2006/06/26

MIQUEL FALGUERA I BARO: ¡per molts anys!


De dónde venimos

Ocurre a veces que en situaciones de desconcierto ante el presente y el futuro la mejor solución es volver la vista atrás. Una tranquila y serena reflexión sobre el pasado puede ser una buena terapia moral en una crisis para comprender qué nos pasa y a dónde vamos. No en vano uno busca en muchas ocasiones consuelo frente a la desdicha personal en literatura o en música escrita o compuesta hace siglos. Tal vez porque sea verdad la frase de que “todo está escrito”.

De nada sirve ese ejercicio de retrospección, sin embargo, si con ello lo que se pretende es reafirmarse en el marasmo actual; En cambio, resulta tremendamente útil para diseñar un cambio en el devenir. O, mejor dicho, lo que creemos que debe ser el devenir.

Vienen tan lánguidas reflexiones a cuento de las opiniones de Umberto Romagnoli, a la que nos convocan los coordinadores de estas páginas. Cierto, los asertos que contienen las líneas de nuestro referente italiano no son nuevas: lleva años prodigándose –con acierto- en esa crítica. Debe destacarse, sin embargo, que en pocas ocasiones el ataque al “status quo” ha sido tan claro y directo. El maestro pone en su punto de mira al sindicato (o, mejor dicho, a esa realidad que hoy llamamos sindicato). Pero a nadie se le escapa que también apunta a aquella otra realidad tradicionalmente unida a aquél, cual secular hermano siamés: el Derecho del Trabajo. Por obvios motivos profesionales, mis reflexiones se canalizarán hacia esta segunda perspectiva.

Es un tópico afirmar que el iuslaboralismo está en crisis. Los que hemos convertido esta disciplina en la pasión de nuestras vidas (y, créanme, somos muchos) asistimos desconcertados al nada reconfortante espectáculo de ver cómo el impresionante edifico del mayor logro de la civilidad del pasado siglo se desconcha y agrieta progresivamente, cuando no se desploma en alguna de sus partes. Ciertamente la construcción del Derecho del Trabajo no ha sido nunca pacífica: nuestras paredes siempre han presentado defectos, han precisado de retoques puntuales e, incluso, de cambios de estructura o de diseño. Quizás porque nuestra argamasa estaba basada en un inestable, por cambiante, consenso social o, tal vez, porque los ladrillos nos venían dados por otros –la economía o el modelo productivo-, nuestros muros no han tenido la solidez de las construcciones de otras ramas jurídicas. Puede ser también que, arrogantes, nos considerásemos arquitectos consumados, cuando nuestra disciplina cuenta apenas con un siglo de vida.

El caso es, sin embargo, que desde hace varios años nuestros tabiques presentan enormes hendiduras. Y, lo que es más grave, los pilares empiezan a resentirse. De tal manera que la tradicional brigadilla de mantenimiento resulta incapaz de arreglar tanto desperfecto. Ya no se trata de lo que el maestro ha calificado como las “microdiscontinuidades” del Derecho del Trabajo: las grietas actuales están haciendo peligrar el mismo.

En esta situación se escuchan voces que propugnan la demolición de nuestro edificio y el retorno a la vieja casa privatista de donde un día nos emancipamos. Otros, menos radicales, se decantan por una reforma en profundidad que deje el inmueble en una sola planta con escasas habitaciones, derribando gran parte de las edificaciones anejas que con el tiempo han ido ampliando nuestro hogar. No faltan, en el otro lado del espectro ideológico, inquilinos que propugnan aguantar lo que sea, aun con el riesgo de que la casa se nos caiga encima. Mientras tanto, vamos poniendo remiendos que, a veces, duran escasos días.

Quizás ha llegado el momento de hacer un pequeño paréntesis en nuestros furibundos debates respecto cómo ha de decorarse una concreta habitación y reflexionar sobre el edifico en su integridad. En dicha tesitura es donde cobra vigencia el apósito moral con el iniciábamos estas reflexiones. Tal vez la mejor solución pase por detenerse un momento –sólo un momento-, ver de donde venimos y empezar a trazar los planos de lo que queremos ser. Planteándonos incluso –por qué no- si nuestra disciplina sigue siendo necesaria.

Pues bien, entrado en la labor retrospectiva cabe hacernos una primera pregunta: ¿por qué nació el Derecho del Trabajo? Creo que la respuesta es simple: porque las instituciones procesales y substantivas del Derecho Civil eran incapaces de regular y solucionar el conflicto social. Es conocido, en este sentido, que ni el Código Civil –ni sus precedentes normativos-, como tampoco las diferentes leyes procesales fueron efectivas, ni aquí ni en ningún otro país, para dar respuesta a lo que ocurría en las fábricas. No concurrieron sólo, sin embargo, razones funcionales: también las había estructurales. El derecho privado se basa, en efecto, en la regulación, abstracta e hipotética, del marco normativo de composición de posibles antagonismos entre sujetos y, en su caso, en la intervención puntual del Estado ante una concreta divergencia jurídica o juridificada, solucionándola –mal que bien- a través del “imperium”. Punto final, y a otra cosa. Ahora bien, en lo que hoy conocemos como Derecho del Trabajo, el conflicto social no es puntual ni hipotético: es inherente al mismo. En otras palabras, si bien ambas partes, trabajador y empresario, se necesitan mutuamente, intenta aquél obtener mayor compensación salarial y mejores condiciones de trabajo y éste más plusvalía. A lo que cabe añadir que, como indica uno de las mentes más preclaras de nuestra disciplina (OJEDA AVILÉS), “a nadie le gusta vivir siempre en situación de dependencia de otro” –cito de memoria-. No existe igualdad entre las partes, en tanto que los asalariados están sometidos a la capacidad de organización del empresario. Existe, pues, lo que se conoce como “suma cero”: el trozo de tarta que uno se lleva lo pierde otro. Y ese conflicto no es puntual, es constante y dinámico. A eso, antes se le llamaba “lucha de clases”, aunque, últimamente, a raíz de esa moda de la psicología conflictual –en clave individualista- se omita el marco del enfrentamiento social. Quizás la continuidad del conflicto social explique, también, las constantes reparaciones de nuestro metafórico edificio.

Pecaríamos, sin embargo, de la típica arrogancia de los juristas si, previamente, no reconociéramos una cosa: el conflicto siempre es anterior a su juridificación. El Derecho nunca puede ser previo, ni ajeno, a la realidad. Es la existencia de un concreto antagonismo societario el que genera la necesidad de norma. La experiencia nos demuestra que cuando dichos términos se invierten o se obvia la realidad creamos leviatanes. Pues bien, el Derecho Social –entendido como intervención o reconocimiento por el Estado en el conflicto laboral- es posterior a la génesis social. Nuestras principales instituciones –léase aquí, la huelga, la negociación colectiva, la autocomposición, el sindicato, la autotutela colectiva, etc.- son previas a su normativización. Los trabajadores descubrieron mucho antes de que el Derecho del Trabajo pudiera reconocerse como tal lo que hoy llamamos “autonomía colectiva”, es decir y simplificando que la “unión” –el significativo término anglosajón para referirse al sindicato- les situaba en posición de paridad ante el empleador. Y, sin duda, es “lo colectivo” la nota característica más esencial del iuslaboralismo.

No entraré aquí en la polémica respecto a si el Derecho de la Seguridad Social aparece ex novo, como algún autor afirma. En todo caso cabe recordar que, en una primera etapa, la protosindicación (la asociación obrera) y las instituciones de previsión social (ayuda mutua) eran una misma cosa. Tal vez porque, en definitiva, de lo que se trataba era de luchar contra la desprotección social y la miseria; o, desde otra perspectiva, de las situaciones de explosión social que ello generaba. Ello, por supuesto, salvo que lleguemos a la conclusión de que Bismarck era un samaritano o que el “New Deal” y el informe Beveridge nada tenían que ver con el “peligro rojo”.

Cierto: en paralelo existió también un interés de determinadas y poderosas instancias sociales de regular heterónomamente la situación de precariedad en que vivían los ancestros de los actuales asalariados. Mas que nadie se llame a engaño: ese caritativo interés no hubiera existido sin el previo y virulento conflicto de clases. La intervención estatal en la materia –es decir, el nacimiento de nuestra disciplina- no es más que el implícito reconocimiento de la situación de desigualdad entre las partes y, por ende, del manifiesto fracaso del contractualismo liberal en el terreno social. Y, en consecuencia, la prueba más clara de la propia injusticia intrínseca del capitalismo.

A partir de dicho reconocimiento los acontecimientos se precipitaron. Las clases dominantes metabolizaron con inusitada rapidez la quiebra del dogma liberal en sus originarios términos. Y tal vez no por razones altruistas: empezaba entonces el cambio hacia un modelo productivo –el fordismo- que tenía como base la estabilidad de las relaciones laborales y la integración de la autonomía colectiva en la propia empresa. De tal manera que el Derecho del Trabajo (a veces, “malgré lui”) se vio, pronto, constitucionalizado. Y, en paralelo, las políticas keynesianas articularon una compleja trama de protecciones sociales ante las situaciones de carencia. En la Europa Occidental de posguerra (obviemos aquí las reflexiones relativas a España y la anormalidad histórica que supuso el cáncer franquista) aquellos derechos exigidos y reclamados por generaciones de asalariados (de la pobreza laboriosa en términos romagnolianos) se vieron –en un período temporal relativamente corto- no sólo reconocidos, sino también elevados a elementos configuradores del sistema constitucional. Nacía lo que hoy conocemos como Estado Social de Derecho, el viejo sueño de los “padres” de Weimar.

En esos momentos nuestro edificio empezó a crecer inusitadamente, a veces con lujos artificiosos. Día sí, día también se agregaban nuevas plantas y nuevas habitaciones. Es difícil, por no decir imposible, hallar en la Historia un triunfo tan notable y contundente de la civilidad laica, de la razón: el viejo valor republicano de igualdad empezó a equipararse con el de la libertad. En esta nueva etapa, pues, el iuslaboralismo se reconoce a si mismo, esencialmente, como un instrumento igualatorio entre clases; no se trata sólo de la simple composición del conflicto, sino de poner las medidas para que la igualdad sea efectiva. Que nadie lo olvide: el Derecho del Trabajo es, esencialmente, el Derecho a la igualdad.



La crisis: sus posibles causas y nuestros errores

En nuestro esplendor, sin embargo, caímos en el viejo error de “mirarnos el ombligo”. El movimiento obrero organizado, el sindicalismo, y el propio Derecho del Trabajo obviaron algunos factores de análisis esenciales en la etapa de esplendor respecto a lo que deberían ser sus fines últimos. En otras palabras: el orgullo por haber conquistado en un tiempo tan relativamente escaso el primer instrumento efectivo de igualdad social (de haber normado por vez primera “la igualdad”) conllevó que nuestra reflexión igualitaria no siguiera avanzando. Mientras hacíamos crecer nuestra casa, nos limitamos a deleitarnos ante la bastedad de nuestro predio, omitiendo cualquier intento de expansión.

La primera de nuestras omisiones tenía un ámbito geográfico. Nos negamos a nosotros mismos una simple constatación: en los países opulentos vivimos tan bien porque otros –que son los más a escala planetaria- viven peor. Es decir, nuestro sistema, tan civilizado, resultaba posible porque el nivel de rentas nacional –construido en buena parte sobre el expolio sistemático de “los otros”- lo permitía.

Tampoco profundizamos demasiado en una segunda omisión intrínsecamente conexa con la anterior: en el concreto marco de los distintos mercados internos las clases dominantes preferían renunciar a una parte de sus rentas y de sus potestades “naturales” a cambio de paz social. El “peligro rojo”, surgido del gran combate social de principios de la pasada centuria, seguía latente. El pacto social welfariano se sustentaba, por tanto, en un sinalagma no escrito: la porción de tarta nacional de los trabajadores se incrementaba, a cambio de que no se discutiera el sistema “in toto”.

El Derecho del Trabajo, pues, se basaba sobre dos ejes: de un lado, se constituía como garante del pacto (por tanto, con su régimen de derechos y obligaciones para ambas partes); por otro, inherentemente, su ámbito era nacional (salvo esas declaraciones de intenciones que son los convenios de la OIT). No empece a esta última consideración la cesión de soberanía a las instituciones comunitarias en el seno de Europa: se trataba de construir un mercado interno más amplio. Nuestro paradigma igualitario, pues, no era absoluto, al estar sometido a dos fronteras: las geográficas del Estado –o de la Comunidad- y las materiales del pacto implícito. Nuestra disciplina se erigía como garante de la paridad contractual efectiva en un concreto país y sólo respecto a las reglas de distribución de la tarta.

Las claves de la tercera omisión analítica podemos hallarla en los recientes trabajos de una de las mentes más claras de la izquierda catalana, Antoni Doménech. Los valores republicanos no se agotaban en la libertad y la igualdad. La tríada de Robespierre incluía, también, otro concepto: la fraternidad. Si despojamos a la misma de sus valores clericales y hacemos la lectura moderna que Doménech nos propone nos hallamos ante un principio basado en que nadie precise de permiso de otro para vivir, en tanto que como ciudadano tiene derecho a medios de sustento a través de la solidaridad social. El Derecho del Trabajo –como depositario de la herencia del Welfare- no avanzó en ese terreno: la igualdad –como derecho de civilidad- se erigía sólo a partir del factor trabajo. Si éste no existía tampoco lo hacían nuestras tutelas. De alguna manera, sustituimos la idea liberal de ciudadano-propietario por la de ciudadano-trabajador. Ello es especialmente denotable, por ejemplo, de los llamados sistemas continentales o profesionales de Seguridad Social. Es apreciable, empero, que de alguna manera, la vieja idea fraternal seguía perviviendo en nosotros: en mayor o menor medida ampliamos también nuestras tutelas hacia los desprotegidos no trabajadores (asistencia social, subsidios, prestaciones no contributivas, etc.). Debemos reconocer, sin embargo, que las situamos (seguimos haciéndolo) en la periferia de nuestra disciplina.

La última omisión tenía, incluso, un mayor calado: olvidamos que nuestro edificio está construido sobre un terreno inestable, el de un modelo productivo concreto. Todas nuestras instituciones, todas nuestras reflexiones jurídicas se adecuaban (como no podía ser de otra forma) a las necesidades específicas y puntuales de los conflictos surgidos entre los sujetos contractuales en relación al modo de producción fordista. Nos reflejamos en el mismo y teorizamos, sólo, sobre él. Sin duda puede imputarme el lector de estas páginas que esta crítica es contradictoria con la necesaria y óptima normativización vinculada al conflicto por la que antes abogaba. Una mayor concreción explicativa evidencia, empero, que no hay tal contradicción: lo que ocurre es que omitimos (olvidamos) en su momento que los modos y formas de producir no son estáticos en el capitalismo. Que evolucionan constantemente. Y que aunque esos cambios periódicos son generalmente puntuales o de escaso calado (los que originas las microdiscontinuidades de nuestra disciplina), en contadas ocasiones, por mor de la tecnología, la mutación es radical. Quizás de haber recurrido a los viejos clásicos, de no haberlos olvidado y reciclado tan pronto, entenderíamos lo que vendría luego: ”la burguesía no puede existir si no es revolucionando incesantemente los instrumentos de producción, que tanto vale decir el sistema todo de la producción, y con él todo el régimen social (...) La época de la burguesía se caracteriza y distingue de todas las demás por el constante y agitado desplazamiento de la producción, por la conmoción interrumpida de todas las relaciones sociales, por una inquietud y una dinámica incesantes”. Sí, se trata de El Manifiesto Comunista (tan desfasado, al parecer, según algunos, tan sorprendentemente fresco aún para quien sepa leerlo con ojos nuevos, sin dogmatismos). La entronización de la cultura del dinero, del afán de lucro, la mercantilización de cualquier actividad e, incluso, sentimiento humanos, elementos que definen todos ellos intrínsecamente a esa patología autodestructiva de la especie que es el capitalismo, comportan la conocida dinámica: el cambio constante del modelo productivo para producir más, para ser más competitivo (término paradigmático de la supuesta modernidad), en definitiva, para que unos pocos ganen más dinero.

El Derecho del Trabajo no supo (o no pudo) construir un discurso por la igualdad entre clases que transcendiera no sólo a las fronteras antes expuestas, sino tampoco al concreto modelo productivo vigente. Tal vez, porque no le correspondía a él esa función. Y donde acaba de leerse “Derecho del Trabajo” puede leerse también “sindicalismo” (a quién sí le correspondía esa función). La igualdad entre las partes devino, pues, formal, no substantiva. Los mecanismos de paridad social tenían claros límites que, probablemente, no podíamos traspasar porque esos eran los lindes de nuestra finca. De esa manera, como ocurre siempre, el éxito hizo que nos traicionáramos a nosotros mismos: la igualdad de la que nacimos no era para todos, sino para la mayor parte de la población, los asalariados. O, tal vez, mejor haríamos bien en limitarlo al “asalariado-tipo” (es decir: nacional –o europeo-, hombre, con oficio o profesión, “blue collar”, en turno de mañana o tarde, afiliado a un sindicato...)

Y bien, pensará el lector: ¿no es esto también invocable a la evolución de la izquierda en los países capitalistas durante la etapa del welfare? Sin duda. Ocurre, sin embargo, que por su origen histórico –por su imbricación en los “valores republicanos” tradicionales y su conexión con los valores de igualdad y emancipatorios de los trabajadores- el Derecho del Trabajo es el Derecho de la izquierda. No es casual que la actual crisis de ésta sea coetánea a la nuestra propia. Como tampoco es casual que las organizaciones de izquierda (y, entre ellas, el sindicalismo) se erigieran como portavoces del movimiento obrero. De un movimiento obrero que, sobre todo en Europa, se imbricó en un marco nacional, abandonando cada vez más –el pacto welfariano a ello obligaba- veleidades internacionalistas.

Esos tiempos de esplendor, siguiendo con el íter histórico, fueron poco a poco apagándose. Empezaron a ocurrir cosas puntuales que, al principio, no nos alarmaron. La saturación del mercado comportó cambios importantes en el modelo fordista –que aún era reconocible como tal-. La crisis de los setenta afectó al empleo y el principio de estabilidad en la ocupación se hizo añicos. La nueva tecnología informática se implementó en los centros de trabajo. La necesidad capitalista de un “ejército industrial de reserva” –de nuevo, el viejo barbudo de Tréveris- rompió el mercado laboral, primero con los jóvenes y la contratación “basura” y los sistemas retributivos duales, luego, con el uso ominoso y explotador de mano de obra extranjera. El sujeto colectivo típico se disgregó en múltiples colectivos con intereses diferenciados. La empresa fordista piramidal se hizo añicos, de tal manera que muchos de los que allí trabajaban para ella no eran sus asalariados, y otros, que sí lo eran, no trabajaban en las dependencias de la empresa.

Ninguno de dichos fenómenos, por él mismo, nos preocupó demasiado: “las típicas mircrodiscontinuidades...”, pensamos mientras llamábamos con cada vez mayor asiduidad a la brigadilla de mantenimiento. Cuando nos quisimos dar cuenta el modelo de empresa fordista estaba en vías de extinción, el tradicional estereotipo de interés colectivo de los trabajadores se había disgregado, el sistema de relaciones laborales había mutado hasta novarse. En definitiva, el modo y la forma de producir habían cambiado radicalmente. El terreno sobre el que habíamos construido nuestro imponente palacio había experimentado una transformación sísmica.

Pero no fue sólo eso. Tal vez un cambio in radice como el ocurrido en el terreno productivo podría haberse solucionado con una modificación en profundidad de los planos de nuestro ajado palacio. Los factores concurrentes, sin embargo, son más complejos. El nuevo modelo de producción se caracteriza, también, por la internacionalización de la producción y los servicios a través de redes (la famosa globalización), en tanto que el cambio informático y las modificaciones en el transporte permiten la microdisgregación del sistema productivo. Y ocurre que nosotros carecemos de mecanismos que permitan traspasar nuestras fronteras geográficas.

Y lo más grave: las clases dominantes han dado por roto el añejo pacto fordista-keynesiano. Ya no precisan del mismo: han triunfado irremisiblemente –al menos por ahora- frente al “peligro rojo”. Las viejas conquistas de nuestros abuelos se ven constantemente discutidas y negadas por aquéllas, que invocan, ante la modificación radical del paisaje, lo que los juristas llamamos el principio “rebus sic stantibus”: el fin de la causalidad que dio origen al previo contrato y, por tanto, la novación o el fin de su eficacia. La conocida noción de “la lucha de clases desde arriba”. El neo-liberalismo invoca, en definitiva, el fin de las viejas tutelas conquistadas, el individualismo descarnado, la primacía del mercado –del afán de lucro- sobre la civilidad. Para ello hay que dinamitar la vieja noción de “igualdad” (¡no digamos, la “fraternidad”!) e inmolarla en el altar de la “libertad” (de las empresas, no de los ciudadanos)

He aquí las –conocidas- razones de nuestra crisis.


¿Qué hacer?: ¡regresar a los orígenes!

¿Sigue siendo necesario el Derecho del Trabajo en ese panorama? Permítame lector que utilice esa técnica de respuesta que -no sé porqué razón- es denominada “a la gallega” y conteste a una pregunta con otras: ¿Existe ahora igualdad entre trabajador y empresario?, ¿se ha superado la situación de dependencia de los trabajadores respecto a sus empleadores?, ¿ya no aspiran los asalariados a cobrar más y trabajar menos y los empresarios a obtener más ganancias?, ¿ha dejado de ser necesaria la “unión” de los trabajadores para equipararse al empresario?, ¿hemos alcanzado un nivel de desarrollo humano que conlleve la aniquilación de la solidaridad societaria hacia los más desamparados?. Y, por último: ¿ha dejado la igualdad de ser un valor socialmente exigido y exigible? Es obvio que una visión objetiva –aunque no forzosamente imparcial- de la realidad ha de comportar una respuesta negativa a esos interrogantes-respuestas. Las razones que generaron el conflicto social del que surgió el Derecho del Trabajo siguen ahí, si bien con lógicos matices diferenciados respecto a etapas anteriores. Por tanto, la conclusión es obvia: el iuslaboralismo sigue siendo necesario. Y no sólo (contra lo que se afirma por parte de algún sector) en relación con las importantes bolsas de fordismo que siguen existiendo en la realidad productiva. El Derecho Social continua siendo también imprescindible también respecto a las relaciones laborales surgidas de la nueva cultura productiva. Y, si no, que se lo pregunten a los trabajadores temporales, a los jóvenes con una “doble escala”, o a los precarios “autónomos dependientes”....

Es obvio que esta constatación ha de ser matizada: lo que sigue siendo necesario es la intervención jurídica en el conflicto dimanante de la nueva cultura productiva, a fin de materializar instrumentos de igualdad entre las partes. Y, en aras a preservar el principio de adecuación entre el Derecho y la realidad por el que antes se abogaba, esa intervención debe producirse respecto al nuevo panorama productivo, con los necesarios cambios y modificaciones –radicales- en nuestra disciplina. No podemos obviar, sin embargo, que los estómagos agradecidos de los voceros e ideólogos en boga del neo-darwinismo social (en una relación directamente proporcional entre su impacto mediático y su conocida limitación mental y la tendencia innata a mentir) están poniendo en tela de juicio la noción de igualdad. ¿Y bien?... ¿no hemos calificado antes el Derecho del Trabajo como el Derecho de la izquierda? Probablemente, por nuestros orígenes y nuestra propia ontología, nos corresponde a los iuslaboralistas (más que a ninguna otra disciplina jurídica) seguir defendiendo los viejos valores republicanos. Y también le corresponde esa tarea al sindicato si quiere seguir reconociéndose como elemento conformador de la izquierda. Cuando amaine el vendaval neo-conservador, esos valores de la civilidad laica seguirán perviviendo y siendo necesarios. Mientras tanto empecemos a reflexionar sobre los elementos configuradores de nuestra transición a partir del actual desconcierto. Desconcierto no sólo propio: también resulta postulable del movimiento obrero organizado y de la propia izquierda.

En el anunciado desconcierto de la izquierda de las sociedades opulentas (también en el sindicalismo, también en el iuslaboralismo pro operario) aparecen en su seno –muchas veces enfrentados- dos discursos: el de la oposición radical a los cambios en trance con la reivindicación coetánea del paraíso perdido del welfare y el fordismo , y el del posibilismo, consistente en la aceptación acrítica de los nuevos procesos, con intentos de parcheos humanizadores de la barbarie (de nuevo, el viejo debate entre el dogmatismo y el posibilismo: ¡Nunca aprenderemos!). Debo confesar que ninguna de ambas opciones me convence: el discurso maximalista obvia que el Estado del Bienestar de los últimos cincuenta años se construyó sobre el sufrimiento de la mayor parte de la humanidad (sigue, por tanto, instalado en el pecado original de la izquierda del welfare: su eurocentrismo) y que el modelo productivo ha mutado; el pragmático, que ningún cambio es posible sin una alteridad propositiva que resitúe el concepto de igualdad.

En tanto que el viejo pacto social ha sido considerado roto por una de las partes, de nada sirve empecinarnos en mantener su vigencia. Eso es algo que ya sabemos desde el Derecho romano. Ese pacto se basaba –es obvio- en el reconocimiento de una serie de derechos a la “pobreza laboriosa” –ya no tan pobre gracias a aquél en términos generales-; pero muchos parecen no recordar que también existían obligaciones para esa parte: entre otras, las renuncias a “ir más allá” en el discurso igualitario y de superar los límites de nuestro predio, tal y como antes hemos expuesto. Si el sinalagma surgido de la legítima unión de fordismo, welfare y Estado Social de Derecho ya no está vigente, carece de sentido seguir manteniendo esos límites. Y si el Derecho del Trabajo sigue siendo necesario –como hemos abogado en líneas anteriores- resulta imprescindible repensarlo en el nuevo panorama, sin que las fronteras e instituciones antes vigentes tengan porqué permanecer imperturbables.

Volvamos, pues, a los orígenes. Reivindiquemos la igualdad (y la fraternidad) como valor consustantivo a la “libertad” y como uno de los ejes vertebradores de nuestra condición humana, de nuestro perfeccionamiento como especie, de mejora social. Reivindiquemos el derecho a la felicidad de cada ser humano y el de libre autodeterminación personal de cada sujeto. Para tan loables fines fue creada nuestra disciplina. Ése fue el sueño de los padres constituyentes de Weimar.

Ocurre, sin embargo, que hoy sabemos (a diferencia de hace un siglo) que la igualdad no puede ser la siniestra tabla rasa uniformizante de finiquitados sistemas que, en aras a ella, construimos en su día y que se han desmoronado, de la noche a la mañana, con la caída del muro de Berlín. Desplome que calificaríamos de afortunado, si no fuese porque esa caducada gris realidad ha sido sustituida por la ley de la jungla y por la mayor miseria y el mayor sufrimiento de muchas personas.

Decía el malogrado y llorado Manolo Vázquez Montalbán –cito también de memoria- que “uno puede encontrarse ante el Bien y no reconocerlo. En cambio, es imposible hallarse ante el Mal y no reconocerlo”. Hoy resulta imposible creer que las conquistas seculares de civilidad deban ser echadas por la borda en aras al crecimiento económico (que es, en realidad, aumento de ganancias de los más ricos). Nadie en sus sanos cabales puede aceptar que la mayor precariedad, la distribución negativa de la renta y la pérdida de elementos de solidaridad social –con el descenso de los niveles de cobertura ante posibles estados de necesidad- sea “el Bien”.

Ocurre, empero, que la crítica al discurso dominante exige también un esfuerzo por nuestra parte: reconstruir el discurso de la igualdad en base a la superación del paradigma de la “tabla rasa” y su vinculación con la necesidad de dotar a los ciudadanos de los mecanismos sociales suficientes para su propia realización personal. La superación, en definitiva, de un concepto de “ciudadano-funcionario” (en la peor acepción de este último término) por el de “ciudadano-libre”. Es decir, no se trata tanto de esperar vivir de las rentas que me aporte el Estado, sino de que éste (o, mejor dicho, la Sociedad) me asegure unos mínimos niveles de dignidad humana, a fin y efecto de que pueda desarrollar todas mis potenciales capacidades como individuo libre.

Ciertamente en nuestra sociedad europea actual amplias capas de la población están más pendientes de lo que la sociedad les aporta que de lo que ellas pueden aportar a la sociedad, rememorando la famosa frase de Kennedy. Reconozcamos que esa crítica del neoliberalismo en boga al modelo europeo no deja de tener algo de razón. Ahora bien, ese reconocimiento sólo es posible desde la izquierda a partir de un aserto previo: el fin de la cultura de la dependencia estatal (o de la cultura del subsidio) sólo es posible si, previamente, se ha asegurado solidariamente que todos y cada uno de los individuos tienen cubiertos sus mínimos vitales (en sentido amplio: no sólo alimenticios o de subsistencia, también educativos, sanitarios, culturales, etc.) Y ello se ha hecho desde una perspectiva igualitaria. Lo otro, el discurso que se propugna desde la instancias dominantes en la nueva derecha y las terceras vías blairianas es otra cosa: la capidisminución, sin más, del Estado en su papel regulador de la sociedad, de la “polis”, y la implantación de lógica del “sálvese quién pueda” o, lo que es lo mismo, “sálvese el más listo” (que no el más inteligente) o “sálvese el más rico”. La ley de la jungla. El desmontaje articulado y programado de Weimar.

A ese discurso, obviamente, le molesta el Derecho del Trabajo, en tanto que su sustrato fundamental es la basta red de tutelas contractuales y legales que hemos ido articulando a lo largo de los años en aras a desarrollar la igualdad. Lo mismo cabe decir en lo que atañe al sindicato.

Ante esa ofensiva no caben medias tintas. No cabe el parcheo o la negociación puntual. No es posible llamar de nuevo a la brigadilla de mantenimiento, porque esa gente a lo que viene es a destruir nuestro edificio.

Si el contrato welfariano se ha roto, recobremos nuestras viejas perspectivas igualitarias (y ello es especialmente postulable del sindicato). No podemos seguir siendo garantes de un acuerdo –que nos daba derechos, pero también recortaba nuestros anhelos-, cuando la contraparte ya no se siente obligada en el cumplimiento de las obligaciones que en su día contrajo.

Y así: ¿por qué hemos de limitar el Derecho del Trabajo y sus tutelas a las fronteras nacionales? No deja de llamar fuertemente la atención que en unos momentos en los que el Derecho Internacional está ganando terreno –en el campo administrativo, fiscal, mercantil o, incluso, penal-, los iuslaboralistas nos limitemos a los concretos límites estatales, como si la dignidad humana --ganada por la pobreza laboriosa con su lucha-- estuviera al albur de caprichosos puntos y rayas trazados en los mapas. En tanto que los Tratados y Convenios internacionales son fuente de Derecho, resulta inexplicable que en nuestra disciplina prácticamente no se apliquen. Cierto: aunque el sistema de relaciones laborales tiene un sustrato común en todas las sociedades capitalistas, cada modelo estatal presenta singularidades notables, en función de su sistema productivo, sus particularidades, su historia, su evolución económica, etc. Ahora bien, existen determinadas normas internacionales que articulan la diferencia entre el contrato de trabajo y la paraesclavitud. Son –al menos- los llamados Principios y Derechos Fundamentales del Trabajo en el lenguaje de la OIT (es decir, libertad sindical, de asociación y negociación colectiva, eliminación del trabajo forzoso u obligatorio, eliminación del trabajo infantil y supresión de discriminaciones en materia de empleo y ocupación), que hunden sus raíces en el Derecho Internacional Público (fundamentalmente, aunque no sólo, en la Declaración Universal de Derechos Humanos). Sin duda sería deseable que la OIT (o un organismo internacional “ad hoc”) tuviera capacidades sancionatorias frente a aquellos Estados que no cumplen esos requisitos mínimos (como sí ocurre, por ejemplo, en materia de “libre” comercio o en relación con la actuación del Banco Mundial y otros organismos análogos). Pero mientras ese desiderátum no se cumple, no parece existir óbice en la aplicación a nivel nacional de dichos tratados.

Pues bien, apliquemos esos principios. Por poner un ejemplo: yo, como juez nacional, poco puedo decir respecto al a decisión de una empresa de trasladar su producción de aquí a otro país salvo en lo relativo al cumplimiento de los trámites, formalidades y tutelas impuestos por la legislación nacional, no puedo realizar un control de causalidad sustantivo de dicha decisión. Ahora bien, sí tengo algo que decir cuando la causa final es la descontractualización de las relaciones laborales y el traslado de la producción en marcos concretos de paraesclavitud (países que no cumplen esos mínimos de civilidad, maquilas, etc.). Y, en ese marco, alguna cosa tiene que decir el sindicato, al margen de negociar las mejores condiciones posibles de las extinciones contractuales.

No se trata de negar la posibilidad de desarrollo de aquellos otros países, en base a la impedir la exportación de nuestra producción. Mas bien lo contrario: de lo que se trata es de exportar las tutelas laborales mínimas. Y que nadie me venga con la “coglionata” (Berlusconi dixit) de que el pobre niño del sureste asiático ahora, al menos, puede ganarse la vida: ese niño ha visto destruido el modus vivendi tradicional de su familia por la implantación del capitalismo.

Rompamos, pues, los marcos nacionales del Derecho del Trabajo. ¿No es eso, precisamente, lo que está haciendo el Derecho penal en su última evolución respecto a elementos de “ius cogens”?. Pues bien, nuestro “ius cogens” son esas normas que separan la esclavitud del trabajo.

Item más. Puestos a consolidar propuestas ante el fin de contrato social welfariano, cabe también replantearnos el papel social de la empresa.

El pacto welfariano-fordista tenía una cláusula no escrita, pero por todos conocida: en los muros de la empresa para adentro los derechos constitucionales no eran mediatos ni directos. Y ello comportaba, entre otras cosas, que el Estado sólo saltaba dichos muros en casos patológicos, limitándose a pasar a finales de mes a recoger el diezmo.

Pues bien, al margen de la generalización de los derechos constitucionales en el marco del contrato de trabajo –aspecto en el que aún queda mucho camino por recorrer- cabe preguntarnos si no es preciso romper el autismo generalizado entre sociedad y empresa actualmente en boga, especialmente en el terreno productivo. En efecto, la producción no es algo que afecte sólo a la empresa y a la capacidad de ganancia de su titularidad. La producción tiene también un costo social importante (transporte de materiales, siniestralidad laboral, infraestructuras, medio ambiente, etc.) que pagamos todos los ciudadanos. Eso ha pasado siempre. Ocurre, empero, que el nuevo paradigma productivo comporta el incremento de dichos costes, en tanto que requiere mayor formación de los asalariados, más medios en infraestructuras –especialmente de telecomunicaciones-. A lo que hay que añadir que los nuevos sistemas productivos están comportando la translación, cada vez más frecuentes, a los propios usuarios de determinados de tareas que hasta hace poco realizaban trabajadores (¿no estoy supliendo a un asalariado cuando accedo a mi entidad bancaria por Internet o a través de un cajero automático?). Pues bien, si los ciudadanos pagan las necesidades de las empresas y se les imputan determinadas instancias productivas, parece evidente que algo tienen que decir en relación a qué se produce y cómo se produce. Y, de nuevo aquí, el papel del sindicato aparece del todo trascendental, articulando un modelo de participación nuevo, que supere los mecanismos de simple consenso fordista.

Emulando a los Hermanos Marx en “Una noche en la ópera”, sigamos rompiendo el contrato. ¿Por qué debemos seguir atados a sistemas de organización unidireccionales basados en el sometimiento acrítico de los trabajadores al poder de dirección empresarial? El sistema piramidal de la empresa fordista así lo imponía. Pero el nuevo modelo productivo –la flexibilidad- conlleva amplias capacidades de autodecisión por parte de los propios trabajadores. Siendo ello así, parece evidente que el marco sinalagmático contractual ha de mutar, como lo está haciendo la propia producción. Más capacidad de decisión de los laborantes comporta también menos dependencia –desde el punto de vista organizativo- de los empresarios. Se trata de un nuevo panorama que debe comportar el fin de inercias tradicionales del Derecho del Trabajo. En otras palabras: la flexibilidad no debe ser sólo invocable para una de las partes –el trabajador-, sino para ambas. ¿Por qué puede un empresario distribuir irregularmente la jornada de trabajo por mor de nuevos pedidos o necesidades productivas y en cambio el trabajador no puede hacer lo propio por necesidades puntuales, familiares o sociales?: ¡Con qué facilidad se firma en los Convenios la disponibilidad horaria por parte de los empleadores y qué pocos textos convencionales observan el mismo derecho para los asalariados!.

Son éstos algunos ejemplos del nuevo modelo que estamos abocados. Desde mi punto de vista, el Derecho del Trabajo debe reinventarse, rompiendo los tradicionales esquemas del fordismo. Romper así, con los marcos nacionales. Romper con la ajenidad de la producción respecto a los trabajadores y la sociedad. Romper con la tradicional –y obsoleta- noción de dependencia y de capacidad decisoria unidireccional de la producción.

Y esas rupturas deben basarse en un retorno a los orígenes: la recuperación de la igualdad y la solidaridad como ejes vertebradores del nuevo paradigma.

En ese marco, el sindicato está llamado a jugar un papel central y determinante, siempre y cuando sepa deshacerse de inercias y clientelismos. Si ello no ocurre, el resultado está servido: acabará naciendo lo “nuevo”. Al margen del sindicato aparecerán nuevas realidades de autotutela. Nada nuevo: algo similar ocurrió con los gremios.

Para que esa posibilidad no acaezca se me antojan precisos cambios de gran calado en la lógica del sindicato. Así, en primer lugar, la resituación de la igualdad como eje vertebrador de su quehacer diario. La tutela prioritaria, en definitiva, de quien es “menos igual” (mujeres, jóvenes, inmigrantes, autónomos dependientes, precarios) en detrimento de lo que hasta ahora se ha entendido por “trabajador-tipo”. Cierto: este último es su “cliente natural”, pero la organización sindical ha de ser consciente del futuro que se avecina y superar la habitual lógica del “día a día” (la inmediatez) en su perspectiva. Alguna reflexión habrá que extraer de los nefastos resultados de las famosas “dobles escalas salariales”...

En segundo lugar, el sindicato ha de ser consciente de que ya no existe un único “interés colectivo”, al menos como hasta ahora ha sido entendido: es decir, el interés del “trabajador tipo”. En tanto que existen nuevos intereses (a veces concordantes, a veces no), la argamasa común de la “unión”, es decir, el mínimo común denominador, ya no puede ser “x”, sino “x-n”. Y ello comporta necesariamente que los mecanismos de toma decisión se horizontalicen y que, en consecuencia, el sindicato acepte la divergencia (incluso la heterogeneidad) en su seno, en tanto que eso es lo que está ocurriendo con el colectivo asalariado en la realidad.

Y, finalmente, debe exigirse al sindicato –en paralelo con lo anterior- un cambio en su modelo organizativo. “En todos y cada uno de los ramos de trabajo se operan de continuo transmutaciones decisivas en vistas del objetivo final que las distingue respectivamente. El movimiento obrero sigue como la sombra al cuerpo, a través de la historia, estos cambios de los modos de producción. El medio económico aparece así determinando inflexiblemente las características de la organización proletaria”. La cita es de Eleuterio Quintanilla, prohombre de la CNT, al defender en 1918 en el Congreso de la Comedia (junto a Joan Peiró) el pase a los sindicatos de industria. En tanto que la empresa capitalista ha mutado, finalizando con el modelo jerarquizado y piramidal para estructurarse en forma horizontal o “en red”, el sindicato debe romper también con el modelo jerarquizado y piramidal.

Un sindicato que se replantee a si mismo en función de la nueva realidad productiva será capaz de dar respuesta al envite en que nos ha situado el cambio del modelo productivo. Ello, por supuesto, siempre que vaya acompañado de un nuevo discurso relativo al derecho a la igualdad, como elemento propio de alteridad de dicho sujeto. Al nuevo derecho a la igualdad en esta sociedad cambiante, que sitúe la felicidad del ser humano como elemento vertebrador, la capacidad de autorrealización como sujeto, los derechos de ciudadanía. como elementos centrales de civilidad, como desarrollo natural de las conquistas hasta ahora alcanzadas. En ese nuevo terreno hemos de coincidir, por supuesto, sindicato y iuslaboralistas.

Se trata de oponer al discurso economicista y de retorno a la jungla que propugnan los poderosos, los valores republicanos y de civilidad de la pobreza laboriosa.

Nada nuevo, si bien se mira: ¿no llevamos –al menos- doscientos años haciéndolo?
_______________________________

2006/06/20

JOSE J. PEREZ-BENEYTO: ¿HA MUERTO LA CLASE OBRERA?



La forma de llamar a las cosas es uno de los ingredientes de toda cultura. La diferenciación y la cohesión de la clase obrera en el orden cultural ha sido propiciada por un lenguaje propio. Pero los lenguajes sociales experimentan continuos ajustes y transformaciones; se mueven sin cesar para cumplir su función identificadora en condiciones nuevas. También en este aspecto observamos un movimiento en la clase obrera.
El cambio de lenguaje, de expresiones que han sido de empleo común durante mucho tiempo en los grupos de izquierda, partidos y sindicatos, permite tomar la medida de las alteraciones experimentadas en el horizonte ideológico en el que se ha desenvuelto una parte de la clase obrera durante décadas. En lugar de izquierda se emplea fuerzas de izquierda, de progreso y ecologistas; el desarrollo económico, que antes aparecía como un bien en sí mismo, va acompañado hoy de adjetivos como duradero, sostenible o humano; los términos que integraban el lenguaje de la lucha de clases, tales como las masas trabajadoras o el capital, ceden su sitio a los ciuda­danos, la gente o el ultraliberalismo. La patronal se ve reemplazada por los jefes de empresa o los empresarios.
Todo es más suave, como se ve, y encaja poco en el marco ideológico precedente, que al menos en parte se considera superado. Estos cambios en el vocabulario dan cuenta de la vulnerabilidad del dispositivo identificador anterior; describen una trayectoria que va de lo duro y rígido a lo blando y flexible; del acento puesto en la identificación del enemigo y en el conflicto a la atenuación de ambos aspectos.
La paradójico es que tras tanta suavidad lingüística, se enuncia que la clase obrera ha muerto, el trabajo ha llegado a su fin, y el sindicato es una palabra muerta, frases comunes, sobreentendidos que aparecen en todo análisis de la cuestión social, y que obvian la tozudez de los hechos que, si en cualquier época serian inaceptables, resultan absolutamente intolerables a la altura histórica y con las posibilidades que abre el desarro­llo científico y tecnológico al comienzo del siglo XXI. Datos de una pobreza que se mani­fiesta en unas 24.000 personas que mueren diariamente por causas relacionadas con el hambre y en unos 1.000 millones que padecen hambre habitualmente, en 1.200 millones sin acceso a agua potable, en 1.500 millones sin atención médica, en cerca de 1.000 millones de adultos analfabetos, en 250 mi­llones de niños explotados, etc... datos que se podrían ir desgranando hasta llegar a describir las desigualdades que cubren el mundo. Cabe preguntarse: ¿Es posible que haya muerto la clase obrera?
La clase obrera al igual todas las clases modernas, al margen de sus magnitudes y de las numerosas transformaciones que han experimentado, sigue existiendo. El problema es si su existencia actual corresponde ya sea a la misión tan relevante que le fue asignada por diferentes doctrinas socialistas del siglo XIX, ya sea al papel que efectivamente ha desempeñado en la historia de los países occidentales en la mayor parte del siglo XX, como clase que describe en su trayectoria histórica un movimiento que apunta hacia un nuevo régimen social, y en la que sus miembros están interesados en acceder a una nueva economía que no repose sobre su actual subordinación. En pocas palabras, de acuerdo con esta concepción, la clase obrera es una clase social esencialmente orientada hacia una nueva organización social, contrapuesta a la característica del Occidente moderno capitalista; es el sector de la sociedad más hostil al capitalismo; y es también el centro de algo parecido a un sistema de organizaciones, movimientos y luchas sociales. Tal es la imagen ideal. El papel ideal se integra en cierto grado en el papel real: se realiza en parte en la medida en que penetra en la conciencia colectiva.
Hechas estas advertencias, podemos preguntarnos en qué medida el proletariado es la representación viva de esa imagen ideal que se forjó a lo largo del siglo XIX y a comien­zos del XX. Se puede hablar de una larga época en la que la clase obrera, en los países occidentales, ha sido la clase más activa dentro del abanico de las clases populares, la más fuerte, la que ha dispuesto de una red organizativa más poderosa. Pero su inclinación hacia una economía radicalmente distinta de la actual no ha sido muy fuerte. Ha sido más el centro de un cuadro imaginario colectivo, vigente durante décadas, que un crisol verdaderamente operativo. Esta separación entre la creación imaginaria y los hechos ha pervivido durante mucho tiempo. Pero la toma de conciencia sobre esa disociación ha sido muy tardía. Empieza a cobrar cierta fuerza a partir de los años sesenta, y se ha acelerado a raíz de las mutaciones de todo orden que se vienen sucedien­do desde mediados de los años setenta. El papel atribuido a la clase obrera ha sido cuestionado, añadiéndose nuevos elementos que refuerzan ese cuestionamiento. Me limitaré a enunciar los más destacados.
Tras la crisis de gobernabilidad del mundo capitalista, que pronto fue gestionada bajo los parámetros de la recomposición económica internacional, una auténtica cortina de humo que ha vuelto invisible para la historia lo que tras el ciclo de 1917-1936 se dio en llamar como el Segundo Asalto del Proletariado, llega la derrota obrera.
La derrota social de la década de 1970 fue la expresión de una manifiesta imposibilidad de gobernar a la fábrica, el Estado y el sistema mundo. En el Estado español, un caso relativamente periférico en el contex­to global pero significativo del proceso a escala europea, el colapso del régimen de gobierno de la fuerza de trabajo y la catarata de la innovación existencial tuvo su intervalo de mayor condensación entre 1973 y 1979: los años de la llamada Transición Democrática. Aquí, como en el resto de Europa, el catalizador inmediato del cambio fueron las luchas de fábrica que, desde hacía algún tiempo y a pesar de la represión polí­tica de la dictadura, encontraron cauces de expresión eficaces.
Como en el resto de Europa, los motivos salariales cons­tituyeron el motor de la movilización, al tiempo, que las for­mas de democracia directa a través de las asambleas cimentaban una nueva cultura política.
Sin entrar en el detalle del cambio de régimen, interesa destacar la potencia de ese nuevo contrapoder obre­ro que hacía de la fábrica un eje de fuerza y oposición. Como en el resto de Europa, desde finales de la década de 1960, las huelgas obreras habían desbancado los márgenes de crecimiento salarial. Los salarios habían comenzado a subir por encima de los incremen­tos de productividad. Desde 1970-1972, y por lo tanto antes de la crisis petrolífera, el crecimiento de los costes laborales unitarios se despegó completamente del crecimiento de la productividad. Los mecanismos de regulación política, que fijaban la completa subordinación de los salarios a la evolución de la productividad, comenzaron a estallar, uno tras otro, a golpe de huelgas y ocupaciones de fábricas.
Desde 1971, la espiral inflacionista fue siempre por detrás con respecto del crecimiento de los salarios. Las huel­gas se ganaban, al tiempo que los convenios colectivos esta­blecían incrementos salariales del 20% e incluso del 30%, muy por encima de los márgenes de corrección inflacionis­ta. La crisis económica estuvo anunciada por la presión obrera. El régimen de acumulación fordista era, desde ese momento, políticamente insostenible.
En las economías del centro la creciente ingobernabilidad de la fábrica y de los lugares esenciales de la reproducción social condiciona­ba irremisiblemente una reacción en todas las dimensiones fundamentales del circuito de formación de capital. En este sentido, el tiempo de reacción tuvo dos momentos esenciales.
Uno, primero, de fuerza, de carác­ter disciplinario, que se midió sobre todo con los aspectos más inmediatos de la organización de la producción y de la redistribución de la riqueza, y que se articuló sobre todo en una política de desmantelamiento y deslocalización de la gran fábrica fordista y de minorización y liquidación de los pactos sociales que fundaron el Estado de Bienestar.
Otro, segundo, que representaba una auténtica innova­ción. La apertura de nuevos campos de exploración tecnoló­gica y cultural, con la apropiación sistemática de nuevas fuentes de produc­ción subjetiva, saberes, cerebro, afectos, y la explotación intensiva de las capacidades genéricas de la nueva fuerza de trabajo. Proceso de subsunción, de la sociedad en el capital, de todas las dimensiones de la vida en la produc­ción de capital: La vida puesta a trabajar.
En conjunto, los años de la restauración, que tomaron la forma del neoliberalismo, son una res­puesta punto por punto a los retos políticos que el movimiento político y social de 1968 había puesto sobre el tapete. Más aún, la derrota del Segundo Asalto del Proletariado puede ser leída como una mera retirada temporal de los campos de batalla. Sus demandas y sus aspiraciones más profundas aparecen de nuevo en el torrente de la innovación de las décadas siguientes. De alguna forma, han sido depo­sitadas como el sedimento ontológico irrenunciable de toda reconstrucción política.
Las políticas trazaron un doble gra­diente que, por un lado, tendía a desmantelar la fábrica y con ella el trabajo industrial estable y, por otro, promovía la rup­tura de las condiciones del contrato social que había funda­do el Estado keynesiano. En la fábrica, las luchas obreras y la subversión silencio­sa y cotidiana de los jóvenes proletarios había tenido un doble efecto. En primer lugar, había impulsado al máximo los procesos de automatización. Por otra parte, había puesto en crisis la vieja forma de organización del trabajo fundada en la organización científica del trabajo y la producción en masa. La reacción política y sub­jetiva del obrero masa hacía efectivamente imposible el man­tenimiento del régimen de fábrica.
En todos los países las políticas de gestión se orientaron sobre los principios de reestructuración del aparato produc­tivo y la reactivación de las tasas de beneficio sobre la base de la derrota obrera. Efectivamente, la destrucción del tejido industrial tras la crisis de 1973 y las políticas de ajuste y reconversión fueron el telón de fondo de un movimiento más amplio de abolición de la autonomía obrera. Las luchas obreras hicieron patente que, a igual produc­ción de bienes, era más rentable política, y por tanto económicamente, la sustitución del trabajo manual por sistemas de máquinas y procesos automatizados. De modo paralelo al cierre de muchas industrias, aquellas que permanecieron fueron objeto de un profundo proceso de reorganización que perseguía ante todo la descomposición política de las comunidades obreras.
Sintéticamente, el nuevo modelo de organización secto­rial adoptó una estructura empresarial que segregaba y autonomizaba los procesos productivos menos comprometidos o tecnológicamente menos avanzados. La empresa matriz que antes integraba casi todos los momentos de fabricación de un producto, el gigante taylorista-fordista, quedó así reduci­da a las funciones de ensamblaje, coordinación y mando de una multitud de pequeñas y medianas empresas que fabrica­ban la mayor parte de los componentes industriales. El resultado fue la descomposición política de la fuerza de trabajo. Un sector central que guardaba todavía algo de su vieja fuerza sindical, al lado de una nueva mayoría some­tida a distintas formas de trabajo atípico, desde el trabajo autónomo y el trabajo precario, hasta el trabajo en negro, a tiempo parcial, familiar o microcomunitario.
Las prácticas de subcontratación o los fenómenos de deslocalización industrial, la migración de las instalaciones industriales a los países de la periferia con menores costes salariales son simplemente modalidades de este proceso orientado sobre todo por una intención política: la liquidación cultural de las viejas comunidades obreras. Naturalmente, esta reestructuración de la empresa no ha tenido como objetivo tanto aumentar la productividad o mejorar los procesos productivos, como disciplinar y subor­dinar los distintos componentes de la fuerza de trabajo, generalmente por medio de la derrota política. En definitiva, el objetivo de estas políticas, con un inmenso éxito, ha sido la con­tención de los salarios reales.
En las grandes cuencas productivas del Estado español, la crisis industrial barrenó las bases políticas del movi­miento obrero, y se acompañó de un proceso intenso de disciplinamiento sindical bajo la consigna del reparto de los sacrificios o de una solución compartida a la crisis. La consolidación de los sistemas de representación, elec­ciones, burocratización/institucionalización de CC.OO., apa­rición de UGT, fue un medio eficaz de corporativización de las relaciones laborales. Los pactos de la Moncloa de 1977 y la política de concertación durante la primera mitad de la década de 1980, Acuerdo Marco Interconfederal, Estatuto de los Trabajadores, Acuerdo Nacional de Empleo, Acuerdo Interconfederal, lograron contener el crecimiento de los salarios y consiguieron subordinar sus ritmos de incremento a los índices de inflación. Por otro lado, la colaboración sindical aseguró el aisla­miento y neutralización de los fenómenos de resistencia a las medidas de reforma.
La eficacia de estos dispositivos de concertación se tra­dujo, bien pronto, en una recuperación de las tasas de bene­ficio y una reducción de la masa salarial respecto al llama­do Excedente Bruto de Explotación. Por otra parte, en el curso de esta década el fenómeno de la desocupación dejó de manifestarse como un episodio coyuntural de la crisis económica. El crecimiento económico en esos años se realizó, en términos generales, sin la compa­ñía de un incremento simétrico del empleo. Se quebraba así uno de los pilares del equilibrio político, la estimulación del empleo por medio de políticas presupuestarias activas, las llamadas políticas keynesianas.
De este modo, la liquidación de la gran fábrica, su jibarización y descomposición en pequeñas unidades producti­vas, y por lo tanto la fragmentación de la unidad política de la fuerza de trabajo, se acompañó de una erosión de la vieja forma del welfare keynesiano, que durante varias décadas había sido el principal agente de un ciclo virtuoso apoyado en las políticas de intervención y estímulo de la demanda, el crecimiento de los salarios, crecimiento del consumo, y ciertas formas de redistribución de la riqueza por medio del acceso gratuito y universal a la enseñanza, la sanidad y el derecho a una renta mínima en situaciones de excedencia productiva, paro, enfermedad, vejez, etc. Por lo tanto, la contraofensiva capitalista frente a la ini­ciativa del contrapoder obrero y de los nuevos movimien­tos metropolitanos se basó, también, en un desmantelamiento parcial del welfare y el abandono de las políticas keynesianas. El sistema inestable de cambios de moneda a nivel internacional, a partir del desenganche del dólar del patrón oro en 1970, pero sobre todo la hegemonía de la nueva doctrina monetarista en EE.UU. a partir de 1978-79, fueron el eje constitutivo de un nuevo marco de regulación y control de la fuerza de trabajo. Las llamadas políticas de austeridad, de déficit presupuestario cero, justificadas siempre como medidas anticrisis propugnaron, de hecho, la inmediata abolición del propósito del pleno empleo. De esta forma, la renuncia a financiar el déficit presupues­tario con nueva emisión de moneda generó y promovió, en primera instancia, un marco internacional de desinflacionis­mo competitivo, en el que cada país se veía irremisiblemen­te forzado a aceptar las políticas de austeridad. El chantaje operativo para todos los gobiernos y entidades estatales se reducía a la simple opción binaria entre la bancarrota asegura­da por las condiciones de fuerte concurrencia internacional o la aceptación de las políticas de ajuste pronunciadas siempre a favor del desmantelamiento relativo del Estado social.
Como se ha visto, la ofensiva del capital no se limitó a los cen­tros de trabajo y a las políticas sociales. Desbordó los márge­nes de la fábrica y de la ciudad frente a los procesos de ingo­bernabilidad de la economía mundo. El principal instrumen­to de gobierno en este sentido fueron las políticas monetarias, el uso de la moneda como arma directamente política. Una estrategia fundada en la financiarización de la economía. La formación de este nuevo régimen comprendió al menos dos lineas esenciales. La descone­xión del dólar con respecto al patrón oro en 1971, de la administración Nixon, anulando la convertibili­dad del dólar al oro que inauguró una nueva época de cambios variables entre las monedas. El dólar, la moneda fuerte del sistema internacional, decidió efectivamente medirse a sí misma y se convirtió en la moneda universal de referencia. Desde ese momento, el resto de los países tuvieron que hacer fren­te con dólares a la compra exterior de bienes y servicios. Más grave aún, el resto de países empezó a tener que hacer frente al pago de su deuda en dólares. De igual modo, la crisis de la década de 1970 y el brus­co incremento de los precios del petróleo, estimuló el endeudamiento de un buen número de estados que encontraron en los mercados financieros una alta liquidez en condiciones ventajosas. Se generó, de este modo, una situación en la que los bajos tipos de interés, casi menores que las tasas de inflación, podían hacer muy atractivo afrontar nuevos préstamos con el fin de solventar los des­equilibrios internos. El endeudamiento estimulado por el bajo precio del dinero no tardó, sin embargo, en mostrarse como una auténtica trampa de la liquidez.
La fuerte elevación de los tipos de interés a partir de fina­les de la década de 1970 creó, rápidamente, una situación en la que los países endeudados no podían pagar los intereses de la deuda. Estallaron las primeras crisis en Latinoamérica y se inició, así, una década negra para los llamados países en desarrollo. Desde entonces, la única posibilidad de hacer frente a los servicios de la deuda ha sido solicitar nuevos préstamos a las instituciones financieras internacionales, principalmente al Fondo Monetario Internacional (FMI) y al Banco Mundial (BM). El resultado ha sido una escalada insostenible de las cargas de los empréstitos.
El sistema de regulación y control de la fuerza de trabajo se desplazaba, así, de la negociación salarial, de acuerdo con la relación salario/productividad, al control monetario y la sujeción de la inflación.
En este sentido, la reducción del tiempo de trabajo direc­to en la industria no es sólo la reducción de las formas estables de empleo, tras la modificación de las proporciones de empleados en los diversos sectores, con la nota relevante de la pérdida de peso del industrial y del crecimiento de los servicios, por el incremento del sector servicios del 36% del PIB de la Unión Europea en 1970, a hoy que ya supera el 50%, sino la diversificación de las situaciones laborales, la segmentación del mercado de trabajo, esto es, la existencia de tratos diferentes para trabajadores de similar cualificación y la aparición y proliferación de empleos frágiles. Si a ello sumamos el crecimiento de las tasas de paro y el incremento de la economía sumergida, vemos como las técnicas de gestión y consumo de la fuerza de trabajo ensayan nuevas formas de asalarización, sobre todo aquellos que operan en el amplio espectro de los servicios, que aparecen como un yacimiento de empleo servil, subsidiario, inagotable. La nueva política de gestión actúa desde la década de 1980 sobre la reducción de las posibilidades de vida al margen de la relación laboral, con el fin de someter esta población excedente, desocupada, a estas nuevas formas de empleo.
Las políticas de empleo actúan como palancas o modos de disciplinamiento de la fuerza de trabajo, de subordinación a nuevas formas de empleo infrapagado. El empleo, transfor­mado artificialmente en un bien escaso, convertía un factor de riqueza, el aumento general de la productividad social ligada a la automatización de los procesos productivos, en una condición de pauperismo.
Este enunciado por obvio no deja de ser cierto. Quizás la incapacidad mayor del movimiento obrero de la década de 1970 fue no haber tomado en serio y con suficiente inteli­gencia la consigna del rechazo del trabajo. La derrota de sus componentes más innovadores y el conservadurismo de la izquierda histórica encauzaron las escasas energías políticas hacia el resistencialismo desesperado, manifiesto en las luchas por el puesto de trabajo. La perseverancia de esta actitud, hizo de la mayor parte de las fuerzas sindicales y de los partidos de izquierda un residuo de carácter inercial e incluso reaccionario.
En resumen, el nuevo régimen financiero se ha converti­do en el principal instrumento de ordenación internacional. Los cambios variables entre las monedas y la primacía de la política económica estadounidense derivada de la primacía del dólar, han afirmado un instrumento de acumulación siempre favorable para la inversión financiera en las plazas occidentales; un proceso, acompañado, a veces, de procesos sangrantes de descapitalización de economías enteras. Por otra parte, la financiarización de las rentas se ha convertido también en un instrumento de acumulación, a través sobre todo de la atracción del ahorro privado y la reducción de las rentas derivadas del salario.
De todos modos, las políticas de reforma o reestructuración, incluidas las políticas financieras, han propiciado la neutra­lización del antagonismo social y la liquidación del pacto social keynesiano.
Sin embargo, esta dimensión de reforma o rees­tructuración capitalista, que se acusa en los aspectos disci­plinarios y en el refuerzo de las tecnologías de control, hubiera significado una sencilla involución histórica si, de alguna forma, no hubiera dado cuenta de una auténtica mutación del trabajo, no sólo de la organización de la pro­ducción, si no de la naturaleza misma del trabajo vivo, como sustancia única que hace posible la formación de capi­tal. La paradoja de la reconversión radica en el hecho de que sólo pudo ser efectiva sobre el terreno abandonado por el enemigo, sobre los elementos que animaron la fuerte inno­vación social de las décadas de 1960 y 1970.
Todo esto trajo consigo un debilitamiento de la clase obrera por una reducción de las dimensiones del contingente con mayor tradición de organización y más influyente: el de las grandes empresas industriales. Simultáneamente crece, en cambio, una clase obrera de servicios con poca cualificación, mucho empleo eventual, comparativamente joven, con alta presencia de mujeres y muy débil sindicalmente. El correlato al cambio de composición es que se acentúan las divisiones internas dentro del sector asalariado, incluso en el interior de cada empresa, como consecuencia de la diversificación de los contratos laborales. Si la unidad de intereses nunca fue tan fuerte como tantas veces se supuso, lo cierto es que esa unidad se ha resquebra­jado aún más.
El sector juvenil que, por un lado, padece especialmente el paro, y, por otro lado, está con frecuencia muy condicionado a causa de la fragilidad de su contrato, pierde peso en su disponibilidad para la movilización de un sector asalariado que en otro tiempo ocupó un lugar de avanzadilla. Otra parte de la mano de obra asalariada queda enteramente al margen de la actividad sindical; es aquella que trabaja en la economía irregular.
Hablamos, pues, de un debilitamiento de la unidad de la clase obrera y de una disminución de su fuerza relativa y de su capacidad para actuar, lo que entraña a su vez una modifica­ción sustancial de la posición de la clase obrera en la sociedad y en el panorama general de los movimientos sociales. Todo esto no sólo agrava la crisis del mito del proletariado como portador de una nueva sociedad, como emancipador univer­sal, como unificador de las clases populares, sino que intensifica el cuestionamiento del papel que, más allá del mito, venía desempeñando efectivamente la clase obrera.
Hay, por tanto, una crisis del mito y una crisis de la posición y de la función reales, que discurren en paralelo a una crisis de la complexión subjetiva, esto es, de la conciencia colectiva de la clase obrera y de la identidad ideal del traba­jador.

¿Fin del trabajo?

La identidad forjada en torno a él, a lo largo de un siglo, presenta hoy serias fisuras. El trabajo aparece mucho menos que antes como un ámbito de actividad diferenciador; como espacio existen­cial (los barrios obreros con las fábricas próximas son sustituidos por amplias zonas suburbanas desconectadas de los lugares de trabajo); como foco de relaciones solidarias que definen una sociedad dentro de la sociedad; y como alimentador de un tipo moral.
El capitalismo ha mutado porque ha mutado la naturaleza del trabajo y los dispositivos de subordinación de la fuerza de trabajo. Los procesos productivos, los métodos de organiza­ción, los contenidos de la actividad laboral y el sistema empresarial han experimentado cambios cualitativos funda­mentales que nos sitúan ante un desplazamiento radical del paradigma económico, pero también de la teoría política. La respuesta capitalista a la cri­sis fue una auténtica contrarrevolución. Es decir, una innovación impetuosa de los modos de producir, de las formas de vida, de las relaciones sociales. La con­trarrevolución, al igual que su opuesto simétrico, no deja nada intacto. Construye activamente su peculiar nuevo orden, forja mentalidades, actitudes culturales, gustos, lisos y costum­bres. Pero hay más, la contrarrevolución capitalista se sirve de los mismos presupuestos y de las mismas tendencias, económicas, sociales y culturales, sobre las que podría acoplarse la revolución, ocupa y coloniza el territorio del adversario y da otras respuestas con las nuevas formas de trabajo. ¿Cómo trabaja este trastocamiento de los pun­tos de iniciativa? ¿De qué dispositivos dispone para hacer de la proliferación subjetiva y de la excedencia social instancias funcionales para la reproducción ampliada del capital?
La demanda existencial de las décadas de 1960 y 1970 horadó los márgenes estrechos de la norma capitalista. En este sentido, la crisis de la sociedad disciplinaria era sólo la expresión institucional del rechazo subjetivo a las formas de encuadramiento y subordinación del gesto, del cuerpo y del cerebro. En la fábrica, los obreros contra el silencio de la cade­na, contra la ausencia de relación social en los contenidos concretos del trabajo, contra la monotonía banal y despótica de las cadencias. En la familia nuclear, las mujeres contra el silencio del orden patriarcal, contra la reproducción autori­taria de la subordinación femenina al hogar. En la escuela, el deseo juvenil contra el silencio del alumnado, contra los meca­nismos de autoridad y de normativización de los saberes. La experimentación existencial se expresaba ante todo bajo la forma de una excedencia de ser, una excedencia de relación social, de comunicación, respecto a las instituciones disciplinarias. La respuesta capitalista a la crisis, con todos sus aspectos despóticos, sólo podía tomar como punto de partida estos nuevos modos de riqueza sub­jetiva, atraparlos, hacerlos trabajar en las nuevas fábricas.
La gran innovación capitalista de las décadas de 1980 y de 1990 ha sido la invención de medios de captura de este exceso subjetivo. El capitalismo de producción fundado todavía en la codificación disciplinaria, productivista de los flujos extraeconómicos da paso, así, al capitalismo de consumo, de captura de todos los flujos sociales, encauza­dos, corregidos y sometidos, por los dispositivos de producción de capital.
Por lo tanto, si la contestación de las décadas de 1960 y de 1970 fue ante todo una revuelta contra el silencio, en la fábrica, en la familia, en el conjunto de relaciones sociales, como norma que subordina el cuerpo y la voz a las modulaciones impuestas por la producción, la gran innovación capi­talista consistió en aceptar la irreversibilidad del nuevo exce­so subjetivo.
Se produce la subsunción de lo social en el capital, con la transición de un capitalismo industrial hacia un capitalismo informacional, fundado en la centralidad del conocimiento como factor pro­ductivo, en la circulación de la información y los saberes como nudo estratégico fundamental de la nueva economía. Se podría decir que el capitalismo adopta un giro lingüísti­co, o lo que es lo mismo que la comunicación en sus dimensiones pragmática y performativa, como espacio de negociación, pero también de producción de nuevos senti­dos, de nuevas formas de relación, se torna en parte central del proceso de valorización.
El capitalismo informacional invierte la tradicional rela­ción de la gran industria. No se trata de un aparato productivo con enorme capacidad de poner en el mercado un número casi infinito de bienes estandarizados. Por el contra­rio, la producción deja de tener esa fuerza masiva para crear la demanda. Son los estímulos externos, las señales lin­güísticas del mercado las que orientan la producción. El aparato productivo sigue los deseos, las necesidades, la figuración de nuevas formas de vida proporcionando bienes y servicios que entran en conexiones materiales y simbólicas con suficiente potencia como para generar, a su vez, nuevos mercados. En este sentido, la entrada de la comunicación en la industria modifica completamente la organización del traba­jo y la estructura de la empresa. Esta última debe someterse de forma completa a las variaciones de la demanda. Los nue­vos métodos de trabajo, círculos de calidad, just in time, son dispositivos de producción adaptados a esta inversión de los factores. Primero se vende, luego se produce. Stock cero, garantías de colocar en el mercado toda la producción, productos ajustados a los deseos y necesidades del cliente, parecen orientar las nuevas formas del trabajo industrial.
Por otra parte, al tiempo que la demanda y que el consu­mo, se convierten en el centro estratégico de la producción, la estructura de la empresa se modifica completamente. El ápice decisional, el nodo táctico, se desplaza del trabajo directamente productivo a la captura de las señales externas. La sala de máquinas, las baterías en las que se ponía a punto toda la maquinaria productiva, ceden en importancia respecto al front office, la relación con el cliente, la presentación pública del producto o de la marca. Paradójicamente las empresas industriales se terciarizan. De modo consecuente, los aparatos de distribución y venta, de marketing y publicidad disponen de más recursos y de más personal que los de producción y gestión. En algunas empresas la relación llega a invertirse completamente: mucho más de la mitad del personal está en los equipos de venta, mientras que los departamentos de producción no lle­gan a contratar más allá del 10% o del 20% de la plantilla. Los sectores punta de la economía son aquellos directa­mente encargados de la creación, gestión y circulación de la información, como el software, o de la apropiación y explotación de los flujos culturales de información: las tecnologías de la comunicación, la industria audiovisual y la industria cultural.
La enorme inversión en la presentación de los produc­tos, promoción, publicidad, producción de logos, y la necesidad insoslayable de capturar esa constelación difusa de señales que componen la demanda, determinan un cambio radical en la naturaleza de los bienes, así como en la propia naturaleza del trabajo. Trabajo y producto de trabajo se tor­nan tendencialmente inmateriales. Se vende menos un bien material físico que determinados símbolos, determinados saberes, determinados enunciados. Se trata del advenimiento de un sofisticado régimen de mediaciones que compone los dispositivos de captura capitalista, entre lo que la economía política y la teoría marxiana llamaron valor de uso y lo que la sociología del consumo ha llamado el valor de cambio simbólico; entre la necesidad tradicional, materi­al y homogénea de las cosas, y la multiplicación de los códigos sociolingüísticos asociados a los productos. No es, desde luego, una casualidad que las grandes estructuras de la sociedad de consumo hayan invertido buena parte de sus esfuerzos en la producción de logos. De hecho, la red productiva de estas transnacio­nales es el punto menos vulnerable de su actividad. Las prácticas de subcontratación, la amenaza de migración de las instalaciones fabriles, la búsqueda constante de nichos labo­rales de coste más bajo, complican hasta el extremo la orga­nización sindical sobre el piso de los talleres. La resistencia o la ofensiva tiene que cubrir también una cuidada estrategia contra la imagen de la empresa, contra su logo.
El desplazamiento de la economía sobre el contenido cul­tural e informativo de la mercancía y la primacía tendencial del trabajo inmaterial deducen también un igual desplaza­miento del sujeto productivo. La producción de valor ya no se realiza exclusivamente en el trabajo industrial directo, ya sea en las fábricas de Occidente o en las maquilas de la periferia, sino también a través de la captura, literalmente de la puesta a trabajar, de todos estos flujos simbólicos, culturales e informacionales. Se podría decir, así, que es la propia vida social la que es puesta a producir. En la medida en que la actividad produc­tiva o informacional no se inicia y concluye en el lugar de trabajo, se puede afirmar que la producción se prolonga en todos los sentidos y en todas las direcciones.
En definitiva, la producción tiende a coincidir con la actividad social, con toda la actividad social, un enorme taller al servicio del tejido empresarial. Sin embargo, las empresas sólo pagan una parte de este trabajo, al tiempo que conside­ran el resto un factum natural, del mismo modo que en el siglo XIX se podía gestionar el crecimiento de las poblacio­nes y la disponibilidad de recursos naturales. Por lo tanto, la fábrica social, en la que el trabajo retribuido y la actividad no retribuida guardan una relación de mutua y continua remi­sión, es explotada siempre de forma asimétrica. El capital extorsiona un indefinido, pero en cualquier caso enorme, conjunto de interacciones sociales por las que no paga nada. El capitalismo informacional o cognitivo se sostiene sobre un sin número de actividades que le reportan un beneficio neto: las externalidades positivas derivadas de la cooperación social y del trabajo intelectual, relacional y afectivo no pagado.
En el capitalismo industrial, el capital fijo coincidía con el trabajo objetivado en el sistema de máquinas. En el capitalis­mo postfordista estos bienes están sometidos a mayores rit­mos de obsolescencia, las máquinas son renovadas con mayor rapidez al tiempo que el ciclo económico se acorta. Sin embar­go, esto no deja de ser un aspecto marginal en comparación con la nueva centralidad del capital relacional y comunicativo. De hecho, el cerebro social y las capacidades genéricas de la nueva fuerza de trabajo se convierten en el soporte hegemónico del capital fijo. Casi todas las empresas pueden trasladar sus instalacio­nes fabriles, subcontrarlas, renovarlas, pero no pueden pres­cindir de su imagen, de sus relaciones con la clientela, de la capacidad de iniciativa y de organización de sus empleados, en definitiva de lo que podríamos llamar su fuerza de venta. De modo que el capital fijo coincide cada vez más con esas faculta­des genéricas de la fuerza de trabajo, contenidas en la capa­cidad para innovar, aprender, responder a imprevistos, com­poner formas consistentes de cooperación, producir enun­ciados, saberes y dispositivos técnicos, construir comunidad y redes de afecto. Una constelación nueva de fuerzas que puede ser reconocida como intelectualidad de masas. En pocas palabras, se podría decir que asistimos a la identificación del capital fijo con el cerebro colectivo.
Lo que esta premisa implica, se reconoce cotidiana­mente en las relaciones laborales como una prestación total de la personalidad del trabajador: de su tiempo, de su cere­bro, de sus capacidades relacionales, de sus facultades genéricas. Una suerte de movilización total que penetra en los tejidos más profundos de la subjetividad. No se trata ya sólo de cumplir una jornada de límites precisos, normada en un gesto mecánico como en la cadena de montaje o en una acti­vidad burocrática y monótona, como en la oficina de una institución estatal. En ocasiones, tal y como ocurre en cada vez más puestos de trabajo, se requiere una prestación total de las capacidades del trabajador: resolver problemas, mane­jar distintos códigos, organizar elementos que no correspon­den con las actividades rutinarias. Y tampoco se trata de una transformación que afecta sólo a las viejas profesiones libe­rales. Puestos de trabajo que exigen un enorme esfuerzo físi­co, transporte, hostelería, logística, están cada vez más permeados por este estilo empresarial que aprovecha y organiza el conjunto de disposiciones de la fuerza de trabajo asociadas a los rasgos genéricos de la personalidad.
De forma absolutamente perversa, como veremos, esta prestación total de la personalidad del trabajador coincide a veces con su subordinación total más allá, incluso, de la relación contractual.
Hasta aquí una apretada respuesta a la pregunta sobre la existencia de la clase obrera. ¿Existe? Nunca existió tanto como se pretendió y hoy existe menos; no sólo menos de lo que se pensó, sino menos de lo que existió realmente. Existe, sí, pero más dispersa, más frágil, menos capaz de organizar, de atraer y de unificar. Se trata, en cierta medida, de una clase obrera distinta.

¿Es el sindicato una palabra muerta?

A partir de las precedentes constataciones, cabe iniciar una reflexión sobre la gestación de una resistencia social, cultural y política que se beneficie de las lecciones del pasado y que se adapte a las necesidades actuales; el de la definición de nuevas identidades; el de la escala y los ámbitos en los que se pueden desenvolver prácticas más estimulantes; el de la puesta en pie de nuevas relaciones de oposición.
El sistema organizativo de la clase obrera, vigente durante décadas, ya no funciona como antes. Esto afecta a los partidos de izquierda, a los sindicatos, a la relación entre ambos y de todos ellos con otros movimientos sociales.
Los partidos se circunscriben cada vez más al ámbito de las instituciones políticas; su fuerza organizada es muy escasa, así como su capacidad para impulsar iniciativas; las culturas de partido, fenómeno importante en el pasado y una de las partes constitutivas de la cultura obrera, pierden peso en general. En la mayor parte de los casos, los partidos no tienen capacidad para dirigir a los sindicatos. Los sindicatos, por su parte, han visto cómo se reducía su base social principal, el sector con empleo estable en la industria, no son representativos de los sectores más frágiles y de los de la economía sumergida, y han perdido iniciativa frente al rumbo que ha tomado la política económica en los años ochenta.
Cada vez tiene menos vigencia aquel sistema de relaciones en círculos concéntricos, con el partido o los partidos de izquierda dirigiendo a los sindicatos y a otras organizaciones sociales (culturales, cooperativas, etc.).
La fuerza organizada de la clase obrera tiene menor envergadura y no puede ya aspirar a ejercer una influencia acusada sobre otras parcelas de la sociedad. No sólo porque han disminuido su poder y sus magnitudes, sino también porque está desconcertada, sin proyectos propios, a la defensiva, y porque junto a ella han surgido nuevos sistemas organizativos, con ideas e intereses propios, que no aceptan el liderazgo de las organizaciones tradicionales de izquierda.
Esta modificación de su posición hace que en la clase obrera crezca la conciencia de debilidad. Es un fenómeno cultural de primera magnitud, que condiciona las posibles respuestas a los problemas actuales, y sin embargo como dije al principio, los hechos son tozudos, y así la población activa alcanza la cifra de 17 millones de personas, de las que 2.3 entraban en el capítulo de parados y cerca de 15 millones en el de activos ocupados. Sin embargo, lo ver­daderamente significativo es la propia estructura del empleo. Toda las formas de trabajo atípico, trabajo autóno­mo, intermitente, temporal, a tiempo parcial, en negro, superan cuantitativamente los efectivos del empleo asala­riado a tiempo completo y con contrato indefinido. Sobre un total de 11.5 millones de asalariados, el 60% de la pobla­ción activa, tan sólo 7.8 tenían contrato indefinido. La suma de las categorías de los trabajadores con contratos tem­porales, 3.6 millones, a tiempo parcial, cerca del millón, autónomos, dos millones, y parados, sobre 2 millones, que normalmente suelen ser trabajadores altamen­te precarizados sin reconocimiento legal, alcanza un número igual o superior al de los asalariados a tiempo com­pleto y con contrato indefinido. Entre 7 y 8 millones de personas pueden considerarse dentro de las categorías laborales atípicas con rango de lega­lidad. Habría que añadir un número de trabajadores y tra­bajadoras no inferior a dos millones, que obtienen su renta a través de formas de trabajo no contabilizadas ni reguladas por el control legal y fiscal del Estado: en torno a un millón de trabajadores inmigrantes sin papeles sometidos a regíme­nes coactivos de trabajo y una esfera imprecisa del trabajo negro que comprende desde la actividad autónoma no declarada, como el trabajo sexual, hasta formas de traba­jo asalariado subterráneo.
El mercado de trabajo moderno, y a más moderno más se acusan estos rasgos, demuestra una hegemonía tendencial de estas nuevas figuras del trabajo atípico, caracterizadas por la precariedad de las condiciones de trabajo y de los niveles de renta: salarios ínfimos a veces por debajo de los umbrales de pobreza (working pors), escasa protección jurídica, fuerte individualización de la contratación, indefensión ante el despido y la situación de desempleo, retorno de formas de sujección coactivas o paternalistas, etc.
Ante esta ampliación exponencial del trabajo atípico, la estrategia sindical ha basculado entre el refuerzo de su voca­ción corporativa y el sueño involucionista del retorno al pleno empleo de los tiempos del welfare. Sobre el primer polo que atrajo la atención sindical, poco cabe añadir: corporati­vismo acompañado de negociaciones de alto nivel con la patronal y el Estado, reconversión de la máquina reivindica­tiva en instituciones prestatarias de servicios, reforzamiento del sistema de representación laboral frente a los procesos de movilización, burocratización extrema de los aparatos de dirección y devenir mafioso de sus estructuras empresariales.
Más generosa, es la estrategia sindical fun­dada en el conflicto. En este sentido, se puede reconocer como unánime la exigencia de empleo estable y de cali­dad, consigna de la izquierda sindical que sólo ha encon­trado un territorio de propuesta concreta en los proyectos variopintos de reparto del trabajo, como la tan discutida jornada de 35 horas. Pero esta estrategia, también debe ser escrutada a la luz, de la posible via­bilidad realista de esos objetivos de reparto, y de su potencial como dispositivo de emancipación.
En primer lugar, parece conveniente una primera apre­ciación con relación al sujeto que enuncia esta propuesta: la izquierda sindical y la socialdemocracia más coherente. Estos parecen corresponder con una fase anterior, una com­posición del trabajo caduca, propia de la era fordista. Por lo tanto, se trata de aparatos de representación de una realidad laboral vieja, caracterizada todavía por la homogeneidad de las condiciones de vida de la fuerza de trabajo: una nítida separación entre espacios de producción y reproducción, economías de aglomeración en espacios masivos y homogé­neos, la gran fábrica y la ciudad obrera, la generalización de una única norma de consumo de masas, fundada en la subvención indirecta o directa de la vivienda y de los servi­cios públicos, un sistema salarial y de contratación basado en el viejo principio de un empleo y una profesión de por vida, unas condiciones de dominio y explotación adminis­tradas con el asentimiento obrero. En estas condiciones, los sindicatos y los partidos de la llamada izquierda podían representar a los trabajadores de la gran industria, y a sus familias, en la misma medida en que la fuerza de trabajo podía ser resumida en una ima­gen de contornos nítidos. Una subjetividad confinada en el estricto perímetro de unas posibilidades previamente defi­nidas: el obrero fabril con demandas y exigencias concre­tas, con unas formas de vida reconocibles como comunes de la clase obrera.
En cualquier caso, la posibilidad de éxito de este sistema de representación está trabado en la homogeneidad generalizada de las condiciones de vida y trabajo. De hecho, aunque el índice de afiliación sindical en España se ha situado en la última década en torno al 10, 15%, de la población asalariada, no más de 2 millones de trabaja­dores, su tramo básico de concentración se encuentra todavía en las viejas industrias fordistas o en los grandes centros públicos de trabajo.
La cuestión central viene a ser ¿cómo y quién representa las nuevas figuras del trabajo atípico? O de modo más preci­so ¿son objeto de representación? La respuesta no puede ser más paradójica: en tanto expresión concreta y subordinada de la nueva composición del trabajo vivo, el empleo atípico representa el cuerpo central de los nuevos dispositivos de apropiación capitalista del trabajo. Pero en tanto coopera­ción social, las formas de trabajo atípico sólo pueden expre­sarse como pluralidad o multiplicidad irreductible a las for­mas de representación políticas tradicionales, la democra­cia representativa y el sindicato.
El sindicato, con su moral weberiana del trabajo, no puede ser el sujeto de representación de un universo plural que comprende tanto el trabajo tradicional de la gran fábrica, transformado por los nuevos métodos de pro­ducción flexible, como el trabajo afectivo de las mujeres, o las labores de formación y de producción de conocimiento. El nexo de unidad entre obreros fabriles, estudiantes, inmi­grantes, intelectuales, trabajadores pobres por infrapagados de los ser­vicios, no corresponde con la figura de la agrupación sindi­cal dividida en ramas de industria y secciones sindicales de empresa. La unidad de estas figuras debe encontrar los puntos de unión entre trabajo doméstico, intelectualidad difusa, investigación científica, trabajo cognitivo, trabajo afectivo y la actividad manual. Y esta unidad corresponde con la suerte misma del conjunto sociedad como producción ontológica, o lo que es lo mismo, con la trama comple­ja de la cooperación social, que en la medida en que es múl­tiple y proliferante, es también irrepresentable en las figu­ras únicas del sindicato y del partido.
La imposibilidad del principio de representación se traduce en una imposibilidad de comprender y resolver la reapareci­da cuestión social en las claves tradicionales de un empleo para todos.
Un ejercicio ucrónico, nos puede dar claridad de la crisis de representación expuesta.
Trasladémonos a la Inglaterra de 1838, fecha de la “gran discontinuidad” que supuso la revolución industrial, época de revolución similar a la actual contrarrevolución capitalista, épocas ambas de cambios estructurales, de trastornos sociales, de nacimiento de nuevas subjetividades. Fue el momento de la máxima fuerza del movimiento cartista, con sus reivindicaciones fundantes: democra­cia, sufragio universal, derechos políticos para el trabajo, sustitución del régimen censitario por la posibilidad pública de autoorganización obrera.
Lejos de representar un movimiento por la reforma, el cartismo anunciaba y probaba la nueva potencia de la inicia­tiva política del trabajo. Impulsó la primera huelga política de la historia. En el verano de 1842, en los Midlands, en los dis­tritos algodoneros del noroeste, en las cuencas mineras, los proletarios fueron golpeados por un fenómeno absoluta­mente original, la crisis industrial. Frente a ésta, los nuevos trabajadores de la industria dejaron repentinamente de tra­bajar. El cartismo recobró, la imbricación tác­tica entre negociación e insurrección que treinta años antes había animado a los ludditas. Las hordas del general Ludd habían sembrado pavor entre los capitalistas del textil inglés. En al menos dos ocasiones, 1811-1812 y 1814-1816, acudieron a las fábricas y expresaron su rechazo a las nuevas máquinas cortadoras, a las grandes tijeras de hierro que amenazaban con dejarles sin medios de vida. Sin embargo y de modo sorprendente, los ludditas habían levantado un frente legal en el Parlamento. La que fue, probablemente, la primera comisión obrera de la historia exigió una moratoria en la aplicación de mejoras tecnológicas, siempre y cuan­do estas supusieran la descualificación y desposesión del obrero. Tanto entre los cartistas como entre los destructores de máquinas se repetía el recurso a los mismos medios, la combinación de la reforma legal y de la amenaza legítima de tomar o destruir las fábricas. La combinación histórica entre legalismo e ilegalismo, ruptura y consenso, articulada en torno a la exigencia del trabajo como sujeto de derecho.
Desde luego, las huestes del capitán Ludd fueron derro­tadas y los límites políticos a la modernización fueron vencidos. Las décadas siguientes cimentaron el andamiaje de la era heroica del capitalismo fabril. Pero el cartismo fue la intuición genial del nuevo mundo en ciernes: la democracia y la posibilidad de la autoorganización política, la acción sindical y la huelga general como medio insurreccional y forma de presión. La mezcla, de luchas por apropiación de la forma jurídica de ciudadanía del trabajo, con la acción. Demostraron que ser luddita en 1840, con una clase obrera en expansión y sometida progresivamente a las nuevas técnicas disciplinarias del encierro fabril, progresivamente descualificada y sin ninguna oportunidad de supervivencia en el medio rural o gracias a subsidios públicos como los que cualificaba Speenhamland, hubiera sido tan inefectivo como ser cartista en 1811, cuando la composición todavía artesanal de la industria permitía un absoluto control del proceso productivo por parte de los trabajadores.
Entre los cartistas y los ludditas media una enorme trans­formación: la composición del trabajo, la transición de la manufactura a la gran industria.
Este apunte histórico nos devuelve a nuestro propósito ini­cial. La larga historia de la expresión del trabajo vivo, de la clase obrera, es la historia del encuentro entre realidad y deseo, entre las condiciones de dominio, que aseguraban la subordinación de los cuerpos y los cerebros, y los procesos de subjetivación que anunciaban las líneas de fuga y resistencia a esas mismas condiciones. En este sentido, la composición del trabajo y la articulación política deben trabar un lazo común o corren el riesgo de perderse como horizonte de posibilidad. Toda apuesta, para ser efecti­va, solo puede arrancar de esa inmanencia propia del devenir histórico. Ninguna idea genial, ningún diseño, por audaz que sea, encuentra potencia lejos de este punto de saturación entre condiciones de dominio y deseo de emancipación. El escollo político de nuestro tiempo radica en la incapacidad para saber buscar la forma de este encuentro, para leer las tramas del dominio y de la explotación en las líneas que las socavan y las desplazan hacia formas de gobierno imposibles. Los ludditas mostraron la nueva potencia insurreccional contenida en el proletariado y los efectos de la subordinación a la tecnología capitalista; los cartistas, la necesidad de exigir derechos políticos para el trabajo y la posibilidad de interrumpirlo en un movimiento coordinado de auto organiza­ción. El movimiento obrero aprendió de ambos, tanto como de todas las elaboraciones teóricas que vinieron después. La apropiación y el hurto de los viejos vagabundos despojados, la insurrección y el uso de la violencia de los ludditas, la exi­gencia de derechos políticos de los cartistas. Añadieron la posibilidad de organizar la sociedad de acuerdo a un proyec­to sobre el trabajo: la autogestión de los medios para producir, la dignificación del tra­bajo como sujeto de derecho absoluto. Pero cada una de estas formas, que lega y explora las distintas memorias, sólo puede ser efectiva a través de una reinvención concreta, que tome como terreno las condiciones de trabajo y vida, las formas de explotación y dominio. Sólo en torno a esas formas específicas de la composición del trabajo, en cada época y lugar, han exis­tido articulaciones políticas eficaces.

Una nueva carta de derechos

En el terreno de la propuesta política, en el horizonte de un nuevo ciclo de luchas, es necesario reinventar el proyecto radical en la forma de enunciados condensados que demues­tren la nueva potencia expresiva y política del trabajo vivo, de la clase obrera.
En 1838, el movimiento cartista presentó en el Parla­mento inglés una exigencia intempestiva: derechos para el trabajo, igualdad democrática, derechos de participación y libertad de asociación. Desde entonces, y con versiones a un tiempo más acabadas y más radicalizadas, el movi­miento obrero ha sido portavoz de esta exigencia democrá­tica contenida en el right for labour: derechos para los productores de riqueza, autogestión, socialización, colectiviza­ción de los medios de trabajo; democracia y derecho de autoorganización.
En 1842, los cartistas impulsaron la primera huelga polí­tica en la historia del industrialismo europeo. Con el silencio de las máquinas se elevaba a mito y posibilidad la fuerza autoorganizada del trabajo vivo: la concatenación imprevisi­ble de potencia constituyente y medios de presión a través de la interrupción coordinada del flujo de trabajo.
El siglo XXI tiene que volver a inventar la Carta del Trabajo. El proyecto político tendrá que tomar muy en cuenta esta mutación del trabajo e invertir la perspectiva. No se trata de exigir empleo. Se trata de exigir todos los derechos de esta nueva forma del trabajo. Al fin y al cabo repetimos lo mismo que hicieron las feministas más lúcidas hace 30 ó 40 años ¿por qué merece dinero el trabajo del varón en la fábrica de armas, y no el de la mujer que le cuida y sostiene a sus hijos? ¿Por qué merece más dinero el trabajo de un broker de bolsa o de un gestor inmobiliario que el trabajo voluntario y anónimo de quien escribe un libro, libre para todo el mundo, o quien cuida a unos ancianos?
Carl Schmitt se había enfrentado al nudo de este proble­ma en la década de 1930: “Ninguna de las grandes antítesis sociales puede disolverse en lo económico. Cuando el empresario les dice a los traba­jadores: Os alimento. Los trabajadores le responden: Te alimentamos. Y esto no es una lucha por la producción y el consumo, no es el ámbito de lo económico, sino que surge de un distinto pathos o convicción moral o jurídica. La cues­tión de quién es verdaderamente el productor, el creador y, en consecuencia, el dueño de la riqueza moderna, exige una imputación de carácter moral o jurídico. Y sin embargo , tan pronto como la producción sea totalmente anónima y un velo de sociedades anónimas y otras personas jurídicas haga imposible la imputación a personas concretas, la propiedad privada debe extirparse como un apéndice inexplicable. Esto será así, aunque hoy existan algunos empresarios que saben hacerse respetar con el argumento de que son personalmente imprescindibles.” (Carl Schmitt, Catolicismo y forma política, Madrid, Tecnos, 2000, p 22).
La propiedad, hoy, no se justifica sobre una convención jurídica fundada todavía en las diferencias entre las dos grandes perspectivas sobre la producción, capitalista y pro­letaria. Hoy a los empresarios, a los grandes capitales, no se les respeta, se les teme. La lucidez reaccionaria de C. Schmitt deriva de su fuerza premonitoria para reconocer un estado futuro en el que la producción es algo anónimo e independiente de los capitalistas concretos. Un estado en el que el capitalista no se justifica más que por la guerra, por la imposición arbitraria de la norma jurídica, del sala­rio, del Estado, de la detracción neta de riqueza en los circuitos financieros globales.
Por esta razón el retorno de lo político es aún más dramá­tico que en la década de 1930. En aquellos años, aunque la clase obrera, la figura política del trabajo vivo, se demos­trara con fuerza como el sujeto preponderante de la producción de riqueza, cabía la posibilidad de poner en entredicho esta afirmación. El capitalista concreto podía justificar toda­vía sus derechos: ya sea por su capacidad emprendedora, ya sea por sus facultades de organización de unos recursos que de otra forma permanecerían pasivos, los obreros indolen­tes, la ciencia sin tecnología, las fábricas sin construir.
En la era de la producción anónima, la fábrica es la totali­dad de lo social y el capitalista sólo un residuo que mantiene su privilegio sobre la amenaza de la guerra. El reto de la nueva política sobre el trabajo consiste en saber bloquear la guerra aniquiladora, imponiendo la convicción jurídica que corresponde a esa producción anónima, sólo quien produce merece ser poseedor de la riqueza. Los nuevos sujetos de la producción deberán aprender, así, a imponer sus derechos.
Por lo tanto, la nueva Carta retoma el viejo fundamento del right for labour: no se trata de reemprender los proyectos imposibles de la izquierda por el reparto del empleo. Por el contrario, la nueva Carta es una denuncia y una exigencia de abolición del régimen salarial que, hoy por hoy, se descubre como el medio exclusivo de precarización generalizada de la vida, un dictado forzoso, que no corresponde como remunera­ción a la prestación social de trabajo. Puesto que la nueva riqueza es producto de un trabajo que no se paga y que no puede ser pagado bajo salario, es posible reencontrar un nuevo criterio de derecho, que exija el reparto de la riqueza como forma de una nueva justicia; una justicia fundada en el derecho a la reproducción social autónoma y a la autoorganización del trabajo vivo.
La nueva Carta del Trabajo debería ser, de este modo, el resultado en términos de norma jurídica de la ofensiva generalizada de la nueva composición del trabajo, caracterizada como dispersión de las fronteras entre producción y reproducción, subsunción de la vida en el trabajo y centralidad tendencial del trabajo inmaterial, contra el mundo arbitra­rio del capital. La producción de derecho que, de un modo fuerte e irresistible, cifre las posibilidades políticas y civili­zatorias del exceso subjetivo. Aún cuando, esta ofensiva está todavía en su fase embrionaria, al menos cuatro enunciados de creación de derecho, componen ya el cuerpo común del nuevo ciclo de luchas:
1º. Derecho a la movilidad. Movilidad física, entre las fronteras interestatales, como expresan con fuerza e imprevisibilidad antisistémica los movimientos migratorios Sur-Norte y Este-Oeste. Derecho de fuga de espacios y con­diciones inhabitables. Por lo tanto, también, derecho político frente a las condiciones de opresión, explotación o subordi­nación cultural. De igual modo, derecho positivo a formar nuevos nichos existenciales, nuevas formas de vida y nuevas comunidades.
En este sentido, el derecho a la movilidad garantizado por medio de un estado de ciudadanía universal, es la contraparte de la financiarización del ciclo económico y la movilidad de capitales, de la aceleración vertiginosa de un mercado mun­dial que explota, de forma intensiva, a los países del Sur.
2º. Derecho de acceso a la información y a la libre producción de saberes y conocimientos. O, si se prefiere, derecho a la autoorgani­zación del saber general no sujeto a las reglas corporativas sobre propiedad intelectual, copyright, patentes, cánones, que, por un lado, limitan el acceso a la información y, por otro, desposeen a los sujetos sociales de la posibilidad de orientar y dirigir la producción de nuevas tecnologías con usos sociales no destructivos. Según el modelo del software libre, este nuevo derecho comprende las libertades de acceso, de producción y de difusion.
3º. Derecho a una estabilidad estatutaria, mas allá de la sucesión de situaciones vitales. Búsqueda de un lenguaje jurídico adaptado a la contrarrevolución en marcha, que supere la afasia de un Derecho del Trabajo paralizado, e incapaz de aprehender la nueva constitución social del trabajo. Orientarlo hacia un compromiso con la construcción del estatuto de ciudadanía del trabajo. Ir mas allá del modelo clásico y encarar los desafíos de la concordancia de los tiempos (la temporalidad corta del mercado, la larga de las instituciones), de la concordancia de los ordenes individual y colectivo, y de concordancia de los lugares de producción normativa (la negociación colectiva).
4º. Derecho general e incondicionado a un salario mínimo garanti­zado. Renta Básica Universal y sin contrapartidas como único medio de pago de: 1) el trabajo actualmente no remunerado, las tramas de cooperación social que benefician a todo el teji­do empresarial; 2) el trabajo cognitivo, afectivo y relacional no mensurable en unidades-tiempo de trabajo simple; y 3) la enorme explotación de las periferias.
Para que la nave se mueva, se expuso en primer lugar la incapacidad de la izquierda obcecada en la reivindicación de más empleo y en la exigencia de conservar unos medios de subsistencia decididamente despóticos, aunque sea bajo el mando estricto del capital. Y en este senti­do y por extraño que parezca, esta reivindicación es cada vez más utópica. Al mismo tiempo, descubre un horizonte de emancipación del trabajo asalariado.
Es tarea del sindicato enunciar esta posibilidad y verificarla en la práctica.
____________________________