2006/12/30

UMBERTO ROMAGNOLI: El renacimiento de una palabra

No es infrecuente que una palabra tenga los ritmos biológicos de los seres humanos. Nace. Vive. Se enferma y, si no se cura como debiera, muere. El síndrome de la enfermedad que puede aquejarla es fácilmente reconocible: la palabra ya no habla. En efecto, cuantos siguen usándola no saben ya con precisión si hablan de la misma cosa o de otra distinta. En definitiva la palabra está enferma porque deja de poseer un significado unívoco y constante. No me parece que hasta ahora se haya subrayado adecuadamente cómo la palabra “sindicato” ha comenzado a dar señales de malestar justo cuando ha obtenido el permiso para circular libremente en el lenguaje común. Es decir cuando, aun siendo una palabra de la izquierda, ha dejado de ser percibida como una palabra amenazadora para el establishment político-cultural de los países más avanzados del capitalismo occidental; exactamente como la palabra “huelga”, a la cual de hecho acompañaba en el imaginario colectivo. Ambas palabras, de hecho, han vivido sus mejores días como instrumento fiable de comunicación en el período de su infancia, durante el cual eran consideradas transgresiones lingüísticas merecedoras de desaprobación.

La polisemia que la ha agredido no está originada por el esnobismo intelectual o por la neurosis de unos pocos. El propio sindicato no sabe ya cual es su identidad. Solo sabe que no es el que era ayer, sin que sin embargo sepa como será mañana, porque la imagen de sí que de alguna manera se autorrepresenta o que le viene atribuida tiene contornos desvaídos. También por ello es normal que, al final de encuentros públicos o privados en los que se ha discutido –en casi todos, más agitadamente que animadamente – del sindicato y de su papel en la sociedad contemporánea, los participantes que todavía los frecuentan se despiden con la sensación de haber celebrado los funerales de un querido difunto que ha expirado murmurando: “dios mío, ¿qué culpa he cometido para no merecer tu perdón?”, y con el presentimiento de que ya no queda otra cosa que hacer sino la de elaborar su duelo. Una conclusión de este tipo es más emotiva que racional.
Cuando un ser humano es aquejado de una enfermedad grave, pero es curado con terapias apropiadas, se suele decir que parece haber vuelto a nacer. Por eso la emotiva conclusión no me satisface. Más aún, puesto que cada crisis encierra una oportunidad y por tanto es probable que también el sindicato tenga una, me agrada pensar que un día se dirá que la palabra “sindicato” ha nacido dos veces.

No estarán de acuerdo conmigo, y posiblemente hasta piensen que esté equivocado, los más reaccionarios o (lo que a menudo es la misma cosa), los más exaltados de la postmodernidad (1). Sugestionados todos por igual por la falsa certeza de que el sindicato deberá cerrar la tienda bastante pronto por lo que es un despilfarro de tiempo proponerse responder a los interrogantes sobre cómo remotivarlo y volverle a dar empuje, prefieren fingir una realidad diferente de la que es: compleja y contradictoria. Un poco porque el siglo XX que creíamos haber dejado a nuestras espaldas enteros continentes o incluso hasta regiones enteras de un mismo país lo tienen aun delante; y un poco porque, mientras un porcentaje creciente de trabajadores tiene menos necesidad del sindicato, todos los otros tienen mucho más necesidad de éste, pero no consiguen encontrarlo y cuando lo logran, son de nuevo alejados, desconcertados y molestos por los disensos que imprevisiblemente suscitan la exigencia que manifiestan de un sindicato distinto.

La verdad es que tanto los más reaccionarios como los más exaltados de la postmodernidad no se resignan a aceptar la idea de que, a fin de cuentas, el sindicalismo es como el comunismo en el pensamiento del papa polaco: un mal necesario. Es decir, un mal justificado por la necesidad de remover –en interés, como cada vez resulta más evidente, del propio capitalismo– las injusticias sociales que éste último tiende a crear. Un mal que no se extirpará con facilidad, porque su portador se ha ganado en este tiempo una amplia legitimación social a la que los padres de las constituciones europeas de la segunda postguerra han debido conceder con la solemnidad del caso la unción de los reconocimientos irrevocables, redefiniendo así la identidad de los Estados- Nación en este rincón del mundo.

He aquí pues donde anida el error de fondo que irrita ver que en muchas ocasiones es tácitamente compartido por el sindicato: en la incapacidad de saber qué hacer de un pasado que, si bien no está en condiciones de garantizar por si solo el futuro, puede no obstante ayudar a interrogar al presente con las preguntas apropiadas. Es un dato definitivamente establecido que el sindicato ha encontrado un lugar central en la historia de las naciones recorridas por el proceso de industrialización porque respondía a la expectativa –que resume todas aquellas con las que el siglo XX le ha sobrecargado– de emancipar al pueblo de los hombres de mono azul y manos callosas, transportándoles de la condición de súbditos de un Estado censitario al status de ciudadanos de un Estado democrático.

Como podía, el sindicato ha hecho lo que debía. Les ha animado a levantar los ojos del puesto de trabajo –como dijo una vez un prestigioso leader de la CGIL, Luciano Lama– y a dirigir la mirada más allá del perímetro de las fábricas para cambiar el ambiente que lo rodea. Les ha acostumbrado a no pedir más con la cabeza baja y la gorra en la mano. Les ha dado la confianza en sí mismos que es precisa para modificar mediante la lucha el equilibrio en las relaciones de poder entre las clases para obtener una redistribución más igualitaria de la riqueza producida.
El del trabajo, en efecto ha sido el derecho del siglo XX no solo porque el siglo XX ha sido el siglo del trabajo entendido como recurso indispensable
del sistema de la producción industrial de masa ni tampoco porque las culturas, las religiones, las ideologías dominantes han entendido el trabajo como factor de inclusión social, sino también porque –apenas ha descubierto la propensión a desafiar el orden constituido que, sin saberlo, llevaba dentro de sí desde sus orígenes– la ha favorecido. No se ha contentado con civilizar la ética de los negocios que es lícito pretender en la fase de administración de una relación de intercambio de derivación contractual. Ha valorizado su dimensión colectiva y, de esta manera, ha interceptado la evolución del constitucionalismo eurocontinental del último tercio del siglo XIX, ha interactuado con él y ha acelerado sus ritmos, convirtiéndose así en una estructura que llevaba consigo la original remodelación del Estado que se estaba desarrollando en Occidente.

Es decir que el derecho del trabajo es también el más eurocéntrico de los derechos. El enunciado no es retórico. Como agudamente observó Federico Mancini, “cualquiera que sea la concepción del mundo: liberal, católica, socialista e incluso también fascista a la que en cada ocasión se hayan adherido” los legisladores europeos del siglo XX, no han creído que su intervención pudiera agotarse en la regulación de una relación contractual destinada a desplegar sus efectos en lugares que, sobre la base de los esquemas cognitivos del tiempo, eran afines a las instituciones totales como la cárcel o el cuartel. Bon gré o mal gré percibían que en aquellos lugares desconocidos a la experiencia precedente, los hombres de mono azul y de manos encallecidas aprendían no solo a trabajar con las inenarrables sufrimientos de las que Simone Weil será una intérprete incisiva y convincente, sino también a reivindicar la forma de ciudadanía que, en torno a la mitad del siglo XX, un apreciado sociólogo inglés sugerirá definirla como “industrial” porque (supongo) olía a petróleo y a carbón, vapor de máquina y sudor.

La de la gran fábrica, en efecto, es la época en la que –justo porque estaban continuamente expuestas a las presiones sindicales– las clases dirigentes de los países más industrializados maduran la convicción de que, para organizarse en forma sistémica, el capitalismo debería pensar en grande, porque no habría podido sostenerse exclusivamente sobre una cabeza de alfiler como el contrato de trabajo y su elemental disciplina. Por ello puede decirse con razón que la coerción uniformadora ejercitada sobre los comunes mortales por el sistema de la producción de masa
a través de las reglas que incorporaban sus principios de racionalidad material contribuyó a poner las premisas de la civilización contemporánea. De hecho, las políticas tradicionales de gobierno de la pobreza simbolizadas por la piedad y la horca fueron sustituidas por el conjunto de recompensas y de castigos que formaban el cuadro prescriptivo de la laboriosidad en el que serían educadas y socializadas generaciones enteras.

En conclusión, si la pobreza ociosa o peligrosa de mendigos o vagabundos no hubiese sido transformada en laboriosa, la ciudadanía no se habría convertido nunca en el derecho de todos que es hoy. Ahora sin embargo el corazón de Europa parece fatigado, sus pulsaciones son irregulares. A veces el relato sobre su esclerosis es formulado con el estilo literario de un silogismo. ‘El siglo XX ha sido un siglo breve: según uno de los mayores historiadores contemporáneos, ha comenzado tarde y se ha acabado antes de lo previsto. El del trabajo ha sido el derecho del siglo XX. Ergo, al derecho del trabajo le corresponderá la misma suerte que a su siglo’. Pero la certeza de que l’intendence suivra no existe. Aun cuando sea incontestable que sin la economía capitalista el derecho del trabajo que conocemos no habría penetrado en el ordenamiento de los Estados liberales, la novedad estriba en que la propia economía no parece tener ya la fuerza de coacción necesaria para someterlo a sus exigencias en las formas, en los términos y en los tiempos deseados. El hecho es que el derecho del trabajo que “era una técnica jurídica menor, ahora” –como orgullosamente afirma Gérard Lyon-Caen, que ha sido un protagonista de esta extraordinaria metamorfosis epistemológica – “es una ciencia mayor”. Por ello las corrientes de pensamiento según las cuales la economía mantiene con el derecho del trabajo una relación que se supone accionada por un mecanismo concienzudamente interiorizado por el dominado –ella lleva los bocadillos y él organiza el picnic– dan la impresión de vérselas con las mismas dificultades de quien pretendiera volver a introducir el dentífrico en su tubo. De hecho, para superarlas están elaborando una singular idea cuyo valor instrumental es inmediatamente percibible. Moralizante y como tal hipócrita, pero coherente con una opción metodológica que busca circunscribir en el ámbito del derecho del trabajo la investigación de las razones de la crisis en la que ha entrado para hacer salir de la suya a la economía, la idea es que el derecho del trabajo
habría caído víctima de los efectos boomerang de la lógica concesiva y adquisitiva a la que se atribuye su éxito en los decenios centrales del siglo XX. En definitiva, en vez de comprometerse en un esfuerzo de proyectualidad económica que permita a Europa perseguir una estrategia innovadora de desarrollo mediante un poder político supranacional capaz de sostenerlo, prefieren culpabilizar al derecho del trabajo: su glotonería le habría llevado a traicionar la vocación de solidaridad que estaba inscrita en su código genético.

A causa del coste excesivo de la tutela de los insider, es la sustancia de las censuras dirigidas tanto a él como a la indolente condescendencia del grupo de operadores jurídicos que se ocupa profesionalmente de él, no solo los outsider no encuentran oportunidades de trabajo regular, sino que las empresas son incentivadas a deslocalizarse o a zambullirse en la ilegalidad para después ser engullidas y desaparecer en la economía sumergida. Es decir, más estrábico que miope, el derecho del trabajo no ha comprendido a tiempo que estaba convirtiéndose nada más que en el derecho de los ocupados y por tanto en un instrumento de privilegiados en defensa de sus empleos, mientras que –cuando al trabajo perdido se suma una cantidad ingente de trabajo no encontrado– estado de necesidad y marginalidad social son connotaciones que cualifican fundamentalmente a los sin-trabajo que, en la sociedad de los “dos tercios”, constituyen justamente el tercio excluido.

La primera vez que he leído esta requisitoria he entendido oportuno, lo confieso, concederme un respiro, porque jamás había dudado que la destrucción del derecho del trabajo del siglo XX pudiese curar el malestar de la economía sin generar aun peores y más extensos males. Justo porque “es complementario a la economía” – advertía Hugo Sinzheimer – “el derecho del trabajo no tiene sentido considerado aisladamente” y “su renovación no es posible sin renovar el ordenamiento económico en su conjunto”. Demoledor y al mismo tiempo a su modo reconstructivo, el razonamiento que aquí y allá creí no haber entendido bien puede describirse de esta manera: para ayudar y proteger a todos los aspirantes al trabajo, es preciso ayudar y proteger menos al que tiene trabajo. Así pues el razonamiento es el fruto envenenado de la misma maldad con la que es posible sostener que para hacer crecer el pelo a los calvos, conviene rapar a los que no lo son. Siendo esto así, al final me he convencido de que la cabriola dialéctica era asimilable a la performance, diría Franz Kafka, de un novato que “corre tras los hechos como un patinador principiante, que por otra parte se ejercita donde está prohibido”.

A mi inicial desconcierto ha seguido uno mayor, causado por la desvergüenza con la que la misma razón por la que existe el derecho del trabajo es jugada contra él. Firme el axioma universal según el cual “quien no trabaja no tiene, pero sobre todo no es”, y en consecuencia en homenaje al interés general de la empleabilidad, el derecho del trabajo no puede ya permitirse antagonizar su relación con la economía y por eso debe restituir a ésta las chances de la autorregulación. Es decir que es preciso volver a poner en discusión el modelo social europeo del que el derecho de trabajo constituye una magna pars. “Pero decidme” –es el argumento retórico usado por Tony Blair con la seguridad de quien arroja a la mesa el as que gana la partida, al pronunciar en el Parlamento europeo el discurso inaugural del semestre de la presidencia británica – “decidme, ¿qué tipo de modelo social es éste que mantiene veinte millones de parados?”. Formulada con la habilidad de un gran comunicador, la pregunta contiene en sí los elementos de la respuesta. Y la respuesta no puede ser sino de rechazo y de condena. También la mía lo es, acompañada eso sí de una sobria, aparentemente banal y sin embargo oportuna precisión. Inencontrable en el texto blairiano, consiste en lo siguiente: promover el empleo es un poco como promover la democracia en los países musulmanes, como se está haciendo.

En ambas hipótesis, el método que se sigue para lograr el objetivo es de decisiva importancia. En efecto, al igual que la guerra es un modo equivocado de promover la democracia, así el intento de aumentar el nivel de empleo no puede justificar la decisión de promover el acceso al mercado de trabajo multiplicando las diferencias de trato fundadas sobre factores de discriminación prohibidos –a comenzar por la pertenencia al sexo femenino – inconciliables con la noción de progreso civil correspondiente al sentido común de los habitantes de una provincia que se llama Europa occidental. Una decisión de este tipo tiene en común con el llamado humanitarismo militar el estilo de la paradoja.

Aunque sea una aplicación –por lo demás tremendamente extrema– de la exigencia compartida de castigar los crímenes contra la humanidad, el humanitarismo militar, -como hace
notar Ulrich Beck en su muy reciente libro “La mirada cosmopolita” –acaba por hacer desaparecer la distinción entre guerra y paz hasta confundir una con la otra. Pues bien algo parecido
sucede también en nuestro caso. En efecto, tanto el derecho de propiedad como la libertad de iniciativa económica, es decir, los pilares fundamentales de los sistemas capitalistas, han conservado de nosotros amplios márgenes de actuación en cuanto las mismas constituciones que los garantizan no pueden tolerar equívocos: el trabajo puede dar dignidad solo si es decente y si la persona que lo presta es tratada decentemente. Si se omite la precisión que acaba de formularse, nos arriesgamos a correr a lanzarnos en brazos de los tertulianos del bar Sport –donde el domingo se reúnen a la hora del aperitivo los secuaces lombardos de Umberto Bossi– según los cuales el sistema capitalista ha sobrevivido como forma dominante de organización económica pese al derecho del trabajo. Es cierto que Tony Blair no se ha pronunciado abiertamente a favor de una mistificación tan desenvuelta – en realidad no podía haberlo hecho porque el lugar y la circunstancia le obligaban a hablar como un converso al europeismo. No estoy sin embargo seguro que la juzgue carente por completo de interés: declarando descaradamente que el de su discurso programático le parecía el día ideal para “demoler caricaturas”, no excluiría yo que, en un sobresalto de revisionismo crítico, aludiese a la vulgata historiográfica según la cual el sistema capitalista se ha consolidado –e incluso se ha reforzado– gracias a la mediación desarrollada por el derecho del trabajo del siglo XX para corregir el funcionamiento de la economía y del libre mercado de forma tal que se presentara socialmente de forma más aceptable. En todo caso, la mediación ha sido más blanda y renunciante que lo necesario, como ha sucedido en la segunda modernidad cuando el retroceso general del derecho del trabajo ha sido intercambiado por una manifestación de deferente subalternidad a un capitalismo que, no
obstante una crisis de sostenibilidad incluso ecológica de proporciones planetarias, tiene tanto miedo de repensarse a sí mismo y el mundo de negarse la posibilidad de separarse de lo existente.

Lo que me parece más sospechoso y me inquieta, es el hermetismo del pasaje del discurso en el que Tony Blair afirma perentoriamente que “la Europa social de la que tenemos necesidad debe ser una Europa que trabaje”. Dado que hasta el momento desde luego que no se ha instalado en el ocio, la única explicación plausible es que, a su juicio, “en la Europa social de la que tenemos necesidad”, deberán aplicarse reglas de trabajo de inspiración diversa e incluso en contraste con la que hasta hoy es predominante.

Cual sea esa inspiración deseada, Blair no la ha hecho explícita: en aquel momento le urgía solamente –como ha declarado– “demoler la caricatura (...) que pinta a Gran Bretaña como un país en las manos de quien sabe qué extremista filosofía anglosajona que pisotea a los pobres y los desheredados”. No es esta, sin embargo, la reticencia que más me afecta. En el fondo si Blair se ha callado en ese punto, son sin embargo muy locuaces los juristas –no sólo anglosajones y por tanto también de países de civil law– seducidos por el embrujo del análisis económico del derecho.

Especular al análisis jurídico de la economía, pero premiada por un más amplio y clamoroso éxito, el análisis económico del derecho es la especie más importante de un esquema de argumentación que difiere del tradicional por la relevancia atribuida por el intérprete o por quien decide, a las implicaciones prácticas inmediatas de la interpretación empleada o de la decisión adoptada. Al respecto, siguiendo las huellas de una sofisticada doctrina alemana, también en Italia se habla de “argumentación orientada a las consecuencias”. Pero convendrá que alguien esté dispuesto a rascar bajo el esmalte de la esotérica locución: comprendería que ésta reenvía a lo que comúnmente se llama argumento pragmático, es decir, al argumento que justo en el derecho del trabajo ha encontrado su residencia habitual desde el momento en que este derecho ha dejado
de avergonzarse por su anomalía post-positivista o, para ser más precisos, los juristas han desistido de colonizarlo aglutinándolo en el tradicional derecho privado o en su opuesto, el derecho público.

La anomalía, decía Massimo D’Antona, está “hecha de una actitud antiformalista, antilegalista y antidogmática, además de un pronunciado eclecticismo” que explica y justifica tanto por qué los estudiantes retrasan la superación brillante del examen de la disciplina (como cualquier profesor podría confirmar) como por qué el oficio de jurista del trabajo no admite debilidades intelectuales ni consiente atajos teóricos, exigiendo la puesta a punto de categorías ordenadoras del material jurídico tomadas en préstamo desde heterogéneos campos del saber.
La verdad es que, hijo de muchas madres y no todas honradas, el derecho del trabajo ha debido siempre contemporizar con ellas, como sucede en general a quien tiene valores por defender en situaciones hostiles; pero, ya se sabe, la pureza es una virtud sin problemas solo para las heroínas
de las novelas populares. Para resistir y durar, ha debido aprender rápido a convivir con un malestar existencial causado por lo siguiente: mientras el mercado podía matarlo, y de vez en cuando lo intenta, respecto de él, el derecho del trabajo no puede alimentar propósitos homicidas.

La señalada anomalía es pues su recurso y hasta un elemento constitutivo porque, como testimonia la ambigüedad del derecho del trabajo, éste debe tratar al mercado por lo que es: un mecanismo precioso y a la vez peligroso; una dictadura en suma que una utopía no se sabe cuanto razonable querría que estuviera menos protegida por la “banda de los políticos borricos” contra la cual Manuel Vázquez Montalbán lanzó en Milenio una última invectiva; borricos porque han olvidado que el capitalismo siempre ha necesitado antagonistas políticos y culturales.

En efecto, si bien el derecho del trabajo nace de la crítica de un conjunto de intereses susceptibles de generar conflictos desestabilizadores, la crítica de la que nunca ha dejado de alimentarse –excepto en escasos y breves intervalos, de los que por otro lado se ha arrepentido– ha sido tan poco radical como para proponerse, mas bien, la prevención de la radicalización de los conflictos y tan poco cartesiana como para conducir a conclusiones aproximativas. Si bien no reversibles con la intensidad que justificaría el parecido del derecho del trabajo con “Penélope devenue juriste” –como escribió con caústica argucia Gérard Lyon-Caen- son en todo caso provisionales y experimentales,
abiertas a modificaciones y a integraciones. Sin embargo, la matriz visiblemente de compromiso del derecho del trabajo no autoriza a hablar de él como un derecho del capital. Más bien ayuda a comprender que es un derecho ambivalente: emancipatorio y simultáneamente represivo.

En efecto, nosotros llamamos del trabajo a un derecho que al mismo tiempo es sobre el trabajo, porque concede al trabajo la palabra, pero a la vez le impide alzar la voz en demasía. Seguir llamándolo derecho del trabajo es legítimo, sin embargo su gradualismo evolutivo habría desilusionado a los lectores habituales de un periódico florentino todavía mencionado en los textos de historia del proto-socialismo italiano. El primer número de Il proletario –que fue publicado el 20 de agosto de 1865– y los sucesivos se abrían con una profecía hoy incapaz de autocumplirse incluso en los ambientes de la gauche más maximalista: ‘El capital lo es todo y el trabajo nada. ¿Qué será el capital? Nada. ¿Qué será el trabajo? Todo’.

Las cosas no sucedieron así. El viaje recorrido por el derecho del trabajo a través del tiempo lo ha obligado a redescubrir continuamente como la dialéctica de los contrarios que componen su tejido normativo se traduce más en su complementariedad con vista a su apoyo recíproco que en su antagonismo con fines destructivos. Es decir, desmintiendo cualquier visión determinista, la relación entre economía y derecho del trabajo ha adquirido poco a poco las articulaciones y los movimientos propios de la complicada relación que solo dos queridísimos enemigos son capaces de gestionar; queridísimos en el sentido que uno no puede prescindir del otro. Los testimonios más embarazosos –de los que traeré a colación solo unos pocos como muestra significativa– ni siquiera los hagiógrafos del sindicato y del derecho que este esponsoriza los intentan ocultar ya. Aunque el derecho del trabajo haya cortado las uñas al poder empresarial, lo haya procedimentalizado y haya hecho más transparente su ejercicio, la empresa continúa siendo el lugar de máxima refracción de las desigualdades, y, al mismo tiempo, el lugar donde no es posible abolirlas. Hasta las cooperativas de producción que habían sido inventadas en épocas antiguas para practicar una lógica anticapitalista han percibido la necesidad de adoptar respecto de los socios trabajadores políticas empresariales homologadas a las de las empresas con fin de lucro: su regulación legal resulta por ello profunda y cambiantemente contaminada. No de otra manera, las reglas en las que se descomponen los derechos nacionales del trabajo sufren en el archipiélago de las pequeñas empresas una vistosa pérdida de universalidad. más indulgente que severo respecto a los operadores económicos de pequeñas dimensiones, el derecho del trabajo visto y corregido a medida de sus intereses transmite invariablemente un mensaje que es fácil interpretar: la contención del coste del trabajo es la pre-condición de su competitividad.

En fin, la Europa social que no gusta a Blair ha trabajado hasta ahora aplicando reglas de las que puede decirse de todo salvo que estén viciadas por un romanticismo visceral anticapitalista. Es cierto sin embargo que la reticencia más grave de la que no es culpable Blair reside en un postulado
implícito en su razonamiento: un razonamiento que procede asumiendo una imagen idílica y por tanto caricaturesca del más eurocéntrico de los derechos. Sin embargo, ni siquiera la Europa que no se ha opuesto a la introducción del punto de vista económico en sus discursos jurídicos ha manifestado jamás el intento de vaciar el esquema binario fundado sobre la pareja valores/desvalores para sustituirla por la pareja útil/dañino que, como conviene a las praxis sin doctrina, transforma los aut-aut en otros tantos et-et. De por sí, en efecto, el argumento pragmático tiene la distinguida función de corregir la autorreferencialidad del discurso jurídico transfiriéndolo al terreno de la verificación empírica de su aceptabilidad en las condiciones históricamente dadas, sin por ello parar o dar marcha atrás a las agujas del reloj.

Por tanto si por modernización de las reglas del trabajo se entiende precariedad e inseguridad de las personas, el derecho del trabajo está destinado, ahora más que nunca, a desarrollarse a medida del ciudadano que ve en el trabajo el único o principal recurso con el que construirse un proyecto de vida y –en sintonía con el resultado del análisis del équipe de juristas comunitarios coordinados por Alain Supiot – el derecho de trabajar en los países de la Unión Europea es indisociable del derecho de disfrutar del paquete –estándar de derechos sociales –es decir, de recursos y bienes públicos– en que se materializa el status de ciudadanía, independientemente de la naturaleza, modalidad y duración de la relación laboral. “La justification de l’Europe” –ha afirmado un estadista francés con acentos dignos de la gran tradición oratoria de su país– “c’est sa différence”. Si esta no resultase ser la política del derecho ganadora y en consecuencia si los gobernantes de la Unión europea eligieran el papel de convidado de piedra –en el preciso momento en el que las políticas económicas erosionan los derechos de ciudadanía de las que fueron los Estados artífices
y garantes– tendremos una Europa a la americana
y el derecho comunitario del trabajo no sería ya europeo.

Estoy por tanto de acuerdo con Jeremy Rifkin cuando escribe que “los europeos harían bien en preguntarse qué nuevas ideas deben ser puestas en práctica para mejorar su modelo actual”. En realidad la cosa es ya urgente tras el terremoto provocado por los referendums que se han desarrollado en Francia y en Holanda para ratificar el tratado constitucional firmado en Roma en octubre del 2004 por los representantes de la Europa de los 25. Los “no” que han netamente ganado, como ha sintetizado con su clásica lucidez Giuliano Amato, “no eran tanto contra la constitución” –que por otra parte es un monumento en papel de ecumenismo fabulatorio– “cuanto más bien contra la Europa que no crece, que se muestra poco democrática, que se ha ampliado de unos modos que suscitan una ansiedad directamente proporcional al escaso crecimiento y a la escasez de puestos de trabajo”.

La respuesta que esperan los ciudadanos europeos no descenderá de lo alto como el Espíritu Santo. Será por el contrario el producto de una atenta, paciente, sistemática construcción de consenso colectivo que no podrá realizarse si, a la vez, la palabra “sindicato” no se cura de la enfermedad que he descrito al comienzo. Respecto a ello, digo inmediatamente que el cambio de estación terminológico- conceptual no requiere ni de arcaicos exorcismos ni de penosas abjuraciones.

Es sabido cuan es exigente la “estrategia europea para el empleo” respecto del sindicato. Si se diera pábulo a sus más celosos partidarios, el sindicato habría tenido que modificar prácticamente todas sus técnicas y sus modelos de acción: menos conflicto y más participación, menos intransigencia y más moderación reivindicativo en la re-regulación del intercambio entre trabajo y retribución; menos estandarización vinculante de los tratamientos económicos normativos y más desregulación; menos culto al carácter absoluto de los valores de los que se reclama, y más pragmatismo ligado a los grandiosos problemas de la cotidianeidad.

Es cierto –y esta vez hay que escuchar la advertencia de Tony Blair– que “los ideales sobreviven a través del cambio y es la inercia frente a los retos planteados los que los mata”. Sin embargo no se borran de golpe memorias colectivas que obligan a las instituciones en las que éstas se conservan a moverse como galeones. También estos artilugios navales viran, pero requieren tiempo. En cualquier caso, puesto que cualquier largo viaje comienza con tan solo un paso, es absolutamente indispensable que el sindicato restablezca una relación justa con la sociedad que dice que quiere representar en su globalidad, más allá del mandato asociativo de sus afiliados.

Para revitalizar su papel con el de coherencia deseable el sindicato debe ante todo tener la humildad de redescubrir el paraguas. Si señores, debe saber volver a ser útil, como en sus comienzos, a cuantos están obligados a enfrentarse en total soledad con una divinidad irascible y completamente misteriosa como el mercado de trabajo. Por ello el sindicato debe activarse no sólo cuando un puesto de trabajo ha sido encontrado ya por el interesado, sino cuando lo está buscando sin poder encontrarlo y en consecuencia con anterioridad a la instauración de la relación laboral. Le será ello posible a condición de que prepare su utillaje para suministrar prestaciones de información –orientación– formación profesional en sintonía con un cuidadoso y eficaz seguimiento permanente del mercado de trabajo; de lo contrario, los vacíos serán llenados por otros, con finalidades y motivos que hacen problemático confiar en los mismos.

Es evidente que se trata de un conjunto de actividades que entran en la esfera de acción del sindicato y están estrechamente ligadas a su idealidad tradicional. Pero ello no significa que éstas constituyan parte de una estrategia sindical
en sentido estricto. Más aún, a lo largo de decenios han sido o cedidas a aparatos públicos de calidad paulatinamente degradada (como en Italia) o delegadas a sujetos para-sindicales (en Italia han conservado la decimonónica denominación de “patronatos”) que dan lugar a praxis respecto de las cuales el grupo dirigente del sindicalismo histórico se muestra tibio o mas bien frío. Quizá más allá de sus intenciones, y probablemente más como consecuencia de una enfatización del primado de la política que puede hacer perder el sentido de una función profesional
que se desarrolla conociendo datos, situaciones y problemas en su concreción. En efecto, puesto que la sangre que corre por sus venas se caracteriza por una elevada tasa de politicidad, la dirección sindical tiende a asumir respecto a un bricolage escondido en la cotidianeidad y por ello valorado como de perfil bajo una actitud de cauto distanciamiento, como si se tratase de esqueletos que hay que esconder en el armario. Es decir, ha sucedido que el propio sindicato haya ayudado a equivocarse también a quienes son muy buenos para equivocarse solos. De hecho, también yo por decenios he valorado aquella experiencia de importancia secundaria, contribuyendo así a marginarla al límite de la insignificancia.

Por el contrario, tras los tiempos heroicos del titanismo reivindicativo de los hombres del mono azul y de las manos encallecidas, ha llegado el del pueblo de los hombres y mujeres con vestidos estampados de variados colores y que tienen en el bolsillo un diploma, quizá una licenciatura, ocupados más o menos precariamente en trabajos no estándar de difícil clasificación. Es el tiempo en el que la lealtad de los devotos a los que se confía un sindicato de militancia es una mercancía rara, mientras abundan los cálculos de conveniencia de los que un sindicato de servicios puede aprovecharse. Es como decir que llega el tiempo en el que un sindicato dispuesto a repensarse a si mismo está obligado a integrar su rol de representación de ciudadanos en cuanto trabajadores dependientes en la dirección de articular, diferenciar, especializar sus funciones para promover la industriosidad de la generalidad de los trabajadores en cuanto ciudadanos (2).

Traducción (revisada por el autor) de Antonio Baylos, publicada en el núm. 31 de Revista del Derecho Social.

Pie de pagina

1) Aun teniendo en cuenta que tienden curiosamente a yuxtaponerse, son éstas las categorías principales de interlocutores con las que hoy se debe enfrentar uno en materia de derecho sindical y del trabajo. U. Romagnoli, “L’autoriforma del sindacato”, en Il Mulino, n° 1 (2005), pags. 44 ss.
2) U. Romagnoli, “Del derecho “del” trabajo al derecho “para el trabajo”, Revista de Derecho Social, nº 2, (1998), pags. 11 ss. ; “Redefinir las relaciones entre trabajo y ciudadanía: el pensamiento de Massimo D’Antona”, Revista de Derecho Social, nº 9 (2000), pags. 9 ss.
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2006/09/07

RODOLFO BENITO: El papel del sindicalismo, su vigencia y actualidad





El artículo de Umberto Romagnoli, elemento de referencia para los artículos que configuran este libro, es la base a partir de la que quiero aportar una serie de reflexiones en torno al papel del sindicalismo.

Así, preguntarse por el papel del sindicalismo, por su vigencia, por su utilidad, por sus retos, es, sin duda, preguntarse por el papel del propio trabajo, del hecho laboral; y esa pregunta no debe concebirse sin más, como una pregunta de carácter económico. Efectivamente, el trabajo es el único o principal recurso con el que construirse un proyecto de vida y, consecuentemente, el derecho a trabajar es indisociable del derecho a disfrutar de derechos sociales -es decir, de recursos y bienes públicos- en los que se materializa la condición de ciudadanía.

De ahí que preguntarse por el hecho laboral aboque directamente a los derechos vinculados con el trabajo, hacia la consideración de qué debe ser en el siglo XXI un Estado Social que genere y garantice derechos y prestaciones para la población, previniendo situaciones de exclusión y vulnerabilidad, que tanto y tan negativamente afectan a su vez al derecho del trabajo.

Y, como no, el hecho laboral remite también a su consideración económica, desde la que habrá que desmenuzar cómo entender el crecimiento económico, cuáles deben ser sus factores estructurantes y cómo implementarlos de tal manera que el crecimiento económico no se verifique a expensas de la precarización de las relaciones laborales, del desmantelamiento de los derechos sociales, de la depredación de los recursos naturales. Por tanto, la vertiente económica del hecho laboral tendrá mucho que ver con el modelo de crecimiento económico, con el papel del derecho del trabajo, con su grado de sostenibilidad social y medioambiental, con el tipo de mercado de trabajo, con la estructura laboral y salarial; en definitiva, con la determinación del eje que se configura en torno a tres elementos: derechos, productividad y competencia. Productividad y competencia que, por cierto, exigen además de una estrecha conexión con el reparto de la riqueza y el bienestar social.

Hay que subrayar que la competitividad perseguida frenéticamente para el provecho inmediato no asegura y no consolida el desarrollo económico y aún menos los retos que en materia de innovación tiene la empresa hoy.

De este modo, derechos laborales y crecimiento económico no sólo no son incompatibles, sino que encuentran un anclaje común en la capacidad para generar valor, en la calidad de lo producido, que es (y hay que subrayarlo también) indisoluble de la calidad del propio trabajo.

Es un dato definitivamente establecido que el sindicato ha encontrado un lugar central en la historia de las naciones recorridas por la industrialización, porque ha sabido responder a las expectativas de emancipación de la clase trabajadora, liderando el proceso de adquisición de la condición de ciudadanía en un Estado democrático. En nuestro país el sindicato además ha sido agente indispensable en la propia construcción de ese Estado democrático. En definitiva, el sindicato ha hecho lo que debía.

Sin embargo, hoy los sindicatos viven lo que podría caracterizarse como una crisis de identidad. Saben que no son lo que eran ayer, sin que, sin embargo, terminen de definir cómo serán mañana.

En alguna medida esta, al menos aparente, indefinición, tiene que ver no poco con la progresiva complejización de la realidad social y productiva, con la convivencia en el tiempo y, en no pocas ocasiones, en el espacio, de formas de producir, de relaciones de trabajo y producción pervivientes del siglo XX, con otras formas nuevas que el sindicato no termina de afrontar, a lo que hay que añadir la encrucijada en la que se encuentra el movimiento sindical, la proveniente del proceso de globalización y deslocalización industrial e incremento de los procesos migratorios, que termina influyendo cada vez de una manera más determinante en la composición y estructura de los mercados de trabajo.

Este escenario, aún sin quererlo, termina contribuyendo a la propia dualización social, no satisfaciendo ni las necesidades, ni las demandas de un porcentaje cada vez más amplio de trabajadores y trabajadoras, que son, precisamente, quienes en condiciones de precariedad en materia de derechos más precisan de él.

Esta cuestión requiere abordar iniciativas y medidas capaces de organizar, con mayúsculas, a los trabajadores cuyas condiciones de empleo, salariales e incluso de protección social están sufriendo un proceso acelerado de individualización, y que, efectivamente, abren cada vez más vacíos en la negociación colectiva y aleja peligrosamente a estos colectivos del hecho sindical. Medidas sin duda cada vez más necesarias y urgentes, precisamente para alejar al sindicalismo del peor de sus lastres: el cortoplacismo y la rutina.

Ciertamente esta realidad no está al margen de los procesos de concentración del capital y de la descentralización productiva y organizativa a la que venimos asistiendo y que tiene componentes estructurales. La empresa red, la fábrica difusa…., un modelo de producción fragmentado y descentralizado en el que las distintas partes del producto se fabrican en distintos países y se ensamblan y comercializan en otros, lo que viene produciendo una profunda transformación tanto en el sistema de la economía, como en el mercado de trabajo.

Vengo insistiendo en que el sindicalismo debe estar organizado atendiendo mucho a las estrategias empresariales y a su nivel de organización, y no sólo a los espacios contractuales definidos (por cierto, algunos de los cuales vienen languideciendo desde hace algún tiempo) sino también a los que están por crear, y que el movimiento sindical debe impulsar de manera prioritaria.

Pero, de otra parte, la fragmentación, la precariedad, la propia individualización de las relaciones laborales, ¿desideologiza y genera algo más que desorientación?, pues parece que sí, y su primera expresión, que no la única, no es otra que la de amplios colectivos que están al margen de los sindicatos. Ese proceso de desideologización, de desorientación, ¿penetra en las direcciones de los propios sindicatos?, ése es, sin duda, otro de los riesgos.

En un entorno de profundos cambios se requiere, muy en primer lugar, asentar la idea de que el sindicalismo de clase hay que concebirlo como sujeto de cambio social, que en ningún caso entra en contradicción con el concepto de ciudadano global que resurge con fuerza en torno a la guerra de Iraq, capaz de responder, desde la fuerza de la iniciativa, desde la capacidad de propuesta, desde la movilización de las ideas, a los cambios que se vienen produciendo en las relaciones industriales, en la propia sociedad, asumiendo que un mundo en continua evolución, tanto en el terreno tecnológico como en el económico, social, político y cultural, exige del movimiento sindical que sepa transformarse, asumiendo nuevos retos, también y de manera prioritaria, nuevas dimensiones en el espacio y en la acción, todo ello desde los valores que le caracterizan: la solidaridad, la igualdad, la justicia y la libertad.

Por tanto, la reflexión acerca del papel y la función de los sindicatos no puede ser ya el objeto de una reflexión sobre realidades más o menos hipotéticas, sino que configura nuestro aquí y nuestro ahora más inmediato, el suelo sobre el que ya tenemos asentados ambos pies, el camino que, queramos o no, seamos o no conscientes de ello, ya estamos recorriendo.

Una reflexión que no puede orientarse sólo hacia qué deben hacer los sindicatos, sino a cómo hacerlo, a verificar una vez más el compromiso del sindicalismo en la configuración de la realidad; de una realidad de la que es agente, por acción u omisión, y no mero espectador. Una reflexión, en fin, que contribuya a elaborar no un programa abierto, sino una auténtica agenda sindical; porque el siglo XXI no está por venir, se nos ha echado ya encima y está preñado de asuntos con plazos que no admiten moratoria.

Es más que evidente que la historia de la humanidad no es un continuo, no es sinónimo de evolución; su único hilo conductor es la progresiva complejización social: la historia avanza a saltos y convulsiones, y así, lo que define al siglo XXI frente al recién concluido siglo XX no es ni más ni menos que una nueva configuración de la realidad, una reconfiguración en la que, junto a elementos absolutamente novedosos, asistimos también a nuevas referencias para elementos tradicionales en el quehacer sindical. Así, por ejemplo, cuando hablamos de las “nuevas” Tecnologías de la Información y la Comunicación (en Europa, más de la mitad de la fuerza del trabajo de los países más avanzados está ocupada en actividades que consisten principalmente en el manejo de la información), no lo hacemos únicamente porque supongan un factor más a considerar, superpuesto al resto de los factores con los que ya contábamos, sino porque su existencia modifica el resto de los factores.

Pero en ningún caso se ha de abordar la nueva realidad que impone la sociedad del conocimiento como si fuera la misma sociedad en la que nos veníamos moviendo sólo que con un añadido más, la generalización de la informática y sus usos inmediatos.

Las tecnologías de la información y la comunicación suponen el desvanecimiento de las fronteras dentro de las que el movimiento sindical se movía, que el movimiento sindical conocía: las fronteras del espacio y del tiempo, la identificación del trabajo y, por ende, la identificación del no-trabajo, del ocio, del consumo, de las necesidades sociales e individuales básicas… Es decir, lo laboral, lo social, lo económico, lo político, tenían espacios bien definidos y agentes bien definidos también.

El desvanecimiento de esas fronteras suponen una revitalización de la acción sociopolítica del sindicalismo. El sindicalismo, quiero reiterarlo, debe estar allí donde se dirimen los intereses de la fuerza del trabajo, y ese lugar no es únicamente el centro de trabajo. Pero, simultáneamente, tiene que estar con renovada fuerza y protagonismo en la empresa, en el centro de trabajo, abriendo cauces de participación a las mujeres, a los jóvenes, a las nuevas realidades producto de los procesos migratorios, a quienes son víctimas de distintas formas de precariedad, abriendo cauces para la revitalización de la acción sindical en la empresa, que no es otra cosa que el lugar en el que se hacen efectivos los cambios; por tanto, es el lugar donde también se han de hacer efectivos los nuevos retos que el sindicalismo tiene ante sí.

Y lo que esa realidad pone de manifiesto es que los elementos que la constituyen están absolutamente vinculados entre sí, lo que exige de una acción sindical multidireccional, que no unidireccional, además de supranacional, que no renacionalizadora.

El sindicalismo debe asumir que en un mundo cada vez más interdependiente, los derechos sólo pueden defenderse haciéndolos extensivos a los demás.

Esta articulación se verifica en un mundo cada vez más globalizado en el que las fronteras que definían lo laboral, lo social, lo económico y lo político, se están transformando. Se complejizan los agentes, como consecuencia de la externalización de actividades, de los procesos de subcontratación, de la aparición de las empresas multiservicios… en otro momento nítidamente definidos se complejizan también los mecanismos y las reglas contractuales pero, sin duda, el conflicto social, adopte la forma que adopte, mantiene su vigencia.

Y, paradójicamente, el heredero del primer movimiento social que proclamó su vocación internacionalista y “como su patria la humanidad”, se enfrenta a las dificultades de hacer frente a la continua y acelerada dinámica de la expansión del capital, sin disponer o disponiendo de instrumentos muy insuficientes que le permitan encontrar el equilibrio más favorable en esa relación. Dicho de otra manera, el capital se mueve vertiginosamente gracias a las tecnologías de la información y la comunicación, mientras que el trabajo organizado del sindicalismo se mueve con lentitud.

Mientras las tesis liberales que teorizan una forma muy determinada de la globalización, a la vez que sesgada, se apresuran, y no precisamente de manera desinteresada, en decretar la desaparición del conflicto y no dudan en apelar a la primacía, incluso moral, de lo individual frente a lo colectivo.

En ese discurso, claramente, el sindicalismo de clase no tiene sentido, ni aún cabida, y no resta sino la piadosa tarea de certificar su fin y, con él, el fin de un tiempo.

Pero, el conflicto social no sólo no ha desaparecido, tan siquiera está larvado; muy al contrario, desde su configuración en el siglo XIX como conflicto capital-trabajo, desde su localización como conflicto estrictamente vinculado a la consideración del trabajo como mercancía y las relaciones determinadas por esta consideración, el conflicto social, lejos de amansarse, ha sido y es impulsor del derecho del trabajo, motor de los derechos sociales.

Así, se han venido produciendo sin cesar sucesivos desplazamientos, diferentes cristalizaciones, localizaciones que, en ocasiones, han dificultado su identificación como conflicto general, a la vez que han facilitado su apropiación por organizaciones de carácter local o sectorial, que han pretendido sustituir, alegando una mayor eficacia y un mejor ajuste, al sindicalismo de clase; y, sin embargo, es el sindicalismo de clase precisamente quien mejor puede hacer frente al conflicto general, y lo es en la medida en que concibe el hecho sindical como eminentemente sociopolítico; ya que ha sabido interpretar que la fuerza del trabajo no es sólo un factor de producción; que la producción misma no lo es sólo de bienes tangibles, ni de bienes de o para el mercado, que su confrontación con el capital no se dirime únicamente, ni mucho menos se agota, en los angostos límites del centro de trabajo; que lo que el trabajo es y lo que el trabajo significa, el sentido y el valor del trabajo, no es sólo mensurable en términos económicos o en términos productivos, sino, mucho más radicalmente, en términos sociales, culturales, vitales.

Por tanto, cuando se plantean reflexiones, y más allá de éstas, propuestas de trabajo y de actuación sindical en torno a la necesidad de sindicalizar los objetivos sindicales, se incorpora un determinado reduccionismo al trabajo y a la propia acción sindical, que lejos de fortalecer lo específico, las reivindicaciones concretas, lo que conlleva es un alejamiento, cuando no a la ruptura de criterios también sindicales pero de carácter general que determinan por condicionar, cuando no limitar, las líneas de acción sindical que supuestamente se pretenden fortalecer. En un escenario de creciente complejidad el sindicato no puede tender a una simplificación de su actividad.

En efecto, tal y como sostiene la Revista de Derecho social en un más que interesante editorial de uno de sus últimos números, el papel central que en cualquier sistema democrático ocupa el sindicato es un dato incuestionable. Un sindicato que ha ido asumiendo funciones de representación general de los intereses de los trabajadores, del conjunto de las fuerzas del trabajo de un país determinado. El sindicato es así una formación social que aspira a representar tanto a las personas que se encuentran insertas en una relación laboral activa, recomponiendo las fracturas y segmentaciones que se dan en la relación productiva dirigida por el empresario, como a aquellas otras que más allá de las fronteras del empleo activo, no encuentran trabajo, no pueden trabajar o han salido definitivamente del mercado laboral. Su relación de interlocución se hace más compleja al afrontar tanto al empresariado en sus diversos grados de representación, como a los poderes públicos. Por tanto, no sólo se configura como una organización que representa al trabajo asalariado para contratar las condiciones de intercambio salarial y las condiciones de trabajo y de empleo, sino que deviene, y es importante subrayarlo, un acto social que representa la identidad global de los trabajadores en su conjunto y que, por consiguiente, se relaciona con el resto de actores sociales y políticos como representante de la ciudadanía social.

Ahora bien, el sindicalismo de clase, a pesar de haberse definido correctamente, no lo tiene todo hecho; antes al contrario, tanto desde el punto de vista organizativo, como desde el punto de vista estratégico, el sindicalismo, si de verdad quiere estar a la altura de los tiempos, si de verdad no quiere permanecer arrebujado en un presente cada vez más pretérito y comprometerse con seriedad y con coherencia en la construcción del futuro, tiene, ante todo, que restituir, incluso incrementar, su protagonismo como referente para una cultura de izquierdas, que no es otra cosa que dar valor a la cultura de los derechos sociales, de los derechos colectivos presentes y futuros.

Porque es precisamente la cultura de los derechos la auténtica vertebración de cualquier sociedad. Sin embargo, no debemos olvidar, porque en ello reside el legítimo protagonismo del sindicalismo de clase, que todo derecho nace de un pacto previo, de un acuerdo, de un contrato, y éste, a su vez, de alguna de las manifestaciones del conflicto.

Sin conflicto no hay acuerdo, y sin acuerdo no hay derechos. Sin embargo, para que esta secuencia conflicto-acuerdo-derechos se verifique y se verifique además en la dirección más adecuada, más socialmente equilibrada, más acorde con el modelo de sociedad que el sindicalismo de clase promueve y aspira a conseguir, son imprescindibles tanto una buena gestión del conflicto, como una buena articulación del acuerdo.

Acuerdos sin conflictos son vacíos, del mismo modo en que los conflictos que no se orientan a la consecución de un acuerdo son ciegos.

Y eso quiere decir, ante todo, que la función esencial del sindicalismo, hoy como ayer, continúa siendo la misma, si bien que inclinada en una configuración de la realidad, como decíamos, distinta, sistémica, lo cual no resta un ápice de vigencia a las exigencias básicas que el sindicalismo debe hacerse a sí mismo.

Y estas exigencias se convierten en desafíos para el futuro. Desafíos que tienen relación con la transnacionalización de las empresas, mientras los espacios sociolaborales se ubican en los ámbitos locales, una segmentación cada vez más fuerte del mercado de trabajo, el desempleo y la precariedad laboral, así como la propia composición de la clase trabajadora debido a los crecientes flujos migratorios.

La lucha contra la precariedad laboral -cuestión central sobre la que debe pivotar la acción sindical-, que lastra una auténtica cultura de los derechos, que produce desigualdad social, desarticula y dualiza el mercado de trabajo; cuestiona los derechos individuales y colectivos y termina por desestabilizar el funcionamiento de una buena parte de las instituciones y amenaza la cohesión económica y social de un país y más allá de otros ámbitos supranacionales.

Asistimos a profundos cambios en la organización del trabajo, también a una concepción de las tesis liberales, precisamente a partir de dichos cambios que ven el papel del sindicalismo en la empresa como algo residual, en clara sintonía con un fuerte cuestionamiento de los mecanismos de diálogo y concertación social, que son considerados por estos sectores como un lastre para el desarrollo económico que hay que arrojar por la borda.

Estamos partiendo de cambios críticos que se vienen produciendo en las relaciones laborales, en los ámbitos de decisión en los sistemas de redistribución y protección social, que tienen mucho que ver con el papel que ha de jugar el sindicalismo, con su capacidad representativa, afiliativa y de intervención también. Cambios en la empresa, lugar en el que ciertamente se hacen efectivos los nuevos retos y que obligan a poner especial énfasis en situarla como eje central de la actividad sindical, avanzando en el gobierno democrático de las relaciones laborales, cambios que requieren ganar nuevos espacios de intervención, que tienen todo que ver con los sistemas de protección social, con la política educativa, con la sanidad, con las pensiones, con los servicios públicos, con las políticas de insostenibilidad.

Es por ello que el sindicalismo no puede limitar su acción al ámbito exclusivo de la empresa o del convenio colectivo, ya sea éste de empresa o de sector. La negociación colectiva es más amplia en la empresa y fuera de ella. El desempleo, la precariedad, la protección social para quienes están en situación de desempleo, la economía sumergida, los cambios que vienen operando en el mercado de trabajo, los procesos de subcontratación en cadena sin ningún tipo de regulación, la Seguridad Social, las políticas fiscales, han de ser asumidos con fuerza por el movimiento sindical. El empleo, las políticas activas, la redistribución social de la renta y de la riqueza, no pueden quedar reducidas únicamente al ámbito de la empresa o del sector.

En esta dirección, que viene siendo denominada como “el espacio sociopolítico” y que define la relación entre el sindicato y sociedad, no confundiéndola con el “sindicato de los ciudadanos”, pero que sí está muy vinculada al desarrollo del concepto de ciudadanía, tiene que ser capaz de responder a intereses sociales de carácter general. Y es aquí donde el sindicalismo ha de reforzar su capacidad para captar los intereses y las necesidades de aquellos a los que se representa; capacidad para presionar, negociar y acordar; capacidad para unir voluntades políticas, sociales e incluso mediáticas.

No trato de recorrer la senda del pansindicalismo, tampoco la del sindicalismo de corte profesional, sino de fortalecer e impulsar un sindicalismo que ha de representar intereses generales, nunca alejado de los problemas sectoriales y con claras raíces en la izquierda social.

Avanzar en el terreno de los derechos superadores de la injusticia requiere de la movilización cualitativa y cuantitativa, además de una gran capacidad de propuesta y de iniciativa que ponga al sindicalismo a la ofensiva, para, con ello, disputar parcelas de poder social con mayúsculas.

El sindicalismo tiene la misión de modificar la realidad para mejorar las condiciones de trabajo y de vida de los trabajadores y trabajadoras. Esa misión sólo puede cumplirse si hacemos frente a la realidad tal y como ahora es, y eso quiere decir hacer frente también a los profundos cambios que la configuran en su raíz, a través de una estrategia sindical definida y flexible a la vez, cuyo objetivo central debe ajustarse estrictamente a una única premisa: “intervenir para transformar”, ya que, al contrario, un sindicalismo que se limitara a actuar en la superficie de los cambios, para gestionar bien o mal sus consecuencias, es un sindicalismo impotente y resignado.

La lucha sindical ha sido y debe seguir siendo una lucha por la conquista de derechos y por su consolidación, derechos vinculados al mundo del trabajo, comenzando por el propio derecho al trabajo, por el empleo, por las condiciones en que el trabajo se desarrolla, por la retribución que por él se percibe. Pero también, y con el mismo rango de importancia, derechos vinculados a las condiciones de vida de las personas, a la protección a los más elementales factores que determinen la cohesión social, porque garantizan la dignidad y la equidad de esas condiciones de vida.

Esa lucha se asienta y cobra su fuerza y su legitimidad en la organización y cohesión de los trabajadores, que precisa de la unidad de acción del sindicalismo, de la unidad del sindicalismo de clase a escala nacional e internacional. Esa lucha se materializa en la movilización, sin duda, pero también en la capacidad para hacer valer su capacidad de interlocución, de igual a igual, ante empresarios y gobiernos.

Esa lucha es, ante todo, cotidiana, porque al calor del discurso neoliberal del individualismo y la mercadería, parece asentarse con normalidad creciente la cultura de la ausencia de derechos, y sólo podemos afirmar que hemos conquistado un derecho si podemos afirmar que todo el mundo puede ejercerlo efectivamente, sea hombre o mujer, joven o mayor, sea cual sea su origen étnico, sus condiciones personales.

Es por ello que el sindicalismo tiene que ser necesariamente capaz de integrar, porque tiene que resolver la tensión entre lo general y lo específico, que aflora en la diversidad, entre lo global y lo local. Para ello es imprescindible que el modelo organizativo se acomode a la estructura de la realidad, que genere nuevos métodos de organización para llegar a una mano de obra cada vez más dispersa.

Y es preciso señalar que la capacidad de organización del sindicato, del sindicalismo para ser más exactos, no se mide por su capacidad de control disciplinario de los procesos, sean internos o externos; se mide por su capacidad de aunar voluntades, expectativas y necesidades, de tal modo que se reconozca en todo ello “un sentido” inequívoco. No se trata de establecer mecanismo de coerción, sino sentar las bases de la cooperación; no es mandar, es dirigir; no se trata de burocracia, se trata de organización.

Son tiempos en los que hay que ampliar la intervención del sindicalismo en la lucha de los intereses y derechos de los trabajadores y trabajadoras, cada vez más ligados a los derechos de ciudadanía, cada vez más soporte de la democracia y el trabajo en nuestro tiempo.

Ahora bien, todo lo anterior, decíamos, son las exigencias básicas del sindicalismo hacia sí mismo, con el fin de estar en la mejor disposición posible para hacer frente a su objetivo general, que no es el otro que la co-gobernabilidad del conflicto general.

Un conflicto que, a pesar de su fluidez, hemos convenido, tradicionalmente, en articular en torno a tres ejes: el eje económico, el eje social y el eje laboral.

La incidencia del sindicalismo de clase en cada uno de ellos debe, hoy más que nunca, ser exquisitamente coordinada y adaptada a las nuevas modalidades de emergencia del conflicto general en cada una de ellas.

Así, en torno a las cuestiones vinculadas al eje laboral, venimos asistiendo desde hace tiempo y de forma insistente, a discursos y a prácticas que proclaman y asientan la fragmentación o, mejor dicho, la atomización, cuando no la individualización del mercado de trabajo. Dicho de otra manera, la destrucción misma del mercado de trabajo en cuanto institución reglada. Sin embargo, la realidad es que nunca el mercado de trabajo fue objeto de una regulación más exhaustiva, cuyo objeto no es romper el mercado, sino fragmentar a la clase trabajadora.

Esta fragmentación opera, sin duda, en lo que concierne a las modalidades contractuales; pero opera también a través de dispositivos que fragmentan la propia actividad productiva dentro de lo que hemos denominado eje económico, fragmentación que es facilitada de forma eminente por las TIC’s, y que ha dado lugar a fenómenos bien conocidos de deslocalización productiva.

Sin embargo, este discurso tiene no poco de mítico: existen muchas actividades económicas que tienen grandes dificultades para emanciparse de su sustrato territorial, para deslocalizarse. Así, cuanto tiene que ver, obviamente, con la necesidad social creciente de servicios a las personas, donde se incluyen servicios básicos, como son la sanidad, la educación (al menos la básica) y los servicios sociales, señaladamente, cuantos tienen que ver con la atención y cuidado de personas dependientes. En nuestro país, esto significa prácticamente las 2/3 partes del empleo. Pero, además, ocio, turismo, consumo y algunas actividades industriales tienen factores de atracción locales que no deben ser desdeñados.

Así, el discurso acerca de la precariedad o, por el contrario, de la calidad laboral, debe ir unido al discurso de la productividad, y éste último, el de la productividad, matizado por lo que, en rigor, debe ser denominado “productividad social”.

Porque en empresas industriales, por ejemplo, es relativamente fácil medir la productividad y determinar e incidir en sus factores, pero ¿cómo medir la productividad de los bienes y servicios básicos de interés general?

Quienes eluden hablar de productividad también bajo sus parámetros, olvidan que una sociedad “satisfecha” en parámetros básicos, consume más, y, consecuentemente, mejora la economía.

Una economía polarizada, que contemple como factores de crecimiento el empobrecimiento de los trabajadores como factor determinante en la competitividad de las empresas, es una economía que camina hacia su empobrecimiento, no sólo a medio plazo, sino en el futuro más inmediato.

Por ello, el sindicalismo tienen un reto real en el discurso de la productividad, en la orientación eminentemente social (económico, por tanto, que no al contrario).

Pero, en todo caso, un segundo discurso viene implantándose con fuerza: el discurso relativo a la competitividad interna, en el seno mismo de la clase trabajadora, entre colectivos, en un sentido general y en la propia individualización de las relaciones laborales.

Recomponer el sentido, que no la nostalgia de discursos pretéritos, es una tarea ardua, pero que, sin embargo, hay que abordar con firmeza. No desde posiciones residualistas, que sólo aspiran a gestionar, incluso bien, el mal menor. Con ambición, con decisión, con razón.

Otra cuestión que reclama nuestra atención tiene que ver con lo que podríamos llamar “los nuevos y los viejos sectores productivos” o, si se prefiere, “los nuevos y los viejos yacimientos de empleo”.

Desde mi punto de vista, el sindicalismo está, en general, instalado en una encrucijada. Encrucijada que viene definida por un cierto resistencialismo en los modos y maneras que históricamente han definido a los que ahora denominaríamos “viejos sectores productivos” y, de otro lado, por una cierta “indefensión inducida” que genera miedos no bien definidos, pero potentes, para incidir en los nuevos sectores. Esta encrucijada, alentada por lo que algunos llaman “el síndrome del obrero”, es, en gran medida, una encrucijada falsa: falsa por cuanto ni los nuevos sectores son tan nuevos, ni los viejos se han mantenido en sus condiciones pretéritas.

El sindicalismo de clase es un hijo de la revolución industrial, en la medida que la concentración de trabajadores en fábricas cada vez mayores les dio un creciente poder de negociación.

En la actual sociedad postindustrial, en la que la mayor parte de las actividades son de servicios, con esa tendencia clara, por razones exclusivamente económicas y en no pocas ocasiones cortoplacistas, a la descentralización productiva, el sindicalismo debe abordar esa nueva realidad económica y social para no debilitarse.

Es decir,que la negociación colectiva, base de la acción sindical, de la razón de ser del sindicato, debe incorporar al menos tres nuevas perspectivas: la globalización de las empresas, la descentralización productiva y la sostenibilidad del sistema económico.

El sindicato tiene que mirar hacia fuera, pues la acelerada globalización de las empresas exige de una acción sindical de carácter supranacional, y eso es algo más que retórica en los discursos. En ningún caso se puede adoptar una posición ignorante ante estos cambios.

Pero el sindicato tiene también que mirar hacia abajo, y esto también requiere, en momentos en los que la individualización de las relaciones laborales se extiende y con ello los niveles de precariedad laboral, fortalecer los espacios de negociación colectiva. La negociación Colectiva debe enriquecer su ámbito de actuación, los convenios sectoriales y más allá, la posibilidad de acuerdos marco de carácter supranacional, deben ser el objetivo sindical, pero hasta que esto pueda ser una realidad debe actuarse también desde otros ámbitos: la negociación colectiva en las grandes empresas y sectores debería incorporar aquellas empresas y trabajadores para los cuales la empresa principal es un cliente que determina el precio y la calidad de los productos recibidos, ya que es la que determina, a través de los precios, el valor añadido generado por proveedores y subcontratas y, por tanto, es quien pone los limites de negociación colectiva en ellas. En este sentido, la acción sindical debe incorporar las reflexiones surgidas a partir del concepto de responsabilidad social corporativa, sobre la responsabilidad social de la empresa ante sus proveedores.

Éste es el gran reto que tienen planteada la Negociación Colectiva. La Negociación Colectiva, su extensión bajo la forma que debe adoptar, bajo el nombre que debe adoptar, que regule no sólo el ámbito empresarial o sectorial, sino también el territorial, también el de las constelaciones productivas. Es una tarea complicada, sin duda, pero que no podemos demorar por más tiempo.

Por tanto, debemos convenir que un modelo de negociación se mide por su grado de adecuación a las dinámicas de las relaciones industriales en cada momento, y éstas, a su vez, responden al desarrollo alcanzado también por las fuerzas productivas. La negociación sociolaboral debe tener como objetivo impulsar el desarrollo de las relaciones industriales en todos los ordenes: económico, social y laboral, por tanto, motor de progreso; de no ser así, la deriva la podría convertir en un autentico freno, cuando no en una profunda distorsión.

Pero, como decía, ni lo nuevo es tan nuevo, ni lo que ha constituido la esencia misma de nuestras reivindicaciones más tradicionales debe ser, sin más, abandonado: un mercado de trabajo cada vez más fragmentado, con más niveles de desregulación, con más capacidad para generar precarización, subempleo, marginalidad y vulnerabilidad, en fin, dentro del propio mercado de trabajo y, por ende, dentro de la sociedad, cebándose, además, en aquellos colectivos más vulnerables también, hace que la articulación de nuestras reivindicaciones en lo laboral y en lo social, precise de un ajuste perfecto.

El sindicato, por tanto, debe abordar una estrategia no meramente defensiva en materia de derechos, incorporando trabajos de prospectiva, con propuestas de futuro.

El sindicato pues, debe enfrentarse a los procesos de descentralización productiva, a las cada vez más generalizadas cadenas de contratistas y subcontratistas, a la dispersión física de los trabajadores, a la mayor individualización del trabajo y de las relaciones laborales con nuevas propuestas en el terreno organizativo y de la acción sindical

Si olvidar que los modelos de organización sindical son un factor fundamental que influye en la evolución de los sindicatos frente a los cambios económicos y sociales.

Se impone cada vez con más fuerza, ante el tenor de los cambios que se vienen produciendo, de cómo afectan estos al mundo de la empresa, a las relaciones sociolaborales, una alianza estratégica de unidad sindical, que favorezca el liderazgo sindical del sindicalismo confederal y de clase, frente a los riesgos más que evidentes de dispersión, e incluso de atomización sindical, para, entre otras cosas, hacer frente a un mercado de trabajo cada vez más diverso y heterogéneo en realidades y aspiraciones.

Afrontar estos retos que, como se decía al principio, no son sólo retos de futuro, sino fundamentales retos de presente, exige una reorganización de la clase trabajadora, y para ello es imprescindible la revitalización del sindicalismo de clase. Una revitalización que incluso tiene que ver con la propia organización y articulación del sindicalismo de clase, en definitiva, con lo que en esencia es la confederalidad.

Confederalidad en un mundo cada vez más interdependiente, en el que los derechos sólo pueden defenderse haciéndolos extensivos a los demás, es precisamente uno de los principales retos que tiene planteado el movimiento sindical en la época de la globalización; construir una red de derechos sociales y del trabajo a nivel supranacional. Y precisamente ése ha de ser el objetivo del congreso fundador de la nueva Central Sindical Internacional. Pero, para conseguir este objetivo no sólo se requiere que los sindicatos miren más hacia fuera, sino que se requiere también, y más pronto que tarde, un reforzamiento efectivo de la Confederación Europea de Sindicatos.

2006/07/31

TARSO GENRO: Calor y humanismo en el Derecho del Trabajo




I

A crise do Direito do Trabalho não é uma crisesomente do Direito e muito menos de uma parte específica do Direito. É uma crisede legitimação e da racionalidade do Estado Moderno. O Direito do Trabalho ocupou um papel decisivono processo de democratização material do Estado Moderno. Através dele, ocontrato social da modernidade fez os direitos da cidadania baterem nas portasda fábrica e através de um processo judicial específico, a desigualdade ficoumenos desigual. A crise do Direito do Trabalho é a crise do contrato social damodernidade na sua fase madura.
Jürgen Habermas diz com propriedade que, "emvista da carência democrática de legitimação, sempre surgem déficits quando ocírculo daqueles que tomam parte nas decisões democráticas não coincide com ocírculo daqueles que são afetados por essas decisões". Este,talvez, seja o grande painel histórico em que o atual Direito do Trabalho édesenhado.
A redução do espaço decisório da ação política, principalmente para oscidadãos comuns, é determinada não somente pela "força normativa do fático",imposta pela economia global (que induz certas reformas neoliberais), mas tambémé imposta por uma brutal hegemonia ideológica e cultural. Esta hegemoniasustenta a proposta das reformas, como exigíveis por um "caminho único", queestabelece uma identidade não contraditória, entre a "globalização" (verdadeira)e a existência (falsa) de uma só forma para a sua realização. O processo democrático em curso (e em crise),tem sido pouco aberto para absorver as demandas e interesses que emergem de umasociedade, cuja pluralidade aumenta com a própria decomposição da estrutura declasses da sociedade industrial tradicional. Sua conseqüência é o lançamento nodesemprego, na precariedade ou na intermitência, de extensos setores das classestrabalhadoras.
Na verdade, o modelo é autoritário e impugnainclusive qualquer "compartilhamento" para proporcionar uma transição com"transações", entre os diversos atores sociais: o pacto social-democrata foirompido; o movimento sindical ou capitula ou não é considerado; o modelo dedesenvolvimento, que sustentou o populismo progressista-modernizante, não temmais base social e "a disponibilidade para aceitar o fato de compartilhardepende, fundamentalmente, do sentimento de fraternidade: a terceira virtude datríade que inspirou a Revolução Francesa e que (...) segue sendo a maisdescuidada pela literatura jurídica". (Vid Umberto Romagnoli no suo livro del CES Espanha)
Um dos argumentos centrais da ideologianeoliberal para defender o seu modelo de sociedade - esgrimido tanto pela suadoutrina econômica como pelos seus formuladores na área do Direito - é aafirmativa de que haveria uma "redução do trabalho", que seria uma conseqüênciada revolução informático-eletrônica.
O fato é verdadeiro quanto à redução da necessidade do "trabalho vivo", dosmodelos da 2ª Revolução Industrial, mas ele é usado para encobrir um outroprocesso: a apropriação integral, pelo capital, dos benefícios da revoluçãotecnológica em andamento, sem qualquer base ético-moral e sem qualquer projetode integração social. Uma apropriação, aliás, que já foi integralizada e que vemeliminando a possibilidade de socialização dos benefícios desta revolução,através- por exemplo -de um aumento do tempo livre, comdistribuição social, fundada em normas públicas que imponham o emprego e ainclusão como prioridade.
A afirmativa da redução da necessidade do "trabalho vivo" traz, porém, no seubojo uma verdade: uma radical transformação do mundo do trabalho e uma crescentedesestruturação das comunidades operárias clássicas. Mas o "neoliberalismo e areestruturação produtiva não apontaram para a abolição nem o rechaço dotrabalho, senão para a polarização, a precarização, o desemprego estrutural, amarginalização dos sindicatos e o surgimento de novos movimentos sociais cujasdemandas não passaram pelo não-trabalho".
Permanece, pois,a centralidade do mundo do trabalho como um todo, para a reprodução social,centralidade esta que agora foi articulada de maneira inédita com uma violenta exclusão e semi-exclusão. Não é possível deixar de lembrar que ao contrário doque ocorreu em toda a história do Direito do Trabalho, este movimento hoje vemestimulado por reformas legislativas e jurisprudências "complacentes", numprocesso que tem uma teleologia: "libertar a acumulação de todas as cadeias impostas a ela pela democracia", já quea implementação do neoliberalismo só pode ser feita com autoritarismo e/ouatravés de procedimentos políticos manipulatórios.
II

Na economia neoliberal a ofensiva contra asociedade organizada toma o nome de "luta contra o corporativismo", supostamenteem defesa dos desempregados ou precários, por ela criados. O neoliberalismo, comesta ideologia, inaugura uma estranha cultura de luta contra "os privilégios":transforma as conquistas humanizadoras, que foram processadas no desenvolvimentocapitalista - e que ajudaram inclusive a mantê-lo - em "vantagens" vergonhosas.
Para fazer uma analogia histórica, seria como se depois das revoluçõesdemocráticas, dirigidas pela burguesia emergente, fosse atacada a neutralidadeformal do Estado como "privilégio" burguês, erigido ilegitimamente contra ofeudalismo, ou seja, transformando os direitos universais, que decorrem destaneutralidade e sedimentados por um longo processo de lutas, em privilégiosdescartáveis.
Baseada nesta verdadeira operação estratégica de desmonte da razão "ateoria neoclássica exige o desmonte do direito coletivo do trabalho que - àmaneira de um cartel - adulteraria supostamente o jogo de oferta e procura. Ocaminho jurídico para alcançar esse objetivo pode ser diverso: exige-se, porexemplo, o fim do efeito obrigatório dos contratos coletivos, permitindo-sevariante contratuais por conta do empregado individual. Na mesma linha depensamento situa-se a idéia de transformar o empregado em participante ou sócio,para libertar-se, assim, de uma vez por todas do direito do trabalho,essevírus que muda de figura a cada novo dia, parecendo ter escapado doslaboratórios de engenheiros genéticos e de especialistas em armas biológicas."
É de se destacar que os ataques ao Direito do Trabalho em geral e ao DireitoColetivo em particular também têm razões de fundo. O apelo neoliberal - àsemelhança do nazismo que é a mais grave forma de irracionalismo - necessitaformar uma base social, para articular interesses e promover a sua sustentaçãopolítica.
Para a formação desta base seus ideológos buscam cooptar os setores do mundodo trabalho mais desorganizados, já que estas frações, que têm menos experiênciae pouca tradição de luta, são as mais sensíveis ao utopismo neoliberal domercado perfeito. Lembremos que "entre os operários que conservaram seu trabalho(mesmo) o nazismo não logrou implantar-se".
De outra parte, uma certa "leitura" judicial da Constituição, que vem sendoimposta pelos Tribunais no curso destas reformas, é fundamental para o sucessodo projeto. Desta maneira "a questão política não é gestionada diretamente pelaclasse política, pois se confia a um ‘terceiro mediador’: o ConselhoConstitucional, cuja primeira tarefa é operar uma ‘tradução’,em termos jurídicos, de todos os aspectos da questão para convertê-la emproblema jurídico, podendo tratar-se segundo as regras, princípios e técnicaspróprias dos debates jurídicos".

O Direito do Trabalho "despolitiza-se" e aextinção de direitos torna-se uma operação "técnica". Ela passa a ser umasimples adaptação das relações de trabalho à acumulação predatória do capitalvolátil, sem que os seus próprios agentes políticos desgastem-se emdemasia.
III

O Direito do Trabalho, portanto,encontra-se- face a sua instrumentalização pela economia neoliberal -numa encruzilhada, pois ele está se tornando um direito não-contraditório. Estáfazendo valer exclusivamente a sua face (fria) de instrumento de mercantilizaçãoda força de trabalho e apagando a sua outra face (quente), afirmadora dedireitos originários dos interesses das classes trabalhadoras. Trata-se de umaafirmativa aparentemente vulgar, mas que não pode ser evitada, para que se possadialogar com seriedade sobre o seu futuro.
Esta afirmativa enseja as seguintes perguntas: será o Direito do Trabalho ummero servo da economia e refletirá, por "necessidade", apenas os seusmovimentos? Ou terá ele umpotencial emancipatório- como eraperceptível até adécada de setenta -quando uma das suasfaces (a que contempla otimisticamente o futuro, ao contrário do Anjo de Klee)regulava e interferiana espontaneidade econômica, contra os seusaspectos mais desumanos?
A análise feita por Bloch, relativamente às duas correntes existentes dentro do marxismo, uma "correntefria" (a do stalinismo centralizador e autoritário) e uma "corrente quente" (doluxemburguismo espontâneo e democrático)- mesmo que não concordemos comMarx e Bloch - serve como metáfora, para que nos posicionemos sobre a evoluçãodo Direito do Trabalho e sua crise atual.
A "corrente fria" do Direito doTrabalho, que está hoje se impondo politicamente em amplos segmentos da doutrinae em jurisprudência majoritária (de inspiração indireta nomarxismo-economicista), parte daidéia da adequação das relações de trabalho e do seu sistema de proteções-tanto do Estado de Direito como do sistema econômico - ao "ajusteestrutural": a economia comanda mecanicamente a superestrutura jurídica queresponde de maneira "inevitável".
Para este ajuste é necessário que o processo econômico "objetivo" sejaconcebido como um conjunto de novas formas de produzir e de processar o controlesocial, que - segundo os seus apologetas - gera um "caminho único" para toda ahumanidade. Este caminho, que adequa também o sistema jurídico, é o queviabilizaria a maximização da acumulação através de um novo ciclo dedesenvolvimento, que Adam Schaff designou como o período do "capitalismoinformático". O "caminho único" inspira a reforma do Estado, que foidesenvolvimentista e social-democrata, para conformar um Direito do Trabalho dedesregulamentação.
A "corrente quente" do Direito do Trabalho,hoje em franca minoria em todo o mundo (inclusive pela mudança de opinião damaiorparte dos seus mais brilhantes defensores), parte do pressuposto deque as mudanças atuais na economia e na produção são mudanças históricas. Elas -segundo esta posição -são contingenciadas por uma revolução tecnológicaque ainda não alcançou o seu apogeu. O Direito do Trabalho - deste ponto devista - faceaos devastadores efeitos sociais do "ajuste", ainda permanececomo um instrumento de regulação defensiva: um instrumento de conquista emanutenção de direitos dos trabalhadores, com as mesmas características efinalidades que cumpriu na transição da primeira para a segunda RevoluçãoIndustrial.
No primeiro caso ("corrente fria"), temos avinculação do Direito do Trabalho ao que se pretende como "necessidadesobjetivas" da economia e a disciplina deixa, em maior ou menor grau, devincular-se à ordem estatal como totalidade. Não se "contamina" com osprincípios constitucionais e com o programa implícito ou explícito na ordemconstitucional: neste caso, os direitos dos trabalhadores compõem um feixeseparado de direitos, relativamente aos direitos e princípios que informaram aemergência da cidadania moderna.
O TST tem uma decisão memorável, nesta direção, numa ação rescisória cujadecisão tornou-se emblemática:"A Ação Rescisória, segundo o art. 489 do CPC,não suspende a execução da sentença rescindenda. Essa disposição, aplicada noâmbito do processo trabalhista, requer interpretação cautelosa -diz o acórdão- tendo em vista que oempregado nem sempre tem condições econômico-financeiras de repor o que houverrecebido na execução’.O que está dito aqui é que esta norma tutelar - queprotege o cidadão aparelhado com uma decisão judicial transitada em julgado -não pode ser aplicada em favor do trabalhador subordinado em face de suapresumida pobreza. A norma legal que assegura a continuidade da execução valepara uns e não vale para outros! Não vale para aqueles que o direito diz quemais necessitam de uma tutela jurisdicional efetiva".
Cabe lembrar - em confronto com esta posiçãodo TST -a valiosa lição de Pinho Pedreira: "a unidade da ordem jurídicaestatal supõe um conjunto de princípios fundamentais na base de todo o Direito enesses princípios se reúnem o Direito Civil e o do Trabalho. Admitir o contrárioseria destruir as normas básicas da ordem social, equivaleria a pensar, porexemplo, que em matéria de trabalho poderiam não ter aplicação as regrasderivadas das garantias individuais".
No segundo caso ("corrente quente"), temoscomo centro da reflexão e da "práxis" a condição do trabalhador vinculada aoâmbito total da ordem estatal. Esta vinculação estabelece uma proximidade cadavez mais concreta, da sua condição básica de "vendedor da força de trabalho" -que o trabalhador é - com a sua condição estrutural de cidadão, proximidade estaque transfere, para a condição do trabalhador, os direitos fundamentais dacidadania moderna. Uma passagem da melhor doutrina espanhola sintetiza aposição: "O TC procedeu, comefeito, à aplicação direta dos preceitos constitucionais à relação de trabalho,solucionando o problema processual prévio a respeito da eficácia mediata dosdireitos fundamentais entre privados, e, com o apoio da cláusulaantidiscriminatória, cuja virtualidade é dinamizada e estendida por suajurisprudência, realizou fundamentalmente um verdadeiro "trabalho de pedagogiasocial" ao afirmar que a empresa não é um ‘território impenetrável’ àsliberdades públicas dos trabalhadores". (Vid. Antonio Baylos: Derecho del trabajo, un modelo para armar, Trotta)

Ao contrário da interpretação constitucionalfrancesa e espanhola, que através do Juiz, normalmente "reescreve" aConstituição, para afirmá-la, os Tribunais do país atualmente reduzem a forçanormativa da Constituição. Os Tribunais esquecem, perigosamente, que aConstituição é fruto de um compromisso entre classes e que tal reduçãodeslegitima a própria ordem jurídica, enquanto totalidade. Esta deslegitimaçãosuprime do compromisso "a criação de um espaço aberto ao reconhecimentoindefinido dos direitos e das liberdades", pondoem perigo a democracia- à medida que reduz a sua respeitabilidade, a sua"norma fundamental" - e a própria Constituição.
A crise do Direito do Trabalho é um dosaspectos centrais da crise da modernidade e um aspecto decisivo da crise doEstado. Do destino que daremos a este impasse muito dependerá a capacidade deresistência à barbárie. Os juristas e operadores do Direito - sua consciênciamais, ou menos, vinculada aos valores do racionalismo crítico que tem suasraízes na Ilustração e no Iluminismo -têm um protagonismo essencial nestecontexto: o neoliberalismo é a irracionalidade regrada pelo mercado e o Direitoque lhe sustenta não conseguirá legitimar-se. Esta ilegitimação compromete aprópria democracia.

2006/07/05

ANTONIO BAYLOS GRAU felicita al maestro





1.- La acción colectiva de los trabajadores en la empresa y su “centralidad” en el proyecto sindical.

El artículo de Umberto Romagnoli que da origen a las intervenciones que componen este libro plantea, entre tantos temas sugerentes, el del desdibujamiento de la figura social del sindicato en su capacidad de autorrepresentación o, lo que es muy semejante, una cierta opacidad en la percepción de la identidad sindical en el presente siglo. A partir de esta apreciación, el presente trabajo pretende interrogarse sobre la posición que ocupa el sindicato hoy en el espacio que le es “natural” y en el que normalmente se le considera bien aposentado, sin que se presenten excesivas dudas sobre los perfiles de su actuación. Y sin embargo en el examen de la identidad del sindicato en relación con la acción colectiva de los trabajadores en la empresa hay también muchas incertezas.

La actuación en la empresa del sindicato pertenece a la memoria de la organización sindical y constituye en la cultura del sindicalismo, especialmente del español, un elemento básico de identidad del sujeto colectivo. Recientemente ha vuelto a conquistar protagonismo en el contexto de un discurso que promueve lo que se podría denominar un “retorno a la empresa” como impulso concreto de la acción sindical. Lo que viene a suponer un cierto redescubrimiento de la importancia de la empresa como elemento vertebrador de la acción de tutela de los derechos de los trabajadores. Lo que resulta perfectamente comprensible porque la empresa sigue siendo, como resalta Romagnoli, “el lugar de máxima refracción de las desigualdades y, al mismo tiempo, el lugar donde no es posible abolirlas”.

Quizá por ello, aunque nunca se explicita esta situación ademocrática, son constantes las referencias a la relevancia de la empresa y a la necesaria reconducción de la acción de tutela de los derechos de los trabajadores en ese ámbito. Se sitúa en primer plano la temática de la participación en la empresa y la necesidad de extender los derechos de información y consulta en la misma, o se recita la importancia de establecer la responsabilidad social de las empresas. Las reflexiones sobre la conveniencia de fomentar un tejido productivo sostenible y de calidad desembocan por lo general en una incitación a la acción sobre las empresas, como también la reiterada urgencia para el sindicalismo de atender en su estrategia de acción las “nuevas realidades productivas”. Y ordinariamente las exhortaciones a potenciar la negociación colectiva giran en gran medida sobre la empresa como centro de imputación de las reglas sobre el trabajo. Existe además una relación directa entre la mayor participación del sindicato en la empresa y la consecución de nuevos derechos en ese ámbito mediante la negociación colectiva, puesto que en definitiva la procedimentalización del poder de dirección y de control sobre el trabajo del empleador que hacen posible los derechos de participación en la empresa se resuelve en un diálogo que debe tender al logro de un acuerdo, situado al lado y en medio de un proceso mas amplio de contratación colectiva sobre las condiciones de trabajo y de empleo. En definitiva, y cómo señala la Directiva 2002/14/CE del Parlamento Europeo y del Consejo de 11 de marzo de 2002 por la que se establece un marco general relativo a la información y a la consulta de los trabajadores en la Comunidad Europea, lo que caracteriza estos procesos es “el intercambio de opiniones y la apertura de un diálogo entre los representantes de los trabajadores y el empresario”, diálogo que debe tener como objetivo “llegar a un acuerdo sobre las decisiones” que se encuentren entre las potestades del empresario definidas como tales por la norma.

Estos debates sugieren una cierta recuperación de una acción específica del sindicato más “pegada al terreno” y a los trabajadores en especial, cuyos intereses son representados por la organización colectiva de un modo muy explícito, puesto que se plasman en la relación directa que se establece en la unidad productiva entre las dos partes del contrato de trabajo. Es un discurso que se refugia en la empresa quizá hastiado de las dificultades y complicaciones de la acción más general del sindicato, sea a nivel socio-político, sea a nivel sectorial, fundamentalmente centrada en la relación con el poder público en sus múltiples figuras y con la representación general del empresariado, que se resuelve en una estado de concertación permanente que paradójicamente conduce a pocos resultados tangibles al menos en el nivel interprofesional. La acción específica en o desde la empresa permite conceptuar una fase laboral propiamente dicha de la capacidad de acción del sindicato y de sus planos de intervención en la realidad social que resultan más productivos socialmente y que permite una mejor visibilidad de la capacidad del sindicato de tutelar y representar los intereses de los trabajadores. Enlaza así el sindicato con su identidad segura, con sus certezas provenientes de su historia y de su cultura.

El discurso que enfatiza la laboralidad explícita derivada de la inmediación de una acción sindical centrada en la empresa tiene por tanto varias implicaciones. Ante todo, repara en una vertiente más reivindicativa en lo concreto de las condiciones de trabajo y de empleo, que obliga a replantearse la utilización de los mecanismos clásicos de presión y de negociación de manera encadenada, es decir a una recuperación del ligamen nunca perdido entre huelga y negociación colectiva en el ámbito de la empresa. Ambas facultades de acción se hallan delimitadas por la inmediación con la relación de trabajo entre empleador y trabajadores en el marco del contrato de trabajo que despliega sus efectos en una determinada organización de la actividad productiva empresarial. Además, desde el punto de vista de los contenidos, se presta una atención prioritaria a las circunstancias en las que se desarrolla el trabajo en las unidades productivas, reforzando en consecuencia el trabajo como preocupación sindical más que el empleo como objetivo absorbente de las energías reivindicativas. De esta forma se refuerza la figura del trabajador con derechos – derechos “viejos” construidos desde la relación salarial fordista y derechos “nuevos” ligados a la persona del trabajador y a las nuevas identidades que esta figura social incorpora – frente a la del ciudadano social, que ante todo se sitúa en el ámbito de la suficiencia de las condiciones de vida y existencia, en el dominio de la reproducción social.

La actuación del sindicato por tanto, aun manteniendo la necesidad de desplegar su acción de tutela tanto sobre los derechos del trabajador como sobre los del ciudadano social, se asienta muy sólidamente sobre la esfera de la producción sin por ello descuidar la de la reproducción, que sin embargo ya no se muestra como un espacio de acción que prevalezca sobre el del trabajo en los centros de producción. No se pretende saldar la separación entre el ámbito “político” de actuación sindical – que en la terminología de alguna norma vigente se denomina “extralaboral” – y la dimensión “económica” de la acción de tutela del sindicato, sino revalorizar esta última que se extiende y se carga de nuevos contenidos “laborales”. En efecto, los espacios de regulación de las relaciones laborales en la empresa ya no se limitan a los clásicos del intercambio de la relación salarial, la organización del trabajo o la institucionalización de los sujetos colectivos que provienen del clásico compromiso fordista, sino que incorporan los nuevos elementos de ciudadanía en la empresa, la problemática del empleo, ante todo en lo relativo a las facultades empresariales de contratación de despido, y las decisiones que afectan a la transformación de la forma de empresa o al diseño organizativo de la misma.

Ello quiere decir que en el centro por tanto está la empresa. Y que de alguna manera se está procediendo a una cierta refundación del sindicato desde la empresa, como una seña de identidad de la organización que se adapta a los requerimientos del nuevo siglo. En el programa de acción del 8º Congreso de la C.S de CCOO, primer sindicato del país, se expresa esta idea con la evidente rotundidad de las consignas congresuales: “Reforzarnos en la empresa y hacer más y mejor trabajo sindical en la empresa: ahí está la base de nuestra función y la fuente de nuestra legitimación”. Es evidente que con esta frase no se niega la acción de representación general de todos los trabajadores, empleados, desempleados o retirados del mercado de trabajo y su proyección sobre los poderes públicos y el sistema de diálogo entre los interlocutores sociales en el plano interprofesional, pero resulta bien sintomática del discurso que subraya la “centralidad” de la empresa en el proyecto sindical hasta el punto de que desde allí se legitima el proyecto en su conjunto. Desde otro punto de vista, esto significa también una revalorización de una dimensión típica de la autonomía colectiva, que por tanto se inserta de manera fuerte en el propósito sindical de extender los campos de regulación a través de reglas autónomamente codeterminadas con el empresariado como interlocutor social.

Parece que tras estos planteamientos tan enfáticos que realzan los aspectos más positivos de esta aproximación a la realidad laboral y a las formas de representarla desde la empresa, se encuentran algunas apreciaciones críticas respecto de otros enfoques de la acción sindical que sitúan en posición prevalente otras dimensiones. Puede suceder que se estuviera implícitamente cuestionando una cierta práctica de “colonización” del espacio normativo de la empresa a través de la creación de reglas vinculantes en éste pero creadas desde fuera o más allá de los lugares productivos, a través del diálogo social con los poderes públicos o la negociación colectiva de sector, lo que posiblemente ha ayudado a crear un marco normativo general que sin embargo no se ha visto acompañado de un trabajo en paralelo sobre las condiciones específicas de trabajo y de empleo en cada empresa en concreto. La crítica posible que se apunta hace emerger evidentemente el problema de la estructura de la negociación colectiva en España, en concreto las tendencias a la llamada descentralización normativa colectiva que sitúa en la empresa el centro directivo de la regulación de las relaciones de trabajo. Pero a la vez plantea la indeterminación que acompaña a este espacio normativo desde un sistema autónomo de regulación colectiva que fundamentalmente pivote sobre los convenios sectoriales o los acuerdos marco, porque en gran parte de los contenidos abordados por la negociación colectiva sectorial es posible encontrar un gran margen de indeterminación que requiere un esfuerzo de concreción en el nivel de la empresa, en donde si no existe un proceso de mediación colectiva, la regla la pone unilateralmente la estructura empresarial. En ocasiones la norma colectiva sectorial se autolimita bien en el ámbito de aplicación personal, dejando fuera de la regulación de convenio a varias categorías de trabajadores, bien en los contenidos abordados, dejando sin tratar puntos importantes de la relación de trabajo, por lo que necesariamente se ha de acudir a la empresa para encontrar la regla de trabajo que corresponde a tales supuestos. Es el dominio posible de los acuerdos de empresa, pero también de las prescripciones “descolectivizadas” que se confían a la autonomía individual y al poder unilateral del empresario. Lo que puede conducir por otra parte a una reflexión más en profundidad sobre la complejidad de las reglas colectivas resultantes en el campo de la empresa, con importantes conexiones entre los procedimientos de participación de los órganos de representación de los trabajadores y los de generación de normas de origen convencional colectivo.

En cualquier caso, es seguro que ni la enunciación positiva de este discurso ni su previsible carga crítica respecto de la determinación de la esfera autónoma colectiva centrada en la rama de producción, quiere presentarse como un giro estratégico en la conformación de las líneas maestras de la práctica sindical de estos últimos años. No tiene el carácter de las decisiones definitivas que implican la adopción de grandes opciones orientadoras de la acción colectiva de los trabajadores. Probablemente el sindicato – al menos el español – ha perdido la costumbre y también la confianza de proceder a esas grandes elaboraciones que “fijaban” posiciones o líneas de política sindical en el nivel confederal. Por el contrario, estas continuas reivindicaciones de la centralidad de la empresa como terreno de acción sindical resultan siempre compatibles con las orientaciones clásicas de la actuación sindical en el proyecto de regulación social que sostiene a través de la concertación social permanente en la que desde hace ya algún tiempo ha perdido la iniciativa. De esta forma, el sindicalismo que ha acuñado el término sociopolítico para explicar su capacidad de acción como sujeto político, dotado de un proyecto de sociedad propio y configurado autónomamente, no abdica de su tradicional actuación en este ámbito, aunque la administra a través de una rutina cada vez mas subalterna al proyecto político del gobierno, que es el que impone el sentido y la fundamentación a las reformas que se producen en materia social y quizá por ello encuentra necesario prestar mas atención a la “laboralidad” del sindicato que a la actuación del mismo conformadora de una ciudadanía social suficiente.

No quiere esto decir que el sindicato renuncia a su capacidad de disciplinar el mercado laboral mediante la regulación de las condiciones de trabajo, especialmente salariales, y del empleo, piensa por el contrario simplemente que le es útil privilegiar su razón de ser, el trabajo en la empresa como centro de producción de bienes y de servicios. La conclusión de lo que se está discutiendo es una afirmación que sin duda ha de calificarse de “políticamente correcta” : la tendencia a un “retorno” a la empresa, al trabajo asalariado como legitimación permanente del sindicato, y a su capacidad de transformar la vida de las personas en concreto. Un reencuentro tranquilizador con su identidad segura como representante de los trabajadores en los lugares de producción.

2.- El “espacio empresa” como campo de acción sindical

Esta orientación intensa de la acción sindical que debería fundarse de abajo arriba, fortaleciendo y reforzándose en ese lugar, plantea algunos interrogantes respecto de lo que se debe entenderse actualmente por empresa. Aunque parezca una afirmación banal a fuerza de ser repetida, esta es una noción complicada que da por supuesto que bajo tal denominación se encuentra la organización económica para la que se trabaja en unas determinadas coordenadas funcionales y territoriales dadas, pero que ante todo suele ser definida en la opinión sindical en función de diferentes parámetros. Los más utilizados son los que se refieren al tamaño, a la productividad, a la capacidad de competir o, en fin, a la forma de organizarse. Es, claro está, un discurso muy extendido en donde sin embargo lo más interesante es la funcionalidad del mismo, la intención con la cual se emplea, que es la de subrayar la excepcionalidad y la diferencia de este espacio de regulación respecto del resto de los campos de acción del sindicato y, simultáneamente, la idoneidad del mismo para generar tipos de regulación excepcionales o diferentes de los comúnmente mantenidos por la organización sindical en su conjunto.

Un ejemplo claro al respecto es lo que se refiere al tamaño de la empresa y en concreto a la atención que debe darse a las pequeñas y medianas empresas, las Pymes en la jerga sindical. Cuando se habla de ellas se suele traer a colación la necesidad de establecer reglas excepcionales tanto desde la estructura orgánica del propio sindicato, sobre la base de “reforzar la presencia sindical” en las mismas a través de una cierta intervención de las estructuras territoriales en la conformación de secciones sindicales de zona, pero también desde la formulación de excepciones a las reglas legales que configuran la representatividad sindical, como la propuesta realizada en la non nata reforma del sistema de negociación colectiva del 2002 de crear una regla de irradiación de la potencia sindical sustitutiva de la capacidad representativa de los trabajadores cuando no existe presencia organizativa ni representación legal.

Pero mientras que las anteriores tomas de posición persiguen establecer reglas de excepción para compensar las dificultades que encuentra la organización sindical radicada en una noción de empresa omnicomprensiva que sin embargo no permite expresarse como tal a la fórmula de representación de los trabajadores en los lugares de producción tal y como se define ésta sindical y legalmente, hay otras manifestaciones del tema más sugerentes del uso que se puede dar, en el terreno de la estrategia sindical, a la especialidad o excepcionalidad de la empresa como campo de acción y de tutela de los derechos de los trabajadores. Se trata en primer lugar de la posibilidad de desarrollar políticas reivindicativas específicas en función de la especial situación de la empresa respecto al nivel de competitividad en el mercado o en relación con la productividad que ha generado, líneas reivindicativas diferentes por tanto de las que a nivel general se prevén para el sector de producción. Este es un elemento clásico de la cultura sindical de especial interés en materia de salarios en la negociación colectiva, que ha ido sufriendo ciertas metamorfosis en razón de la política de crecimiento salarial que el sindicalismo español ha ido defendiendo en cada época histórica, y que afecta también a todo el amplio temario del tiempo de trabajo. Normalmente la posibilidad de desvío de las políticas salariales respecto del crecimiento pactado en la rama de producción o en el acuerdo marco general se contiene en el propio proceso de negociación en tales ámbitos, que en consecuencia prevén ellos mismos los márgenes de desviación que se puede permitir en función de las peculiariedades de las empresas, reduciendo de esta forma las posibles expresiones más insolidarias producto de un cierto corporativismo de empresa. Así ha sucedido en la última experiencia del diálogo social en España entre los interlocutores sociales, la serie de los Acuerdos de Negociación Colectiva que a partir del 2002 se renuevan anualmente entre el sindicalismo confederal y la representación general del empresariado – el último, en el 2006 -, en donde se muestra un claro ejemplo de este encauzamiento a través del Acuerdo Marco de las posibles desviaciones salariales que éste hace pivotar fundamentalmente en incrementos retributivos sobre la base de incrementos paralelos de productividad en las empresas, aunque este concepto sea algo bien difícil de determinar y en la práctica se traduzca en una indicación cuantitativa cerrada de crecimiento salarial.

Pero también, y en el extremo opuesto, es un dato incontestado que el sindicato defiende políticas defensivas de empresa, en especial frente al empleo, caracterizadas en lo esencial por el intercambio de derechos por mantenimiento del empleo o racionalización de los procesos de destrucción del mismo. Se ha venido resaltando en los medios de comunicación el tour de force que se ha venido produciendo en importantes empresas transnacionales industriales entre aumento de tiempo de trabajo y reducción salarial y renuncia de la empresa a la deslocalización de sus actividades a otros países, normalmente situados en el este de la Europa recién ampliada (Siemens, Mercedes, Volkswagen), especialmente intenso en el año 2004. Este tipo de políticas claudicantes de empresa en las que se retrocede en los derechos reconocidos a cambio del mantenimiento de un aproximado volumen de empleo se insertan claramente en lo que podría denominarse la excepcionalidad de la crisis económica y por tanto estas decisiones suelen presentarse como extraordinarias y forzadas, aunque a nadie le escapa la importancia que este tipo de intercambios a la baja de derechos tiene en el devenir del panorama general estratégico del sindicato en una coyuntura histórica determinada. Mas aún, la resistencia a esas políticas de empresa que esgrimen la deslocalización como argumento de fuerza, suele ser percibido en términos mediáticos – de los que se hace inmediatamente eco la inteligentsia política - como un error estratégico del sindicato que castiga a los trabajadores y daña el aparato industrial de un país o región determinada, como el muy reciente caso de Volkswagen en Navarra pone de manifiesto.

Fuera de los supuestos anteriores, en fin, es un lugar común preguntarse si cabe enunciar y diseñar políticas sindicales de empresa en función de las características de la misma que se separen de las directrices estratégicas fijadas a nivel confederal y a nivel sectorial. Los ejemplos pueden ser abundantes, pero es sobre todo en el ámbito del empleo y de su regulación donde más incisiva puede resultar esta posibilidad de políticas separadas de empresa respecto de la política sindical general al respecto, y lo que enseña la práctica de la negociación colectiva en materia de uso de las modalidades de contratación temporal, de la ordenación del tiempo de trabajo o de los mecanismos de flexibilidad interna, resulta bien ilustrativo al respecto. Hay estudios en los que aparece con cierta claridad el uso que en la negociación colectiva se está dando de esta política sindical de empresa separada de las directrices generales a nivel confederal, especialmente en lo relativo a la gestión flexible del trabajo como forma de organización de la empresa.

Lo que estos elementos de análisis sugieren es el cuestionamiento del grado de centralidad de la acción sindical en la empresa respecto de la política confederal o federal del sindicato. Es decir, si la “centralidad” de la acción colectiva de los trabajadores en la empresa en el proyecto sindical no implica en muchos casos un movimiento orbital propio y diferente del que preside al planeta sindicato. Es un tema que asoma desde los análisis de la negociación colectiva, como se ha dicho, pero que tiene importantes implicaciones en la propia configuración de la estructura interna sindical y en la atribución de un peso específico a las organizaciones “verticales” o federales frente a las horizontales o territoriales, y en la tensión que se produce entre ambas a propósito justamente de “casos” de empresa, por definición excepcionales, diferentes o especiales. Pero en cualquier caso desde la perspectiva sindical estos interrogantes constituyen ante todo un problema de articulación de estrategias reivindicativas y de realización de síntesis en el proyecto del programa confederal, al margen de que algunas propuestas al respecto tengan dificultades de encaje con los parámetros en los que se mueve el discurso sindical de tutela colectiva de derechos en las relaciones de trabajo. El que exista o no capacidad de síntesis por parte de la dirección confederal en estos asuntos es un tema diferente que puede agravar o no resolver la problemática que se plantea.

Desde otro punto de vista, este tema permite hablar de un cierto aislamiento – relativo – del ámbito de la empresa como campo de acción sindical, dotado de características propias y de una autonomía – aunque también relativa – respecto de otros territorios de regulación de las relaciones laborales, insertado en un sistema sindical en el que la descentralización normativa a través de la regla de empresa ocupa un papel cada vez mas importante. Realmente lo que se está señalando de manera principal es la ocupación de un territorio imaginario, en donde la empresa es, sencillamente, el espacio natural de la acción sindical. Lo que implica que el sindicato debe rescatarlo de su connotación organizativa, pegada a la capacidad conformadora de esa realidad por parte del empresario, y concebirlo como un campo de acción funcionalizado a la defensa y tutela de los derechos de los trabajadores, y en consecuencia abierto a la forma en que lo que llamamos empresa se expresa en la realidad. De esta manera las anteriores determinaciones del concepto de empresa y de las políticas posibles en la misma quedan incluidas en este territorio imaginario cualificado por el desempeño de la actuación sindical de tutela del interés colectivo de los trabajadores.

Por eso se concibe el espacio – empresa ante todo como un lugar en el que se desarrollan relaciones de poder entre sujetos colectivos y en el que se integran las dimensiones individuales y colectivas de los trabajadores frente al interés del empresario y de la organización que dirige, dando como resultado un campo de actuación que contiene las formas de ejercicio de ese poder privado empresarial, las implicaciones de su potencia y las formas de control de la misma protagonizadas – al menos en su versión típica – por el sindicato. Como en todo espacio de poder, el aspecto de la coacción y de la sujeción de las personas es decisiva, pero no menor importancia revisten los aspectos de legitimación del poder ejercido y de las formas de control del mismo.

Ese lugar no es sin embargo nada sencillo de comprender ni siquiera esquemáticamente. Está además lleno de rincones y recovecos desconocidos. Es en muchos aspectos una terra incognita. No sólo porque ciertos discursos que quieren justificar la “refundación” del sindicato en la empresa se sitúan en un nivel de confusión notable, procediendo a una extraña amalgama en la que se funden el capital humano y la lucha de clases, sino porque estamos acostumbrados a contemplar ese campo de acción – el espacio empresa como territorio en el que se desenvuelve un poder privado desigual sobre personas – desde la construcción institucional de la acción sindical. Es decir, desde la organización vertical y horizontal de los trabajadores en la empresa y las formas concretas en que ésta se ha institucionalizado, un modelo que se edifica sobre la noción de empresa – centro de trabajo, sin atender a dónde realmente se despliega el poder unilateral del empresario con efectos vinculantes sobre las personas materialmente dependientes de su organización.

3.- La absorción por el esquema institucional del “espacio empresa” y su identificación con el lugar de trabajo definido como “centro de trabajo”.

Si la empresa es, como parece, un lugar en el que se desarrollan institucionalmente las relaciones de poder derivadas de la doble dimensión, colectiva e individual, del trabajo asalariado, éste lugar es ante todo, el lugar de trabajo, en donde se conforman posiciones subjetivas muy claras: alguien que dirige el trabajo y lo organiza y un grupo que presta esa actividad subordinadamente o de forma dependiente de aquél, de cuya relación se construye a nivel individual la relación obligatoria que se conoce como contrato de trabajo y a nivel colectivo la presencia del sujeto que organiza ese interés pretendiendo intervenir y “gobernar” el proyecto organizativo del empresario. Por eso en el lugar de trabajo – en la empresa en esta acepción, dando por supuesto la bilateralidad que enmarca la relación de trabajo – es donde se condensa el conflicto entre empresa y sindicato puesto que éste necesariamente encamina su actuación a la creación de derechos que garanticen la profesionalidad digna de los trabajadores y la eliminación gradual de la unilateralidad organizativa empresarial sustituyéndola por una actitud más democrática, que realice a su vez la condición ciudadana de los trabajadores también en el círculo organizativo de la empresa. Este ha sido además el elemento decisivo en la conformación de la identidad del sindicato – y antes de él, del movimiento obrero como sujeto colectivo – bajo el franquismo y en la transición democrática, que se ha proyectado en el diseño institucional que, ya en la democracia, se ha recogido normativamente.

Desde la idea central de condicionar, controlar o negociar el poder de decisión y organización del empresario, la red institucional de la representación y de la acción sindical en la empresa se conciben y se realizan normativamente desde el lugar de trabajo, el centro de trabajo, que por tanto es una segunda determinación del espacio de la acción sindical tal como se ha venido describiendo. La regla básica que explica el sistema español de representación “unitaria” y “sindical” se construye desde la unidad electoral del centro de trabajo como columna vertebral del “modelo dual” de representación del interés colectivo de los trabajadores en la empresa. Esa misma perspectiva se mantiene en materia de huelga, dado que el DLRT configura ante todo un sistema de huelga de empresa en donde los “representantes” de los trabajadores todavía no han sido calificados en función de la dualidad representativa que caracteriza al sistema, pero donde la confusión entre empresa y centro de trabajo es una referencia continua[1]. Y, en fin, en lo que respecta a la negociación colectiva, es patente el solapamiento en la que constituyó la figura “estrella” de la reforma laboral de 1994, el denominado acuerdo “de empresa” con el ámbito del centro de trabajo, pero también se puede rastrear en otras figuras del convenio colectivo regulado por el Estatuto de los Trabajadores, desde la legitimación para convenir hasta la pactación del comité intercentros en convenio colectivo[2].

Sin embargo, esta identificación conceptual entre el lugar de la representación colectiva y el lugar de trabajo puede ser alterada por la propia autonomía colectiva y la acción sindical, como de hecho sucede en materia de representación sindical en la empresa a través de la adopción de los estatutos sindicales que son quienes determinan el espacio representativo concreto de la sección sindical de empresa, o a través de la acción colectiva en el supuesto de huelga o, en fin, mediante la actuación de la negociación colectiva para establecer unidades de representación superiores al centro de trabajo. Las estructuras institucionales de la representación en la empresa de carácter electivo – la representación “legal” de los trabajadores – son sin embargo más rígidas, requieren una conformación estrictamente legal sin que puedan ser disponibles ni alteradas por la negociación colectiva. Y también este carácter necesario se predica de los requisitos de legitimación para negociar convenios colectivos conforme al Estatuto de los Trabajadores.

De esta manera, el “retorno” a la empresa como eje del trabajo sindical está necesariamente mediado por la institucionalización de la acción sindical a través de los mecanismos jurídicos que definen un sistema de representación de intereses determinado, y éste se localiza en el centro de trabajo, haciendo equivaler el espacio empresa con el del lugar donde se trabaja en un entorno definido por una cierta autonomía productiva en el conjunto del diseño mas general de la organización empresarial, aunque el esquema puede ser variado ligeramente mediante el recurso a fórmulas regulativas autónomas que sin embargo no permiten intervenir ni en la conformación estructural de los órganos representativos “unitarios”, ni en las condiciones para la legitimación para negociar convenios colectivos estatutarios.

Se deben por tanto reforzar los vínculos que liguen el lugar de trabajo y la empresa como espacio de regulación de las condiciones de trabajo y de empleo. Eso implica que hay que repensar la institucionalización de la acción sindical actualmente existente – en los términos en los que realmente se expresa –, es decir tanto el modelo dual de representación de intereses en vigor como la propia estructuración interna del sindicato en la conformación de la posición que ocupa la sección sindical de empresa. Por otra parte, al ser el sindicato un agente de regulación de las condiciones de trabajo y de empleo, y partícipe de las decisiones sobre la organización del trabajo – que sigue reclamando el empresario como monopolio suyo -, la concreta administración de esta relación en la empresa requiere una reflexión sobre la red de instrumentos regulativos colectivos que se vinculen directamente con la empresa como centro de imputación normativa, lo que plantea numerosos problemas tanto en relación con la distribución de espacios reales de regulación de las relaciones laborales en la empresa desde fuera de ella como respecto del propio uso y “gobierno” sindical de los instrumentos regulativos que se ciñen a este ámbito. El debate sobre la “descentralización convencional” y sobre la “descolectivización” – individualización - de grupos importantes de relaciones de trabajo en el seno de la empresa, fenómenos que sueles darse de forma conjunta, tiene en este punto su encaje evidente.

Esta reflexión suele presentarse en el plano del debate y de las decisiones del sindicato respecto de las grandes líneas que debe regir el sistema de negociación colectiva y sus relaciones con el sistema legal, pero aun desde esa posición claramente inserta en el espacio de la autonomía sindical, sus contenidos normalmente se vuelven a reabsorber en una perspectiva claramente institucional, normativa, que de esta forma se fija conceptualmente como el único camino de promover la autonomía de la acción sindical. La relación de interdependencia que existe entre el modelo legal y convencional de negociación colectiva en España está muy escorada hacia la construcción por la ley estatal de las facultades de actuación y la inserción “fuerte” en el sistema normativo de la autonomía colectiva.

Este es por consiguiente el primer problema planteado, la reducción del espacio empresa al espacio representativo que se define institucionalmente a partir de los lugares de trabajo, definidos éstos como centros de trabajo y restringidos por consiguiente a una noción organizativo – productiva que presupone un contexto, la empresa, marcada por una relación contractual bilateral entre empleador y trabajadores a su servicio. Este presupuesto o no dicho problemático introduce un grado de perturbación considerable en esta perspectiva institucional de la acción sindical: la desconexión del concepto de lugar donde se trabaja para otro del de empresa para la que se trabaja. Es decir, la falta de capacidad institucional del sindicato para administrar el conflicto sobre el poder empresarial y los derechos de los trabajadores desde el espacio de representación que le reconoce el sistema legal.

4.- La dificultad de armonizar la dimensión organizativa de la empresa y la dimensión institucional de la acción sindical.

Lo que quiere decirse es que las nuevas figuras mercantiles que reinventan la organización empresarial en el tráfico jurídico a través de una constelación de redes variables que establecen complicadas ingenierías contractuales, y la generalización de flujos económicos flexibles y continuos que se expanden más allá de las fronteras nacionales y que acostumbran a expresarse en términos globales, tienen una repercusión evidente en la conformación de la figura empresarial, que sin embargo en el imaginario sindical de la acción de tutela aparece nombrado como si no hubiera cambiado en lo esencial. La empresa es, por tanto, el interlocutor contractual o el antagonista colectivo frente al cual se despliega la acción sindical en sus dos vertientes, individual y colectiva, pero la foto fija que la evoca resulta siempre la misma, y sin duda no se corresponde con la identidad predominante actual de la empresa, como sucede con algunos retratos de familia que reflejan una imagen lejana en la que resulta difícil reconocer a aquel con quien se está hablando todos los días.

No se puede sin embargo seguir pensando la empresa sólo como un interlocutor contractual en el marco de una relación bilateral de intercambio de tiempo de trabajo por salario entre un empleador y los trabajadores a su servicio. La complejidad organizativa de la actuación empresarial, las fracturas del sistema de la personalidad jurídica que ello lleva aparejado, y los múltiples elementos de coordinación del sujeto empresarial, no lo permiten. Y de hecho en la doctrina laboralista española actual se detecta una atención predominante hacia las figuras de triangulación de la relación de empleo o a las diversas formas de concentración empresarial[3], lo que ha conducido a la delimitación de lo que es la empresa y el empresario desde la visión que el sistema jurídico ofrece del mismo, reflexión muy orientada por la problemática que plantean los fenómenos de coordinación empresarial y de externalización productiva.

Probablemente se ha hablado mucho de crisis de paradigma fordista, pero tan sólo en lo que se refiere a la condición de los trabajadores y la pérdida de su uniformidad material y cultural. Quizá la tan mentada crisis del paradigma se teoriza más en el debate sindical sobre la base de sus repercusiones en el trabajador típico y atípico al que se refiere el trabajo productivo actual y que entre nosotros cobra presencia abrumadora bajo la forma del trabajo precario, inestable y temporal y sus referencias de edad y de género. De forma que cuando el sindicato retorna a la empresa considerando este ámbito el elemento básico de su estrategia de actuación, no encuentra allí un colectivo laboral relativamente homogeneizado, sino un conjunto fragmentado y desigual de trabajadores que no sólo tienen identidades propias y diferenciadas del tipo ideal del trabajador clásico, sino que tampoco disponen de un conjunto de tutelas claramente delimitadas, al punto que para muchos de ellos las tradicionales garantías del trabajo son tan desconocidas como los derechos democráticos que jamás gozan en el ejercicio de su actividad productiva. Sin embargo, el cambio en la figura del empresario tal como éste es concebido desde las estructuras institucionales clásicas del sistema legal y las transformaciones en el diseño organizativo de los procesos de producción de bienes y de servicios, todavía no se ha relacionado suficientemente con la forma de construir la presencia de la forma sindicato como institución jurídica y políticamente relevante en nuestro sistema de relaciones laborales.

Porque aunque sea una constatación banal, la empresa está ya desde hace tiempo y en muchos sectores desagregada, deslocalizada y deconstruida, y en ese proceso no parece posible mantener las mismas bases organizativas de la representación de los trabajadores en la empresa, que se corresponde con un modelo diferente de organización empresarial, como también la de sus formas de accíón y su “capacidad de intervención”. Es aquí posiblemente donde la necesidad de debate y de experiencias sindicales sea mas urgente por tratarse de un aspecto muy visible políticamente.

La primera respuesta a los nuevos diseños de la organización empresarial flexible parece propiciar una estructura sindical superpuesta a los órganos de representación en una empresa frente a la que no es posible representar el interés colectivo de los trabajadores en su conjunto, es decir, a una suplantación de los enclaves institucionalmente designados como relevantes a efectos de la acción sindical de tutela de los trabajadores por una estructura sindical especialmente diseñada a la medida de la dimensión organizativa que ha elegido la empresa y que por regla general se situará en el nivel sectorial supraempresarial de la organización sindical. En este sentido, mantener, como sería razonable, que la crisis de identidad representativa de los trabajadores en la empresa flexible se supera mediante el recurso a instancias sindicales sectoriales, significa también que la respuesta escogida por el sindicato a estas nuevas realidades organizativas favorece y acelera la crisis de las formas vigentes de institucionalización de la acción sindical en la empresa. La duda que surge al respecto es si el sindicato es capaz de desplegar su creatividad organizativa impulsando formas de agregación de intereses en la empresa diseñada flexiblemente sin necesidad de recurrir a la estructura supraempresarial clásica del sindicato, el sector o la rama de producción. Interrogante que se plantea a su vez de manera muy parecida cuando lo que está en juego es una coordinación de actividades productivas mediante el juego de la subcontratación de actividades en un mismo centro de trabajo, con la única diferencia de que en estos supuestos la respuesta organizativa sindical suele reposar en la creación de un interlocutor – coordinador por parte sindical que se residencia en las estructuras territoriales de la organización sindical.

Por el momento una buena parte de las experiencias con las que se cuenta no han sido capaces de generar una respuesta organizativa desde el espacio - empresa, sino que se acude a los esquemas organizativos del sindicato para, por elevación, proporcionar el interlocutor (representante) adecuado y suficiente, sea en el plano del sector o rama, sea en el del territorio, con todas las dificultades que ello lleva, reconociendo a la postre que el sindicato no tiene capacidad institucional en la empresa para poder administrar el conflicto desde ese lugar. Es decir, que el espacio – empresa desde la dimensión organizativa que le da el empresario escapa a la compartimentación que institucionalmente se ha definido para la acción sindical. Ello implica una cierta incapacidad de intervención de los órganos de representación normativamente previstos y la definición de sus facultades de acción, de manera que el acotamiento del campo de juego de la acción sindical no sirve en estos supuestos y se tiene que rehacer desde presupuestos nuevos ante cada supuesto en concreto dependiendo de la correlación de fuerzas que en ese momento determinado pueda darse.

Es conveniente además resaltar que este tipo de soluciones que el sindicato inventa para hacer frente a un diseño organizativo dislocado y fragmentado formalmente, aunque con una clara convergencia en los objetivos de la organización del proceso de producción de bienes y servicios considerado en su conjunto, son siempre soluciones marcadas por la provisionalidad, que se agotan en el caso concreto sin producir una regla hacia el futuro. Por lo demás las dificultades para encontrar un ámbito comprensivo de negociación colectiva son evidentes, y sólo pueden ser salvadas mediante la intervención de una fórmula organizativa sin referencia directa a la empresa, aunque con especialidades propias que aquí no pueden abordarse. De todas maneras, conviene tener en cuenta que la “unidad de negociación adecuada” en estos casos suele encontrarse en el “nivel superior a la empresa” al que alude el art. 87 ET, pero teniendo en cuenta que en los supuestos de descentralización productiva y acuerdos “horizontales” o “transversales”, el carácter multisectorial del acuerdo resultará obligado, con la alteración de fondo que este hecho impone del tipo ideal de negociación supraempresarial que reposa en el sector o rama de producción. Sin embargo no sucede lo mismo en lo que se refiere a la posible convocatoria de una acción huelguística, que encuentra en el sindicato su dimensión colectiva, sin que por tanto se tenga que someter a un ámbito determinado más allá del que marque el territorio en el que se desenvuelva la huelga y la correlativa obligación de preavisar a la autoridad laboral y a la asociación empresarial del mismo. Quizá de esta diferenciación en el régimen legal se puedan extraer algunas reflexiones sobre la relación entre huelga y negociación colectiva como medios de acción sindical y su correspondiente versión regulativa en nuestro sistema jurídico, la mayor “libertad” en materia de conflicto que en materia de negociación colectiva.

No quiere esto decir sin embargo que estemos ante una tendencia unívoca que señale al sindicato y a las estructuras supraempresariales del mismo como formas de respuesta a las transformaciones de la morfología empresarial. En la dirección contraria caminan las orientaciones legales y convencionales que pretenden consolidar órganos de representación unitarios sobre la base de un colectivo de trabajadores cuya inserción trasciende el ámbito del centro de trabajo y la empresa. En efecto, determinados fenómenos de cooperación empresarial – grupos de empresas señaladamente – han visto emerger reglas que crean organismos de representación electiva, de tipo unitario, como fórmula de recomposición del ámbito de representación del interés colectivo de los trabajadores con el efectivo poder de dirección y de organización de la empresa, y estas experiencias reposan también en la negociación colectiva, que “actualiza” el modelo de representación unitaria del art. 63.3 ET y lo adapta a la nueva figura empresarial coordinada. Ello ha originado una larga experiencia derivada de la negociación colectiva de nuestro sistema de relaciones laborales en materia de comités de grupo de empresas, como consecuencia de la creación de una unidad de negociación adecuada a esta realidad. Pero también en lo que respecta a la empresa transnacional, a las empresas y grupos de empresas de dimensión comunitaria, el modelo de representación priorizado ha sido el derivado del espacio representativo unitario de los diferentes países en los que tiene presencia la multinacional. Esto es lo que ha sucedido en el transcendental tema de los comités de empresa europeos, sobre el que por cierto hay una extensa literatura jurídica y sindical que pone el acento en la dimensión transnacional que cualifica la organización empresarial, y que en el plano sindical plantea una interesante relación entre estas estructuras representativas “unitarias” y su necesaria coordinación a través de las Federaciones de rama europeas integradas en la CES. La experiencia ya muy avanzada de los denominados Acuerdos Globales enseña que en la creación y puesta en marcha de esos fenómenos de autonomía colectiva en la dimensión transnacional, han resultado determinantes estas formas organizativas “unitarias” que diseñan un espacio representativo en el interior de la empresa o grupo de empresas de dimensión comunitaria y que en ocasiones, como en algunos ejemplos de las industrias de la automoción, se transforman en “comités mundiales”, excediendo el ámbito comunitario de referencia e involucrando a todas las representaciones de los trabajadores en las empresas filiales diseminadas en paises situados fuera de Europa.

Y, ya en la dimensión nacional interna y en lo que se refiere a los fenómenos de interposición regulados legalmente a través de las ETTs, la norma española establece una especie de préstamo de la capacidad representativa del órgano representativo de los trabajadores de la empresa respecto de aquellos cedidos por la ETT que trabajan en la empresa, al menos en relación con los aspectos del trabajo que realizan bajo la dirección y el control de la empresa usuaria, regla legal de interés evidente que se ha pretendido exportar a los fenómenos de cooperación interempresarial externa a través del fenómeno de las contratas y subcontratas y que en cualquier caso pone el acento en las formas de representación en la empresa “sindicalizadas”, mas que sindicales.

Cabe una pequeña reflexión adicional después de analizar estos aspectos. Es posible recuperar y acentuar, desde otro contexto, la regla central del espacio de representación institucional que se situaba en el lugar de trabajo definido como centro de trabajo. Y se puede hacer con otra referencia, la que da la articulación de la “figura compleja del empresario”, sin que por consiguiente se requiera una identificación entre el lugar donde se trabaja para otro y la empresa como parte del contrato de trabajo que se apropia de este trabajo. El lugar de trabajo, el centro de trabajo, es un territorio por el que circulan numerosas empresas con sus respectivos trabajadores, y por consiguiente suministra un concepto unificante en torno al cual se puede desplegar la eficacia de una acción sindical liberada de una compartimentación en empresas y sectores diversos, una acción sindical anclada en el territorio donde se produce materialmente el trabajo de diferentes empresas para una empresa principal. Se trataría así de traducir en el plano sindical algunas tendencias o iniciativas que ya han cobrado cuerpo en normas laborales, en especial en materia de prevención de riesgos, ante la concurrencia de varias empresas en un mismo centro de trabajo[4]. A partir de la reelaboración de esta regla del espacio representativo se puede intentar una revisión de los esquemas legales conforme a los cuales se produce la acción representativa en la empresa, el llamado “modelo dual” de representación de intereses, y en consecuencia también la proposición del espacio contractual correspondiente. Es decir, aunque en ese terreno no haya por el momento capacidad institucional de organizar la representación, habrá que ver si existe capacidad organizativa y de proyecto por parte del sindicato para ello, lo que necesariamente implica una revisión de la distribución de “competencias” entre sus estructuras organizativas internas y quizá la generación de nuevas fórmulas organizativas que sean susceptibles de expresar la solidaridad entre los trabajadores desiguales y separados que el sindicato aspira a representar y organizar.

5.- Repensar el proyecto sindical en el “espacio-empresa” y mas allá.

Hay muchos problemas sin resolver, y no resulta tan segura la identidad sindical en este espacio de actuación, lo que a fin de cuentas no es tan grave como que no se haya planteado una reflexión mas en profundidad sobre estos asuntos. El “retorno” a la empresa, como idea-fuerza, parece querer insistir en una búsqueda del manantial que dote de eterna juventud – o por lo menos que detenga su deterioro – a la figura social del sindicato. Si se pretende un nuevo liderazgo sindical de la acción colectiva de los trabajadores en ese lugar que en efecto se considera clave, éste tiene necesariamente que confrontarse con el marco institucional en el que se mueve y proponer su continuidad reformada o su sustitución paulatina por otro tipo de proyecto organizativo de la representación en la empresa. Es un debate necesario que recuerda a aquel que sacudió la cultura sindical de finales de los setenta en torno a comités y sindicatos en la empresa y que trazó una cierta línea divisoria entre las organizaciones sindicales más representativas españolas[5], y que se debe proponer hoy en términos sin duda diferentes, sobre la base de la problemática a que se ha estado haciendo referencia.

¿Hay capacidad e interés sindical en abordar este tema desde la unidad de acción sindical, en un clima respetuoso con las respectivas culturas sindicales de las dos grandes confederaciones mas representativas?. No parece que estas cuestiones entren dentro de las preocupaciones del sindicato actualmente, ni en su vertiente regulativa ni en lo que se refiere a la estrategia y organización del mismo. Tampoco se maneja de forma muy generalizada en los espacios de discusión y debate de la llamada “formación sindical” o del debate ideológico interno, entre otras cosas porque éstas son prácticas que se van perdiendo, y que hasta los “devotos a los que se confía un sindicato de militancia”, en las palabras de Romagnoli, han considerado disfuncionales a la rutina de la gestión apacible de una organización extensa y compleja.

Pero sin este tipo de debate el sindicato no puede volverse a pensar a si mismo, y de esta manera no alcanza a dar impulso real al espacio imaginario de la acción sindical en la producción que debe incorporar, como proyecto propio, el diseño organizativo global en el que se despliega la empresa, para construir frente a él estructuras de actuación autónomas que obtengan un respaldo institucional desde el sistema legal y convencional vigente. Como tampoco, en fin, llega a concebir que el espacio – empresa no agota la representación colectiva posible derivada del trabajo, puesto que no es capaz de ofrecer un campo de acción en el que la inserción en el proceso productivo implique la correlativa inclusión en un conjunto de derechos ciudadanos a los que el trabajo (estable) permite acceder. El ámbito de la “dificultad de inserción en el mercado”, el empleo intermitente y precario con su frecuente rotación entre el desempleo y un trabajo temporal, carece de los derechos de ciudadanía que la Constitución reconoce a la posición social y económicamente cualificada de trabajador, y se encuentra en un territorio diferente al resto de sus episódicos compañeros de trabajo en la empresa. Por eso el espacio imaginario de la acción sindical no puede anclarse únicamente en la empresa ni girar en torno a las fórmulas tradicionales de representación de los trabajadores en la misma, sino que se debe situar también fuera de este ámbito de inclusión, a través de mecanismos de implicación colectiva de estos trabajadores desiguales en la acción de democratización y de tutela que el sindicato lleva adelante, no necesariamente canalizados a través de la marca sindical como exclusivo cauce de participación. ____
[1] Así, de manera explícita en los arts. 3, 5 y 7 del DLRT. La huelga para los legisladores de la transición se encuentra enclaustrada dentro del perímetro de la empresa – centro de trabajo.
[2] Así en los arts. 87.1 y 63.3 ET, especialmente.
[3] La atención doctrinal responde a múltiples factores, pero es evidente que existe una muy abundante serie de monografías y artículos que analizan de forma exhaustiva tres grandes áreas: la interposición en las relaciones de trabajo a través de las ETTs; la subcontratación y las empresas de servicios, y los grupos de empresas como fenómenos de concentración de empresas.
[4] Fundamentalmente, el RD 171/2004, de 30 de enero, en donde se precisan las obligaciones del “titular” del centro de trabajo.
[5] Y que ha sido “revisitado” en las intervenciones de J.L López Bulla y A. Baylos, “ Sobre el actual modelo de representación. (Una conversación particular)”, RDS nº 22 (2003), pp. 227 ss.