/02/27

QUELLE LEGGE CHE FERISCE IL 'SOGNO EUROPEO'


Umberto Romagnoli

Se, come tutti concordano, per flessibilità delle condizioni di lavoro s'intende precarietà e insicurezza delle persone, la politica del diritto che essa richiede comporta in primo luogo che legislatori, sindacati e interpreti smettano di attribuire al lavoro dipendente a tempo pieno e indeterminato la valenza paradigmatica che aveva nella società industriale. In secondo luogo, poiché il persistente predominio quantitativo di questa forma di lavoro non ha impedito lo sgretolarsi della sua egemonia culturale, comporta che legislatori, sindacati e interpreti riescano a scrollarsi di dosso la vischiosità ideologica che li trattiene dallo spostare l'accento dal lavoro sulla cittadinanza. Come dire che devono smettere di credere che il diritto del lavoro - un diritto, cioè, oggi più che mai a misura di chiunque guarda al lavoro come all'unica o principale risorsa esistenziale - possa fare a meno dell'apporto del diritto pubblico che della cittadinanza è, per l'appunto, artefice e garante.
A questo fine, è necessario e sufficiente soffermarsi sul nesso di implicazione reciproca che ha inestricabilmente intrecciato tra l'Otto e il Novecento le vicende dei diritti nazionali del lavoro con le trasformazioni della società e dello Stato nei rispettivi paesi. Soltanto un'adeguata valorizzazione di questa complementarità permette di comprendere perché si possa affermare senza retorica che questo diritto costituisce "uno dei pochi indubbi esempi del progresso della cultura giuridica" del Novecento. Infatti, quello del lavoro è stato il diritto del Novecento non solo o non tanto perché il Novecento "era il secolo del lavoro" quanto piuttosto perché ha rinnovato la cassetta degli attrezzi occorrenti per governare le società industriali e lo ha fatto con una determinazione per cui, malgrado una robusta inclinazione nazional-popolare, ha finito per caratterizzarsi come il più eurocentrico dei diritti in un duplice senso.
Primo: nel senso che - qualunque sia la concezione del mondo: liberale, cattolica, socialista e, sì, anche fascista a cui abbiano di volta in volta aderito - i legislatori europei si sono distinti dai legislatori di altri continenti per una tensione riformatrice a ridurre le asimmetrie intrinseche al rapporto di lavoro.
Secondo: i legislatori europei del Novecento - anche perché esposti alla pressione sindacale - hanno cominciato presto a spingere lo sguardo al di là della soglia del contratto di lavoro ossia oltre l'orizzonte patrimoniale d'un contratto a prestazioni corrispettive. Per questo, il diritto del lavoro novecentesco ha contribuito a promuovere l'evoluzione del costituzionalismo euro-continentale che avrebbe permesso ai comuni mortali inchiodati per motivi di nascita e censo alla condizione di sudditi in uno Stato monoclasse di accedere alla condizione di cittadini di uno Stato pluriclasse.
Il confronto fra lo scenario sommariamente descritto e quello desumibile dal decreto legislativo 276/2003 sulla riforma del mercato del lavoro del governo Berlusconi non può non mettere in risalto la sontuosità del primo a fronte dell'indigenza del secondo. Finora, gli attacchi alla normativa entrata in vigore un anno fa si sono concentrati sull'indebolimento subito dal sistema delle garanzie del lavoro legate alla dimensione del rapporto e del suo svolgimento. Ma, anche se fossero esagerati, resterebbe in piedi la critica più severa. Essa attiene all'angusta settorialità dell'orizzonte in cui si colloca una riforma che, pur assecondando ossessivamente la flessibilità del lavoro, non sfiora nemmeno la questione che essa medesima contribuisce ad esasperare: la questione connessa alla garanzia delle prestazioni dello Stato sociale.
Manca quindi l'essenziale: manca la riduzione ad unità dei segmenti di vita lavorativa la cui discontinuità è intensificata da un pletorico repertorio di contratti di lavoro flessibile e precario in aggiunta a quelli preesistenti di cui comunque si aggrava flessibilità e precarietà. Manca cioè il riconoscimento - in sintonia coi risultati dell'analisi dell'équipe di giuristi comunitari coordinato da Alain Supiot - del diritto a proteggersi dai più elementari e frequenti rischi sociali indipendentemente da natura, modalità e durata del rapporto di lavoro.
Come dire che il legislatore ha assegnato allo Stato il ruolo del convitato di pietra nello stesso momento in cui prendeva decisioni che reclamano non meno Stato, ma più Stato.
Tuttavia, non ritengo che ciò sia sufficiente per sostenere che la storia del diritto del lavoro ha voltato pagina. Piuttosto, ne è stato stralciato un intero capitolo senza la consapevolezza che la questione sul tappeto riguarda la sopravvivenza della stessa democrazia o, direbbe Jeremy Rifkin, del "sogno europeo". Una consapevolezza che, viceversa, è vigorosamente presente nel disegno di legge - primi firmatari Giuliano Amato e Tiziano Treu - contenente una Carta dei diritti delle lavoratrici e dei lavoratori che rappresenta una convinta e convincente riabilitazione del primo comma dell'art. 35 della Costituzione, ossia di un disposto normativo che, fino ad una trentina di anni fa, molti giuristi del lavoro negavano facesse parte del nocciolo duro del documento elaborato e approvato dall'Assemblea costituente.
La circospezione con cui gli interpreti si accostavano alla norma non era del tutto priva di giustificazioni. Alla fin dei conti, i ceti medi produttivi erano quel che sono tuttora: un eterogeneo agglomerato di operatori economici di cui parecchie centinaia di migliaia (forse, due o tre milioni) svolgono un'attività personale sulla base di assetti contrattuali diversi dal - e anzi, ancorché limitrofi, alternativi al - contratto di lavoro subordinato a tempo pieno e indeterminato che il codice civile e la legislazione susseguente collocavano al centro di un sistema di garanzie riccamente articolato.
Senonché, la Costituzione non fu scritta da pandettisti tardo-ottocenteschi. Preoccupati soltanto di obbligare la Repubblica a rimuovere le situazioni soggettive di inferiorità e svantaggio, di debolezza e diseguaglianza comunque e dovunque si manifestino - come si desume dall'art. 3. 2° comma - i suoi autori non potevano tenere in considerazione alcuna la differenziazione tipologica dei contratti in cui è dedotto un facere. Verosimilmente, guardavano al lavoro, "più che come fattispecie, come struttura riassuntiva dei fenomeni che riguardano l'integrazione del lavoro umano nei processi produttivi non solo nel quadro di un contratto tipico, ma nell'intera gamma delle relazioni giuridiche entro le quali si realizza". E' con queste parole d'insuperata eleganza e precisione che Massimo D'Antona identificava nel lavoro di cui al primo comma dell'art. 35 il genus "lavoro senza aggettivi", del quale il lavoro eterodiretto e inserito in strutture gerarchiche non è che una species.
Non a caso è questo il giurista che per primo ha proposto di ridisegnare il corpus delle regole del lavoro "in base ad una triplice polarità: le garanzie generali del lavoro senza aggettivi; le regole comuni alla famiglia dei contratti che realizzano l'integrazione onerosa del lavoro nell'attività economica del datore di lavoro; le garanzie specifiche del rapporto di lavoro connotato dalla subordinazione".
Là per là, lo spunto propositivo di un inedito "statuto dei lavori" non destò l'interesse che avrebbe rivestito successivamente alla rielaborazione che ne fece Marco Biagi incuneandolo nella prospettiva di una rimodulazione delle tutele nell'area del lavoro dipendente secondo un criterio ordinante che è ridistributivo nella stessa misura in cui è ablativo. Esso infatti evoca gli stessi automatismi compensativi che Massimo D'Antona aveva esplicitamente rifiutato. Perché non riusciva a capacitarsi che, per far crescere i capelli ai calvi, bisognasse rapare chi ne ha di più. Perché non considerava il mercato del lavoro a stregua di "un meccanismo per fare incontrare domanda e offerta", bensì - come ha scritto un Premio Nobel per l'economia - a stregua di "una istituzione sociale". Perché una cosa è rafforzare gli outsider rispetto agli insider, ben altra è rafforzare i datori di lavoro rispetto agli insider.
La divergenza tra le proposte de lege ferenda dei due giuristi del lavoro non era marginale. Era netta e profonda. Per questo, la Carta dei diritti delle lavoratrici e dei lavoratori precedentemente richiamata ha un valore didascalico esemplare. Essa è di per sé sufficiente a dimostrare che "partire da una protezione di base comune per procedere poi gradualmente, senza alcun regresso, verso tutele differenziate" si può, è storicamente possibile e, anzi, è una delle più ragionevoli utopie originate dal disincanto vissuto dal diritto del lavoro nello scorcio finale del suo secolo.
Ciò che divaricava le due proposte non può tuttavia cancellare ciò che le accomunava. Intanto, la tecnica modulare che entrambe applicavano: essa escludeva il proposito di omologare al trattamento degli abitanti dell'area del lavoro subordinato quello degli abitanti delle aree contermini. Ma ancora più significativa è la condivisione della premessa da cui muovevano. Comune ad entrambe era l'assunto di fondo.
Adesso che la figura-simbolo del produttore subalterno caro alla tradizione marxista non meno che a quella cattolica subisce un calo di centralità, l'unità del sistema normativo del lavoro si realizza in correlazione coi bisogni del cittadino che guarda al mercato del lavoro come àmbito di chance di vita e - poiché "la natura ha fatto gli uomini più eguali rispetto ai bisogni che non rispetto alla possibilità che essi hanno di compiere questo o quel lavoro utile alla società" (Bobbio) - essa non può essere garantita se non dal nucleo dei principi costituzionali che definiscono la nozione di cittadinanza sociale con la necessaria indeterminatezza. Necessaria perché la composizione quali- quantitativa del pacco-standard dei beni e servizi in cui la nozione è destinata a materializzarsi non può non essere la risultante di decisioni discrezionali del legislatore ordinario e difatti varierà nel tempo in rapporto al variare degli indicatori prescelti.

ROMAGNOLI: DE LA SOCIEDAD INDUSTRIAL a la SOCIEDAD INDUSTRIOSA


Cuando, a la luz incierta del crepúsculo, se entrevé por primera vez la costa de un Continente desconocido, los navegantes se espantan. El litoral es abrupto, violento y está desolado por los vientos. Parece inaccesible. Por otra parte, a la hora de alcanzar el puerto, sería insensato tomar la decisión de volver atrás, después de haber desafiado las incógnitas del Océano. De igual modo, los europeos que tienen a sus espaldas una travesía no menos difícil –al término de la cual han construido un modelo social alternativo al norteamericano y un nivel de bienestar sin precedentes-- están llamados a reestablecer una relación justa entre trabajo y ciudadanía (1).
El caso europeo es el más parloteado porque es, sobre todo, en la Europa occidental donde el desempleo masivo y de larga duración --desestabilizando el compromiso alcanzado entre trabajo y capital-- destruye la idea misma de ciudadanía de la que, en parte, era artífice, y donde las grandes instituciones solidarias eran, también en parte, garantes del mundo del trabajo y de las micro estructuras de producción. Así pues, es urgente, sobre todo, restituir la legitimación social a los regímenes democráticos porque, especialmente, se arriesgan a perderla en la medida en que la ciudadanía, construida con los ladrillos de los sistemas nacionales del welfare state, se está agrietando.
Como es sabido, el welfare state europeo protege casi sólamente a los trabajadores a tiempo pleno e indeterminado. De hecho ese Estado de bienestar se basó en los seguros sociales públicos y obligatorios, que no podían funcionar con buenos resultados allí donde la perspectiva de continuidad de la relación aseguradora, vinculada a la relación de trabajo, no era realista o tardaba en beneficiarse porque en dicho caso se verificaba un déficit de cotización por parte de los sujetos interesados. El Estado de bienestar, por lo tanto, no se orienta a los trabajadores atípicos ni tampoco a los inscritos en un conjunto heterogéneo de actividades que pide la sociedad y que el mercado no sabe valorar.
Para adecuar el welfare a la exigencia de extender los niveles de protección más allá de los límites del tradicional Derecho del Trabajo, es necesario apuntar no sólo a estabilidad del puesto de trabajo sino a la continuidad ocupacional y, valiéndose de ella, pagar el peaje (tal como muchos lo exigen) de “un nuevo tipo de derechos sociales, referidos al trabajo en general”. Al trabajo en tanto que tal. Al trabajo “sin adjetivos”.
Massimo Pacci ha planteado en una monografía --desde hace unas semanas se encuentra en las librerías-- que “está disminuyendo, hasta casi desaparecer, la convergencia de la comunidad científica en torno a cómo definir terminológicamente la sociedad contemporánea. De hecho, durante mucho tiempo, prevaleció entre los estudiosos el recurso al término sociedad industrial”. Ahora bien, “cuando los hombres se encuentran frente a una novedad que les pilla sin preparación, se afanan en buscar la palabra para nombrar lo desconocido”. En estos casos, un famoso teórico inglés ha observado con un hilillo de ironía que a menudo “la palabra clave es la breve proposición ‘después de’, generalmente usada en su forma latina ‘post’ como prefijo del término”, que se usaba anteriormente. Sin embargo, me parece que yo he encontrado la voz que se adapta a describir el pasaje de época que Europa está viviendo: en vez de hablar de ciudadanía post-industrial, creo que es más apropiado llamarla ciudadanía industriosa.
Si alguien objetara que no es menos inapropiada la terminología consolidada en la literatura sociológica --que prefiere hablar de ciudadanía activa-- le replicaré, confirmando mi simpatía por la diferente distinción de léxico, no sólo porque la sugiere desde hace unos veinte años un gran jurista, recientemente desaparecido “on restera nécessairement industrieux, sinon industriel”, escribe Gérard Lyon-Caen-- sino porque un respetado sociólogo de finales del siglo XIX fue el primero en percibir la profunda falta de homogeneidad de los escenarios que el industrialismo preparaba como substitución de los industriosos.
De hecho, para Herbert Spencer el industrialismo no designa situaciones caracterizadas sólamente por la erogación de ingentes cantidades de trabajo; antes bien, caracteriza un cierto modo de producir, destinado a convertirse, de golpe, incluso en un modo de pensar. En efecto, la fábrica fordista (entendida no en tanto que lugar físico sino como un esquema mental) fue uno de los grandes laboratorios de la moderna socialización ya que el sistema dominante de la producción masiva no sólo fabricaba coches y electrodomésticos: predeterminaba un modelo de organización social y un código de referencia cultural que los comunes mortales –que no tuvieron la posibilidad de escogerlo ni rechazarlo-- podían sólamente interiorizar.
La juridificación de la ciudadanía industriosa encuentra en la Constitución italiana más apoyos que obstáculos. Cojamos el texto y no nos detengamos, como sucede con frecuencia, en el primer apartado de su artículo 4º: “la República reconoce a todos los ciudadanos el derecho al trabajo y promueve las condiciones para hacerlo efectivo”. Por favor, leamos también el segundo apartado: “todo ciudadano tiene el deber de desarrollar, según sus propias posibilidades y opciones, una actividad o función que contribuya al progreso material o espiritual de la sociedad”; y, sin detenernos ahí, en el primer apartado del artículo 35º que prescribe a la República tutelar “el trabajo en todas sus formas y aplicaciones”. Pero, probemos a releerlos con unas gafas adaptadas a la sociedad compleja que vivimos ahora, y algo de improviso sucederá.
Se me ocurre reinterpretar el pacto de ciudadanía, que rige nuestro Estado, volviendo del revés las conclusiones que proponía en otros tiempos: hasta que no he empezado a valorar el nivel de laicidad que, en las intenciones de los padres constituyentes, distingue una sabia utilización del Derecho premial (2) del Estado para impulsar la empleabilidad de los ciudadanos o (lo que es lo mismo) desincentivar el parasitismo y hasta que no me vino la duda de que el primer apartado del artículo 35º forma parte del núcleo duro de la Constitución.
Con relación a lo primero, no hay que avergonzarse si confesamos que el colapso de las finanzas públicas se ha convertido en un factor de disuasión que rompe la correlación entre el disfrute de los derechos sociales y el deber de trabajar de manera mucho más eficaz que la indignación moral que llevó a Costantino Gortari a interpretar el segundo apartado del artículo 4º en el sentido de que “la elección que se permite a la persona (singolo) se refiere a la forma de actividad laboral que debe desarrollar, ya no como alternativa a si se presta o no un trabajo”. En suma, no se trata tanto de “la indignidad civil que golpea la categoría de los voluntariamente ociosos y habitualmente tales” a privarles del socorro del Estado sino más bien de un cálculo de conveniencia económica y, además, de la insostenibilidad de los costes que se derivan de la ruptura de la lógica de la competitividad que preside el hecho de compartir derechos sociales.
Pasando al segundo aspecto de la cuestión, la autocrítica no puede ser menos severa. Revisando en la disposición constitucional más de un residuo del execrado interclasismo corporativo, que un prometedor anticipo de futuro (inducido incluso por la circunstancia que se recalca en el incipit del Título V del Código civil de 1942, literalmente lleno de ideología corporativa), muchos iuslaboralistas –incluso quien esto escribe-- titubean a la hora de reconocer la naturaleza y el alcance de una norma de la que se pueda inferir una orientación favorable a las capas medias productivas. Es por esto que, a despecho de su relevancia en el plano de la hermenéutica, fue oscurecido como una emisora pirata.
La circunspección con la que nos acercábamos a la norma no era del todo injustificada. El mismo derecho positivo nos lo proporcionaba de manera no irrelevante. Empero, la Constitución no fue escrita por unos pandectistas tardo-ochocentistas. Todo lo más, hay buenos motivos para conjeturar que sus autores fueron propensos a hablar del trabajo en singular. Pero ello no autoriza a considerar que se desinteresaran del amplio conglomerado de operadores económicos de los que varios centenares de millares (hoy son dos o tres millones) desarrollarían una actividad personal sobre la base de niveles contractuales diferentes del (también, de los todavía limítrofes y alternativos al) contrato de trabajo subordinado a tiempo pleno e indeterminado.
En efecto, tal como se deduce del segundo parágrafo del artículo 3ª, la Constitución se preocupa sólamente de remover las situaciones subjetivas de inferioridad y desventaja de subprotección social y desigualdad sustancial donde y cuando se manifiesten. Lo que obliga implícitamente a ampliar el espectro de los obstáculos a remover para realizar el modelo de sociedad que los padres constituyentes prefiguraron con la idea de reconstruir incluso los generados por los fenómenos relacionados con el trabajo, donde y cuando se desarrollaban, para “que constituya un factor normal de la empresa, independientemente del régimen contractual donde se realiza su integración en el ciclo productivo; y, también, por el carácter jerárquico o funcional de dicha integración que incide en la evolución de la empresa, más allá de las vicisitudes de un convenio colectivo en el destino y en el proyecto de vida de la persona que trabaja”. Massimo d’Antona situó en el centro de un programa de política del derecho el genus “trabajo sin adjetivos”, del que el trabajo más intensamente protegido en el siglo XX no es otra cosa que species.
Cierto, finalmente todos hemos caído en la cuenta que el amor por la especie nos ha hecho perder la vista del género. Más vale tarde que nunca --es lo que tenemos que decirnos y decir con un tono de consolación e incluso de auto absolución-- porque ha sido grande el riesgo de salir del siglo XX de la misma manera que nuestros antepasados entraron en él: sin rumbo. Pero si tuviéramos el desparpajo de Massimo Troisi, deberíamos decir: disculpad el retraso. El retraso acumulado durante la primera modernidad: cuando (como pone de manifiesto Ulrick Beck) “dominaba la figura del ciudadano-trabajador, no tanto con unos acentos de ciudadano como de trabajador”; cuando “el trabajado asalariado constituía el pórtico por donde todos debían pasar para poder estar presentes en la sociedad como ciudadanos de pleno derecho”; cuando, en suma, trabajo y ciudadanía formaban un binomio que tenía la característica inestabilidad de un elefante en una barquichuela.
Es preciso darle un golpe de timón al welfare para reorientarlo conforme a una concepción incluyente del trabajo, con la idea de permitir –coherentemente con ello-- la protección del status de ciudadanía prescindiendo de la continuidad de un empleo, entendido éste en la acepción de que constituye el más resistente legado cultural de la civilización industrial. Al fin y al cabo ya no existe la figura-símbolo del productor subalterno que se presentaba como la estampa de del status de ciudadanía. Satisfechas las primeras necesidades (e incluso algo más) se está abriendo camino la idea de que un conjunto de bienes, donde están materializados los derechos sociales, sea una variable independiente de la tipología normativa del intercambio entre trabajo y retribución; es una consciencia que debemos considerar como ya adquirida. Pero demuestran no tenerla aquellos juristas que se dedican a demoler la barrera que idealmente separa el mercado de trabajo del mercado de mercancías y, no obstante, se definen (vaya usted a saber por qué) como juristas constructivos. Eso lo criticaba, con una percepción lúcida, un iuslaboralista italiano, trágicamente desaparecido.
Asesinado por las Brigadas Rojas el 20 de Mayo de 1999, en la plenitud de su madurez científica y cultural, Massimo d’Antona será recordado como el más dispuesto y preparado –no solo de su generación-- para repensar el derecho del trabajo con el método más adecuado: el que permite al pasado proyectar sobre el presente aquella luz que ayuda a comprender los problemas en su esencialidad. Sus escritos sobre el derecho del trabajo –del trabajo que va cambiando-- exhortan a los juristas a no instalarse en unos planteamientos nostálgicos: un tanto porque el pasado no puede volver y otro tanto porque no es atractivo; ni tampoco a confiar en los horóscopos: un poco porque el futuro podría no ser tan tenebroso y otro poco porque tenemos los recursos para afrontarlo, basta con saberlos utilizar. Sin fideísmos ni catastrofismos: esto es lo que me parece más importante de su pensamiento.
Convencido de que el derecho del trabajo es un constructo histórico y no tiene nada de ontológico, Massimo d’Antona consideraba que tal vez había llegado el momento de ocuparse del trabajo que –“independientemente del esquema contractual que se utilizara”-- “estaba integrado como elemento normal y constante en el ciclo productivo”, en tal medida que “la marcha de la empresa, más allá de las vicisitudes del convenio, en el destino y en el proyecto de vida de la persona”. En efecto, “existen derechos fundamentales que no se refieren al trabajador en tanto que tal sino al ciudadano y al trabajo (un trabajo que incluso puede cambiar en el tiempo, un trabajo que puede ser autónomo o subordinado), son los siguientes: identidad-renta-seguridad, esto es, los factores constitutivos de su personalidad”; y, también por esto, ya no se reconoce en el antropológico modelo totalizante que caracterizó el derecho del trabajo del siglo XX, ni tampoco se reconoce en la imagen sacrificial del “trabajador masificado del que nos hablan las leyes y los convenios colectivos”. ¿Cómo decir que Massimo consideraba que el derecho del trabajo debía desarrollarse a medida del hombre en tanto que sujeto, persona y ciudadano con “sus instancias de autodeterminación frente a todo poder, incluso del que es tuitivo y benéfico”?.
Por tanto, en su opinión, también la función del sindicato debe cambiar. Debe convertirse en la representación del trabajador en tanto que ciudadano en vez de ser la representación del ciudadano en tanto que trabajador: las palabras son idénticas, pero los acentos están distribuidos de modo diferente para hacer comprender que las unidad del sistema normativo, que se debe reconstruir en torno al trabajo en todas sus formas y aplicaciones”, se realiza en correlación con las necesidades del “ciudadano que mira el trabajo como ámbito de chance de vida”, pero sin identificarse exclusivamente con el mismo en la amplia medida que se abre a otros valores y se nutre de otros deseos.
Ello no significa que en el nuevo milenio desaparecerá, con la cultura del énfasis del trabajo asalariado en torno al cual se ha construido la civilización industrial, incluso la exigencia de reducir los desniveles del poder social inmanentes en la relación contractual mediante la que efectúa el intercambio entre trabajo y retribución. Sin embargo, apenas iniciada, es la lucha por la igualdad “entendida como paridad de oportunidades de elección y mantener, también en la relación de trabajo, la propia y diferente identidad, también como igual derecho para incorporar el trabajo al particular proyecto de vida”.

NOTAS
(1) El presente artículo apareció en la revista Eguaglianza e Libertà (www.eguaglianzaelibertà.it) Aunque el lector encuentre referencias a la Constitución italiana, el trabajo del maestro Romagnoli sugiere una potente reflexión al iuslaboralismo europeo, especialmente en lo que se refiere al vínculo entre derechos sociales y Estado de bienestar. Nota del Traductor, José Luis López Bulla.

(2) Por ejemplo en el caso de nuestra negociación colectiva el Derecho premial:
Art. 32 del Convenio colectivo de la empresa Futbol Club Barcelona (personal continu) per als anys 2002 i 2003 : “Fets premiables: El Club per a l’estímul i com a recompensa als seus treballadors premiarà els següents fets:
c) Actes heroics o exemplars
Es consideraran actes heroics els que realitzi el treballador, amb greu risc de la seva vida o integritat personal, per evitar un accident o reduir les proporcions del succés, defensar béns del Club o amb finalitats similars.
S’estimaran exemplars o meritoris, aquells actes que la seva realització no comporti greus exposicions de la vida o integritat personal, però sí una manifestada i extraordinària voluntat de superar els deures reglamentaris, a fi d’evitar una anormalitat en el bé del servei”
Art. 48 del de ABB Automation Products, SA (centre de treball de Sant Quirze del Vallès): "La Direcció de l'empresa concedeix premis o recompenses per estimular les iniciatives del personal, si hi ha propostes concretes dels treballadors que redundin en benefici de l'empresa, com ara l'estalvi de material, les millores dels processos de fabricació, la prevenció d'accidents, la detecció d'errors, la conservació d'actius, les millores administratives i organitzatives, etc., sempre que aquestes no formin part de la seva activitat normal."
Art 27 del Conveni col·lectiu de treball de l'empresa Schindler, SA, per al període de l'1.1.2002 al 31.12.2005: "
Per estimular la vinculació dels productors a l'empresa i despertar-ne l'esperit de superació, tot productor que tingui reconeguda una antiguitat de vint-i-cinc anys en la plantilla de l'empresa, tindrà dret a un premi que consistirà en una percepció econòmica equivalent a una dotzena part de la totalitat de les percepcions rebudes en l'any natural en que compleixi els vint-i-cinc anys de permanència en l'empresa, a exclusió de les hores extraordinàries, protecció familiar, dietes, i qualsevol altre concepte que tingui com a finalitat cobrir i satisfer despeses. També li serà lliurada una medalla d'argent.
En els casos en que el productor, havent complert els vint-i-cinc anys de permanència a l'empresa, es jubili abans de l'acabament de l'any natural, la quantitat que percebrà serà la mitjana mensual dels mesos treballats, amb les exclusions abans exposades.
Els productors que hagin romes a la plantilla de l'empresa ininterrompudament durant un període mínim de trenta anys , tindran dret a un premi que consistirà en una percepció econòmica equivalent a dues mensualitats, calculades aplicant la formula a, que s'ha fet menció per al càlcul de la medalla d'argent, també li serà lliurada una medalla d'or, si un treballador moris havent complert 30 anys d'antiguitat, el seu cònjuge o fills menors d'edat, o que econòmicament depenguessin del treballador, percebran la medalla d'or i la percepció econòmica que li hagués correspost.
S'abonarà la quantitat corresponent i es lliurarà la mateixa per rigorós ordre d'antiguitat i en un període transitori de 3 anys.
Per el lliurament d'aquests premis, la direcció de l'empresa determinarà un dia dintre de la segona quinzena del mes de gener de l'any següent al seu venciment.
L'empresa lliurarà al comitè la llista dels medallistes amb un mes d'antelació a l'entrega de les medalles". (Estos datos figuran en un libro de reciente aparición de Miquel A. Falguera i Baró)
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2006/02/03

EL DERECHO DEL TRABAJO Y EL ESTADO DE BIENESTAR

Umberto Romagnoli



El Novecento ha sido el siglo breve: comenzado tarde, ha finalizado pronto. El del trabajo es el derecho del Novecento. Ergo, víctima de su acontecer, al derecho del trabajo le tocará la suerte de su siglo.
El silogismo complace a algunos; más bien, se arriesga complacer bastante a todos. Es sugestivo. Es cautivante. Tiene el don de la simplicidad. Pero su auto-evidencia es engañosa. Para hacerle alcanzar la plausibilidad que finge poseer, necesita envolverse en el razonamiento deductivo de toda la cultura novecentista del trabajo, desenterrando la raíz del colosal prejuicio favorable al trabajo dependiente que persuade a los juristas del Novecento a expandir los espacios de operatividad del contrato de trabajo estable a tiempo pleno y -haciendo caso omiso de su razón de ser histórica- usarlo como parámetro para evaluar la admisibilidad de modelos contractuales diferentes.Ellos saben --siempre lo han sabido-- que el del trabajo es el derecho del pueblo, de los hombres de cuello azul y la mano callosa, o sea que su núcleo genético, corresponde al complejo de las posiciones jurídicas activas y pasivas para las cuales el trabajo es eso que se ejecuta en el interior de una empresa industrial de dimensiones medianas y grandes. Sin embargo, incluso ellos han hecho todo lo posible para universalizar el derecho de la relación de trabajo de derivación obrera y de matriz industrialista. Ellos esponsorizaron la idea de que el sistema normativo originado en el trabajo dependiente, correspondiente al modo de producir industrial, tenía la aptitud de aglutinar, englobar, homologar todas las figuras contractuales mediante las cuales se realiza la integración del trabajo en el proceso productivo. Ellos construyeron una identidad cultural del derecho del trabajo y la autonomía científica del correspondiente saber especializado, en torno a un concepto unificante del trabajo que olía a petróleo, vapor de máquina, carbón: y que su paternidad le pertenecía a un proletariado industrial en ascenso y a la búsqueda de la conciencia de sí, presuponiendo que la proletarización estaba destinada a volverse "la condición de todo el pueblo", como profetizara la moción congresal del SPD alemán de 1892 escrita por Karl Kautsky.Eso porque, en el siglo que se va, el contrato de trabajo a tiempo pleno e indeterminado se ha vuelto la estrella polar del derecho del trabajo europeo legislado, jurisprudencial y negociado en sede sindical. No era solo la representación jurídica a medida del hombre del totalizante código de referencia cultural que, en la civilización del fordismo, no se podía escoger ni refutar. Era además el símbolo juridificado del principio inclusivo de la racionalidad incorporado en una técnica productiva que contenía la propiedad de predefinir un orden rígidamente estructurado del conjunto de las relaciones sociales. "Esto era el Novecento: todos nos levantábamos a la misma hora, todos uniformados en los horarios diarios, semanales, anuales" y todo lo que pensábamos era que "la vida laboral desarrollaba todo su horario en todos los días de la semana en todos los meses laborales del año, hasta la jubilación" (A. Accornero). Por esto, testigos e intérpretes de su tiempo, los juristas del Novecento, caracterizaron sin excesivas vacilaciones, el modelo ideal-típico de relaciones contractuales más idóneo para satisfacer simultáneamente una exigencia económica y una expectativa existencial. La exigencia del sistema dominante de la producción industrial estandarizada de planificar el uso de una fuerza de trabajo masificada, y la expectativa, inducida por el mismo sistema y acompañada de una creciente demanda de seguridad, de ganarse la vida trabajando bajo la dependencia de otro. El derecho del trabajo, sin embargo, no ha podido disfrutar mucho y en paz, su madurez fatigosamente alcanzada. No es necesario ser jurista para sacar cuentas. Las vicisitudes de los personajes de Full Money documentan que el derecho que había tomado nombre y razón del trabajo, entrará en el nuevo siglo con la duda de haber conservado el nombre, pero no la razón de sus orígenes, porque en el siglo que viene encontrará lo que haya sido capaz de llevar: allí estarán, para el registro, los personajes de Full Money, con sus historias despedazadas de vida trabajadora. Y los de Full Monty les dicen, que la pasión por la especie les ha hecho perder de vista el género.Se lo dicen incluso a los expertos del ramo. En Francia, han escrito de ellos que "es Penélope devenida jurista", en España, se ha esparcido la voz de que padecen una forma de "envejecimiento precoz", y en Italia, "suscita la embarazosa sensación de cuidar un pez en una tina de agua a la que le han sacado el tapón".Sin embargo, no es una situación para desesperar: según la opinión de un historiador inglés, es frecuente que las certezas de una época sean las dudas de la sucesiva.La importancia de una preposición articuladaDerecho "al", "del", "para el" trabajo: las palabras son las mismas, pero la delicada preposición articulada que de vez en cuando las une, modifica el significado del sintagma.El sintagma vencedor, apenas lo he dicho, es el derecho "del" trabajo. Vencedor y pudorosamente omnívoro porque, sostienen los mensajeros del nuevo, se ha comido el derecho "al" trabajo proclamado en la Constitución. Vencedor y solo negligente, es en cambio mi opinión, porque ha pasado por alto el derecho "para" el trabajo.Pero procedamos con orden. Si bien es cosa buena y justa que el derecho del trabajo se haya apropiado del enunciado constitucional para dar a la revocación de la licencia de despedir un sólido fundamento, todavía la torsión aplicativa impresa al derecho "al" trabajo no ha logrado otra cosa que el derecho del ocupado a no ser expulsado arbitrariamente de la producción: "la tutela del puesto de trabajo", ha escrito recientemente Gino Giugni, "es de hecho el único perfil normativo en el que se encuentra realizada una forma de tutela del derecho al trabajo".Es decir: la normativa obligatoria del despido constituye un modo para honrar el pagaré del derecho al trabajo. Al mismo tiempo, apunto con maldad, constituye un modo para agravar el dualismo preexistente del mercado de trabajo entre los que están dentro y los excluidos.Es ahora cuando, desvanecida la ilusión rosada de la plena ocupación, se nos cae encima la torva realidad de la desocupación estructural. Una realidad imprevista, y más bien imprevisible que ha desafiado no solo el sentido común, sino incluso las más renombradas escuelas de pensamiento. De allí, la verdadera culpa -pero dudo que el término sea correcto, porque la historia no debe ser utilizada para preparar procesos-, la culpa, decía, del jurista del Novecento radica, no tanto en creer que los límites legales del despido sin causa (ad nutum) incivilizan la administración de la relación de trabajo, como sobre todo hacerla el alfa y omega de una política del derecho centrada sobre la continuidad ocupacional. Y de ahí, además, en no haber entendido que, entre los instrumentos necesarios para hacer efectivo el derecho al trabajo, la prioridad unánimemente reconocida a las intervenciones de política económica es compartida con las de política escolar y formativa. No haber entendido que, por efecto de la transformación del proceso productivo, el trabajo deberá necesariamente incluir el trabajo para aprender a trabajar, más que el saber para adaptarse a los cambios del trabajo. No haber entendido que el sistema formativo andaba desprendiéndose de la idea de la formación "prima ed in vista" del trabajo, entretejiendo derecho al trabajo y derecho -incluso reconocido en la Constitución- a la "formación y elevación profesional".De hecho, no se preocuparon de que el derecho del trabajo no estuviese interesado en superar la separación entre el mundo de la producción y el mundo del proceso formativo y, con el falso supuesto de que su territorio no podía comenzar sino donde terminaba el derecho a la instrucción, no interviniese sino cuando se interrumpía el proceso formativo. La única excepción estaba representada por el decrépito instituto del aprendizaje, aprovechable sobre todo por la juventud con escolaridad baja. En suma, el modelo de estructura del derecho del trabajo fue concebido como una estantería rígida, aunque temporal, ubicada entre distintos segmentos del ciclo de vida, o sea entre el aprendizaje en la escuela y el ejercicio de una actividad económicamente valorable, y ninguno tuvo nada que replicar. En Italia el axioma "te formo para hacerte empleable" comienza a darse vuelta recién a principio de 70, cuando hace su aparición en el ordenamiento el contrato de formación y trabajo. Hijo de la idea, "te empleo para formarte", es todavía un hijo insincero. No solo la formación es poca, mientras el trabajo es mucho, sino que pudo ser revertido con la adquisición -certificable, por junta, de manera más permisiva que rigurosa- de profesiones modestas o magras. Esporádicamente, intentos de verificar ex ante la adecuación de los programas de formación y los escasamente incisivos controles.Seguramente no es éste el lugar para recorrer las vicisitudes del contrato de formación y trabajo. Sin embargo no puedo abstenerme de observar que, mientras que este contrato ha funcionado como abre-camino para la liberación del mercado de trabajo, no ha ejercido una influencia apreciable en lo que respecta al nexo entre saber -saber hacer - trabajo. En cambio, no del todo ininfluyente ha sido la pereza de los juristas. Reconociendo en el contrato de formación y trabajo nada más que un apresurado y pícaro maquillaje del aprendizaje para incentivar de cualquier modo la ocupación juvenil, nos han entregado una versión meramente coyuntural. Así, el contrato de formación y trabajo ha estado adscrito a la insulsa familia de los contratos especiales y, a pesar de los tardíos ajustes que han revalorado la finalidad formativa, está agotando su vitalidad. No se intuyó a tiempo que allí se abría un respiradero a través del cual la exigencia de la formación pudo penetrar e insertarse establemente en el derecho del trabajo. Una exigencia que, como han testimoniado los muy recientes Pactos del trabajo, es intensamente compartida, tanto por las empresas a la búsqueda de la calidad total, como por los trabajadores; y no solo en la fase inicial de las biografías de los productores, sino también durante todo el arco de la mismas.Es la única norma que tiene como objetivo insuflar en el Estatuto de los trabajadores una gestión dinámica de su creciente patrimonio profesional. Es aquella que, introduciendo el principio de la equivalencia profesional (respecto a las tareas de ingreso) de las tareas sucesivamente exigibles y luego ampliando el contenido de la prestación de trabajo contractualmente debida, define las tareas a desempeñar por el recién ingresado al amparo, nos ha enseñado Gino Giugni, de "un código genético de la profesionalidad accesible" en el curso de la relación.Desafortunadamente, la idea de asegurar un sustento legal al progreso en la carrera profesional, si se extingue el contrato con una organización del trabajo, está moderadamente disponible en la política de promoción profesional. De hecho, ha prevalecido la lógica defensiva e inconfundiblemente garantista de una interpretación que, para contrastar prácticas de descalificación, se contenta con prohibir enroques, en torno a la idea de la irreversibilidad del nivel profesional correspondiente a las tareas, redirigiéndolas a la calificación. No es poco. Pero es todo. Es decir: la profesionalidad del recién ingresado podía ser un punto de partida; viceversa, no era un punto de no retorno.Afortunadamente, porque la debilidad de la norma era inocente, la opción de política del derecho de la que resultó una prematura y, al mismo tiempo ingenua expresión, pudo ser actualizada y repropuesta en un habitat técnico-organizativo en el cual, como está sucediendo, se registren estructuras productivas que -en cuanto requieren de la persona que trabaja mas iniciativa, más autonomía decisional, más responsabilidad- han solicitado una política activa de recalificación y desarrollo profesional de la mano de obra. Es en respuesta a ello, de hecho, que aparece muy evidente el interés del empleador de valerse de manera flexible de la profesionalidad del dependiente y sobre todo, observa justamente Mario Napoli, que "no se entiende por qué la profesionalidad debiera ser utilizada solamente como criterio limitativo de su poder y no ratificar desde el origen el objeto mismo del contrato". La verdad es que sería suficiente dejar de una vez por todas de identificar la obligación de trabajo con la puesta a disposición de mera energía psico-física -una obligación que para ser cumplida requiere solo docilidad, obediencia inmediata, subordinación- y repensar los términos de intercambio.Si se comparte la premisa de que el contrato de trabajo realiza un intercambio entre profesionalidad y retribución, el corolario que se desprende coherentemente es cualquier cosa menos banal.En primer lugar, "la norma sobre la movilidad interna adquiere un significado mas fértil, porque se hace compatible con el programa negocial que en el lenguaje organizativo es considerado valorización de los recursos humanos", y en el lenguaje un poco envejecido de los padres constituyentes, es considerado "elevación profesional".En segundo lugar, se debe admitir que es necesario prevenir el hurto de la profesionalidad no solo porque daña al trabajador, sino también porque compromete el despliegue fisiológico del sinalagma funcional mismo, como nos decían nuestros viejos maestros. Mario Napoli sostiene que el derecho a la formación permanente -un derecho "que resguarda a los trabajadores, pero que al fin de cuentas sirve sobre todo a la empresa" - es ya hoy "un efecto legal del contrato de trabajo".En suma, ya no se trata mas de una cuestión de visionarios que preveían para un lejano futuro la realización del derecho a la formación continua sobre la cual se fabulaza. Por el contrario, ellos no sabían que podía ser un poderoso instrumento de tutela de los intereses del deudor para obtener la colaboración de su acreedor; un interés respecto del cual el despido tecnológico es, hoy una clara lección.El derecho "para" el trabajoEn este punto, no es necesaria una particular sagacidad para decir que hemos avistado solamente un promontorio del inexplorado continente bañado por la corriente que lleva el derecho del trabajo a reencontrarse con el derecho al trabajo para generar el derecho para el trabajo.De hecho, la reivindicación de un derecho capaz de ir mas allá del horizonte del derecho del trabajo está destinada a radicalizarse con la declinación de la ciudadanía industrial, o sea de la única forma de ciudadanía social que el derecho del trabajo estaba en situación de prometer. La impresión de la macroestructura de la producción sobre la organización de la sociedad entera se ha desteñido, el molde se ha rajado, y la ciudadanía industrial ve disminuido su rol complementario respecto de la ciudadanía civil y política. Un rol que, desde Theodor H. Marshall en adelante, ha devenido familiar para la sociología y politología de la segunda mitad del Novecento. Por esto, el dogma interpretativo del pacto constitucional que hace del trabajo asalariado el pasaporte para la ciudadanía se está resquebrajando. El impacto es pulverizante, sea para el sindicato como para la clase de los operadores jurídicos. El primero está llamado a representar al trabajador en cuanto ciudadano antes que al ciudadano en cuanto trabajador; el segundo a afinar los argumentos para emancipar la sistemática constitucional de la sistemática de la codificación.Hasta ahora, ambos parecen haber evitado la analogía con la suerte corrida por la norma constitucional que garantiza el derecho de huelga y aquella que corrió la norma que reconoce el derecho al trabajo: como la primera, ha estado durante un largo período interpretada a la luz del código penal fascista con el cual estaba forzada a cohabitar, como la segunda ha estado y ha sido interpretada tuitivamente a la luz de un código civil implementado por una rica legislación que, coherentemente, coloca el contrato de trabajo subordinado a tiempo pleno e indeterminado en el centro de un sistema de garantías del cual son excluidos los trabajos desarrollados sobre la base de regulaciones contractuales distintas. En sentido contrario, la Constitución -que no conoce la dicotomía entre contrato de trabajo "subordinado" y contrato de trabajo "autónomo" - no puede de ningún modo enunciar una evaluación que sea a priori favorable o desfavorable en la confrontación de las formas jurídico-contractuales. Es decir: mientras el código civil razona en términos de tipologías contractuales y de modalidades técnico-jurídicas de desenvolvimiento del trabajo, la Constitución se preocupa solamente de remover situaciones subjetivas de debilidad o de inferioridad socio-económica de cualquier tipo y donde sea que se manifieste. Por lo tanto, si el derecho del trabajo va a volver a ser el derecho de frontera que era, debe eliminarse de plano la insostenible ligereza de la proposición gramatical que constituye su orgullo. Ello significa, como ha escrito Gaetano Vardaro en su densísimo ensayo publicado en Política del Derecho (1986), "que el derecho del trabajo deberá aventurarse mas allá de las columnas de Hércules, fin que le asignaron, confrontándose con la actividad laboral de tipo exquisitamente emprendedora, sin dejarse intimidar de que lo califiquen como fin extraño a su prospectiva". Deberá medirse con la divergente alternativa de fondo que postula una vuelta hacia el preasistente Welfare, diseñado sobre el prototipo del trabajo hegemónico en la sociedad industrial, y un Welfare orientado a proteger el estatus de ciudadanía independientemente del desenvolvimiento del trabajo "regular", noción que constituye el retazo cultural mas interiorizado y resistente de la industrialización. Deberá en suma, transformarse en derecho "para el" trabajo, entendido como el derecho de la ciudadanía industriosa en la misma medida que el derecho "del" trabajo era el derecho de la ciudadanía industrial.Es decir que se perfila la ocasión de remodelar el estatuto jurídico de la ciudadanía sobre aquello que está acurrucado en el subsuelo de la edad post-industrial y está siendo desenterrado llevándolo a la superficie.Probablemente, los materiales hasta ahora extraídos no sean apreciados ni inmediatamente utilizables. Es cierto, pero no es una buena razón para desistir. Ahora bien, si no tenemos el testarudo optimismo del buscador de oro y de fortuna, que tamizaba el agua de los torrentes de Alaska para encontrar en el fango una esquirla de metal amarillo, la humanidad entera continuará, por quien sabe cuanto tiempo todavía, llorando a la ciudadanía industrial, sin saber lo que la ciudadanía industriosa pudo dar.Umberto Romagnoli és catedràtic de Dret del Treball a la Universitat de Bologna

2006/02/02

ENTRE NACIONALISMOS E INTEGRACION TRASNACIONACIONAL

Umberto Romagnoli
(Torino, 01. 09. 2003)

Come eravamo.

Sarà una fissazione, ma non mi stanco di ripetere che i giuristi del lavoro
contemporanei hanno incominciato a “frequentare il futuro” – per usare
l’espressione che, sostiene Antonio Tabucchi, a Pereira “non sarebbe mai
venuta in mente”, però gli piacque moltissimo – senza percepire neanche
l’opportunità di dissotterrare le loro radici culturali. Non mi sorprende
perciò che l’infatuazione per il nuovo che avanza coesista con la
glorificazione dell’esistente. Piuttosto, mi sorprende che non sia stata
ancora rimossa la causa della sconcertante divaricazione. Essa infatti
dipende dalla perdurante scarsità di analisi meno emotive e più
approfondite, consapevoli dell’attualità, ma attente ad una storia ricostruita
in modo non compiacente né polemico.
A mio avviso, il dato di partenza è che, senza volerlo né saperlo, siamo
usciti dal Novecento come i nostri antenati vi entrarono: a casaccio.
Infatti, su occasionali e impreparati interpreti le prime regole del lavoro
salariato dovevano produrre il medesimo effetto – tra l’inquietante e il
divertente – che oggi producono sui turisti di Barcellona le costruzioni di
Antoni Gaudí, l’architetto catalano che progettava con fantasia fanciullesca
case dove non esistono scale o nemmeno una linea retta, perché tutto –
muri porte finestre pareti – segue un movimento ondulatorio.
Vi sono, però, almeno due ragioni che sconsigliano di ridicolizzare o
colpevolizzare i nostri progenitori.
La prima è che anche noi corriamo il rischio di ricevere tra cinquanta o
cento anni analogo trattamento dai nostri nipotini; per questo, sarebbe
prudente mostrarci generosi: così facendo, implicitamente li esorteremmo
all’indulgenza.

La seconda ragione, ovviamente più seria, è che nemmeno la storiografia
ha focalizzato con la precisione desiderabile il contributo recato dal diritto
del lavoro del Novecento alla “quadratura del cerchio”, come Ralf
Dahrendorf compendiosamente definisce la stabilizzazione di un equilibrio
accettabile tra le esigenze fondamentali delle società capitalistiche evolute:
benessere economico, coesione sociale, democrazia politica.

Sarebbe quindi una imperdonabile cattiveria negare ai giuristi a cui toccò
assistere alla nascita del diritto del lavoro tutte le attenuanti del caso,
soltanto perché non compresero subito che le regole del lavoro di matrice
operaia contribuivano a risocializzare, con la promessa di incentivi
premianti e la minaccia di sanzioni, moltitudini di ex artigiani ed ex
contadini, o artigiani non più del tutto artigiani e contadini non più del tutto
contadini, alla forme massificate della produzione manifatturiera –
continuativa, regolare, sorvegliata ed etero-diretta – in luoghi dove non
c’erano mai stati tanti lavoratori e così tanto lavoro in così poco spazio:
tant’è che, come scriverà l’autore di Prometeo liberato, i contemporanei
non riuscivano a collocarli negli schemi conoscitivi a loro più consueti se
non equiparandoli ad “un nuovo genere di prigione in cui l’orologio non è
che un nuovo genere di carceriere”.

E’ altresì vero che il black-out dei giuristi del lavoro dell’epoca avvolse a
lungo in un poco gaudioso mistero le finalità ultime di tutta questa
coercizione uniformante. Soltanto ora però si riconosce senza discutere che
essa era diretta a promuovere l’eguaglianza delle condizioni tra operatori
economici nazionali in competizione tra loro: ne limitava la libertà, e
dunque l’alterava, ma al tempo stesso la normalizzava mediante il divieto
di abbassare gli standards di protezione sociale al di sotto della soglia di
compatibilità con le esigenze del processo d’industrializzazione e della sua
espansione, rendendo così prevedibile il gioco concorrenziale sul versante
del trattamento economico-normativo del fattore lavoro.
Del resto, non potevano rappresentarsi nitidamente la complessità della
situazione neanche i rari giuristi che, mostrando più interesse e simpatia
che smarrimento di fronte all’apparire delle nuove regole ed alla loro
atipicità, lo paragonavano ad “una vena d’acqua che stenta ad aprirsi la via
attraverso la crosta terrestre e si manifesta qua e là in sottili spruzzi e
zampilli, fino a che la forza accumulata della sorgente vince l’ostacolo e
liberamente si sprigiona”.

L’involontario tocco di lirismo, però, non fa soltanto tenerezza. In realtà,
era un modo elegante di manifestare la quieta ma non rassegnata
indignazione dei galantuomini dell’epoca di fronte alle innumerevoli
resistenze e vischiosità che incontra ogni tentativo di migliorare l’etica
degli affari. Adesso, anzi, posso dire che esprimeva un modo d’essere e di
pensare che, con gli occhi della memoria di ex studente della Facoltà
giuridica bolognese, rivedo materializzarsi nel canuto professore che
andava in giro con la lobbia, una sciarpa bianca, un bastone col pomo
d’avorio e fumava esili sigarette di tabacco leggerissimo.
Quando lo conobbi, Enrico Redenti era uno dei più insigni maestri europei
di diritto processuale civile.
Pur riconoscendo in questa singolare personalità un rispettabile e rispettato
rappresentante della borghesia post-risorgimentale, non potevo tuttavia
supporre che il suo aspetto aristocratico ne stilizzava il ruolo svolto nella
fase germinale del diritto del lavoro. Tra l’altro, non sapevo nemmeno che
avesse esordito negli studi giuridici con una ricerca sulla giurisprudenza dei
probiviri industriali istituiti da una legge del ’93 per la soluzione pacifica
delle controversie tra operai e imprenditori; una ricerca che sarebbe rimasta
un insuperato esempio del monitoraggio a cui si prestava egregiamente
quello che sarebbe diventato il diritto del secolo. Solamente più tardi,
infatti, avrei accertato che Redenti aveva militato nel minuscolo drappello
di giuristi-scrittori del primo decennio del Novecento la cui cultura liberaldemocratica
risulterà soccombente nel secondo decennio, allorché il
fascismo recintò con reticolati il territorio praticamente ancora vergine
delle relazioni sindacali e di lavoro, lo colonizzò con una legificazione
cingolata e ne fece la base operativa del regime.

Le regole del lavoro, ecco il messaggio che i perdenti volevano trasmettere,
possono assediare i valori del sistema capitalistico e contestarne il primato;
ma i loro interpreti non possono negarne la natura compromissoria se non
cambiando mestiere, ossia rovesciando il tavolo intorno al quale le parti si
siedono senza alcun proposito di trattare la propria estinzione e, casomai,
con l’intento di ottenere reciproci vantaggi.
Come sa chi ha la pazienza di rileggere i dialoghi delle origini, è stato più
facile fraintendere il messaggio che intenderlo correttamente. In effetti, il
rumore delle voci del tempo era come l’accordatura dell’orchestra prima
che abbia inizio il concerto: i temi dello spartito ci sono già, quasi tutti, ma
si inseguono, si incontrano e si scontrano confusamente, secondo il
capriccio degli musicanti; per questo, pochi sono in grado di individuarvi
profetiche anticipazioni. Ad ogni modo, è sicuro che non ci riuscì la larga
maggioranza dei giuristi dell’epoca, intimiditi e forse spaventati dalla
virulenza del fenomeno sindacale e dalla voglia di spaccare il mondo urlata
da un gran numero dei suoi protagonisti – così somiglianti ai sensali dei
“mercati di bestiame”: “uomini tarchiati e violenti, con facce rudi, randelli
e bestemmie”, raccontava un testimone d’eccezione come il talentoso
Francesco Carnelutti col tono di chi disapprova perché pensava con sicuro
istinto classista: “mio Dio, come siamo caduti in basso”.
Non è casuale che i gius-pubblicisti abbiano preceduto gli altri giuristi nel
comprendere che la latitudine del fenomeno non permetteva di
fronteggiarlo se non con una strategia di politica del diritto più articolata di
quella legata alla tradizione ottocentesca dello Stato liberale. Essendo i
massimi esponenti della cultura del monismo giuridico e del positivismo
legislativo, furono anche i primi a scorgerne le crepe provocate dalla crisi
che l’aveva colpita in seguito all’erompere di movimenti spontanei della
società civile che ne contestavano un ordine carente, avrebbe detto Max
Weber, non tanto di legalità quanto piuttosto di legittimità.
“A chi è debole di gambe” – scriveva nel 1911 lo stesso Carnelutti, di cui si
diceva: ”non è processualista né privatista né commercialista, è tutto” – “si
offre un bastone e nello stesso tempo si cerca di curarlo perché riacquisti la
forza e possa fare a meno del bastone”. A distanza di soli tre lustri, però,
apparirà chiaro a chiunque che il bastone nel frattempo offerto dallo Stato
ai figli di un gracile pluralismo sociale serviva non tanto per ripristinare
l’uso dei loro arti inferiori quanto piuttosto per spezzarli. Per questo, se è
incontestabile che fino al Novecento inoltrato il territorio delle relazioni
sindacali e di lavoro sia stato l’hic sunt leones degli ordinamenti giuridici
dell’Europa continentale – ad eccezione di quello, tragicamente caduco,
della Repubblica di Weimar – dopo il crollo dell’edificio normativo che i
corporativismi nazionali dei decenni centrali del secolo ci avevano
costruito sopra si reputerà di poter asseverare con eguale perentorietà: hic
sunt ruinae. Ma non era vero. Perlomeno, non del tutto, perché si è iniziato
presto a rovistare tra le macerie ed a selezionarne i pezzi più pregiati con
l’intento di riutilizzarli; grosso modo come facevano i conquistadores del
Nuovo Mondo, che riedificavano le città rase al suolo con i materiali delle
demolizioni.

La verità è che nessuna epoca, anche se successiva ad una rivoluzione,
comincia dall’anno-zero; che il più chiacchierato padre putativo del diritto
del lavoro made in Europa è stato il corporativismo nelle sue numerose
varianti, incluse quelle più reazionarie, come in tutte le sue colorite o
scolorite venature – dal proto-socialismo al cattolicesimo sociale – e che
esso si affermò tra il secondo e il quarto decennio del Novecento per
affrontare i processi sociali, economici e politici con la maturazione dei
quali i sistemi normativi più progrediti non hanno ancora terminato di
confrontarsi.

Come dire che è tempo buttato incartarsi in dispute su chi abbia il merito
del ruolo salvifico svolto dal diritto del lavoro che conosciamo. Alla fine
dei conti, “qualunque sia la concezione del mondo – liberale, cattolica,
socialista e, sì, anche fascista – a cui abbiano di volta in volta aderito, i
legislatori europei si sono sempre proposti di modificare la condizione
dell’uomo che vende la sua forza lavoro”, obbedendo così “a una tensione
riformatrice comunque motivata”.
Perciò, col disincanto dell’idealista senza illusioni, potremmo convenire
che, se il diritto del lavoro ha un’anima, ciò dipende dal fatto che esso
“nasce dalla critica di un rapporto diseguale e generatore di grandi conflitti
nel cuore del sistema capitalistico”; una critica, però, così poco radicale da
proporsi, piuttosto, di impedire la radicalizzazione dei conflitti; una critica,
cioè, ove la pars construens prevale sulla destruens, prefigurando un
modello di tutela basato sulla distinzione tra ciò che può stare nel mercato e
ciò che deve starne fuori.

Ecco perché, se il diritto del lavoro che conosciamo dovesse scomparire sul
serio, faremmo bene non solo a dargli un’onorevole sepoltura. Sarebbe
anche carino trasmettere un piccolo segnale della nostra gratitudine. Come
fanno i pescatori dei più sperduti villaggi norvegesi, i cui cimiteri – dicono
– sono pieni di lapidi che recano, tutte, accanto al nome del defunto la
medesima iscrizione: “Grazie di tutto”.
2. Un flusso normativo a densità e geometria variabili.
Mentre mi preparavo ad affrontare il tema del nostro incontro,
all’improvviso mi è frullata in testa un’ipotesi solamente in apparenza
eccentrica. In realtà, un nesso c’è. Per questo, la riporto.
L’ipotesi è che, se un giorno Antonio Machado ha scritto “caminante, no
hay camino, el camino se hace al andar”, ciò accadde non soltanto perché
sapeva giocare magistralmente con le parole, ma anche perché conosceva
un’opinione di Novalis e ne subiva il fascino. Secondo il celebre pensatore
tedesco, “non si va mai tanto lontano come quando non si sa dove si va”.
Dopotutto, ogni tanto, filosofi e letterati vanno d’accordo. Stavolta, però,
tocca ai giuristi esprimere qualche perplessità.
Come giustamente sostiene uno di loro, “il diritto ha bisogno del ‘dove’.
(…) Di un ‘dove’ preciso e determinato”. Per contro, nell’Europa dei 15 –
che si è già deciso di allargare a 25, per adesso – e, in maniera ancora più
vistosa, nello spazio virtualmente illimitato degli scambi economici, il
diritto si affranca dai luoghi originari e recide i suoi ancestrali legami con
la terra.
Tuttavia, la propensione a proiettarsi in spazi più grandi delle nazioni
faceva già parte del corredo genetico del diritto del lavoro. Vi stava iscritta
fin dagli inizi, ma era nascosta. Infatti, non venne individuata con
l’immediatezza che oggi ci sembra tanto naturale e spontanea. Si è dovuto
invece aspettare che la grande industria si aprisse al “mercato mondiale”,
come segnalavano Karl Marx e Friedrich Engels nel 1848, per soddisfare il
“bisogno di sfoghi sempre maggiori ai suoi prodotti”. Per questo, e sia pure
non solo per questo, la civiltà che su di essa si andava modellando imparò
piano piano ad apprezzare dichiarazioni solenni sull’universalità dei diritti
umani i più elementari dei quali erano già riconosciuti – quando si dice il
caso – dai principali istituti del corpus di regole che dal lavoro prendeva
nome e, almeno in parte, anche ragione.
Questi istituti protettivi avevano “un ‘dove’ preciso e determinato”. La
grande industria, anzitutto. E lo Stato-nazione”, ossia “quello Stato che
regola interamente nel suo territorio sia i fenomeni politici che quelli
economici”; uno Stato che, “nel concreto divenire storico del diritto del
lavoro, è stato determinante” – come scrisse Massimo D’Antona – perché
aspirava “a regolare il conflitto sociale entro i propri confini nella misura
necessaria a preservare i meccanismi di accumulazione capitalistica e nello
stesso tempo a mantenere l’ordine sociale e le basi di legittimazione
democratica dello Stato”.

Ciononostante, a un certo punto, il nucleo essenziale dei principi di
protezione sociale ricavabili da normative che prescrivevano le modalità
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dell’implicazione della persona dell’obbligato a lavorare subordinatamente
nell’adempimento dell’obbligazione – un’implicazione intensa al punto di
mettere a repentaglio la stessa incolumità del debitore – varcò i limiti
territoriali delle zone d’origine. Superate le forti ostilità iniziali, da allora
ha fatto il giro del mondo con un passaporto che ne certifica l’appartenenza
all’eco-sistema etico-giuridico dell’umanità.
Come dire che il processo di denazionalizzazione del diritto del lavoro è
incominciato assai prima che si profilasse il tramonto della centralità dello
Stato-nazione.
Per questo, l’ottica in cui si suole inquadrare il rapporto tra il diritto del
lavoro che conosciamo e la globalizzazione a me pare distorsiva. E’ l’ottica
che, per enfatizzare il pathos che fa del diritto del lavoro la creatura più
coccolata dall’immaginario collettivo dei deboli, demonizza la
globalizzazione, come se ciò di cui il diritto del lavoro ha maggiormente
bisogno fosse guadagnarsi l’attrattiva dell’epicità che il Bene si guadagna
lottando contro il Male. Viceversa, un’ottica del genere acquista in
teatralità magico-religiosa e miracolistica ciò che perde in laicità. Infatti,
trascura che mai il diritto del lavoro avrebbe potuto realizzare da solo la
precoce vocazione ad universalizzare i propri valori costitutivi. Come
notavo poc’anzi, essa è rimasta inespressa finché la modernizzazione
industriale non ha sospinto il capitalismo a manifestare una crescente
intolleranza alla limitatezza dei territori degli Stati nei quali aveva
prosperato e si era consolidato. D’altra parte, la tendenza dei processi
regolativi a rompere la connessione con l’ambito della territorialità statale
non poteva certo avere motivazioni endogene alla sfera giuridica,
segnatamente nella lunga stagione in cui il diritto è stato un prodotto
esclusivo dello Stato-nazione. La tendenza perciò era quel che
sostanzialmente è tuttora: la risposta politica ad un agire economico di cui
il territorio statale non è più la misura perché i processi di produzione della
ricchezza si spostano ovunque si offrono mercato e profitto. Una risposta
che, al di là delle intenzioni, è una forma di protezionismo indiretto delle
economie più evolute.
Infatti, la deterritorializzazione del suo nocciolo duro di prescrizioni
protettive, per quanto striminzite, ha permesso al diritto del lavoro di
spartire col principio della libera concorrenza l’imprinting regolativo del
mercato mondiale.
Può darsi che, per questo tramite, la lealtà della concorrenza si tinga di
umanitarismo da enciclica papale. L’impressione, anzi, non è infondata. Ma
è inconciliabile con gli effetti della liberalizzazione del commercio e della
mobilità internazionale dei processi di produzione della ricchezza, nella
misura in cui è documentabile come la mondializzazione delle idee-forza e
dei principi-base del diritto del lavoro segua un tragitto predeterminato dai
preminenti interessi dei paesi più sviluppati a precludere – soprattutto ai
paesi in via di sviluppo, ma anche a se medesimi – il ricorso a pratiche di
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dumping sociale. E’ l’interesse a diminuire l’attrazione dei maggiori
guadagni che porta le imprese a trasferire l’attività nei paesi dove gli
standard sociali sono più bassi; è l’interesse a ridurre e, nel lungo periodo,
annullare il vantaggio competitivo dei paesi emergenti; è l’interesse non
tanto a moderare la concorrenza a livello planetario in omaggio ad
imperativi moraleggianti quanto piuttosto a disinnescarne la carica
distruttiva nella misura occorrente per impedire che il duello si concluda
con sconfitti che cadono ai piedi di vincitori moribondi.
Come dire, insomma, che l’universalizzazione dei diritti fondamentali
dell’uomo o della donna che lavora ha acquistato ulteriori valenze che ne
completano la definitiva secolarizzazione.
Infatti, per il diritto del lavoro la globalizzazione è un’apocalisse in senso
etimologicamente proprio: in greco, apocalisse significa rivelazione di cose
nascoste. Mi sono persuaso che si possa definire così l’impatto della
globalizzazione sul diritto del lavoro, perché essa ne ha dissequestrato la
storicità, quantunque le ideologie (non solo) di sinistra ne prediligano
tuttora l’accezione che ne fa un avamposto della giuridificazione di istanze
sociali.
La verità è che il diritto del lavoro è nato da una costola di diritti a
contenuto esclusivamente economico – il diritto all’iniziativa economica, il
diritto ad una leale concorrenza – riconducibili alla logica del mercato. Per
questo, non è motivo di scalpore né di scandalo il principio di realtà che
enuncia l’indispensabilità del diritto del lavoro allo sviluppo dell’economia
– e sia pure non in funzione ancillare, subalterna, strumentale, bensì allo
scopo di sanare o correggere le contraddizioni del capitalismo nel suo
stesso interesse.
E’ all’interno delle coordinate appena descritte che vanno condotte indagini
per accertare se la globalizzazione si è sviluppata in uno spazio vuoto di
diritto – come l’Iraq del dopo-Saddam: il paese più libero del mondo e, al
tempo stesso, il più pericoloso, perché la libertà senza ordine e disciplina è
caos – o se, al contrario, è alla ricerca di un ordine normativo.
Nessuno, dico subito, potrà rappresentarsi e descrivere la situazione con la
gioiosa e candida meraviglia che nei migliori dei nostri antenati, come
ricordavo in apertura, destava l’osservazione degli incerti e tortuosi
processi formativi delle prime regole del lavoro. Qui ed ora, infatti, non c’è
bisogno di rabdomanti e dei loro rituali per divinare l’esistenza di falde
acquifere: qui ed ora, casomai, ci sarebbe bisogno di ingegneri e geologi
specializzati in idraulica fluviale per imbrigliare e convogliare una quantità
imprecisata di corsi d’acqua che provengono disordinatamente da ogni
parte e vanno in ogni direzione.
Tralasciamo pure prassi e consuetudini del commercio e della finanza
internazionali. Che sono incalcolabili. Come, peraltro, gli atti di varia
natura emessi da un vasto agglomerato di organizzazioni inter- e sovranazionali
per lo più di derivazione strettamente statale, nei cui apparati si

affollano non meno di 400.000 dipendenti. Gli atti adottati dall’Unione
Europea, per esempio, riempiono nel complesso 80.000 pagine a stampa:
1.500 sono quelli emanati nel solo 2000. Se a ciò si aggiungono le norme
pattizie di cui è pressoché impossibile fornire una stima attendibile – i
trattati registrati presso il Segretariato generale dell’Onu ammontano a
50.000 – si avrà un primo flash che illumina una situazione frammentata e
dai contorni sfumati, caratterizzata da un incessante flusso normativo una
ramificazione del quale attiene alla regolazione del lavoro dipendente e
dintorni.
Non mi sembra che sia stato prima d’ora attribuito un rilievo adeguato al
fatto che la regolazione transnazionale del lavoro – già notevolmente estesa
e in grado di auto-alimentarsi sotto l’egida e per impulso di una
costellazione di organismi internazionali che vede l’Oil nella posizione
privilegiata della stella polare – è omologabile alla regolazione dei
primordi in ragione della comune accentuazione dei profili della pre- ed
extra-statualità. Ancora una volta, quindi, la cultura positivistico-legalistica
prevalente nei paesi di civil law viene apertamente sfidata e gli operatori
giuridici sono, ancora una volta, sollecitati ad impiegare metodologie
interpretative e categorie generali rispettose dell’autenticità del materiale
che trattano.
Come dire che, da questo punto di vista, il diritto globale assume
inaspettatamente cadenze e movenze espressive che sembrano una replica
della fase aurorale del diritto del lavoro e finiscono per valorizzare l’eretica
intuizione che sta alla base dell’ insegnamento di Hugo Sinzheimer: “chi
cercasse il diritto del lavoro soltanto nelle leggi non troverebbe nulla”.
L’insegnamento – se è familiare ai giuristi dei paesi di common law, che
non a torto ne vedono un corollario nell’aforisma di un grande giudice
statunitense: “la vita del diritto non si nutre di logica, ma di esperienza” –
non incontra invece un reale seguito tra giuristi appartenenti a paesi che
hanno conosciuto l’esperienza delle codificazioni di stile imperiale.
Nemmeno in Italia, benché abbia avuto un continuatore autorevole come
Gino Giugni.
Proprio in Italia, infatti, ne è stata di recente dimostrata l’imperfetta
metabolizzazione, nella misura in cui l’art. 18 st. lav. ha potuto
spadroneggiare nelle cronache giornalistiche del paese per un anno e
mezzo. Viceversa, se si prestasse la dovuta attenzione all’esperienza
applicativa della tutela c.d. reale contro il licenziamento illegittimo, la
norma statutaria non riuscirebbe a radunare le opposte tifoserie che ha. Chi
la idoleggia si renderebbe conto che l’esecuzione dell’ordine giudiziale di
reintegrare il lavoratore ingiustamente licenziato o è concordemente voluta
sia dall’attore vittorioso in giudizio che dal convenuto o non è; mentre chi
le è accanitamente contrario dovrebbe piuttosto arrabbiarsi per
l’inefficienza di un’amministrazione della giustizia che, avendo la
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speditezza di una lumaca, fa durare oltre il tollerabile i processi, inclusi
quelli promossi mediante l’impugnazione dei licenziamenti individuali.
Orbene, equivoci di questa natura sono destinati a moltiplicarsi ed
aggravarsi nel corso del XXI secolo, perché la chiave di lettura
strutturalmente più congeniale al diritto del lavoro sarà sempre più arduo
infilarla nella toppa della sua serratura a causa della spazialità del diritto,
ossia di un predicato che sommergerà gli interpreti – come sta già
succedendo – con una montagna di interrogativi riguardanti il “come e
perché” della normativa sulla cui applicazione o disapplicazione sono
tenuti a pronunciarsi. Una montagna che, come quella della facezia,
partorirà spesso topolini.
Ne costituisce un indizio il recupero dei canoni del formalismo giuridico ad
opera di numerosi specialisti della giuridificazione globale.
Se non esprime – come è plausibile ritenere – un convinto consenso ad un
metodo screditato dalla decontestualizzazione che infligge alla norma da
interpretare, la riabilitazione è manifestazione – non so quanto consapevole
– dell’inadeguatezza degli interpreti a colmare un deficit di conoscenze che
si dilata a vista d’occhio. Il neo-formalismo giuridico, insomma, è una
scelta di comodo perché permette di occultare la sproporzione tra la vastità
dei campi d’indagine che un diritto denazionalizzato spalanca e l’orizzonte
conoscitivo del ceto professionale che se ne occupa. E’ quindi paradossale
che – nello stesso momento in cui l’evoluzione degli ordinamenti richiede
non meno, ma più sapere empirico – le preferenze metodologiche riportino
gli operatori giuridici ai tempi dei pandettisti tardo-ottocenteschi che
implementavano con operazioni concettuali falsamente avalutative il
paradigma disciplinare a cui erano stati educati.
In queste condizioni, conta meno di quanto non si creda proclamare
assoluta fedeltà ad una concezione del diritto del lavoro che ne riconosce il
compito di “separare il mercato del lavoro dal mercato delle merci e
organizzarvi una disciplina dello scambio che armonizzi le esigenze di
efficienza e di competitività delle imprese con i valori personali di cui è
portatore il fattore lavoro”. Non è in discussione la genuinità dell’adesione.
E’ in discussione l’inossidabilità dello statuto epistemologico, perché
qualcosa di importante è cambiato nell’habitat normativo.
E’ cambiato il volto della legalità. E’ cambiata la dislocazione delle sedi in
cui essa si forma e sono cambiati i soggetti che le frequentano. Così,“il
diritto vivente che regola non solo le macro-operazioni economiche, ma
anche le micro-transazioni di massa su beni di consumo s’identifica in
misura crescente nei corpi di regole elaborate dalle stesse imprese che di
quelle operazioni e transazioni sono le protagoniste e trasferite in clausole
contrattuali i cui testi sono predisposti dai legali che le assistono”. Ma
questa non è che una delle schegge apparentemente impazzite che orbitano
nello spazio giuridico globale: un frammento della galassia a densità e
geometria variabili a cui dà origine l’attività di autodeterminazione
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normativa svolta fonti regolative che si dispongono più in orizzontale che
in verticale, in modo da collocarsi su di un piano tendenzialmente equiordinato
anziché sui livelli gerarchici che caratterizzano il tradizionale
sistema stato-centrico della legalità. La stessa attitudine a regolare non
corrisponde più ad una nozione univoca di autorità normativa, perché la
vincolatività delle regole è graduata lungo un continuum che scivola – dal
precetto obbligatorio, ma generico e programmatico – alle clausole sociali
disseminate nei trattati multi-laterali del commercio internazionale per
penalizzare i paesi esportatori inadempienti, giù giù fino a stemperarsi
nell’inafferrabile genus del diritto “persuasivo”, nelle linee-guida deliberate
da enti inter- e sovra-nazionali, nei codici di condotta anche unilaterali di o
per gruppi di agenti del mercato mondiale come le multinazionali,
nell’indicazione dei criteri interpretativi e delle metodologie utilizzabili per
la risoluzione di controversie devolute a giurisdizioni transnazionali
pubbliche o private di matrice giudiziaria o arbitrale.
L’indeterminatezza di uno scenario normativo che si sviluppa con la
vitalità della vegetazione tropicale – e dunque con le caratteristiche della
casualità e dell’imprevedibilità per eccesso di esuberanza – non solo
aumenta la responsabilità dell’interprete che intenda imparare la
grammatica e la sintassi della giuridificazione globale per ricostruirla in
forme sistemiche. Modifica anche il modello antropologico-culturale dei
professionisti del diritto, perché i gruppi economici che competono sul
mercato mondiale richiedono prestazioni in cui “c’è un po’ di tutto: un po’
di capacità creative quanto a law-making, un po’ di consigli finanziari, un
po’ di capacità di lobbying”. Per questo, l’operatore giuridico smanioso di
entrare nell’opulento mercato del sapere giuridico transnazionale è tentato
ad indossare i panni dei divulgatori di expertises prefabbricate e dei
venditori di technicalities. In questa maniera, però, è la stessa missione
assiologica del diritto del lavoro a subire gli effetti più rovinosi. Essa
rischia di sbiadire fino a svuotarsi, perché non può essere portata a
compimento senza un’interpretazione agguerrita quanto basta per proporre
opzioni valutative miranti, sulla base di argomentazioni orientate alle
conseguenze, al ragionevole bilanciamento dei valori umani protetti dal
diritto del lavoro con altri valori.
Per questo, il processo d’integrazione normativa della globalizzazione
dell’economia nella sua dimensione sociale denuncia tutti i limiti che
derivano sia dalla latitanza del medesimo pensiero giuridico auto-riflessivo
e critico-propositivo del cui apporto i diritti europei del lavoro hanno
potuto alla fine giovarsi per diventare maggiorenni sia, a fortiori, degli
Stati-nazione, non solo perché sono i soli soggetti dotati del monopolio
legale del potere necessario per rendere vincolanti le scelte che compiono,
ma anche perché i governati hanno in qualche modo la possibilità di
chiamare prima o poi i governanti a rispondere delle decisioni che
prendono.
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Infatti, l’ordinamento giuridico globale, non diversamente – come dirò –
dall’ordinamento comunitario, si legittima a mezzo del diritto, piuttosto che
col consenso; un diritto, però, sulla cui effettività spetta fondamentalmente
agli Stati-nazione vigilare, promuovendone le condizioni e reprimendo le
trasgressioni, perché negli esecutivi nazionali si cumulano le prerogative
che non c’è sovrano disposto a cedere. Il che non sta dimostrare che
l’interventismo statale sia la pre-condizione del diritto del lavoro.
Quest’ultimo, anzi, è un fenomeno non tanto statale quanto piuttosto
nazional-popolare, la cui cifra stilistica è quella del bricolage collettivo,
perché il suo più lodato know-how appartiene a generazioni di sconosciuti o
dimenticati operatori ed a masse anonime di comuni mortali. Appartiene ad
isolati giudici di provincia. Ai rappresentanti sindacali che conducono le
trattative contrattuali. Alle folle che sfilano in chiassosi cortei e riempiono
le piazze per protesta. E’ per questo che il diritto del lavoro non si disfa
nemmeno delle sue connotazioni risalenti ad epoche remote senza il più
largo consenso: il fatto è che i suoi utenti se ne considerano anche gli
autori.
Tutto vero. Però, resta che neanche in Gran Bretagna – dove l’abstention of
the law è stata addirittura oggetto di culto un po’ per devozione e un po’
per superstizione – il diritto del lavoro può fare a meno dello Stato. Come
la globalizzazione, peraltro; la quale, secondo gli stereotipi della più
frettolosa e superficiale pubblicistica, “dovrebbe accompagnarsi con una
riduzione del fenomeno statale, ed invece procede parallelamente ad un suo
aumento, almeno quantitativo. In Europa vi erano, dopo la prima guerra
mondiale, 23 Stati. Oggi ve ne sono 50. La proliferazione statale è
crescente: dal 1900 alla metà del secolo sono sorti più di uno Stato per
anno; da allora al 1990, più di due; negli anni ’90, più di tre per anno”.
Ancora più impressionante è il ritmo di crescita delle organizzazioni
generali e settoriali che costituiscono lo strumento istituzionale di
partecipazione degli Stati al governo del sistema mondiale. Una
partecipazione tutt’altro che secondaria; e ciò perché gli Stati agiscono per
lo più come organi indiretti dei poteri normativi sovrastatali o
internazionali.
Fatto sta che nell’arco di appena novant’anni le predette organizzazioni
sono passate dalle 37 che erano all’inizio del secolo alle attuali 1850.
3. Chi ha paura della globalizzazione?
A questo punto, si capisce meglio perché l’incipit della lezione non era
un’oziosa divagazione. Voleva soltanto esprimere lo stato d’animo che
deprime uno della mia età quando vede che il mondo del giorno d’oggi è
continuamente riscoperto da navigatori che salpano verso l’ignoto con
malridotte caravelle senza avere le qualità di Cristoforo Colombo. La
succinta rievocazione di “come eravamo” si proponeva infatti di disegnare
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la cornice di un discorso giuridico sull’impatto presuntivamente devastante
della globalizzazione che sottragga il parlante al rischio di affondare in un
banco di nebbia, perché ha perduto di vista che il diritto del lavoro non è un
dato ontologico, autoreferenziale e autoconcluso. Tutt’al contrario, siccome
esso è inseparabile dal suo ambiente, sia nel senso che lo condiziona sia nel
senso che ne è condizionato, è un costrutto storico. E’ “un modelo para
armar” – secondo la fortunata definizione di Antonio Baylos – così poco
ingessato da poter essere smontato e rimontato in forme che non smettono
di stupire, ma sono difficili da classificare.
Per questo, il ruolo storico dei diritti nazionali del lavoro nei sistemi
capitalistici dell’Europa testimonia che il dibattito sulla globalizzazione
dell’economia e del mercato è inquinato da una quantità di luoghi comuni
predestinati, come tali, a durare per chissà quanto tempo. Uno dei più
floridi è quello secondo cui gli spiriti animaleschi evocati dalla
competizione economica senza frontiere e dalla libera circolazione delle
merci sono gli imbattibili nemici dell’universalizzazione delle regole che
inciviliscono la gestione del lavoro.
Viceversa, si tratta di una falsificazione ideologica.
Infatti, allargando la forbice tra paesi ricchi e poveri, come tra ricchi e
poveri nei singoli paesi, la globalizzazione ripropone su scala planetaria
l’esigenza che, nelle nazioni dell’Occidente europeo, tra l’Otto e il
Novecento generò la politica del diritto di cui oggi si predice l’esaurimento.
E’ l’esigenza di smettere di governare la povertà con la pietà e la forca,
come si faceva in età pre-industriale. E’ l’esigenza di governarla
coerentemente con un progetto di sviluppo basato sulla condivisione di
politiche pubbliche di ridistribuzione della ricchezza prodotta.
La medesima esigenza diventa ora tanto più pressante quanto più i
progressi tecnologici della comunicazione di massa hanno rimpicciolito il
mondo, rendendo visibili “in diretta” le prodezze di una globalizzazione
sgovernata che accentua drammaticamente squilibri e asimmetrie. Perciò,
la diffusione planetaria “in tempo reale” di immagini e notizie che
provocano sussulti di sdegno e disgusto finirà per generalizzare la
sensazione che l’alternativa è secca. O il “sogno di un mondo senza
povertà” – a cui anche i vertici della Banca mondiale ostentano l’intenzione
di aderire per giustificare il potere che detengono – in qualche modo e
misura si avvera oppure la stabilità mondiale diventerà un sogno proibito e
regnerà il disordine. Un disordine che comprometterà anche il
funzionamento dell’economia e del mercato globali. Come, cent’anni fa,
avrebbe compromesso quello delle economie e dei mercati nazionali.
E’ una banalità osservare che governare la povertà per uscirne è un compito
di crescente complessità. Impossibile però possono giudicarlo solamente
quanti frequentano il futuro di un diritto che cambia senza averne
frequentato il passato. Diversamente, saprebbero che la storia non ha
bisogno di tecniche particolarmente sofisticate, né di attori cooptati
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nell’establishment, per portare a compimento i suoi disegni. Dopotutto,
quel grandioso processo di emancipazione, da sudditi a cittadini, degli
uomini col colletto blu e le mani callose che è culminato nella formazione
dello Stato democratico pluri-classe ha decollato con strumenti forgiati da
una prassi primitiva. Nato nel segno dell’informalità ai margini dei codici
borghesi, il diritto operaio dei primordi è infatti cresciuto nel segno della
microdiscontinuità – senza peraltro trattenersi dal puntare su obiettivi più
ambiziosi di quanto non sia quello di regolare un rapporto contrattuale – e,
contrariamente a ciò che pensano in molti, gli itinerari che ha percorso per
salire sul crinale delle costituzioni dell’età post-liberale sono stati tracciati
con l’estemporaneità, la spericolatezza e l’approssimazione dei virtuosi del
fuori-strada.
Per questo, la memoria storica del lusinghiero successo che ha premiato il
riformismo giuridico-politico del Novecento con l’ascesa dei diritti
nazionali del lavoro costituisce un commovente quanto affidabile viatico
per il secolo a cui tocca riorganizzare e riorientare i processi economici e
politici in atto verso una globalizzazione “dal volto umano” – come un
premio Nobel per l’economia, Joseph Stiglitz, ritiene possibile. Un viatico
che dobbiamo prendere sul serio anzitutto noi del Nord del mondo – e chi
sennò? – che, la mattina, compriamo per i nostri figli merendine dolcificate
con zucchero coltivato da gente che non può nutrirsi come si deve o, la
sera, posiamo la testa su cuscini di lattice stillato da campesinos latinoamericani
che passano la notte dormendo sulle pietre o, la domenica,
vediamo negli stadi prendere a calci un pallone di cuoio rifinito da bambini
asiatici che non andranno mai a scuola. Non possiamo non prenderlo sul
serio, dicevo, se vogliamo sentirci un po’ meno consumatori-utenti passivi
e un po’ più partecipi di una civile comunità transnazionale; ed insieme per
far sentire gli altri un po’ meno globalizzati.
Il fatto che le cose si siano complicate dipende da un’infinità di fattori il
minore dei quali non è la dispersione geo-politica delle fonti di produzione
di regole che, sommandosi alla loro diversificazione tipologica, rende assai
problematico il controllo dei circuiti decisionali e ostacola la stessa
conoscibilità dei loro esiti. Perciò, nemmeno un’opinione pubblica
internazionale che – in nome, se non dell’eguaglianza dei popoli e degli
individui, perlomeno dell’equità – ha maturato una meritoria sensibilità
sociale può svolgere una funzione più incisiva di quella di allertare,
canalizzare il dissenso, esprimere un malessere diffuso soprattutto tra le
giovani generazioni. Neanche le più imponenti manifestazioni no-global in
bilico tra folklore e turbolenza sociale sono sufficienti ad assicurare
continuità all’azione politica. Anzi, è proprio la loro inevitabile saltuarietà
che, acutizzando il bisogno di interlocutori più trasparenti e meno
inaccessibili per i comuni mortali di quanto non possano essere le 1850
istituzioni di cui dicevo, fa apparire seducente l’improbabile prospettiva di
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costituire un’autorità superiore, sovra- e ultra-statale, stabilmente
legittimata a produrre e garantire un ordine normativo globale.
Non che la prospettiva sia un auto-inganno. Casomai, è un’utopia; come la
intende Claudio Magris, secondo il quale “utopia significa non arrendersi
alle cose così come sono e lottare per le cose così come dovrebbero
essere”.
Infatti, può esserne considerata una realizzazione in itinere l’Unione
Europea dei nostri giorni, sia pure limitatamente al gruppo dei paesi
fondatori con culture omogenee nel loro pluralismo liberal-democratico e
Stati-nazione che un progetto comune di società solidale lo hanno avuto e,
dopo averlo separatamente attuato nella forma dello Stato sociale, nell’età
della globalizzazione non potranno aggiornarlo se non avvalendosi delle
sinergie di una governance consensuale della loro interdipendenza.
Tuttavia, la cessione di quote di sovranità statale ad una istituzione la cui
legittimazione democratica è più derivata che originaria non può
comportare l’immunità dei governi che rappresentano gli Stati membri
dalla responsabilità politica nelle forme previste dalle rispettive
democrazie. Anzi, con un Parlamento europeo marginalizzato e nella
persistente mancanza di più efficaci strumenti d’intervento diretto sulle
istanze tecnocratiche e burocratiche in cui si articola un modello
organizzativo di cooperazione tra governi, l’ancoraggio del sistema
comunitario agli Stati aderenti mantiene aperti i canali di controllo
democratico sul potere dei decisori sovra-nazionali. Come dire che gli
europei dispongono dei meccanismi delle democrazie nazionali per
garantirsi contro i rischi di una regolazione sciolta dalla fisicità dei luoghi
nei quali vivono i popoli con le loro abitudini e le loro aspettative.
Il rischio maggiore è quello di vedersi impartire dall’alto, e dunque di
dover subire, regole d’insostenibile leggerezza, direbbe Milan Kundera,
perché i loro autori si sono sottratti alle suggestioni coercitive del grande
simbolo storico che è diventato l’angolo di mondo che si chiama Europa.
Suggestioni che, pur avendoci provato, non mi riesce di sunteggiare con
parole più appropriate di quelle di Federico Mancini: “se l’Europa non
dovesse crescere come organismo democratico quel che resterebbe da
organizzare non sarebbe più l’Europa”. Sarebbe l’Europa dei mercanti,
anziché dei cittadini.
“Ciò che mi turba”, disse una volta l’influente giudice italiano della Corte
di giustizia di Lussemburgo, “è l’aggravarsi del male che la Comunità si
trascina dalla nascita e che nella nascita della Comunità ha le sue radici.
Tra le istituzioni di Bruxelles ve ne è una, il Consiglio, a cui il Trattato di
Amsterdam ha conferito poteri ancora più vasti di quanto già avesse. E il
Consiglio non è un’assemblea democratica. E’ una tavola rotonda
diplomatica che legifera a porte chiuse, limitandosi nel 70-80% dei casi ad
apporre il suo timbro su testi preparati da un collegio di ambasciatori e da
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comitati di esperti nazionali di cui nessuno è riuscito a calcolare i numero e
di cui pochi conoscono i volti”.
A Mancini, mancato ai vivi alcuni anni or sono, avrebbero perciò fatto
piacere le parole di un premier francese. “Il existe”, lo avrebbe rassicurato
Lionel Jospin con un’enfasi all’altezza della tradizione oratoria dei
connazionali, “un ‘art de vivre’ à l’européenne, une façon propre d’agir,
d’aménager le temps, de penser et d’organiser les relations de travail. La
justification de l’Europe, c’est sa différence”. La sua salvaguardia quindi è
la sola opzione capace di arrestare il decorso di una globalizzazione che
minaccia di chiudere, “imponendo una sorta di imperialismo guidato dalle
forze economiche, quel capitolo di storia europea contrassegnato dalla
centralità degli Stati”.
In effetti, i governi degli Stati membri si esporrebbero al pericolo di una
secca perdita di consensi elettorali sdoganando regole che gli organismi
comunitari hanno svincolato dalla “morsa” del diritto domestico in vista
della loro trasposizione negli ordinamenti interni, qualora il rimosso non
fosse altro che l’insieme del valori coesivi e solidaristici che
caratterizzavano i diritti nazionali del lavoro anteriormente all’avvento
della prima Comunità economica europea. Non a caso gli Stati membri che
hanno la leadership in Europa hanno sempre interpretato l’armonizzazione
dei diritti nazionali del lavoro con la pretesa di vedere esteso il proprio
all’intera Unione. In fondo, il principio di sussidiarietà è stato sancito nei
Trattati istitutivi proprio per negare un’autonoma competenza regolativa
dell’Unione e ne è stata concordemente cercata un’alternativa proprio
perché non bastava ad impedire che l’armonizzazione mediante gli
strumenti dell’hard law (regolamenti e direttive) aprisse più problemi di
quanti non potesse risolverne.
Dopo il Trattato di Amsterdam, infatti, prevale una strategia di politica del
diritto del lavoro che privilegia tecniche d’intervento più leggere e
flessibili. Come dire che le insuperate difficoltà ad accordarsi su un sistema
normativo uniforme hanno consigliato un approccio di governance by
objectives, permettendo così al soft law di dominare la scena comunitaria
con la stessa pervasività che si è soliti segnalare là dove esso è di casa,
ossia nello spazio giuridico globale.
Soft law è un’espressione linguistica di successo; e quando una parola ha
fortuna in genere se la merita. Di sicuro, come tutte le formule verbali
abbreviate, fa risparmiare tempo. Significa che le parti interessate non
hanno maturato un livello di consenso sulle nuove regole sufficiente ad
escludere il rischio della loro disapplicazione. Significa che l’obiettivo
specifico non è ancora chiaramente definito. Significa che il fine
desiderabile non è l’uniformità regolativa, bensì la convergenza su
soluzioni condivisibili e purtuttavia raggiungibili con tecniche differenti.
D’altra parte, “nonostante quasi cinquant’anni di direttive e decisioni
adottate a livello europeo”, è la giudiziosa conclusione a cui arriva Pierre
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Legrand, “qualunque discorso sulla convergenza giuridica europea è
prematuro”. Oltretutto, l’Europa è la millenaria dimora di due tradizioni
culturali simboleggiate dal common e dal civil law e il nuovo ordine
normativo europeo non potrà formarsi se non individuando referenti
situabili oltre, ma non contro ciascuna di esse, creando cioè i presupposti
che consentano ad entrambe di riconoscervisi. Anche per questo, la
metafora di una egemonia centripeta dell’Unione che presuppone la
decapitazione delle distinte identità nazionali è bugiarda quanto quella che
ne celebra l’apologia. La convergenza dei diversi, infatti, si realizzerà il
giorno in cui i giuristi inglesi, che si sono formati in un sistema di diritto
giudiziario, penseranno di più come gli italiani, che si sono formati in un
sistema codificato, e quelli spagnoli o francesi penseranno di più come gli
irlandesi.
I più recenti sviluppi delle politiche comunitarie, dunque, fanno apparire
anacronistiche le apprensioni suscitate dalla previsione di una dinamica
della relazione tra diritto comunitario e diritti nazionali del lavoro segnata
alle tensioni di un irriducibile antagonismo. In effetti, le cose si sono messe
in modo che le mentalità collettive nazionali possono produrre effetti sul
diritto comunitario in misura non inferiore all’incidenza del diritto
comunitario sui diritti domestici.
Casomai, scongiurata l’eventualità che ciascuno dei vigenti diritti del
lavoro, orgoglioso dei suoi intrecci con la storia del suo paese, sia animato
da un nazionalismo così ottuso da scegliersi il ruolo eroico e, al tempo
stesso, disperato della cittadella assediata, e che il diritto comunitario del
lavoro manifesti l’inclinazione a trasformarsi nel docile gregario di una
creatura selvaggia come l’economia di mercato, il problema appare
ribaltato. Il problema è quello di cadere dalla padella di una
centralizzazione sovra-nazionale sulle braci di un policentrismo permissivo
che, come qualcuno esemplifica non senza arguzia, potrebbe assumere la
forma e la sostanza di una legge nazionale preoccupata soltanto di stabilire
che “è proibito far lavorare i dipendenti ‘più che tanto’ nell’arco della
giornata”.
Per questo, l’alternativa al metodo degli atti vincolanti di armonizzazione
normativa consiste in un metodo di cooperazione intergovernativa che, pur
puntando su un coordinamento guidato dal soft law, prevede scambi
permanenti di dati e informazioni che consentano alle istituzioni
comunitarie di valutare l’opportunità di promuovere iniziative regolative
più cogenti e agli Stati membri di comparare le proprie iniziative e trarre
insegnamento dalle migliori esperienze altrui. Prevede insomma la messa a
punto e l’attivazione di organismi, dispositivi e procedure di controllo dei
progressi compiuti negli ambiti nazionali per il conseguimento degli
obiettivi comuni che, per certi aspetti, sono accostabili al reticolo dei “punti
di contatto nazionali” raccomandati di recente dall’Ocse come strumento di
effettività delle linee-guida valevoli per le multinazionali che operano nei
paesi aderenti alla medesima organizzazione.
Come dire che la più realistica rappresentazione del processo di riregolazione
in corso nell’Unione Europea è che un diritto comunitario del
lavoro dai contorni predefiniti non c’è; piuttosto, è in atto un processo di
armonizzazione dei diritti nazionali del lavoro e la sua costante evolutiva è
rappresentata più da una interazione aperta ad esiti multipli che da una
contrapposizione frontale destinata a concludersi con l’instaurazione di un
rapporto tra dominante e dominato.