El artículo de Umberto Romagnoli, elemento de referencia para los artículos que configuran este libro, es la base a partir de la que quiero aportar una serie de reflexiones en torno al papel del sindicalismo.
Así, preguntarse por el papel del sindicalismo, por su vigencia, por su utilidad, por sus retos, es, sin duda, preguntarse por el papel del propio trabajo, del hecho laboral; y esa pregunta no debe concebirse sin más, como una pregunta de carácter económico. Efectivamente, el trabajo es el único o principal recurso con el que construirse un proyecto de vida y, consecuentemente, el derecho a trabajar es indisociable del derecho a disfrutar de derechos sociales -es decir, de recursos y bienes públicos- en los que se materializa la condición de ciudadanía.
De ahí que preguntarse por el hecho laboral aboque directamente a los derechos vinculados con el trabajo, hacia la consideración de qué debe ser en el siglo XXI un Estado Social que genere y garantice derechos y prestaciones para la población, previniendo situaciones de exclusión y vulnerabilidad, que tanto y tan negativamente afectan a su vez al derecho del trabajo.
Y, como no, el hecho laboral remite también a su consideración económica, desde la que habrá que desmenuzar cómo entender el crecimiento económico, cuáles deben ser sus factores estructurantes y cómo implementarlos de tal manera que el crecimiento económico no se verifique a expensas de la precarización de las relaciones laborales, del desmantelamiento de los derechos sociales, de la depredación de los recursos naturales. Por tanto, la vertiente económica del hecho laboral tendrá mucho que ver con el modelo de crecimiento económico, con el papel del derecho del trabajo, con su grado de sostenibilidad social y medioambiental, con el tipo de mercado de trabajo, con la estructura laboral y salarial; en definitiva, con la determinación del eje que se configura en torno a tres elementos: derechos, productividad y competencia. Productividad y competencia que, por cierto, exigen además de una estrecha conexión con el reparto de la riqueza y el bienestar social.
Hay que subrayar que la competitividad perseguida frenéticamente para el provecho inmediato no asegura y no consolida el desarrollo económico y aún menos los retos que en materia de innovación tiene la empresa hoy.
De este modo, derechos laborales y crecimiento económico no sólo no son incompatibles, sino que encuentran un anclaje común en la capacidad para generar valor, en la calidad de lo producido, que es (y hay que subrayarlo también) indisoluble de la calidad del propio trabajo.
Es un dato definitivamente establecido que el sindicato ha encontrado un lugar central en la historia de las naciones recorridas por la industrialización, porque ha sabido responder a las expectativas de emancipación de la clase trabajadora, liderando el proceso de adquisición de la condición de ciudadanía en un Estado democrático. En nuestro país el sindicato además ha sido agente indispensable en la propia construcción de ese Estado democrático. En definitiva, el sindicato ha hecho lo que debía.
Sin embargo, hoy los sindicatos viven lo que podría caracterizarse como una crisis de identidad. Saben que no son lo que eran ayer, sin que, sin embargo, terminen de definir cómo serán mañana.
En alguna medida esta, al menos aparente, indefinición, tiene que ver no poco con la progresiva complejización de la realidad social y productiva, con la convivencia en el tiempo y, en no pocas ocasiones, en el espacio, de formas de producir, de relaciones de trabajo y producción pervivientes del siglo XX, con otras formas nuevas que el sindicato no termina de afrontar, a lo que hay que añadir la encrucijada en la que se encuentra el movimiento sindical, la proveniente del proceso de globalización y deslocalización industrial e incremento de los procesos migratorios, que termina influyendo cada vez de una manera más determinante en la composición y estructura de los mercados de trabajo.
Este escenario, aún sin quererlo, termina contribuyendo a la propia dualización social, no satisfaciendo ni las necesidades, ni las demandas de un porcentaje cada vez más amplio de trabajadores y trabajadoras, que son, precisamente, quienes en condiciones de precariedad en materia de derechos más precisan de él.
Esta cuestión requiere abordar iniciativas y medidas capaces de organizar, con mayúsculas, a los trabajadores cuyas condiciones de empleo, salariales e incluso de protección social están sufriendo un proceso acelerado de individualización, y que, efectivamente, abren cada vez más vacíos en la negociación colectiva y aleja peligrosamente a estos colectivos del hecho sindical. Medidas sin duda cada vez más necesarias y urgentes, precisamente para alejar al sindicalismo del peor de sus lastres: el cortoplacismo y la rutina.
Ciertamente esta realidad no está al margen de los procesos de concentración del capital y de la descentralización productiva y organizativa a la que venimos asistiendo y que tiene componentes estructurales. La empresa red, la fábrica difusa…., un modelo de producción fragmentado y descentralizado en el que las distintas partes del producto se fabrican en distintos países y se ensamblan y comercializan en otros, lo que viene produciendo una profunda transformación tanto en el sistema de la economía, como en el mercado de trabajo.
Vengo insistiendo en que el sindicalismo debe estar organizado atendiendo mucho a las estrategias empresariales y a su nivel de organización, y no sólo a los espacios contractuales definidos (por cierto, algunos de los cuales vienen languideciendo desde hace algún tiempo) sino también a los que están por crear, y que el movimiento sindical debe impulsar de manera prioritaria.
Pero, de otra parte, la fragmentación, la precariedad, la propia individualización de las relaciones laborales, ¿desideologiza y genera algo más que desorientación?, pues parece que sí, y su primera expresión, que no la única, no es otra que la de amplios colectivos que están al margen de los sindicatos. Ese proceso de desideologización, de desorientación, ¿penetra en las direcciones de los propios sindicatos?, ése es, sin duda, otro de los riesgos.
En un entorno de profundos cambios se requiere, muy en primer lugar, asentar la idea de que el sindicalismo de clase hay que concebirlo como sujeto de cambio social, que en ningún caso entra en contradicción con el concepto de ciudadano global que resurge con fuerza en torno a la guerra de Iraq, capaz de responder, desde la fuerza de la iniciativa, desde la capacidad de propuesta, desde la movilización de las ideas, a los cambios que se vienen produciendo en las relaciones industriales, en la propia sociedad, asumiendo que un mundo en continua evolución, tanto en el terreno tecnológico como en el económico, social, político y cultural, exige del movimiento sindical que sepa transformarse, asumiendo nuevos retos, también y de manera prioritaria, nuevas dimensiones en el espacio y en la acción, todo ello desde los valores que le caracterizan: la solidaridad, la igualdad, la justicia y la libertad.
Por tanto, la reflexión acerca del papel y la función de los sindicatos no puede ser ya el objeto de una reflexión sobre realidades más o menos hipotéticas, sino que configura nuestro aquí y nuestro ahora más inmediato, el suelo sobre el que ya tenemos asentados ambos pies, el camino que, queramos o no, seamos o no conscientes de ello, ya estamos recorriendo.
Una reflexión que no puede orientarse sólo hacia qué deben hacer los sindicatos, sino a cómo hacerlo, a verificar una vez más el compromiso del sindicalismo en la configuración de la realidad; de una realidad de la que es agente, por acción u omisión, y no mero espectador. Una reflexión, en fin, que contribuya a elaborar no un programa abierto, sino una auténtica agenda sindical; porque el siglo XXI no está por venir, se nos ha echado ya encima y está preñado de asuntos con plazos que no admiten moratoria.
Es más que evidente que la historia de la humanidad no es un continuo, no es sinónimo de evolución; su único hilo conductor es la progresiva complejización social: la historia avanza a saltos y convulsiones, y así, lo que define al siglo XXI frente al recién concluido siglo XX no es ni más ni menos que una nueva configuración de la realidad, una reconfiguración en la que, junto a elementos absolutamente novedosos, asistimos también a nuevas referencias para elementos tradicionales en el quehacer sindical. Así, por ejemplo, cuando hablamos de las “nuevas” Tecnologías de la Información y la Comunicación (en Europa, más de la mitad de la fuerza del trabajo de los países más avanzados está ocupada en actividades que consisten principalmente en el manejo de la información), no lo hacemos únicamente porque supongan un factor más a considerar, superpuesto al resto de los factores con los que ya contábamos, sino porque su existencia modifica el resto de los factores.
Pero en ningún caso se ha de abordar la nueva realidad que impone la sociedad del conocimiento como si fuera la misma sociedad en la que nos veníamos moviendo sólo que con un añadido más, la generalización de la informática y sus usos inmediatos.
Las tecnologías de la información y la comunicación suponen el desvanecimiento de las fronteras dentro de las que el movimiento sindical se movía, que el movimiento sindical conocía: las fronteras del espacio y del tiempo, la identificación del trabajo y, por ende, la identificación del no-trabajo, del ocio, del consumo, de las necesidades sociales e individuales básicas… Es decir, lo laboral, lo social, lo económico, lo político, tenían espacios bien definidos y agentes bien definidos también.
El desvanecimiento de esas fronteras suponen una revitalización de la acción sociopolítica del sindicalismo. El sindicalismo, quiero reiterarlo, debe estar allí donde se dirimen los intereses de la fuerza del trabajo, y ese lugar no es únicamente el centro de trabajo. Pero, simultáneamente, tiene que estar con renovada fuerza y protagonismo en la empresa, en el centro de trabajo, abriendo cauces de participación a las mujeres, a los jóvenes, a las nuevas realidades producto de los procesos migratorios, a quienes son víctimas de distintas formas de precariedad, abriendo cauces para la revitalización de la acción sindical en la empresa, que no es otra cosa que el lugar en el que se hacen efectivos los cambios; por tanto, es el lugar donde también se han de hacer efectivos los nuevos retos que el sindicalismo tiene ante sí.
Y lo que esa realidad pone de manifiesto es que los elementos que la constituyen están absolutamente vinculados entre sí, lo que exige de una acción sindical multidireccional, que no unidireccional, además de supranacional, que no renacionalizadora.
El sindicalismo debe asumir que en un mundo cada vez más interdependiente, los derechos sólo pueden defenderse haciéndolos extensivos a los demás.
Esta articulación se verifica en un mundo cada vez más globalizado en el que las fronteras que definían lo laboral, lo social, lo económico y lo político, se están transformando. Se complejizan los agentes, como consecuencia de la externalización de actividades, de los procesos de subcontratación, de la aparición de las empresas multiservicios… en otro momento nítidamente definidos se complejizan también los mecanismos y las reglas contractuales pero, sin duda, el conflicto social, adopte la forma que adopte, mantiene su vigencia.
Y, paradójicamente, el heredero del primer movimiento social que proclamó su vocación internacionalista y “como su patria la humanidad”, se enfrenta a las dificultades de hacer frente a la continua y acelerada dinámica de la expansión del capital, sin disponer o disponiendo de instrumentos muy insuficientes que le permitan encontrar el equilibrio más favorable en esa relación. Dicho de otra manera, el capital se mueve vertiginosamente gracias a las tecnologías de la información y la comunicación, mientras que el trabajo organizado del sindicalismo se mueve con lentitud.
Mientras las tesis liberales que teorizan una forma muy determinada de la globalización, a la vez que sesgada, se apresuran, y no precisamente de manera desinteresada, en decretar la desaparición del conflicto y no dudan en apelar a la primacía, incluso moral, de lo individual frente a lo colectivo.
En ese discurso, claramente, el sindicalismo de clase no tiene sentido, ni aún cabida, y no resta sino la piadosa tarea de certificar su fin y, con él, el fin de un tiempo.
Pero, el conflicto social no sólo no ha desaparecido, tan siquiera está larvado; muy al contrario, desde su configuración en el siglo XIX como conflicto capital-trabajo, desde su localización como conflicto estrictamente vinculado a la consideración del trabajo como mercancía y las relaciones determinadas por esta consideración, el conflicto social, lejos de amansarse, ha sido y es impulsor del derecho del trabajo, motor de los derechos sociales.
Así, se han venido produciendo sin cesar sucesivos desplazamientos, diferentes cristalizaciones, localizaciones que, en ocasiones, han dificultado su identificación como conflicto general, a la vez que han facilitado su apropiación por organizaciones de carácter local o sectorial, que han pretendido sustituir, alegando una mayor eficacia y un mejor ajuste, al sindicalismo de clase; y, sin embargo, es el sindicalismo de clase precisamente quien mejor puede hacer frente al conflicto general, y lo es en la medida en que concibe el hecho sindical como eminentemente sociopolítico; ya que ha sabido interpretar que la fuerza del trabajo no es sólo un factor de producción; que la producción misma no lo es sólo de bienes tangibles, ni de bienes de o para el mercado, que su confrontación con el capital no se dirime únicamente, ni mucho menos se agota, en los angostos límites del centro de trabajo; que lo que el trabajo es y lo que el trabajo significa, el sentido y el valor del trabajo, no es sólo mensurable en términos económicos o en términos productivos, sino, mucho más radicalmente, en términos sociales, culturales, vitales.
Por tanto, cuando se plantean reflexiones, y más allá de éstas, propuestas de trabajo y de actuación sindical en torno a la necesidad de sindicalizar los objetivos sindicales, se incorpora un determinado reduccionismo al trabajo y a la propia acción sindical, que lejos de fortalecer lo específico, las reivindicaciones concretas, lo que conlleva es un alejamiento, cuando no a la ruptura de criterios también sindicales pero de carácter general que determinan por condicionar, cuando no limitar, las líneas de acción sindical que supuestamente se pretenden fortalecer. En un escenario de creciente complejidad el sindicato no puede tender a una simplificación de su actividad.
En efecto, tal y como sostiene la Revista de Derecho social en un más que interesante editorial de uno de sus últimos números, el papel central que en cualquier sistema democrático ocupa el sindicato es un dato incuestionable. Un sindicato que ha ido asumiendo funciones de representación general de los intereses de los trabajadores, del conjunto de las fuerzas del trabajo de un país determinado. El sindicato es así una formación social que aspira a representar tanto a las personas que se encuentran insertas en una relación laboral activa, recomponiendo las fracturas y segmentaciones que se dan en la relación productiva dirigida por el empresario, como a aquellas otras que más allá de las fronteras del empleo activo, no encuentran trabajo, no pueden trabajar o han salido definitivamente del mercado laboral. Su relación de interlocución se hace más compleja al afrontar tanto al empresariado en sus diversos grados de representación, como a los poderes públicos. Por tanto, no sólo se configura como una organización que representa al trabajo asalariado para contratar las condiciones de intercambio salarial y las condiciones de trabajo y de empleo, sino que deviene, y es importante subrayarlo, un acto social que representa la identidad global de los trabajadores en su conjunto y que, por consiguiente, se relaciona con el resto de actores sociales y políticos como representante de la ciudadanía social.
Ahora bien, el sindicalismo de clase, a pesar de haberse definido correctamente, no lo tiene todo hecho; antes al contrario, tanto desde el punto de vista organizativo, como desde el punto de vista estratégico, el sindicalismo, si de verdad quiere estar a la altura de los tiempos, si de verdad no quiere permanecer arrebujado en un presente cada vez más pretérito y comprometerse con seriedad y con coherencia en la construcción del futuro, tiene, ante todo, que restituir, incluso incrementar, su protagonismo como referente para una cultura de izquierdas, que no es otra cosa que dar valor a la cultura de los derechos sociales, de los derechos colectivos presentes y futuros.
Porque es precisamente la cultura de los derechos la auténtica vertebración de cualquier sociedad. Sin embargo, no debemos olvidar, porque en ello reside el legítimo protagonismo del sindicalismo de clase, que todo derecho nace de un pacto previo, de un acuerdo, de un contrato, y éste, a su vez, de alguna de las manifestaciones del conflicto.
Sin conflicto no hay acuerdo, y sin acuerdo no hay derechos. Sin embargo, para que esta secuencia conflicto-acuerdo-derechos se verifique y se verifique además en la dirección más adecuada, más socialmente equilibrada, más acorde con el modelo de sociedad que el sindicalismo de clase promueve y aspira a conseguir, son imprescindibles tanto una buena gestión del conflicto, como una buena articulación del acuerdo.
Acuerdos sin conflictos son vacíos, del mismo modo en que los conflictos que no se orientan a la consecución de un acuerdo son ciegos.
Y eso quiere decir, ante todo, que la función esencial del sindicalismo, hoy como ayer, continúa siendo la misma, si bien que inclinada en una configuración de la realidad, como decíamos, distinta, sistémica, lo cual no resta un ápice de vigencia a las exigencias básicas que el sindicalismo debe hacerse a sí mismo.
Y estas exigencias se convierten en desafíos para el futuro. Desafíos que tienen relación con la transnacionalización de las empresas, mientras los espacios sociolaborales se ubican en los ámbitos locales, una segmentación cada vez más fuerte del mercado de trabajo, el desempleo y la precariedad laboral, así como la propia composición de la clase trabajadora debido a los crecientes flujos migratorios.
La lucha contra la precariedad laboral -cuestión central sobre la que debe pivotar la acción sindical-, que lastra una auténtica cultura de los derechos, que produce desigualdad social, desarticula y dualiza el mercado de trabajo; cuestiona los derechos individuales y colectivos y termina por desestabilizar el funcionamiento de una buena parte de las instituciones y amenaza la cohesión económica y social de un país y más allá de otros ámbitos supranacionales.
Asistimos a profundos cambios en la organización del trabajo, también a una concepción de las tesis liberales, precisamente a partir de dichos cambios que ven el papel del sindicalismo en la empresa como algo residual, en clara sintonía con un fuerte cuestionamiento de los mecanismos de diálogo y concertación social, que son considerados por estos sectores como un lastre para el desarrollo económico que hay que arrojar por la borda.
Estamos partiendo de cambios críticos que se vienen produciendo en las relaciones laborales, en los ámbitos de decisión en los sistemas de redistribución y protección social, que tienen mucho que ver con el papel que ha de jugar el sindicalismo, con su capacidad representativa, afiliativa y de intervención también. Cambios en la empresa, lugar en el que ciertamente se hacen efectivos los nuevos retos y que obligan a poner especial énfasis en situarla como eje central de la actividad sindical, avanzando en el gobierno democrático de las relaciones laborales, cambios que requieren ganar nuevos espacios de intervención, que tienen todo que ver con los sistemas de protección social, con la política educativa, con la sanidad, con las pensiones, con los servicios públicos, con las políticas de insostenibilidad.
Es por ello que el sindicalismo no puede limitar su acción al ámbito exclusivo de la empresa o del convenio colectivo, ya sea éste de empresa o de sector. La negociación colectiva es más amplia en la empresa y fuera de ella. El desempleo, la precariedad, la protección social para quienes están en situación de desempleo, la economía sumergida, los cambios que vienen operando en el mercado de trabajo, los procesos de subcontratación en cadena sin ningún tipo de regulación, la Seguridad Social, las políticas fiscales, han de ser asumidos con fuerza por el movimiento sindical. El empleo, las políticas activas, la redistribución social de la renta y de la riqueza, no pueden quedar reducidas únicamente al ámbito de la empresa o del sector.
En esta dirección, que viene siendo denominada como “el espacio sociopolítico” y que define la relación entre el sindicato y sociedad, no confundiéndola con el “sindicato de los ciudadanos”, pero que sí está muy vinculada al desarrollo del concepto de ciudadanía, tiene que ser capaz de responder a intereses sociales de carácter general. Y es aquí donde el sindicalismo ha de reforzar su capacidad para captar los intereses y las necesidades de aquellos a los que se representa; capacidad para presionar, negociar y acordar; capacidad para unir voluntades políticas, sociales e incluso mediáticas.
No trato de recorrer la senda del pansindicalismo, tampoco la del sindicalismo de corte profesional, sino de fortalecer e impulsar un sindicalismo que ha de representar intereses generales, nunca alejado de los problemas sectoriales y con claras raíces en la izquierda social.
Avanzar en el terreno de los derechos superadores de la injusticia requiere de la movilización cualitativa y cuantitativa, además de una gran capacidad de propuesta y de iniciativa que ponga al sindicalismo a la ofensiva, para, con ello, disputar parcelas de poder social con mayúsculas.
El sindicalismo tiene la misión de modificar la realidad para mejorar las condiciones de trabajo y de vida de los trabajadores y trabajadoras. Esa misión sólo puede cumplirse si hacemos frente a la realidad tal y como ahora es, y eso quiere decir hacer frente también a los profundos cambios que la configuran en su raíz, a través de una estrategia sindical definida y flexible a la vez, cuyo objetivo central debe ajustarse estrictamente a una única premisa: “intervenir para transformar”, ya que, al contrario, un sindicalismo que se limitara a actuar en la superficie de los cambios, para gestionar bien o mal sus consecuencias, es un sindicalismo impotente y resignado.
La lucha sindical ha sido y debe seguir siendo una lucha por la conquista de derechos y por su consolidación, derechos vinculados al mundo del trabajo, comenzando por el propio derecho al trabajo, por el empleo, por las condiciones en que el trabajo se desarrolla, por la retribución que por él se percibe. Pero también, y con el mismo rango de importancia, derechos vinculados a las condiciones de vida de las personas, a la protección a los más elementales factores que determinen la cohesión social, porque garantizan la dignidad y la equidad de esas condiciones de vida.
Esa lucha se asienta y cobra su fuerza y su legitimidad en la organización y cohesión de los trabajadores, que precisa de la unidad de acción del sindicalismo, de la unidad del sindicalismo de clase a escala nacional e internacional. Esa lucha se materializa en la movilización, sin duda, pero también en la capacidad para hacer valer su capacidad de interlocución, de igual a igual, ante empresarios y gobiernos.
Esa lucha es, ante todo, cotidiana, porque al calor del discurso neoliberal del individualismo y la mercadería, parece asentarse con normalidad creciente la cultura de la ausencia de derechos, y sólo podemos afirmar que hemos conquistado un derecho si podemos afirmar que todo el mundo puede ejercerlo efectivamente, sea hombre o mujer, joven o mayor, sea cual sea su origen étnico, sus condiciones personales.
Es por ello que el sindicalismo tiene que ser necesariamente capaz de integrar, porque tiene que resolver la tensión entre lo general y lo específico, que aflora en la diversidad, entre lo global y lo local. Para ello es imprescindible que el modelo organizativo se acomode a la estructura de la realidad, que genere nuevos métodos de organización para llegar a una mano de obra cada vez más dispersa.
Y es preciso señalar que la capacidad de organización del sindicato, del sindicalismo para ser más exactos, no se mide por su capacidad de control disciplinario de los procesos, sean internos o externos; se mide por su capacidad de aunar voluntades, expectativas y necesidades, de tal modo que se reconozca en todo ello “un sentido” inequívoco. No se trata de establecer mecanismo de coerción, sino sentar las bases de la cooperación; no es mandar, es dirigir; no se trata de burocracia, se trata de organización.
Son tiempos en los que hay que ampliar la intervención del sindicalismo en la lucha de los intereses y derechos de los trabajadores y trabajadoras, cada vez más ligados a los derechos de ciudadanía, cada vez más soporte de la democracia y el trabajo en nuestro tiempo.
Ahora bien, todo lo anterior, decíamos, son las exigencias básicas del sindicalismo hacia sí mismo, con el fin de estar en la mejor disposición posible para hacer frente a su objetivo general, que no es el otro que la co-gobernabilidad del conflicto general.
Un conflicto que, a pesar de su fluidez, hemos convenido, tradicionalmente, en articular en torno a tres ejes: el eje económico, el eje social y el eje laboral.
La incidencia del sindicalismo de clase en cada uno de ellos debe, hoy más que nunca, ser exquisitamente coordinada y adaptada a las nuevas modalidades de emergencia del conflicto general en cada una de ellas.
Así, en torno a las cuestiones vinculadas al eje laboral, venimos asistiendo desde hace tiempo y de forma insistente, a discursos y a prácticas que proclaman y asientan la fragmentación o, mejor dicho, la atomización, cuando no la individualización del mercado de trabajo. Dicho de otra manera, la destrucción misma del mercado de trabajo en cuanto institución reglada. Sin embargo, la realidad es que nunca el mercado de trabajo fue objeto de una regulación más exhaustiva, cuyo objeto no es romper el mercado, sino fragmentar a la clase trabajadora.
Esta fragmentación opera, sin duda, en lo que concierne a las modalidades contractuales; pero opera también a través de dispositivos que fragmentan la propia actividad productiva dentro de lo que hemos denominado eje económico, fragmentación que es facilitada de forma eminente por las TIC’s, y que ha dado lugar a fenómenos bien conocidos de deslocalización productiva.
Sin embargo, este discurso tiene no poco de mítico: existen muchas actividades económicas que tienen grandes dificultades para emanciparse de su sustrato territorial, para deslocalizarse. Así, cuanto tiene que ver, obviamente, con la necesidad social creciente de servicios a las personas, donde se incluyen servicios básicos, como son la sanidad, la educación (al menos la básica) y los servicios sociales, señaladamente, cuantos tienen que ver con la atención y cuidado de personas dependientes. En nuestro país, esto significa prácticamente las 2/3 partes del empleo. Pero, además, ocio, turismo, consumo y algunas actividades industriales tienen factores de atracción locales que no deben ser desdeñados.
Así, el discurso acerca de la precariedad o, por el contrario, de la calidad laboral, debe ir unido al discurso de la productividad, y éste último, el de la productividad, matizado por lo que, en rigor, debe ser denominado “productividad social”.
Porque en empresas industriales, por ejemplo, es relativamente fácil medir la productividad y determinar e incidir en sus factores, pero ¿cómo medir la productividad de los bienes y servicios básicos de interés general?
Quienes eluden hablar de productividad también bajo sus parámetros, olvidan que una sociedad “satisfecha” en parámetros básicos, consume más, y, consecuentemente, mejora la economía.
Una economía polarizada, que contemple como factores de crecimiento el empobrecimiento de los trabajadores como factor determinante en la competitividad de las empresas, es una economía que camina hacia su empobrecimiento, no sólo a medio plazo, sino en el futuro más inmediato.
Por ello, el sindicalismo tienen un reto real en el discurso de la productividad, en la orientación eminentemente social (económico, por tanto, que no al contrario).
Pero, en todo caso, un segundo discurso viene implantándose con fuerza: el discurso relativo a la competitividad interna, en el seno mismo de la clase trabajadora, entre colectivos, en un sentido general y en la propia individualización de las relaciones laborales.
Recomponer el sentido, que no la nostalgia de discursos pretéritos, es una tarea ardua, pero que, sin embargo, hay que abordar con firmeza. No desde posiciones residualistas, que sólo aspiran a gestionar, incluso bien, el mal menor. Con ambición, con decisión, con razón.
Otra cuestión que reclama nuestra atención tiene que ver con lo que podríamos llamar “los nuevos y los viejos sectores productivos” o, si se prefiere, “los nuevos y los viejos yacimientos de empleo”.
Desde mi punto de vista, el sindicalismo está, en general, instalado en una encrucijada. Encrucijada que viene definida por un cierto resistencialismo en los modos y maneras que históricamente han definido a los que ahora denominaríamos “viejos sectores productivos” y, de otro lado, por una cierta “indefensión inducida” que genera miedos no bien definidos, pero potentes, para incidir en los nuevos sectores. Esta encrucijada, alentada por lo que algunos llaman “el síndrome del obrero”, es, en gran medida, una encrucijada falsa: falsa por cuanto ni los nuevos sectores son tan nuevos, ni los viejos se han mantenido en sus condiciones pretéritas.
El sindicalismo de clase es un hijo de la revolución industrial, en la medida que la concentración de trabajadores en fábricas cada vez mayores les dio un creciente poder de negociación.
En la actual sociedad postindustrial, en la que la mayor parte de las actividades son de servicios, con esa tendencia clara, por razones exclusivamente económicas y en no pocas ocasiones cortoplacistas, a la descentralización productiva, el sindicalismo debe abordar esa nueva realidad económica y social para no debilitarse.
Es decir,que la negociación colectiva, base de la acción sindical, de la razón de ser del sindicato, debe incorporar al menos tres nuevas perspectivas: la globalización de las empresas, la descentralización productiva y la sostenibilidad del sistema económico.
El sindicato tiene que mirar hacia fuera, pues la acelerada globalización de las empresas exige de una acción sindical de carácter supranacional, y eso es algo más que retórica en los discursos. En ningún caso se puede adoptar una posición ignorante ante estos cambios.
Pero el sindicato tiene también que mirar hacia abajo, y esto también requiere, en momentos en los que la individualización de las relaciones laborales se extiende y con ello los niveles de precariedad laboral, fortalecer los espacios de negociación colectiva. La negociación Colectiva debe enriquecer su ámbito de actuación, los convenios sectoriales y más allá, la posibilidad de acuerdos marco de carácter supranacional, deben ser el objetivo sindical, pero hasta que esto pueda ser una realidad debe actuarse también desde otros ámbitos: la negociación colectiva en las grandes empresas y sectores debería incorporar aquellas empresas y trabajadores para los cuales la empresa principal es un cliente que determina el precio y la calidad de los productos recibidos, ya que es la que determina, a través de los precios, el valor añadido generado por proveedores y subcontratas y, por tanto, es quien pone los limites de negociación colectiva en ellas. En este sentido, la acción sindical debe incorporar las reflexiones surgidas a partir del concepto de responsabilidad social corporativa, sobre la responsabilidad social de la empresa ante sus proveedores.
Éste es el gran reto que tienen planteada la Negociación Colectiva. La Negociación Colectiva, su extensión bajo la forma que debe adoptar, bajo el nombre que debe adoptar, que regule no sólo el ámbito empresarial o sectorial, sino también el territorial, también el de las constelaciones productivas. Es una tarea complicada, sin duda, pero que no podemos demorar por más tiempo.
Por tanto, debemos convenir que un modelo de negociación se mide por su grado de adecuación a las dinámicas de las relaciones industriales en cada momento, y éstas, a su vez, responden al desarrollo alcanzado también por las fuerzas productivas. La negociación sociolaboral debe tener como objetivo impulsar el desarrollo de las relaciones industriales en todos los ordenes: económico, social y laboral, por tanto, motor de progreso; de no ser así, la deriva la podría convertir en un autentico freno, cuando no en una profunda distorsión.
Pero, como decía, ni lo nuevo es tan nuevo, ni lo que ha constituido la esencia misma de nuestras reivindicaciones más tradicionales debe ser, sin más, abandonado: un mercado de trabajo cada vez más fragmentado, con más niveles de desregulación, con más capacidad para generar precarización, subempleo, marginalidad y vulnerabilidad, en fin, dentro del propio mercado de trabajo y, por ende, dentro de la sociedad, cebándose, además, en aquellos colectivos más vulnerables también, hace que la articulación de nuestras reivindicaciones en lo laboral y en lo social, precise de un ajuste perfecto.
El sindicato, por tanto, debe abordar una estrategia no meramente defensiva en materia de derechos, incorporando trabajos de prospectiva, con propuestas de futuro.
El sindicato pues, debe enfrentarse a los procesos de descentralización productiva, a las cada vez más generalizadas cadenas de contratistas y subcontratistas, a la dispersión física de los trabajadores, a la mayor individualización del trabajo y de las relaciones laborales con nuevas propuestas en el terreno organizativo y de la acción sindical
Si olvidar que los modelos de organización sindical son un factor fundamental que influye en la evolución de los sindicatos frente a los cambios económicos y sociales.
Se impone cada vez con más fuerza, ante el tenor de los cambios que se vienen produciendo, de cómo afectan estos al mundo de la empresa, a las relaciones sociolaborales, una alianza estratégica de unidad sindical, que favorezca el liderazgo sindical del sindicalismo confederal y de clase, frente a los riesgos más que evidentes de dispersión, e incluso de atomización sindical, para, entre otras cosas, hacer frente a un mercado de trabajo cada vez más diverso y heterogéneo en realidades y aspiraciones.
Afrontar estos retos que, como se decía al principio, no son sólo retos de futuro, sino fundamentales retos de presente, exige una reorganización de la clase trabajadora, y para ello es imprescindible la revitalización del sindicalismo de clase. Una revitalización que incluso tiene que ver con la propia organización y articulación del sindicalismo de clase, en definitiva, con lo que en esencia es la confederalidad.
Confederalidad en un mundo cada vez más interdependiente, en el que los derechos sólo pueden defenderse haciéndolos extensivos a los demás, es precisamente uno de los principales retos que tiene planteado el movimiento sindical en la época de la globalización; construir una red de derechos sociales y del trabajo a nivel supranacional. Y precisamente ése ha de ser el objetivo del congreso fundador de la nueva Central Sindical Internacional. Pero, para conseguir este objetivo no sólo se requiere que los sindicatos miren más hacia fuera, sino que se requiere también, y más pronto que tarde, un reforzamiento efectivo de la Confederación Europea de Sindicatos.
1 comentario:
Totalmente de acuerdo con Simón Muntaner. Todo un ejemplo de vivísima conexión entre una familia que unas veces se lleva bien y otras mal. Lo normal en la familia
Publicar un comentario