No es infrecuente que una palabra tenga los ritmos biológicos de los seres humanos. Nace. Vive. Se enferma y, si no se cura como debiera, muere. El síndrome de la enfermedad que puede aquejarla es fácilmente reconocible: la palabra ya no habla. En efecto, cuantos siguen usándola no saben ya con precisión si hablan de la misma cosa o de otra distinta. En definitiva la palabra está enferma porque deja de poseer un significado unívoco y constante. No me parece que hasta ahora se haya subrayado adecuadamente cómo la palabra “sindicato” ha comenzado a dar señales de malestar justo cuando ha obtenido el permiso para circular libremente en el lenguaje común. Es decir cuando, aun siendo una palabra de la izquierda, ha dejado de ser percibida como una palabra amenazadora para el establishment político-cultural de los países más avanzados del capitalismo occidental; exactamente como la palabra “huelga”, a la cual de hecho acompañaba en el imaginario colectivo. Ambas palabras, de hecho, han vivido sus mejores días como instrumento fiable de comunicación en el período de su infancia, durante el cual eran consideradas transgresiones lingüísticas merecedoras de desaprobación.
La polisemia que la ha agredido no está originada por el esnobismo intelectual o por la neurosis de unos pocos. El propio sindicato no sabe ya cual es su identidad. Solo sabe que no es el que era ayer, sin que sin embargo sepa como será mañana, porque la imagen de sí que de alguna manera se autorrepresenta o que le viene atribuida tiene contornos desvaídos. También por ello es normal que, al final de encuentros públicos o privados en los que se ha discutido –en casi todos, más agitadamente que animadamente – del sindicato y de su papel en la sociedad contemporánea, los participantes que todavía los frecuentan se despiden con la sensación de haber celebrado los funerales de un querido difunto que ha expirado murmurando: “dios mío, ¿qué culpa he cometido para no merecer tu perdón?”, y con el presentimiento de que ya no queda otra cosa que hacer sino la de elaborar su duelo. Una conclusión de este tipo es más emotiva que racional.
Cuando un ser humano es aquejado de una enfermedad grave, pero es curado con terapias apropiadas, se suele decir que parece haber vuelto a nacer. Por eso la emotiva conclusión no me satisface. Más aún, puesto que cada crisis encierra una oportunidad y por tanto es probable que también el sindicato tenga una, me agrada pensar que un día se dirá que la palabra “sindicato” ha nacido dos veces.
No estarán de acuerdo conmigo, y posiblemente hasta piensen que esté equivocado, los más reaccionarios o (lo que a menudo es la misma cosa), los más exaltados de la postmodernidad (1). Sugestionados todos por igual por la falsa certeza de que el sindicato deberá cerrar la tienda bastante pronto por lo que es un despilfarro de tiempo proponerse responder a los interrogantes sobre cómo remotivarlo y volverle a dar empuje, prefieren fingir una realidad diferente de la que es: compleja y contradictoria. Un poco porque el siglo XX que creíamos haber dejado a nuestras espaldas enteros continentes o incluso hasta regiones enteras de un mismo país lo tienen aun delante; y un poco porque, mientras un porcentaje creciente de trabajadores tiene menos necesidad del sindicato, todos los otros tienen mucho más necesidad de éste, pero no consiguen encontrarlo y cuando lo logran, son de nuevo alejados, desconcertados y molestos por los disensos que imprevisiblemente suscitan la exigencia que manifiestan de un sindicato distinto.
La verdad es que tanto los más reaccionarios como los más exaltados de la postmodernidad no se resignan a aceptar la idea de que, a fin de cuentas, el sindicalismo es como el comunismo en el pensamiento del papa polaco: un mal necesario. Es decir, un mal justificado por la necesidad de remover –en interés, como cada vez resulta más evidente, del propio capitalismo– las injusticias sociales que éste último tiende a crear. Un mal que no se extirpará con facilidad, porque su portador se ha ganado en este tiempo una amplia legitimación social a la que los padres de las constituciones europeas de la segunda postguerra han debido conceder con la solemnidad del caso la unción de los reconocimientos irrevocables, redefiniendo así la identidad de los Estados- Nación en este rincón del mundo.
He aquí pues donde anida el error de fondo que irrita ver que en muchas ocasiones es tácitamente compartido por el sindicato: en la incapacidad de saber qué hacer de un pasado que, si bien no está en condiciones de garantizar por si solo el futuro, puede no obstante ayudar a interrogar al presente con las preguntas apropiadas. Es un dato definitivamente establecido que el sindicato ha encontrado un lugar central en la historia de las naciones recorridas por el proceso de industrialización porque respondía a la expectativa –que resume todas aquellas con las que el siglo XX le ha sobrecargado– de emancipar al pueblo de los hombres de mono azul y manos callosas, transportándoles de la condición de súbditos de un Estado censitario al status de ciudadanos de un Estado democrático.
Como podía, el sindicato ha hecho lo que debía. Les ha animado a levantar los ojos del puesto de trabajo –como dijo una vez un prestigioso leader de la CGIL, Luciano Lama– y a dirigir la mirada más allá del perímetro de las fábricas para cambiar el ambiente que lo rodea. Les ha acostumbrado a no pedir más con la cabeza baja y la gorra en la mano. Les ha dado la confianza en sí mismos que es precisa para modificar mediante la lucha el equilibrio en las relaciones de poder entre las clases para obtener una redistribución más igualitaria de la riqueza producida.
El del trabajo, en efecto ha sido el derecho del siglo XX no solo porque el siglo XX ha sido el siglo del trabajo entendido como recurso indispensable
del sistema de la producción industrial de masa ni tampoco porque las culturas, las religiones, las ideologías dominantes han entendido el trabajo como factor de inclusión social, sino también porque –apenas ha descubierto la propensión a desafiar el orden constituido que, sin saberlo, llevaba dentro de sí desde sus orígenes– la ha favorecido. No se ha contentado con civilizar la ética de los negocios que es lícito pretender en la fase de administración de una relación de intercambio de derivación contractual. Ha valorizado su dimensión colectiva y, de esta manera, ha interceptado la evolución del constitucionalismo eurocontinental del último tercio del siglo XIX, ha interactuado con él y ha acelerado sus ritmos, convirtiéndose así en una estructura que llevaba consigo la original remodelación del Estado que se estaba desarrollando en Occidente.
Es decir que el derecho del trabajo es también el más eurocéntrico de los derechos. El enunciado no es retórico. Como agudamente observó Federico Mancini, “cualquiera que sea la concepción del mundo: liberal, católica, socialista e incluso también fascista a la que en cada ocasión se hayan adherido” los legisladores europeos del siglo XX, no han creído que su intervención pudiera agotarse en la regulación de una relación contractual destinada a desplegar sus efectos en lugares que, sobre la base de los esquemas cognitivos del tiempo, eran afines a las instituciones totales como la cárcel o el cuartel. Bon gré o mal gré percibían que en aquellos lugares desconocidos a la experiencia precedente, los hombres de mono azul y de manos encallecidas aprendían no solo a trabajar con las inenarrables sufrimientos de las que Simone Weil será una intérprete incisiva y convincente, sino también a reivindicar la forma de ciudadanía que, en torno a la mitad del siglo XX, un apreciado sociólogo inglés sugerirá definirla como “industrial” porque (supongo) olía a petróleo y a carbón, vapor de máquina y sudor.
La de la gran fábrica, en efecto, es la época en la que –justo porque estaban continuamente expuestas a las presiones sindicales– las clases dirigentes de los países más industrializados maduran la convicción de que, para organizarse en forma sistémica, el capitalismo debería pensar en grande, porque no habría podido sostenerse exclusivamente sobre una cabeza de alfiler como el contrato de trabajo y su elemental disciplina. Por ello puede decirse con razón que la coerción uniformadora ejercitada sobre los comunes mortales por el sistema de la producción de masa
a través de las reglas que incorporaban sus principios de racionalidad material contribuyó a poner las premisas de la civilización contemporánea. De hecho, las políticas tradicionales de gobierno de la pobreza simbolizadas por la piedad y la horca fueron sustituidas por el conjunto de recompensas y de castigos que formaban el cuadro prescriptivo de la laboriosidad en el que serían educadas y socializadas generaciones enteras.
En conclusión, si la pobreza ociosa o peligrosa de mendigos o vagabundos no hubiese sido transformada en laboriosa, la ciudadanía no se habría convertido nunca en el derecho de todos que es hoy. Ahora sin embargo el corazón de Europa parece fatigado, sus pulsaciones son irregulares. A veces el relato sobre su esclerosis es formulado con el estilo literario de un silogismo. ‘El siglo XX ha sido un siglo breve: según uno de los mayores historiadores contemporáneos, ha comenzado tarde y se ha acabado antes de lo previsto. El del trabajo ha sido el derecho del siglo XX. Ergo, al derecho del trabajo le corresponderá la misma suerte que a su siglo’. Pero la certeza de que l’intendence suivra no existe. Aun cuando sea incontestable que sin la economía capitalista el derecho del trabajo que conocemos no habría penetrado en el ordenamiento de los Estados liberales, la novedad estriba en que la propia economía no parece tener ya la fuerza de coacción necesaria para someterlo a sus exigencias en las formas, en los términos y en los tiempos deseados. El hecho es que el derecho del trabajo que “era una técnica jurídica menor, ahora” –como orgullosamente afirma Gérard Lyon-Caen, que ha sido un protagonista de esta extraordinaria metamorfosis epistemológica – “es una ciencia mayor”. Por ello las corrientes de pensamiento según las cuales la economía mantiene con el derecho del trabajo una relación que se supone accionada por un mecanismo concienzudamente interiorizado por el dominado –ella lleva los bocadillos y él organiza el picnic– dan la impresión de vérselas con las mismas dificultades de quien pretendiera volver a introducir el dentífrico en su tubo. De hecho, para superarlas están elaborando una singular idea cuyo valor instrumental es inmediatamente percibible. Moralizante y como tal hipócrita, pero coherente con una opción metodológica que busca circunscribir en el ámbito del derecho del trabajo la investigación de las razones de la crisis en la que ha entrado para hacer salir de la suya a la economía, la idea es que el derecho del trabajo
habría caído víctima de los efectos boomerang de la lógica concesiva y adquisitiva a la que se atribuye su éxito en los decenios centrales del siglo XX. En definitiva, en vez de comprometerse en un esfuerzo de proyectualidad económica que permita a Europa perseguir una estrategia innovadora de desarrollo mediante un poder político supranacional capaz de sostenerlo, prefieren culpabilizar al derecho del trabajo: su glotonería le habría llevado a traicionar la vocación de solidaridad que estaba inscrita en su código genético.
A causa del coste excesivo de la tutela de los insider, es la sustancia de las censuras dirigidas tanto a él como a la indolente condescendencia del grupo de operadores jurídicos que se ocupa profesionalmente de él, no solo los outsider no encuentran oportunidades de trabajo regular, sino que las empresas son incentivadas a deslocalizarse o a zambullirse en la ilegalidad para después ser engullidas y desaparecer en la economía sumergida. Es decir, más estrábico que miope, el derecho del trabajo no ha comprendido a tiempo que estaba convirtiéndose nada más que en el derecho de los ocupados y por tanto en un instrumento de privilegiados en defensa de sus empleos, mientras que –cuando al trabajo perdido se suma una cantidad ingente de trabajo no encontrado– estado de necesidad y marginalidad social son connotaciones que cualifican fundamentalmente a los sin-trabajo que, en la sociedad de los “dos tercios”, constituyen justamente el tercio excluido.
La primera vez que he leído esta requisitoria he entendido oportuno, lo confieso, concederme un respiro, porque jamás había dudado que la destrucción del derecho del trabajo del siglo XX pudiese curar el malestar de la economía sin generar aun peores y más extensos males. Justo porque “es complementario a la economía” – advertía Hugo Sinzheimer – “el derecho del trabajo no tiene sentido considerado aisladamente” y “su renovación no es posible sin renovar el ordenamiento económico en su conjunto”. Demoledor y al mismo tiempo a su modo reconstructivo, el razonamiento que aquí y allá creí no haber entendido bien puede describirse de esta manera: para ayudar y proteger a todos los aspirantes al trabajo, es preciso ayudar y proteger menos al que tiene trabajo. Así pues el razonamiento es el fruto envenenado de la misma maldad con la que es posible sostener que para hacer crecer el pelo a los calvos, conviene rapar a los que no lo son. Siendo esto así, al final me he convencido de que la cabriola dialéctica era asimilable a la performance, diría Franz Kafka, de un novato que “corre tras los hechos como un patinador principiante, que por otra parte se ejercita donde está prohibido”.
A mi inicial desconcierto ha seguido uno mayor, causado por la desvergüenza con la que la misma razón por la que existe el derecho del trabajo es jugada contra él. Firme el axioma universal según el cual “quien no trabaja no tiene, pero sobre todo no es”, y en consecuencia en homenaje al interés general de la empleabilidad, el derecho del trabajo no puede ya permitirse antagonizar su relación con la economía y por eso debe restituir a ésta las chances de la autorregulación. Es decir que es preciso volver a poner en discusión el modelo social europeo del que el derecho de trabajo constituye una magna pars. “Pero decidme” –es el argumento retórico usado por Tony Blair con la seguridad de quien arroja a la mesa el as que gana la partida, al pronunciar en el Parlamento europeo el discurso inaugural del semestre de la presidencia británica – “decidme, ¿qué tipo de modelo social es éste que mantiene veinte millones de parados?”. Formulada con la habilidad de un gran comunicador, la pregunta contiene en sí los elementos de la respuesta. Y la respuesta no puede ser sino de rechazo y de condena. También la mía lo es, acompañada eso sí de una sobria, aparentemente banal y sin embargo oportuna precisión. Inencontrable en el texto blairiano, consiste en lo siguiente: promover el empleo es un poco como promover la democracia en los países musulmanes, como se está haciendo.
En ambas hipótesis, el método que se sigue para lograr el objetivo es de decisiva importancia. En efecto, al igual que la guerra es un modo equivocado de promover la democracia, así el intento de aumentar el nivel de empleo no puede justificar la decisión de promover el acceso al mercado de trabajo multiplicando las diferencias de trato fundadas sobre factores de discriminación prohibidos –a comenzar por la pertenencia al sexo femenino – inconciliables con la noción de progreso civil correspondiente al sentido común de los habitantes de una provincia que se llama Europa occidental. Una decisión de este tipo tiene en común con el llamado humanitarismo militar el estilo de la paradoja.
Aunque sea una aplicación –por lo demás tremendamente extrema– de la exigencia compartida de castigar los crímenes contra la humanidad, el humanitarismo militar, -como hace
notar Ulrich Beck en su muy reciente libro “La mirada cosmopolita” –acaba por hacer desaparecer la distinción entre guerra y paz hasta confundir una con la otra. Pues bien algo parecido
sucede también en nuestro caso. En efecto, tanto el derecho de propiedad como la libertad de iniciativa económica, es decir, los pilares fundamentales de los sistemas capitalistas, han conservado de nosotros amplios márgenes de actuación en cuanto las mismas constituciones que los garantizan no pueden tolerar equívocos: el trabajo puede dar dignidad solo si es decente y si la persona que lo presta es tratada decentemente. Si se omite la precisión que acaba de formularse, nos arriesgamos a correr a lanzarnos en brazos de los tertulianos del bar Sport –donde el domingo se reúnen a la hora del aperitivo los secuaces lombardos de Umberto Bossi– según los cuales el sistema capitalista ha sobrevivido como forma dominante de organización económica pese al derecho del trabajo. Es cierto que Tony Blair no se ha pronunciado abiertamente a favor de una mistificación tan desenvuelta – en realidad no podía haberlo hecho porque el lugar y la circunstancia le obligaban a hablar como un converso al europeismo. No estoy sin embargo seguro que la juzgue carente por completo de interés: declarando descaradamente que el de su discurso programático le parecía el día ideal para “demoler caricaturas”, no excluiría yo que, en un sobresalto de revisionismo crítico, aludiese a la vulgata historiográfica según la cual el sistema capitalista se ha consolidado –e incluso se ha reforzado– gracias a la mediación desarrollada por el derecho del trabajo del siglo XX para corregir el funcionamiento de la economía y del libre mercado de forma tal que se presentara socialmente de forma más aceptable. En todo caso, la mediación ha sido más blanda y renunciante que lo necesario, como ha sucedido en la segunda modernidad cuando el retroceso general del derecho del trabajo ha sido intercambiado por una manifestación de deferente subalternidad a un capitalismo que, no
obstante una crisis de sostenibilidad incluso ecológica de proporciones planetarias, tiene tanto miedo de repensarse a sí mismo y el mundo de negarse la posibilidad de separarse de lo existente.
Lo que me parece más sospechoso y me inquieta, es el hermetismo del pasaje del discurso en el que Tony Blair afirma perentoriamente que “la Europa social de la que tenemos necesidad debe ser una Europa que trabaje”. Dado que hasta el momento desde luego que no se ha instalado en el ocio, la única explicación plausible es que, a su juicio, “en la Europa social de la que tenemos necesidad”, deberán aplicarse reglas de trabajo de inspiración diversa e incluso en contraste con la que hasta hoy es predominante.
Cual sea esa inspiración deseada, Blair no la ha hecho explícita: en aquel momento le urgía solamente –como ha declarado– “demoler la caricatura (...) que pinta a Gran Bretaña como un país en las manos de quien sabe qué extremista filosofía anglosajona que pisotea a los pobres y los desheredados”. No es esta, sin embargo, la reticencia que más me afecta. En el fondo si Blair se ha callado en ese punto, son sin embargo muy locuaces los juristas –no sólo anglosajones y por tanto también de países de civil law– seducidos por el embrujo del análisis económico del derecho.
Especular al análisis jurídico de la economía, pero premiada por un más amplio y clamoroso éxito, el análisis económico del derecho es la especie más importante de un esquema de argumentación que difiere del tradicional por la relevancia atribuida por el intérprete o por quien decide, a las implicaciones prácticas inmediatas de la interpretación empleada o de la decisión adoptada. Al respecto, siguiendo las huellas de una sofisticada doctrina alemana, también en Italia se habla de “argumentación orientada a las consecuencias”. Pero convendrá que alguien esté dispuesto a rascar bajo el esmalte de la esotérica locución: comprendería que ésta reenvía a lo que comúnmente se llama argumento pragmático, es decir, al argumento que justo en el derecho del trabajo ha encontrado su residencia habitual desde el momento en que este derecho ha dejado
de avergonzarse por su anomalía post-positivista o, para ser más precisos, los juristas han desistido de colonizarlo aglutinándolo en el tradicional derecho privado o en su opuesto, el derecho público.
La anomalía, decía Massimo D’Antona, está “hecha de una actitud antiformalista, antilegalista y antidogmática, además de un pronunciado eclecticismo” que explica y justifica tanto por qué los estudiantes retrasan la superación brillante del examen de la disciplina (como cualquier profesor podría confirmar) como por qué el oficio de jurista del trabajo no admite debilidades intelectuales ni consiente atajos teóricos, exigiendo la puesta a punto de categorías ordenadoras del material jurídico tomadas en préstamo desde heterogéneos campos del saber.
La verdad es que, hijo de muchas madres y no todas honradas, el derecho del trabajo ha debido siempre contemporizar con ellas, como sucede en general a quien tiene valores por defender en situaciones hostiles; pero, ya se sabe, la pureza es una virtud sin problemas solo para las heroínas
de las novelas populares. Para resistir y durar, ha debido aprender rápido a convivir con un malestar existencial causado por lo siguiente: mientras el mercado podía matarlo, y de vez en cuando lo intenta, respecto de él, el derecho del trabajo no puede alimentar propósitos homicidas.
La señalada anomalía es pues su recurso y hasta un elemento constitutivo porque, como testimonia la ambigüedad del derecho del trabajo, éste debe tratar al mercado por lo que es: un mecanismo precioso y a la vez peligroso; una dictadura en suma que una utopía no se sabe cuanto razonable querría que estuviera menos protegida por la “banda de los políticos borricos” contra la cual Manuel Vázquez Montalbán lanzó en Milenio una última invectiva; borricos porque han olvidado que el capitalismo siempre ha necesitado antagonistas políticos y culturales.
En efecto, si bien el derecho del trabajo nace de la crítica de un conjunto de intereses susceptibles de generar conflictos desestabilizadores, la crítica de la que nunca ha dejado de alimentarse –excepto en escasos y breves intervalos, de los que por otro lado se ha arrepentido– ha sido tan poco radical como para proponerse, mas bien, la prevención de la radicalización de los conflictos y tan poco cartesiana como para conducir a conclusiones aproximativas. Si bien no reversibles con la intensidad que justificaría el parecido del derecho del trabajo con “Penélope devenue juriste” –como escribió con caústica argucia Gérard Lyon-Caen- son en todo caso provisionales y experimentales,
abiertas a modificaciones y a integraciones. Sin embargo, la matriz visiblemente de compromiso del derecho del trabajo no autoriza a hablar de él como un derecho del capital. Más bien ayuda a comprender que es un derecho ambivalente: emancipatorio y simultáneamente represivo.
En efecto, nosotros llamamos del trabajo a un derecho que al mismo tiempo es sobre el trabajo, porque concede al trabajo la palabra, pero a la vez le impide alzar la voz en demasía. Seguir llamándolo derecho del trabajo es legítimo, sin embargo su gradualismo evolutivo habría desilusionado a los lectores habituales de un periódico florentino todavía mencionado en los textos de historia del proto-socialismo italiano. El primer número de Il proletario –que fue publicado el 20 de agosto de 1865– y los sucesivos se abrían con una profecía hoy incapaz de autocumplirse incluso en los ambientes de la gauche más maximalista: ‘El capital lo es todo y el trabajo nada. ¿Qué será el capital? Nada. ¿Qué será el trabajo? Todo’.
Las cosas no sucedieron así. El viaje recorrido por el derecho del trabajo a través del tiempo lo ha obligado a redescubrir continuamente como la dialéctica de los contrarios que componen su tejido normativo se traduce más en su complementariedad con vista a su apoyo recíproco que en su antagonismo con fines destructivos. Es decir, desmintiendo cualquier visión determinista, la relación entre economía y derecho del trabajo ha adquirido poco a poco las articulaciones y los movimientos propios de la complicada relación que solo dos queridísimos enemigos son capaces de gestionar; queridísimos en el sentido que uno no puede prescindir del otro. Los testimonios más embarazosos –de los que traeré a colación solo unos pocos como muestra significativa– ni siquiera los hagiógrafos del sindicato y del derecho que este esponsoriza los intentan ocultar ya. Aunque el derecho del trabajo haya cortado las uñas al poder empresarial, lo haya procedimentalizado y haya hecho más transparente su ejercicio, la empresa continúa siendo el lugar de máxima refracción de las desigualdades, y, al mismo tiempo, el lugar donde no es posible abolirlas. Hasta las cooperativas de producción que habían sido inventadas en épocas antiguas para practicar una lógica anticapitalista han percibido la necesidad de adoptar respecto de los socios trabajadores políticas empresariales homologadas a las de las empresas con fin de lucro: su regulación legal resulta por ello profunda y cambiantemente contaminada. No de otra manera, las reglas en las que se descomponen los derechos nacionales del trabajo sufren en el archipiélago de las pequeñas empresas una vistosa pérdida de universalidad. más indulgente que severo respecto a los operadores económicos de pequeñas dimensiones, el derecho del trabajo visto y corregido a medida de sus intereses transmite invariablemente un mensaje que es fácil interpretar: la contención del coste del trabajo es la pre-condición de su competitividad.
En fin, la Europa social que no gusta a Blair ha trabajado hasta ahora aplicando reglas de las que puede decirse de todo salvo que estén viciadas por un romanticismo visceral anticapitalista. Es cierto sin embargo que la reticencia más grave de la que no es culpable Blair reside en un postulado
implícito en su razonamiento: un razonamiento que procede asumiendo una imagen idílica y por tanto caricaturesca del más eurocéntrico de los derechos. Sin embargo, ni siquiera la Europa que no se ha opuesto a la introducción del punto de vista económico en sus discursos jurídicos ha manifestado jamás el intento de vaciar el esquema binario fundado sobre la pareja valores/desvalores para sustituirla por la pareja útil/dañino que, como conviene a las praxis sin doctrina, transforma los aut-aut en otros tantos et-et. De por sí, en efecto, el argumento pragmático tiene la distinguida función de corregir la autorreferencialidad del discurso jurídico transfiriéndolo al terreno de la verificación empírica de su aceptabilidad en las condiciones históricamente dadas, sin por ello parar o dar marcha atrás a las agujas del reloj.
Por tanto si por modernización de las reglas del trabajo se entiende precariedad e inseguridad de las personas, el derecho del trabajo está destinado, ahora más que nunca, a desarrollarse a medida del ciudadano que ve en el trabajo el único o principal recurso con el que construirse un proyecto de vida y –en sintonía con el resultado del análisis del équipe de juristas comunitarios coordinados por Alain Supiot – el derecho de trabajar en los países de la Unión Europea es indisociable del derecho de disfrutar del paquete –estándar de derechos sociales –es decir, de recursos y bienes públicos– en que se materializa el status de ciudadanía, independientemente de la naturaleza, modalidad y duración de la relación laboral. “La justification de l’Europe” –ha afirmado un estadista francés con acentos dignos de la gran tradición oratoria de su país– “c’est sa différence”. Si esta no resultase ser la política del derecho ganadora y en consecuencia si los gobernantes de la Unión europea eligieran el papel de convidado de piedra –en el preciso momento en el que las políticas económicas erosionan los derechos de ciudadanía de las que fueron los Estados artífices
y garantes– tendremos una Europa a la americana
y el derecho comunitario del trabajo no sería ya europeo.
Estoy por tanto de acuerdo con Jeremy Rifkin cuando escribe que “los europeos harían bien en preguntarse qué nuevas ideas deben ser puestas en práctica para mejorar su modelo actual”. En realidad la cosa es ya urgente tras el terremoto provocado por los referendums que se han desarrollado en Francia y en Holanda para ratificar el tratado constitucional firmado en Roma en octubre del 2004 por los representantes de la Europa de los 25. Los “no” que han netamente ganado, como ha sintetizado con su clásica lucidez Giuliano Amato, “no eran tanto contra la constitución” –que por otra parte es un monumento en papel de ecumenismo fabulatorio– “cuanto más bien contra la Europa que no crece, que se muestra poco democrática, que se ha ampliado de unos modos que suscitan una ansiedad directamente proporcional al escaso crecimiento y a la escasez de puestos de trabajo”.
La respuesta que esperan los ciudadanos europeos no descenderá de lo alto como el Espíritu Santo. Será por el contrario el producto de una atenta, paciente, sistemática construcción de consenso colectivo que no podrá realizarse si, a la vez, la palabra “sindicato” no se cura de la enfermedad que he descrito al comienzo. Respecto a ello, digo inmediatamente que el cambio de estación terminológico- conceptual no requiere ni de arcaicos exorcismos ni de penosas abjuraciones.
Es sabido cuan es exigente la “estrategia europea para el empleo” respecto del sindicato. Si se diera pábulo a sus más celosos partidarios, el sindicato habría tenido que modificar prácticamente todas sus técnicas y sus modelos de acción: menos conflicto y más participación, menos intransigencia y más moderación reivindicativo en la re-regulación del intercambio entre trabajo y retribución; menos estandarización vinculante de los tratamientos económicos normativos y más desregulación; menos culto al carácter absoluto de los valores de los que se reclama, y más pragmatismo ligado a los grandiosos problemas de la cotidianeidad.
Es cierto –y esta vez hay que escuchar la advertencia de Tony Blair– que “los ideales sobreviven a través del cambio y es la inercia frente a los retos planteados los que los mata”. Sin embargo no se borran de golpe memorias colectivas que obligan a las instituciones en las que éstas se conservan a moverse como galeones. También estos artilugios navales viran, pero requieren tiempo. En cualquier caso, puesto que cualquier largo viaje comienza con tan solo un paso, es absolutamente indispensable que el sindicato restablezca una relación justa con la sociedad que dice que quiere representar en su globalidad, más allá del mandato asociativo de sus afiliados.
Para revitalizar su papel con el de coherencia deseable el sindicato debe ante todo tener la humildad de redescubrir el paraguas. Si señores, debe saber volver a ser útil, como en sus comienzos, a cuantos están obligados a enfrentarse en total soledad con una divinidad irascible y completamente misteriosa como el mercado de trabajo. Por ello el sindicato debe activarse no sólo cuando un puesto de trabajo ha sido encontrado ya por el interesado, sino cuando lo está buscando sin poder encontrarlo y en consecuencia con anterioridad a la instauración de la relación laboral. Le será ello posible a condición de que prepare su utillaje para suministrar prestaciones de información –orientación– formación profesional en sintonía con un cuidadoso y eficaz seguimiento permanente del mercado de trabajo; de lo contrario, los vacíos serán llenados por otros, con finalidades y motivos que hacen problemático confiar en los mismos.
Es evidente que se trata de un conjunto de actividades que entran en la esfera de acción del sindicato y están estrechamente ligadas a su idealidad tradicional. Pero ello no significa que éstas constituyan parte de una estrategia sindical
en sentido estricto. Más aún, a lo largo de decenios han sido o cedidas a aparatos públicos de calidad paulatinamente degradada (como en Italia) o delegadas a sujetos para-sindicales (en Italia han conservado la decimonónica denominación de “patronatos”) que dan lugar a praxis respecto de las cuales el grupo dirigente del sindicalismo histórico se muestra tibio o mas bien frío. Quizá más allá de sus intenciones, y probablemente más como consecuencia de una enfatización del primado de la política que puede hacer perder el sentido de una función profesional
que se desarrolla conociendo datos, situaciones y problemas en su concreción. En efecto, puesto que la sangre que corre por sus venas se caracteriza por una elevada tasa de politicidad, la dirección sindical tiende a asumir respecto a un bricolage escondido en la cotidianeidad y por ello valorado como de perfil bajo una actitud de cauto distanciamiento, como si se tratase de esqueletos que hay que esconder en el armario. Es decir, ha sucedido que el propio sindicato haya ayudado a equivocarse también a quienes son muy buenos para equivocarse solos. De hecho, también yo por decenios he valorado aquella experiencia de importancia secundaria, contribuyendo así a marginarla al límite de la insignificancia.
Por el contrario, tras los tiempos heroicos del titanismo reivindicativo de los hombres del mono azul y de las manos encallecidas, ha llegado el del pueblo de los hombres y mujeres con vestidos estampados de variados colores y que tienen en el bolsillo un diploma, quizá una licenciatura, ocupados más o menos precariamente en trabajos no estándar de difícil clasificación. Es el tiempo en el que la lealtad de los devotos a los que se confía un sindicato de militancia es una mercancía rara, mientras abundan los cálculos de conveniencia de los que un sindicato de servicios puede aprovecharse. Es como decir que llega el tiempo en el que un sindicato dispuesto a repensarse a si mismo está obligado a integrar su rol de representación de ciudadanos en cuanto trabajadores dependientes en la dirección de articular, diferenciar, especializar sus funciones para promover la industriosidad de la generalidad de los trabajadores en cuanto ciudadanos (2).
Traducción (revisada por el autor) de Antonio Baylos, publicada en el núm. 31 de Revista del Derecho Social.
Pie de pagina
1) Aun teniendo en cuenta que tienden curiosamente a yuxtaponerse, son éstas las categorías principales de interlocutores con las que hoy se debe enfrentar uno en materia de derecho sindical y del trabajo. U. Romagnoli, “L’autoriforma del sindacato”, en Il Mulino, n° 1 (2005), pags. 44 ss.
2) U. Romagnoli, “Del derecho “del” trabajo al derecho “para el trabajo”, Revista de Derecho Social, nº 2, (1998), pags. 11 ss. ; “Redefinir las relaciones entre trabajo y ciudadanía: el pensamiento de Massimo D’Antona”, Revista de Derecho Social, nº 9 (2000), pags. 9 ss.
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La polisemia que la ha agredido no está originada por el esnobismo intelectual o por la neurosis de unos pocos. El propio sindicato no sabe ya cual es su identidad. Solo sabe que no es el que era ayer, sin que sin embargo sepa como será mañana, porque la imagen de sí que de alguna manera se autorrepresenta o que le viene atribuida tiene contornos desvaídos. También por ello es normal que, al final de encuentros públicos o privados en los que se ha discutido –en casi todos, más agitadamente que animadamente – del sindicato y de su papel en la sociedad contemporánea, los participantes que todavía los frecuentan se despiden con la sensación de haber celebrado los funerales de un querido difunto que ha expirado murmurando: “dios mío, ¿qué culpa he cometido para no merecer tu perdón?”, y con el presentimiento de que ya no queda otra cosa que hacer sino la de elaborar su duelo. Una conclusión de este tipo es más emotiva que racional.
Cuando un ser humano es aquejado de una enfermedad grave, pero es curado con terapias apropiadas, se suele decir que parece haber vuelto a nacer. Por eso la emotiva conclusión no me satisface. Más aún, puesto que cada crisis encierra una oportunidad y por tanto es probable que también el sindicato tenga una, me agrada pensar que un día se dirá que la palabra “sindicato” ha nacido dos veces.
No estarán de acuerdo conmigo, y posiblemente hasta piensen que esté equivocado, los más reaccionarios o (lo que a menudo es la misma cosa), los más exaltados de la postmodernidad (1). Sugestionados todos por igual por la falsa certeza de que el sindicato deberá cerrar la tienda bastante pronto por lo que es un despilfarro de tiempo proponerse responder a los interrogantes sobre cómo remotivarlo y volverle a dar empuje, prefieren fingir una realidad diferente de la que es: compleja y contradictoria. Un poco porque el siglo XX que creíamos haber dejado a nuestras espaldas enteros continentes o incluso hasta regiones enteras de un mismo país lo tienen aun delante; y un poco porque, mientras un porcentaje creciente de trabajadores tiene menos necesidad del sindicato, todos los otros tienen mucho más necesidad de éste, pero no consiguen encontrarlo y cuando lo logran, son de nuevo alejados, desconcertados y molestos por los disensos que imprevisiblemente suscitan la exigencia que manifiestan de un sindicato distinto.
La verdad es que tanto los más reaccionarios como los más exaltados de la postmodernidad no se resignan a aceptar la idea de que, a fin de cuentas, el sindicalismo es como el comunismo en el pensamiento del papa polaco: un mal necesario. Es decir, un mal justificado por la necesidad de remover –en interés, como cada vez resulta más evidente, del propio capitalismo– las injusticias sociales que éste último tiende a crear. Un mal que no se extirpará con facilidad, porque su portador se ha ganado en este tiempo una amplia legitimación social a la que los padres de las constituciones europeas de la segunda postguerra han debido conceder con la solemnidad del caso la unción de los reconocimientos irrevocables, redefiniendo así la identidad de los Estados- Nación en este rincón del mundo.
He aquí pues donde anida el error de fondo que irrita ver que en muchas ocasiones es tácitamente compartido por el sindicato: en la incapacidad de saber qué hacer de un pasado que, si bien no está en condiciones de garantizar por si solo el futuro, puede no obstante ayudar a interrogar al presente con las preguntas apropiadas. Es un dato definitivamente establecido que el sindicato ha encontrado un lugar central en la historia de las naciones recorridas por el proceso de industrialización porque respondía a la expectativa –que resume todas aquellas con las que el siglo XX le ha sobrecargado– de emancipar al pueblo de los hombres de mono azul y manos callosas, transportándoles de la condición de súbditos de un Estado censitario al status de ciudadanos de un Estado democrático.
Como podía, el sindicato ha hecho lo que debía. Les ha animado a levantar los ojos del puesto de trabajo –como dijo una vez un prestigioso leader de la CGIL, Luciano Lama– y a dirigir la mirada más allá del perímetro de las fábricas para cambiar el ambiente que lo rodea. Les ha acostumbrado a no pedir más con la cabeza baja y la gorra en la mano. Les ha dado la confianza en sí mismos que es precisa para modificar mediante la lucha el equilibrio en las relaciones de poder entre las clases para obtener una redistribución más igualitaria de la riqueza producida.
El del trabajo, en efecto ha sido el derecho del siglo XX no solo porque el siglo XX ha sido el siglo del trabajo entendido como recurso indispensable
del sistema de la producción industrial de masa ni tampoco porque las culturas, las religiones, las ideologías dominantes han entendido el trabajo como factor de inclusión social, sino también porque –apenas ha descubierto la propensión a desafiar el orden constituido que, sin saberlo, llevaba dentro de sí desde sus orígenes– la ha favorecido. No se ha contentado con civilizar la ética de los negocios que es lícito pretender en la fase de administración de una relación de intercambio de derivación contractual. Ha valorizado su dimensión colectiva y, de esta manera, ha interceptado la evolución del constitucionalismo eurocontinental del último tercio del siglo XIX, ha interactuado con él y ha acelerado sus ritmos, convirtiéndose así en una estructura que llevaba consigo la original remodelación del Estado que se estaba desarrollando en Occidente.
Es decir que el derecho del trabajo es también el más eurocéntrico de los derechos. El enunciado no es retórico. Como agudamente observó Federico Mancini, “cualquiera que sea la concepción del mundo: liberal, católica, socialista e incluso también fascista a la que en cada ocasión se hayan adherido” los legisladores europeos del siglo XX, no han creído que su intervención pudiera agotarse en la regulación de una relación contractual destinada a desplegar sus efectos en lugares que, sobre la base de los esquemas cognitivos del tiempo, eran afines a las instituciones totales como la cárcel o el cuartel. Bon gré o mal gré percibían que en aquellos lugares desconocidos a la experiencia precedente, los hombres de mono azul y de manos encallecidas aprendían no solo a trabajar con las inenarrables sufrimientos de las que Simone Weil será una intérprete incisiva y convincente, sino también a reivindicar la forma de ciudadanía que, en torno a la mitad del siglo XX, un apreciado sociólogo inglés sugerirá definirla como “industrial” porque (supongo) olía a petróleo y a carbón, vapor de máquina y sudor.
La de la gran fábrica, en efecto, es la época en la que –justo porque estaban continuamente expuestas a las presiones sindicales– las clases dirigentes de los países más industrializados maduran la convicción de que, para organizarse en forma sistémica, el capitalismo debería pensar en grande, porque no habría podido sostenerse exclusivamente sobre una cabeza de alfiler como el contrato de trabajo y su elemental disciplina. Por ello puede decirse con razón que la coerción uniformadora ejercitada sobre los comunes mortales por el sistema de la producción de masa
a través de las reglas que incorporaban sus principios de racionalidad material contribuyó a poner las premisas de la civilización contemporánea. De hecho, las políticas tradicionales de gobierno de la pobreza simbolizadas por la piedad y la horca fueron sustituidas por el conjunto de recompensas y de castigos que formaban el cuadro prescriptivo de la laboriosidad en el que serían educadas y socializadas generaciones enteras.
En conclusión, si la pobreza ociosa o peligrosa de mendigos o vagabundos no hubiese sido transformada en laboriosa, la ciudadanía no se habría convertido nunca en el derecho de todos que es hoy. Ahora sin embargo el corazón de Europa parece fatigado, sus pulsaciones son irregulares. A veces el relato sobre su esclerosis es formulado con el estilo literario de un silogismo. ‘El siglo XX ha sido un siglo breve: según uno de los mayores historiadores contemporáneos, ha comenzado tarde y se ha acabado antes de lo previsto. El del trabajo ha sido el derecho del siglo XX. Ergo, al derecho del trabajo le corresponderá la misma suerte que a su siglo’. Pero la certeza de que l’intendence suivra no existe. Aun cuando sea incontestable que sin la economía capitalista el derecho del trabajo que conocemos no habría penetrado en el ordenamiento de los Estados liberales, la novedad estriba en que la propia economía no parece tener ya la fuerza de coacción necesaria para someterlo a sus exigencias en las formas, en los términos y en los tiempos deseados. El hecho es que el derecho del trabajo que “era una técnica jurídica menor, ahora” –como orgullosamente afirma Gérard Lyon-Caen, que ha sido un protagonista de esta extraordinaria metamorfosis epistemológica – “es una ciencia mayor”. Por ello las corrientes de pensamiento según las cuales la economía mantiene con el derecho del trabajo una relación que se supone accionada por un mecanismo concienzudamente interiorizado por el dominado –ella lleva los bocadillos y él organiza el picnic– dan la impresión de vérselas con las mismas dificultades de quien pretendiera volver a introducir el dentífrico en su tubo. De hecho, para superarlas están elaborando una singular idea cuyo valor instrumental es inmediatamente percibible. Moralizante y como tal hipócrita, pero coherente con una opción metodológica que busca circunscribir en el ámbito del derecho del trabajo la investigación de las razones de la crisis en la que ha entrado para hacer salir de la suya a la economía, la idea es que el derecho del trabajo
habría caído víctima de los efectos boomerang de la lógica concesiva y adquisitiva a la que se atribuye su éxito en los decenios centrales del siglo XX. En definitiva, en vez de comprometerse en un esfuerzo de proyectualidad económica que permita a Europa perseguir una estrategia innovadora de desarrollo mediante un poder político supranacional capaz de sostenerlo, prefieren culpabilizar al derecho del trabajo: su glotonería le habría llevado a traicionar la vocación de solidaridad que estaba inscrita en su código genético.
A causa del coste excesivo de la tutela de los insider, es la sustancia de las censuras dirigidas tanto a él como a la indolente condescendencia del grupo de operadores jurídicos que se ocupa profesionalmente de él, no solo los outsider no encuentran oportunidades de trabajo regular, sino que las empresas son incentivadas a deslocalizarse o a zambullirse en la ilegalidad para después ser engullidas y desaparecer en la economía sumergida. Es decir, más estrábico que miope, el derecho del trabajo no ha comprendido a tiempo que estaba convirtiéndose nada más que en el derecho de los ocupados y por tanto en un instrumento de privilegiados en defensa de sus empleos, mientras que –cuando al trabajo perdido se suma una cantidad ingente de trabajo no encontrado– estado de necesidad y marginalidad social son connotaciones que cualifican fundamentalmente a los sin-trabajo que, en la sociedad de los “dos tercios”, constituyen justamente el tercio excluido.
La primera vez que he leído esta requisitoria he entendido oportuno, lo confieso, concederme un respiro, porque jamás había dudado que la destrucción del derecho del trabajo del siglo XX pudiese curar el malestar de la economía sin generar aun peores y más extensos males. Justo porque “es complementario a la economía” – advertía Hugo Sinzheimer – “el derecho del trabajo no tiene sentido considerado aisladamente” y “su renovación no es posible sin renovar el ordenamiento económico en su conjunto”. Demoledor y al mismo tiempo a su modo reconstructivo, el razonamiento que aquí y allá creí no haber entendido bien puede describirse de esta manera: para ayudar y proteger a todos los aspirantes al trabajo, es preciso ayudar y proteger menos al que tiene trabajo. Así pues el razonamiento es el fruto envenenado de la misma maldad con la que es posible sostener que para hacer crecer el pelo a los calvos, conviene rapar a los que no lo son. Siendo esto así, al final me he convencido de que la cabriola dialéctica era asimilable a la performance, diría Franz Kafka, de un novato que “corre tras los hechos como un patinador principiante, que por otra parte se ejercita donde está prohibido”.
A mi inicial desconcierto ha seguido uno mayor, causado por la desvergüenza con la que la misma razón por la que existe el derecho del trabajo es jugada contra él. Firme el axioma universal según el cual “quien no trabaja no tiene, pero sobre todo no es”, y en consecuencia en homenaje al interés general de la empleabilidad, el derecho del trabajo no puede ya permitirse antagonizar su relación con la economía y por eso debe restituir a ésta las chances de la autorregulación. Es decir que es preciso volver a poner en discusión el modelo social europeo del que el derecho de trabajo constituye una magna pars. “Pero decidme” –es el argumento retórico usado por Tony Blair con la seguridad de quien arroja a la mesa el as que gana la partida, al pronunciar en el Parlamento europeo el discurso inaugural del semestre de la presidencia británica – “decidme, ¿qué tipo de modelo social es éste que mantiene veinte millones de parados?”. Formulada con la habilidad de un gran comunicador, la pregunta contiene en sí los elementos de la respuesta. Y la respuesta no puede ser sino de rechazo y de condena. También la mía lo es, acompañada eso sí de una sobria, aparentemente banal y sin embargo oportuna precisión. Inencontrable en el texto blairiano, consiste en lo siguiente: promover el empleo es un poco como promover la democracia en los países musulmanes, como se está haciendo.
En ambas hipótesis, el método que se sigue para lograr el objetivo es de decisiva importancia. En efecto, al igual que la guerra es un modo equivocado de promover la democracia, así el intento de aumentar el nivel de empleo no puede justificar la decisión de promover el acceso al mercado de trabajo multiplicando las diferencias de trato fundadas sobre factores de discriminación prohibidos –a comenzar por la pertenencia al sexo femenino – inconciliables con la noción de progreso civil correspondiente al sentido común de los habitantes de una provincia que se llama Europa occidental. Una decisión de este tipo tiene en común con el llamado humanitarismo militar el estilo de la paradoja.
Aunque sea una aplicación –por lo demás tremendamente extrema– de la exigencia compartida de castigar los crímenes contra la humanidad, el humanitarismo militar, -como hace
notar Ulrich Beck en su muy reciente libro “La mirada cosmopolita” –acaba por hacer desaparecer la distinción entre guerra y paz hasta confundir una con la otra. Pues bien algo parecido
sucede también en nuestro caso. En efecto, tanto el derecho de propiedad como la libertad de iniciativa económica, es decir, los pilares fundamentales de los sistemas capitalistas, han conservado de nosotros amplios márgenes de actuación en cuanto las mismas constituciones que los garantizan no pueden tolerar equívocos: el trabajo puede dar dignidad solo si es decente y si la persona que lo presta es tratada decentemente. Si se omite la precisión que acaba de formularse, nos arriesgamos a correr a lanzarnos en brazos de los tertulianos del bar Sport –donde el domingo se reúnen a la hora del aperitivo los secuaces lombardos de Umberto Bossi– según los cuales el sistema capitalista ha sobrevivido como forma dominante de organización económica pese al derecho del trabajo. Es cierto que Tony Blair no se ha pronunciado abiertamente a favor de una mistificación tan desenvuelta – en realidad no podía haberlo hecho porque el lugar y la circunstancia le obligaban a hablar como un converso al europeismo. No estoy sin embargo seguro que la juzgue carente por completo de interés: declarando descaradamente que el de su discurso programático le parecía el día ideal para “demoler caricaturas”, no excluiría yo que, en un sobresalto de revisionismo crítico, aludiese a la vulgata historiográfica según la cual el sistema capitalista se ha consolidado –e incluso se ha reforzado– gracias a la mediación desarrollada por el derecho del trabajo del siglo XX para corregir el funcionamiento de la economía y del libre mercado de forma tal que se presentara socialmente de forma más aceptable. En todo caso, la mediación ha sido más blanda y renunciante que lo necesario, como ha sucedido en la segunda modernidad cuando el retroceso general del derecho del trabajo ha sido intercambiado por una manifestación de deferente subalternidad a un capitalismo que, no
obstante una crisis de sostenibilidad incluso ecológica de proporciones planetarias, tiene tanto miedo de repensarse a sí mismo y el mundo de negarse la posibilidad de separarse de lo existente.
Lo que me parece más sospechoso y me inquieta, es el hermetismo del pasaje del discurso en el que Tony Blair afirma perentoriamente que “la Europa social de la que tenemos necesidad debe ser una Europa que trabaje”. Dado que hasta el momento desde luego que no se ha instalado en el ocio, la única explicación plausible es que, a su juicio, “en la Europa social de la que tenemos necesidad”, deberán aplicarse reglas de trabajo de inspiración diversa e incluso en contraste con la que hasta hoy es predominante.
Cual sea esa inspiración deseada, Blair no la ha hecho explícita: en aquel momento le urgía solamente –como ha declarado– “demoler la caricatura (...) que pinta a Gran Bretaña como un país en las manos de quien sabe qué extremista filosofía anglosajona que pisotea a los pobres y los desheredados”. No es esta, sin embargo, la reticencia que más me afecta. En el fondo si Blair se ha callado en ese punto, son sin embargo muy locuaces los juristas –no sólo anglosajones y por tanto también de países de civil law– seducidos por el embrujo del análisis económico del derecho.
Especular al análisis jurídico de la economía, pero premiada por un más amplio y clamoroso éxito, el análisis económico del derecho es la especie más importante de un esquema de argumentación que difiere del tradicional por la relevancia atribuida por el intérprete o por quien decide, a las implicaciones prácticas inmediatas de la interpretación empleada o de la decisión adoptada. Al respecto, siguiendo las huellas de una sofisticada doctrina alemana, también en Italia se habla de “argumentación orientada a las consecuencias”. Pero convendrá que alguien esté dispuesto a rascar bajo el esmalte de la esotérica locución: comprendería que ésta reenvía a lo que comúnmente se llama argumento pragmático, es decir, al argumento que justo en el derecho del trabajo ha encontrado su residencia habitual desde el momento en que este derecho ha dejado
de avergonzarse por su anomalía post-positivista o, para ser más precisos, los juristas han desistido de colonizarlo aglutinándolo en el tradicional derecho privado o en su opuesto, el derecho público.
La anomalía, decía Massimo D’Antona, está “hecha de una actitud antiformalista, antilegalista y antidogmática, además de un pronunciado eclecticismo” que explica y justifica tanto por qué los estudiantes retrasan la superación brillante del examen de la disciplina (como cualquier profesor podría confirmar) como por qué el oficio de jurista del trabajo no admite debilidades intelectuales ni consiente atajos teóricos, exigiendo la puesta a punto de categorías ordenadoras del material jurídico tomadas en préstamo desde heterogéneos campos del saber.
La verdad es que, hijo de muchas madres y no todas honradas, el derecho del trabajo ha debido siempre contemporizar con ellas, como sucede en general a quien tiene valores por defender en situaciones hostiles; pero, ya se sabe, la pureza es una virtud sin problemas solo para las heroínas
de las novelas populares. Para resistir y durar, ha debido aprender rápido a convivir con un malestar existencial causado por lo siguiente: mientras el mercado podía matarlo, y de vez en cuando lo intenta, respecto de él, el derecho del trabajo no puede alimentar propósitos homicidas.
La señalada anomalía es pues su recurso y hasta un elemento constitutivo porque, como testimonia la ambigüedad del derecho del trabajo, éste debe tratar al mercado por lo que es: un mecanismo precioso y a la vez peligroso; una dictadura en suma que una utopía no se sabe cuanto razonable querría que estuviera menos protegida por la “banda de los políticos borricos” contra la cual Manuel Vázquez Montalbán lanzó en Milenio una última invectiva; borricos porque han olvidado que el capitalismo siempre ha necesitado antagonistas políticos y culturales.
En efecto, si bien el derecho del trabajo nace de la crítica de un conjunto de intereses susceptibles de generar conflictos desestabilizadores, la crítica de la que nunca ha dejado de alimentarse –excepto en escasos y breves intervalos, de los que por otro lado se ha arrepentido– ha sido tan poco radical como para proponerse, mas bien, la prevención de la radicalización de los conflictos y tan poco cartesiana como para conducir a conclusiones aproximativas. Si bien no reversibles con la intensidad que justificaría el parecido del derecho del trabajo con “Penélope devenue juriste” –como escribió con caústica argucia Gérard Lyon-Caen- son en todo caso provisionales y experimentales,
abiertas a modificaciones y a integraciones. Sin embargo, la matriz visiblemente de compromiso del derecho del trabajo no autoriza a hablar de él como un derecho del capital. Más bien ayuda a comprender que es un derecho ambivalente: emancipatorio y simultáneamente represivo.
En efecto, nosotros llamamos del trabajo a un derecho que al mismo tiempo es sobre el trabajo, porque concede al trabajo la palabra, pero a la vez le impide alzar la voz en demasía. Seguir llamándolo derecho del trabajo es legítimo, sin embargo su gradualismo evolutivo habría desilusionado a los lectores habituales de un periódico florentino todavía mencionado en los textos de historia del proto-socialismo italiano. El primer número de Il proletario –que fue publicado el 20 de agosto de 1865– y los sucesivos se abrían con una profecía hoy incapaz de autocumplirse incluso en los ambientes de la gauche más maximalista: ‘El capital lo es todo y el trabajo nada. ¿Qué será el capital? Nada. ¿Qué será el trabajo? Todo’.
Las cosas no sucedieron así. El viaje recorrido por el derecho del trabajo a través del tiempo lo ha obligado a redescubrir continuamente como la dialéctica de los contrarios que componen su tejido normativo se traduce más en su complementariedad con vista a su apoyo recíproco que en su antagonismo con fines destructivos. Es decir, desmintiendo cualquier visión determinista, la relación entre economía y derecho del trabajo ha adquirido poco a poco las articulaciones y los movimientos propios de la complicada relación que solo dos queridísimos enemigos son capaces de gestionar; queridísimos en el sentido que uno no puede prescindir del otro. Los testimonios más embarazosos –de los que traeré a colación solo unos pocos como muestra significativa– ni siquiera los hagiógrafos del sindicato y del derecho que este esponsoriza los intentan ocultar ya. Aunque el derecho del trabajo haya cortado las uñas al poder empresarial, lo haya procedimentalizado y haya hecho más transparente su ejercicio, la empresa continúa siendo el lugar de máxima refracción de las desigualdades, y, al mismo tiempo, el lugar donde no es posible abolirlas. Hasta las cooperativas de producción que habían sido inventadas en épocas antiguas para practicar una lógica anticapitalista han percibido la necesidad de adoptar respecto de los socios trabajadores políticas empresariales homologadas a las de las empresas con fin de lucro: su regulación legal resulta por ello profunda y cambiantemente contaminada. No de otra manera, las reglas en las que se descomponen los derechos nacionales del trabajo sufren en el archipiélago de las pequeñas empresas una vistosa pérdida de universalidad. más indulgente que severo respecto a los operadores económicos de pequeñas dimensiones, el derecho del trabajo visto y corregido a medida de sus intereses transmite invariablemente un mensaje que es fácil interpretar: la contención del coste del trabajo es la pre-condición de su competitividad.
En fin, la Europa social que no gusta a Blair ha trabajado hasta ahora aplicando reglas de las que puede decirse de todo salvo que estén viciadas por un romanticismo visceral anticapitalista. Es cierto sin embargo que la reticencia más grave de la que no es culpable Blair reside en un postulado
implícito en su razonamiento: un razonamiento que procede asumiendo una imagen idílica y por tanto caricaturesca del más eurocéntrico de los derechos. Sin embargo, ni siquiera la Europa que no se ha opuesto a la introducción del punto de vista económico en sus discursos jurídicos ha manifestado jamás el intento de vaciar el esquema binario fundado sobre la pareja valores/desvalores para sustituirla por la pareja útil/dañino que, como conviene a las praxis sin doctrina, transforma los aut-aut en otros tantos et-et. De por sí, en efecto, el argumento pragmático tiene la distinguida función de corregir la autorreferencialidad del discurso jurídico transfiriéndolo al terreno de la verificación empírica de su aceptabilidad en las condiciones históricamente dadas, sin por ello parar o dar marcha atrás a las agujas del reloj.
Por tanto si por modernización de las reglas del trabajo se entiende precariedad e inseguridad de las personas, el derecho del trabajo está destinado, ahora más que nunca, a desarrollarse a medida del ciudadano que ve en el trabajo el único o principal recurso con el que construirse un proyecto de vida y –en sintonía con el resultado del análisis del équipe de juristas comunitarios coordinados por Alain Supiot – el derecho de trabajar en los países de la Unión Europea es indisociable del derecho de disfrutar del paquete –estándar de derechos sociales –es decir, de recursos y bienes públicos– en que se materializa el status de ciudadanía, independientemente de la naturaleza, modalidad y duración de la relación laboral. “La justification de l’Europe” –ha afirmado un estadista francés con acentos dignos de la gran tradición oratoria de su país– “c’est sa différence”. Si esta no resultase ser la política del derecho ganadora y en consecuencia si los gobernantes de la Unión europea eligieran el papel de convidado de piedra –en el preciso momento en el que las políticas económicas erosionan los derechos de ciudadanía de las que fueron los Estados artífices
y garantes– tendremos una Europa a la americana
y el derecho comunitario del trabajo no sería ya europeo.
Estoy por tanto de acuerdo con Jeremy Rifkin cuando escribe que “los europeos harían bien en preguntarse qué nuevas ideas deben ser puestas en práctica para mejorar su modelo actual”. En realidad la cosa es ya urgente tras el terremoto provocado por los referendums que se han desarrollado en Francia y en Holanda para ratificar el tratado constitucional firmado en Roma en octubre del 2004 por los representantes de la Europa de los 25. Los “no” que han netamente ganado, como ha sintetizado con su clásica lucidez Giuliano Amato, “no eran tanto contra la constitución” –que por otra parte es un monumento en papel de ecumenismo fabulatorio– “cuanto más bien contra la Europa que no crece, que se muestra poco democrática, que se ha ampliado de unos modos que suscitan una ansiedad directamente proporcional al escaso crecimiento y a la escasez de puestos de trabajo”.
La respuesta que esperan los ciudadanos europeos no descenderá de lo alto como el Espíritu Santo. Será por el contrario el producto de una atenta, paciente, sistemática construcción de consenso colectivo que no podrá realizarse si, a la vez, la palabra “sindicato” no se cura de la enfermedad que he descrito al comienzo. Respecto a ello, digo inmediatamente que el cambio de estación terminológico- conceptual no requiere ni de arcaicos exorcismos ni de penosas abjuraciones.
Es sabido cuan es exigente la “estrategia europea para el empleo” respecto del sindicato. Si se diera pábulo a sus más celosos partidarios, el sindicato habría tenido que modificar prácticamente todas sus técnicas y sus modelos de acción: menos conflicto y más participación, menos intransigencia y más moderación reivindicativo en la re-regulación del intercambio entre trabajo y retribución; menos estandarización vinculante de los tratamientos económicos normativos y más desregulación; menos culto al carácter absoluto de los valores de los que se reclama, y más pragmatismo ligado a los grandiosos problemas de la cotidianeidad.
Es cierto –y esta vez hay que escuchar la advertencia de Tony Blair– que “los ideales sobreviven a través del cambio y es la inercia frente a los retos planteados los que los mata”. Sin embargo no se borran de golpe memorias colectivas que obligan a las instituciones en las que éstas se conservan a moverse como galeones. También estos artilugios navales viran, pero requieren tiempo. En cualquier caso, puesto que cualquier largo viaje comienza con tan solo un paso, es absolutamente indispensable que el sindicato restablezca una relación justa con la sociedad que dice que quiere representar en su globalidad, más allá del mandato asociativo de sus afiliados.
Para revitalizar su papel con el de coherencia deseable el sindicato debe ante todo tener la humildad de redescubrir el paraguas. Si señores, debe saber volver a ser útil, como en sus comienzos, a cuantos están obligados a enfrentarse en total soledad con una divinidad irascible y completamente misteriosa como el mercado de trabajo. Por ello el sindicato debe activarse no sólo cuando un puesto de trabajo ha sido encontrado ya por el interesado, sino cuando lo está buscando sin poder encontrarlo y en consecuencia con anterioridad a la instauración de la relación laboral. Le será ello posible a condición de que prepare su utillaje para suministrar prestaciones de información –orientación– formación profesional en sintonía con un cuidadoso y eficaz seguimiento permanente del mercado de trabajo; de lo contrario, los vacíos serán llenados por otros, con finalidades y motivos que hacen problemático confiar en los mismos.
Es evidente que se trata de un conjunto de actividades que entran en la esfera de acción del sindicato y están estrechamente ligadas a su idealidad tradicional. Pero ello no significa que éstas constituyan parte de una estrategia sindical
en sentido estricto. Más aún, a lo largo de decenios han sido o cedidas a aparatos públicos de calidad paulatinamente degradada (como en Italia) o delegadas a sujetos para-sindicales (en Italia han conservado la decimonónica denominación de “patronatos”) que dan lugar a praxis respecto de las cuales el grupo dirigente del sindicalismo histórico se muestra tibio o mas bien frío. Quizá más allá de sus intenciones, y probablemente más como consecuencia de una enfatización del primado de la política que puede hacer perder el sentido de una función profesional
que se desarrolla conociendo datos, situaciones y problemas en su concreción. En efecto, puesto que la sangre que corre por sus venas se caracteriza por una elevada tasa de politicidad, la dirección sindical tiende a asumir respecto a un bricolage escondido en la cotidianeidad y por ello valorado como de perfil bajo una actitud de cauto distanciamiento, como si se tratase de esqueletos que hay que esconder en el armario. Es decir, ha sucedido que el propio sindicato haya ayudado a equivocarse también a quienes son muy buenos para equivocarse solos. De hecho, también yo por decenios he valorado aquella experiencia de importancia secundaria, contribuyendo así a marginarla al límite de la insignificancia.
Por el contrario, tras los tiempos heroicos del titanismo reivindicativo de los hombres del mono azul y de las manos encallecidas, ha llegado el del pueblo de los hombres y mujeres con vestidos estampados de variados colores y que tienen en el bolsillo un diploma, quizá una licenciatura, ocupados más o menos precariamente en trabajos no estándar de difícil clasificación. Es el tiempo en el que la lealtad de los devotos a los que se confía un sindicato de militancia es una mercancía rara, mientras abundan los cálculos de conveniencia de los que un sindicato de servicios puede aprovecharse. Es como decir que llega el tiempo en el que un sindicato dispuesto a repensarse a si mismo está obligado a integrar su rol de representación de ciudadanos en cuanto trabajadores dependientes en la dirección de articular, diferenciar, especializar sus funciones para promover la industriosidad de la generalidad de los trabajadores en cuanto ciudadanos (2).
Traducción (revisada por el autor) de Antonio Baylos, publicada en el núm. 31 de Revista del Derecho Social.
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1) Aun teniendo en cuenta que tienden curiosamente a yuxtaponerse, son éstas las categorías principales de interlocutores con las que hoy se debe enfrentar uno en materia de derecho sindical y del trabajo. U. Romagnoli, “L’autoriforma del sindacato”, en Il Mulino, n° 1 (2005), pags. 44 ss.
2) U. Romagnoli, “Del derecho “del” trabajo al derecho “para el trabajo”, Revista de Derecho Social, nº 2, (1998), pags. 11 ss. ; “Redefinir las relaciones entre trabajo y ciudadanía: el pensamiento de Massimo D’Antona”, Revista de Derecho Social, nº 9 (2000), pags. 9 ss.
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