Umberto Romagnoli
El "Novecento" ha sido el siglo breve: comenzado tarde, ha finalizado pronto. El del trabajo es el derecho del "Novecento". Ergo, víctima de su acontecer, al derecho del trabajo le tocará la suerte de su siglo.
El silogismo complace a algunos; mas bien, arriesga complacer bastante a todos. Es sugestivo. Es cautivante. Tiene el don de la simplicidad. Pero su auto-evidencia es engañosa. Para hacerle alcanzar la plausibilidad que finge poseer, necesita envolverse en el razonamiento deductivo de toda la cultura novecentista del trabajo, desenterrando la raíz del colosal prejuicio favorable al trabajo dependiente que persuade a los juristas del "Novecento" a expandir los espacios de operatividad del contrato de trabajo estable a tiempo pleno y -haciendo caso omiso de su razón de ser histórica- usarlo como parametro para evaluar la admisibilidad de modelos contractuales diferentes.
Ellos saben, siempre lo han sabido, que el del trabajo es el derecho del pueblo, de los hombres de cuello azul y la mano callosa, o sea que su nucleo genético, corresponde al complejo de las posiciones jurídicas activas y pasivas para las cuales el trabajo es eso que se ejecuta en el interior de una empresa industrial de dimensiones medianas y grandes. Sin embargo, incluso ellos han hecho todo lo posible para universalizar el derecho de la relación de trabajo de derivación obrera y de matriz industrialista. Ellos esponsoriaron la idea que el sistema normativo originado en el trabajo dependiente correspondiente al modo de producir industrial, tenía la aptitud de aglutinar, englobar, homologar todas las figuras contractuales mediante las cuales se realiza la integración del trabajo en el proceso productivo. Ellos construyeron una identidad cultural del derecho del trabajo y la autonomía científica del correspondiente saber especializado, en torno a un concepto unificante del trabajo que olía a petróleo, vapor de máquina, carbón: y que su paternidad le pertenecía a un proletariado industrial en ascenso y a la búsqueda de la conciencia de sí, presuponiendo que la proletarización estaba destinada a volverse "la condición de todo el pueblo", como profetizara la moción congresal del SPD alemán de 1892 escrita por Karl Kautsky.
Eso porque, en el siglo que se va, el contrato de trabajo a tiempo pleno e indeterminado se ha vuelto la estrella polar del derecho del trabajo europeo legislado, jurisprudencial y negociado en sede sindical. No era solo la representación jurídica a medida del hombre del totalizante codigo de referencia cultural que, en la civilización del fordismo, no se podía escoger ni refutar. Era además el símbolo juridizado del principio inclusivo de la racionalidad incorporado en una técnica productiva que contenía la propiedad de predefinir un orden rígidamente estructurado del conjunto de las relaciones sociales. "Esto era el <>: todos nos levantabamos a la misma hora, todos uniformados en los horarios diarios, semanales, anuales" y todo lo que pensábamos era que "la vida laboral desenrrollara todo su horario jornalero por todos los dias de la semana en todos los meses laborales del año, hasta terminar en la pensión" (A. Accornero).
Por esto, testigos e interpretes de su tiempo, los juristas del "Novecento", caracterizaron sin excesivas vacilaciones, el modelo ideal-típico de relaciones contractuales mas idóneo para satisfacer simultáneamente una exigencia económica y una expectativa existencial. La exigencia del sistema dominante de la producción industrial estandarizada de planificar el uso de una fuerza de trabajo masificada, y la expectativa, inducida por el mismo sistema y acompañada de una creciente demanda de seguridad, de ganarse la vida trabajando bajo la dependencia de otro.
El derecho del trabajo, sin embargo, no ha podido disfrutar mucho y en paz, la madurez fatigosamente alcanzada. No es necesario ser jurista para sacar cuentas. Las vicisitudes de los personajes de Full Monty documentan que el derecho que había tomado nombre y razón del trabajo, entrará al nuevo siglo con la duda de haber conservado el nombre, pero no la razón de los orígenes, porque en el siglo que viene no se encontrará sino aquello que se halla sido capaz de llevar: allí estarán, para, el registro, los personajes de Full Monty, con sus historias despedazadas de vida trabajadora. Y los de Full Monty les dicen, que la pasión por la especie les ha hecho perder de vista el género.
Se lo dicen incluso a los expertos del ramo. En Francia, han escrito de ellos que "es Penélope devenida jurista", en España, se ha esparcido la voz de que padecen una forma de "envejecimiento precoz", y en Italia, "suscita la embarazosa sensación de cuidar un pez en una tina de agua a la que le han sacado el tapón".
Sin embargo, no es una situación para desesperar: según la opinión de un historiador inglés, es frecuente que las certezas de una época sean las dudas de la sucesiva.
2. La importancia de una preposición articulada
Derecho "al", "del", "para el" trabajo; las palabras son las mismas, pero la delicada preposición articulada que de vuelta en vuelta las une, modifica el significado del sintagma.
El sintagma vencedor, apenas lo he dicho, es el derecho "del" trabajo. Vencedor y pudorosmente omnívoro porque, sostienen los mensajeros del nuevo, se ha comido el derecho "al" trabajo proclamado en la Constitución. Vencedor y solo negligente, es en cambio mi opinión, porque ha pasado por alto el derecho "para el" trabajo. Pero procedamos con orden. Si bien es cosa buena y justa que el derecho del trabajo se haya apropiado del enunciado constitucional para dar a la revocación de la licencia de licenciar (despedir) un sólido fundamento, todavía la torsión aplicativa impresa al derecho "al" trabajo no ha logrado otra cosa que el derecho del ocupado a no ser expulsado arbitrariamente de la producción: "la tutela del puesto de trabajo", ha escrito recientemente Gino Giugni, "es de hecho el único perfil normativo en el que se encuentra realizada una forma de tutela del derecho al trabajo".
Es decir: la normativa obligatoria del despido (licenziamiento) constituye un modo para honrar el pagaré del derecho al trabajo. Al mismo tiempo, apunto con maldad, constituye un modo para agravar el dualismo preexistente del mercado de trabajo entre los que están dentro y los excluídos.
Esto ahora que, desvanecida la ilusión rosada de la plena ocupación, se nos cae encima la torva realidad de la desocupación estructural. Una realidad imprevista, y mas bien imprevisible, que ha desafiado no solo el sentido común, sino incluso las mas renombradas escuelas de pensamiento. De allí, la verdadera culpa -pero dudo que el término sea correcto, porque la historia no debe ser utilizada para preparar procesos-, la culpa, decía, del jurista del "Novecento" radica, no tanto en creer que los límites legales del despido sin causa (ad nutum) incivilzan la administración de la relación de trabajo, como sobre todo hacerla el alfa y omega de una política del derecho centrada sobre la continuidad ocupacional. Y de ahí en mas, en no haber entendido que, entre los instrumentos necesarios para hacer efectivo el derecho al trabajo, la prioridad unánimemente reconocida a las intervenciones de política económica es compartida con las de política escolar y formativa. No haber entendido que, por efecto de la transformación del proceso productivo, el trabajo deberá necesariamente incluir el trabajo para aprender a trabajar, mas que el saber para adaptarse a los cambios del trabajo. No haber entendido que el sistema formativo andaba desprendiéndose de la idea de la formación "prima ed in vista" (anterior y en vista) del trabajo, entretejiendo derecho al trabajo y derecho -incluso reconocido en la Constitución- a la "formación y elevación profesional".
De hecho, no se preocuparon minimamente que el derecho del trabajo no estuviese interesado en superar la separación entre el mundo de la producción y el mundo del proceso formativo y, con el falso supuesto de que su territorio no podía comenzar sino donde terminaba el derecho a la instrucción, no interviniese sino cuando se interumpía el proceso formativo. La única excepción era representada por el decrépito instituto del aprendizaje artesanal, aprovechable sobre todo por la juventud con escolaridad baja. En suma, el modelo de estructura del derecho del trabajo fue concebido como una estantería rígida, aunque temporal, ubicada entre distintos segmentos del ciclo de vida, o sea entre el aprendizaje en la escuela y el ejercicio de una actividad económicamente valorable, y ninguno tuvo nada que replicar.
En Italia el axioma "te formo para hacerte empleable" comienza a darse vuelta recién en los adelantados años '70, cuando hace su aparición en el ordenamiento el contrato de formación y trabajo. Hijo de la idea, "te empleo para formarte", es todavía un hijo insincero. No solo la formación es poca, mientras el trabajo es mucho, sino que pudo ser revertido con la adquisición -certificable, por junta, de manera mas permisiva que rigurosa- de profesiones modestas o magras. Esporádicamente, intentos de verificar ex ante la adecuación de los programas de formación y los escasamente incisivos controles.
De seguro no es este el lugar para recorrer las vicisitudes del contrato de formación y trabajo. Sin embargo no puedo abstenerme de observar que, mientras que este contrato ha funcionado de abre-camino a la liberación del mercado de trabajo, no ha ejercido una influencia apreciable en lo que respecta al nexo entre saber -saber hacer - trabajo.
En cambio, no del todo ininfluyente ha sido la pereza de los juristas. Reconociendo en el contrato de formación y trabajo nada más que un apresurado y pícaro maquillaje del aprendizaje para incentivar de cualquier modo la ocupación juvenil, nos han entregado una versión meramente coyuntural. Así, el contrato de formación y trabajo ha estado adscripto a la insulsa familia de los contratos especiales y, a pesar de los tardíos ajustes que han revalorado la finalidad formativa, está agotando su vitalidad. No se intuyó a tiempo que allí se abría un respiradero a través del cual la exigencia de la formación pudo penetrar e insertarse establemente en el derecho del trabajo. Una exigencia que, como han testimoniado los muy recientes Pactos del trabajo, es intensamente compartida, tanto por las empresa a la búsqueda de la c.d. calidad total, como por los trabajadores; y no solo en la fase inicial de las biografías de los productores, sino también durante todo el arco de la mismas.
Mal que mal es la única norma que tiene como objetivo insuflar en el Estatuto de los trabajadores una gestión dinámica de su creciente patrimonio profesional. Es aquella que, introduciendo el principio de la equivalencia profesional (respecto a las tareas de ingreso) de las tareas sucesivamente exigibles y luego ampliando el contenido de la prestación de trabajo contractualmente debida, define las tareas a desempeñar por el recién ingresado al amparo, nos ha enseñado Gino Giugni, de "un código genético de la profesionalidad accesible" en el curso de la relación.
Desafortunadamente, la idea de asegurar un sustento legal al progreso en la carrera profesional, si se extingue el contrato con una organización del trabajo, (está) moderadamente disponble en la politica de promoción profesional. De hecho, ha prevalecido la lógica defensiva e inconfundiblemente garantista de una interpretación que, para contrastar prácticas de descalificación, se contenta con prohibir enroques, en torno a la idea de la irreversibilidad del nivel profesional correspondiente a las tareas, redirigiéndolas a la calificación. No es poco. Pero es todo. Es decir: la profesionalidad del recién ingresado podía ser un punto de partida; viceversa, no era un punto de no retorno.
Afortunadamente, porque la debilidad de la norma era inocente, la opción de política del derecho de la que resultó una prematura y, al mismo tiempo ingenua expresión, pudo ser actualizada y repropuesta en un habitat tecnico-organizativo en el cual, como está sucediendo, se registren estructuras productivas que -en cuanto requieren de la persona que trabaja mas iniciativa, mas autonomía decisional, mas responsabilidad- han solicitado una politica activa de recalificación y desarrollo profesional de la mano de obra. Es en respuesta a ello, de hecho, que aparece muy evidente el interés del empleador de valerse de manera flexible de la profesionalidad del dependiente y sobre todo, observa justamente Mario Napoli, que "no se entiende por qué la profesionalidad debiera ser utilizada solamente como criterio limitativo de su poder y no ratificar desde el origen el objeto mismo del contrato".
La verdad es que sería suficiente dejar de una vez por todas de identificar la obligación de trabajo con la puesta a disposición de mera energía psico-física -una obligación que para ser cumplida requiere solo docilidad, obediencia inmediata, subordinación- y repensar los términos de intercambio.Si se comparte la premisa de que el contrato de trabajo realiza un intercambio entre profesionalidad y retribución, el corolario que se desprende coherentemente es cualquier cosa menos banal.
En primer lugar, "la norma sobre la movilidad interna adquiere un significado mas fértil, porque se hace compatible con el programa negocial que en el lenguaje organizativo es considerado valorización de los recursos humanos", y en el lenguaje un poco envejecido de los padres constituyentes, es considerado "elevación profesional".
En segundo lugar, se debe admitir que es necesario prevenir el hurto de la profesionalidad no solo porque eso daña al trabajador, sino también porque compromete el despliegue fisiológico del sinalagma funcional mismo, como nos decían nuestros viejos maestros. Mario Napoli sostiene que el derecho a la formación permanente -un derecho "que resguarda a los trabajadores, pero que al fin de cuentas sirve sobre todo a la empresa" - es ya hoy "un efecto legal del contrato de trabajo".
En suma, ya no se trata mas de una cuestión de visionarios que preveían para un lejano futuro la realización del derecho a la formación continua sobre la cual se fabulaba. Por el contrario, ellos no sabían que podía ser un poderoso instrumento de tutela de los intereses del deudor para obtener la colaboración de su acreedor; un interés respecto del cual el despido tecnológico es, hoy una clara lección.
3. El derecho "para el" trabajo
En este punto, no es necesaria una particular sagacidad para decir que hemos avistado solamente un promontorio del inexplorado continente bañado por la corriente que lleva el derecho del trabajo a reencontrarse con el derecho al trabajo para generar el derecho para el trabajo.
De hecho, la reivindicación de un derecho capaz de ir mas allá del horizonte del derecho del trabajo está destinada a radicalizarse con la declinación de la ciudadanía industrial, o sea de la única forma de ciudadanía social que el derecho del trabajo estaba en situación de prometer. La impresión de la macroestructura de la producción sobre la organización de la sociedad entera se ha desteñido, el molde se ha rajado, y la ciudadanía industrial ve disminuído su rol complementario respecto de la ciudadanía civil y política. Un rol que, desde Theodor H. Marshall en adelante, ha devenido familiar para la sociología y politología de la segunda mitad del "Novecento".
Por esto, el dogma interpretativo del pacto constitucional que hace del trabajo asalariado el pasaporte para la ciudadanía se está resquebrajando. El impacto es pulverizante, sea para el sindicato como para la clase de los operadores jurídicos. El primero está llamado a representar al trabajador en cuanto ciudadano antes que al ciudadano en cuanto trabajador; el segundo a afinar los argumentos para emancipar la sistemática constitucional de la sistemática de la codificación.
Hasta ahora, ambos parecen haber evitado la analogía con la suerte corrida por la norma constitucional que garantiza el derecho de huelga y aquella que corrió la norma que reconoce el derecho al trabajo: como la primera, ha estado durante un largo período interpretada a la luz del código penal fascista con el cual estaba forzada a cohabitar, como la segunda ha estado y ha sido interpretada protectoriamente a la luz de un código civil implementado por una rica legislación que, coherentemente, coloca el contrato de trabajo subordinado a tiempo pleno e indeterminado en el centro de un sistema de garantías del cual son excluidos los trabajos desarrollados sobre la base de regulaciones contractuales distintas. En sentido contrario, la Constitución -que no conoce la dicotomía entre contrato de trabajo "subordinado" y contrato de trabajo "autónomo" - no puede de ningún modo enunciar una evaluación que sea apriori favorable o desfavorable en la confrontación de las formas jurídico-contractuales. Es decir: mientras el código civil razona en términos de tipologías contractuales y de modalidades técnico-jurídicas de desenvolvimiento del trabajo, la Constitución se preocupa solamente de remover situaciones subjetivas de debilidad o de inferioridad socio-económica de cualquier tipo y donde sea que se manifieste.
Por lo tanto, si el derecho del trabajo va a volver a ser el derecho de frontera que era, debe eliminarse de plano la insostenible ligereza de la proposición gramatical que constituye su orgullo. Ello significa, como ha escrito Gaetano Vardaro en su densísimo ensayo publicado en Política del Derecho (1986), "que el derecho del trabajo deberá aventurarse mas allá de las columnas de Hércules, fin que le asignaron, confrontándose con la actividad laboral de tipo esquisitamente emprendedora, sin dejarse intimidar de que lo califiquen como fin extraño a su prospectiva". Deberá medirse con la divergente alternativa de fondo que postula una vuelta hacia el prexistente Welfare, diseñado sobre el prototipo del trabajo hegemónico en la sociedad industrial, y un Welfare orientado a proteger el estatus de ciudadanía independientemente del desenvolvimiento del trabajo "regular", noción que constituye el retazo cultural mas interiorizado y resistente de la industrialización. Deberá en suma, transformarse en derecho "para el" trabajo, entendido como el derecho de la ciudadanía industriosa en la misma medida que el derecho "del" trabajo era el derecho de la ciudadanía industrial.
Es decir que se perfila la ocasión de remodelar el estatuto jurídico de la ciudadanía sobre aquello que está acurrucado en el subsuelo de la edad post-industrial y está siendo desenterrado llevandolo a la superficie.Probablemente, los materiales hasta ahora extraídos no sean apreciados ni inmediatemente utilizables. Es cierto, pero no es una buena razón para desistir.
Mas bien, si no tenemos el testarudo optimismo del buscador de oro y de fortuna, que tamizaba el agua de los torrentes de Alaska para encontrar en el fango una esquirla de metal amarillo, la humanidad entera continuará, por quien sabe cuanto tiempo todavía, llorando a la ciudadanía industrial, sin saber lo que la ciudadanía industriosa pudo dar.
El silogismo complace a algunos; mas bien, arriesga complacer bastante a todos. Es sugestivo. Es cautivante. Tiene el don de la simplicidad. Pero su auto-evidencia es engañosa. Para hacerle alcanzar la plausibilidad que finge poseer, necesita envolverse en el razonamiento deductivo de toda la cultura novecentista del trabajo, desenterrando la raíz del colosal prejuicio favorable al trabajo dependiente que persuade a los juristas del "Novecento" a expandir los espacios de operatividad del contrato de trabajo estable a tiempo pleno y -haciendo caso omiso de su razón de ser histórica- usarlo como parametro para evaluar la admisibilidad de modelos contractuales diferentes.
Ellos saben, siempre lo han sabido, que el del trabajo es el derecho del pueblo, de los hombres de cuello azul y la mano callosa, o sea que su nucleo genético, corresponde al complejo de las posiciones jurídicas activas y pasivas para las cuales el trabajo es eso que se ejecuta en el interior de una empresa industrial de dimensiones medianas y grandes. Sin embargo, incluso ellos han hecho todo lo posible para universalizar el derecho de la relación de trabajo de derivación obrera y de matriz industrialista. Ellos esponsoriaron la idea que el sistema normativo originado en el trabajo dependiente correspondiente al modo de producir industrial, tenía la aptitud de aglutinar, englobar, homologar todas las figuras contractuales mediante las cuales se realiza la integración del trabajo en el proceso productivo. Ellos construyeron una identidad cultural del derecho del trabajo y la autonomía científica del correspondiente saber especializado, en torno a un concepto unificante del trabajo que olía a petróleo, vapor de máquina, carbón: y que su paternidad le pertenecía a un proletariado industrial en ascenso y a la búsqueda de la conciencia de sí, presuponiendo que la proletarización estaba destinada a volverse "la condición de todo el pueblo", como profetizara la moción congresal del SPD alemán de 1892 escrita por Karl Kautsky.
Eso porque, en el siglo que se va, el contrato de trabajo a tiempo pleno e indeterminado se ha vuelto la estrella polar del derecho del trabajo europeo legislado, jurisprudencial y negociado en sede sindical. No era solo la representación jurídica a medida del hombre del totalizante codigo de referencia cultural que, en la civilización del fordismo, no se podía escoger ni refutar. Era además el símbolo juridizado del principio inclusivo de la racionalidad incorporado en una técnica productiva que contenía la propiedad de predefinir un orden rígidamente estructurado del conjunto de las relaciones sociales. "Esto era el <
Por esto, testigos e interpretes de su tiempo, los juristas del "Novecento", caracterizaron sin excesivas vacilaciones, el modelo ideal-típico de relaciones contractuales mas idóneo para satisfacer simultáneamente una exigencia económica y una expectativa existencial. La exigencia del sistema dominante de la producción industrial estandarizada de planificar el uso de una fuerza de trabajo masificada, y la expectativa, inducida por el mismo sistema y acompañada de una creciente demanda de seguridad, de ganarse la vida trabajando bajo la dependencia de otro.
El derecho del trabajo, sin embargo, no ha podido disfrutar mucho y en paz, la madurez fatigosamente alcanzada. No es necesario ser jurista para sacar cuentas. Las vicisitudes de los personajes de Full Monty documentan que el derecho que había tomado nombre y razón del trabajo, entrará al nuevo siglo con la duda de haber conservado el nombre, pero no la razón de los orígenes, porque en el siglo que viene no se encontrará sino aquello que se halla sido capaz de llevar: allí estarán, para, el registro, los personajes de Full Monty, con sus historias despedazadas de vida trabajadora. Y los de Full Monty les dicen, que la pasión por la especie les ha hecho perder de vista el género.
Se lo dicen incluso a los expertos del ramo. En Francia, han escrito de ellos que "es Penélope devenida jurista", en España, se ha esparcido la voz de que padecen una forma de "envejecimiento precoz", y en Italia, "suscita la embarazosa sensación de cuidar un pez en una tina de agua a la que le han sacado el tapón".
Sin embargo, no es una situación para desesperar: según la opinión de un historiador inglés, es frecuente que las certezas de una época sean las dudas de la sucesiva.
2. La importancia de una preposición articulada
Derecho "al", "del", "para el" trabajo; las palabras son las mismas, pero la delicada preposición articulada que de vuelta en vuelta las une, modifica el significado del sintagma.
El sintagma vencedor, apenas lo he dicho, es el derecho "del" trabajo. Vencedor y pudorosmente omnívoro porque, sostienen los mensajeros del nuevo, se ha comido el derecho "al" trabajo proclamado en la Constitución. Vencedor y solo negligente, es en cambio mi opinión, porque ha pasado por alto el derecho "para el" trabajo. Pero procedamos con orden. Si bien es cosa buena y justa que el derecho del trabajo se haya apropiado del enunciado constitucional para dar a la revocación de la licencia de licenciar (despedir) un sólido fundamento, todavía la torsión aplicativa impresa al derecho "al" trabajo no ha logrado otra cosa que el derecho del ocupado a no ser expulsado arbitrariamente de la producción: "la tutela del puesto de trabajo", ha escrito recientemente Gino Giugni, "es de hecho el único perfil normativo en el que se encuentra realizada una forma de tutela del derecho al trabajo".
Es decir: la normativa obligatoria del despido (licenziamiento) constituye un modo para honrar el pagaré del derecho al trabajo. Al mismo tiempo, apunto con maldad, constituye un modo para agravar el dualismo preexistente del mercado de trabajo entre los que están dentro y los excluídos.
Esto ahora que, desvanecida la ilusión rosada de la plena ocupación, se nos cae encima la torva realidad de la desocupación estructural. Una realidad imprevista, y mas bien imprevisible, que ha desafiado no solo el sentido común, sino incluso las mas renombradas escuelas de pensamiento. De allí, la verdadera culpa -pero dudo que el término sea correcto, porque la historia no debe ser utilizada para preparar procesos-, la culpa, decía, del jurista del "Novecento" radica, no tanto en creer que los límites legales del despido sin causa (ad nutum) incivilzan la administración de la relación de trabajo, como sobre todo hacerla el alfa y omega de una política del derecho centrada sobre la continuidad ocupacional. Y de ahí en mas, en no haber entendido que, entre los instrumentos necesarios para hacer efectivo el derecho al trabajo, la prioridad unánimemente reconocida a las intervenciones de política económica es compartida con las de política escolar y formativa. No haber entendido que, por efecto de la transformación del proceso productivo, el trabajo deberá necesariamente incluir el trabajo para aprender a trabajar, mas que el saber para adaptarse a los cambios del trabajo. No haber entendido que el sistema formativo andaba desprendiéndose de la idea de la formación "prima ed in vista" (anterior y en vista) del trabajo, entretejiendo derecho al trabajo y derecho -incluso reconocido en la Constitución- a la "formación y elevación profesional".
De hecho, no se preocuparon minimamente que el derecho del trabajo no estuviese interesado en superar la separación entre el mundo de la producción y el mundo del proceso formativo y, con el falso supuesto de que su territorio no podía comenzar sino donde terminaba el derecho a la instrucción, no interviniese sino cuando se interumpía el proceso formativo. La única excepción era representada por el decrépito instituto del aprendizaje artesanal, aprovechable sobre todo por la juventud con escolaridad baja. En suma, el modelo de estructura del derecho del trabajo fue concebido como una estantería rígida, aunque temporal, ubicada entre distintos segmentos del ciclo de vida, o sea entre el aprendizaje en la escuela y el ejercicio de una actividad económicamente valorable, y ninguno tuvo nada que replicar.
En Italia el axioma "te formo para hacerte empleable" comienza a darse vuelta recién en los adelantados años '70, cuando hace su aparición en el ordenamiento el contrato de formación y trabajo. Hijo de la idea, "te empleo para formarte", es todavía un hijo insincero. No solo la formación es poca, mientras el trabajo es mucho, sino que pudo ser revertido con la adquisición -certificable, por junta, de manera mas permisiva que rigurosa- de profesiones modestas o magras. Esporádicamente, intentos de verificar ex ante la adecuación de los programas de formación y los escasamente incisivos controles.
De seguro no es este el lugar para recorrer las vicisitudes del contrato de formación y trabajo. Sin embargo no puedo abstenerme de observar que, mientras que este contrato ha funcionado de abre-camino a la liberación del mercado de trabajo, no ha ejercido una influencia apreciable en lo que respecta al nexo entre saber -saber hacer - trabajo.
En cambio, no del todo ininfluyente ha sido la pereza de los juristas. Reconociendo en el contrato de formación y trabajo nada más que un apresurado y pícaro maquillaje del aprendizaje para incentivar de cualquier modo la ocupación juvenil, nos han entregado una versión meramente coyuntural. Así, el contrato de formación y trabajo ha estado adscripto a la insulsa familia de los contratos especiales y, a pesar de los tardíos ajustes que han revalorado la finalidad formativa, está agotando su vitalidad. No se intuyó a tiempo que allí se abría un respiradero a través del cual la exigencia de la formación pudo penetrar e insertarse establemente en el derecho del trabajo. Una exigencia que, como han testimoniado los muy recientes Pactos del trabajo, es intensamente compartida, tanto por las empresa a la búsqueda de la c.d. calidad total, como por los trabajadores; y no solo en la fase inicial de las biografías de los productores, sino también durante todo el arco de la mismas.
Mal que mal es la única norma que tiene como objetivo insuflar en el Estatuto de los trabajadores una gestión dinámica de su creciente patrimonio profesional. Es aquella que, introduciendo el principio de la equivalencia profesional (respecto a las tareas de ingreso) de las tareas sucesivamente exigibles y luego ampliando el contenido de la prestación de trabajo contractualmente debida, define las tareas a desempeñar por el recién ingresado al amparo, nos ha enseñado Gino Giugni, de "un código genético de la profesionalidad accesible" en el curso de la relación.
Desafortunadamente, la idea de asegurar un sustento legal al progreso en la carrera profesional, si se extingue el contrato con una organización del trabajo, (está) moderadamente disponble en la politica de promoción profesional. De hecho, ha prevalecido la lógica defensiva e inconfundiblemente garantista de una interpretación que, para contrastar prácticas de descalificación, se contenta con prohibir enroques, en torno a la idea de la irreversibilidad del nivel profesional correspondiente a las tareas, redirigiéndolas a la calificación. No es poco. Pero es todo. Es decir: la profesionalidad del recién ingresado podía ser un punto de partida; viceversa, no era un punto de no retorno.
Afortunadamente, porque la debilidad de la norma era inocente, la opción de política del derecho de la que resultó una prematura y, al mismo tiempo ingenua expresión, pudo ser actualizada y repropuesta en un habitat tecnico-organizativo en el cual, como está sucediendo, se registren estructuras productivas que -en cuanto requieren de la persona que trabaja mas iniciativa, mas autonomía decisional, mas responsabilidad- han solicitado una politica activa de recalificación y desarrollo profesional de la mano de obra. Es en respuesta a ello, de hecho, que aparece muy evidente el interés del empleador de valerse de manera flexible de la profesionalidad del dependiente y sobre todo, observa justamente Mario Napoli, que "no se entiende por qué la profesionalidad debiera ser utilizada solamente como criterio limitativo de su poder y no ratificar desde el origen el objeto mismo del contrato".
La verdad es que sería suficiente dejar de una vez por todas de identificar la obligación de trabajo con la puesta a disposición de mera energía psico-física -una obligación que para ser cumplida requiere solo docilidad, obediencia inmediata, subordinación- y repensar los términos de intercambio.Si se comparte la premisa de que el contrato de trabajo realiza un intercambio entre profesionalidad y retribución, el corolario que se desprende coherentemente es cualquier cosa menos banal.
En primer lugar, "la norma sobre la movilidad interna adquiere un significado mas fértil, porque se hace compatible con el programa negocial que en el lenguaje organizativo es considerado valorización de los recursos humanos", y en el lenguaje un poco envejecido de los padres constituyentes, es considerado "elevación profesional".
En segundo lugar, se debe admitir que es necesario prevenir el hurto de la profesionalidad no solo porque eso daña al trabajador, sino también porque compromete el despliegue fisiológico del sinalagma funcional mismo, como nos decían nuestros viejos maestros. Mario Napoli sostiene que el derecho a la formación permanente -un derecho "que resguarda a los trabajadores, pero que al fin de cuentas sirve sobre todo a la empresa" - es ya hoy "un efecto legal del contrato de trabajo".
En suma, ya no se trata mas de una cuestión de visionarios que preveían para un lejano futuro la realización del derecho a la formación continua sobre la cual se fabulaba. Por el contrario, ellos no sabían que podía ser un poderoso instrumento de tutela de los intereses del deudor para obtener la colaboración de su acreedor; un interés respecto del cual el despido tecnológico es, hoy una clara lección.
3. El derecho "para el" trabajo
En este punto, no es necesaria una particular sagacidad para decir que hemos avistado solamente un promontorio del inexplorado continente bañado por la corriente que lleva el derecho del trabajo a reencontrarse con el derecho al trabajo para generar el derecho para el trabajo.
De hecho, la reivindicación de un derecho capaz de ir mas allá del horizonte del derecho del trabajo está destinada a radicalizarse con la declinación de la ciudadanía industrial, o sea de la única forma de ciudadanía social que el derecho del trabajo estaba en situación de prometer. La impresión de la macroestructura de la producción sobre la organización de la sociedad entera se ha desteñido, el molde se ha rajado, y la ciudadanía industrial ve disminuído su rol complementario respecto de la ciudadanía civil y política. Un rol que, desde Theodor H. Marshall en adelante, ha devenido familiar para la sociología y politología de la segunda mitad del "Novecento".
Por esto, el dogma interpretativo del pacto constitucional que hace del trabajo asalariado el pasaporte para la ciudadanía se está resquebrajando. El impacto es pulverizante, sea para el sindicato como para la clase de los operadores jurídicos. El primero está llamado a representar al trabajador en cuanto ciudadano antes que al ciudadano en cuanto trabajador; el segundo a afinar los argumentos para emancipar la sistemática constitucional de la sistemática de la codificación.
Hasta ahora, ambos parecen haber evitado la analogía con la suerte corrida por la norma constitucional que garantiza el derecho de huelga y aquella que corrió la norma que reconoce el derecho al trabajo: como la primera, ha estado durante un largo período interpretada a la luz del código penal fascista con el cual estaba forzada a cohabitar, como la segunda ha estado y ha sido interpretada protectoriamente a la luz de un código civil implementado por una rica legislación que, coherentemente, coloca el contrato de trabajo subordinado a tiempo pleno e indeterminado en el centro de un sistema de garantías del cual son excluidos los trabajos desarrollados sobre la base de regulaciones contractuales distintas. En sentido contrario, la Constitución -que no conoce la dicotomía entre contrato de trabajo "subordinado" y contrato de trabajo "autónomo" - no puede de ningún modo enunciar una evaluación que sea apriori favorable o desfavorable en la confrontación de las formas jurídico-contractuales. Es decir: mientras el código civil razona en términos de tipologías contractuales y de modalidades técnico-jurídicas de desenvolvimiento del trabajo, la Constitución se preocupa solamente de remover situaciones subjetivas de debilidad o de inferioridad socio-económica de cualquier tipo y donde sea que se manifieste.
Por lo tanto, si el derecho del trabajo va a volver a ser el derecho de frontera que era, debe eliminarse de plano la insostenible ligereza de la proposición gramatical que constituye su orgullo. Ello significa, como ha escrito Gaetano Vardaro en su densísimo ensayo publicado en Política del Derecho (1986), "que el derecho del trabajo deberá aventurarse mas allá de las columnas de Hércules, fin que le asignaron, confrontándose con la actividad laboral de tipo esquisitamente emprendedora, sin dejarse intimidar de que lo califiquen como fin extraño a su prospectiva". Deberá medirse con la divergente alternativa de fondo que postula una vuelta hacia el prexistente Welfare, diseñado sobre el prototipo del trabajo hegemónico en la sociedad industrial, y un Welfare orientado a proteger el estatus de ciudadanía independientemente del desenvolvimiento del trabajo "regular", noción que constituye el retazo cultural mas interiorizado y resistente de la industrialización. Deberá en suma, transformarse en derecho "para el" trabajo, entendido como el derecho de la ciudadanía industriosa en la misma medida que el derecho "del" trabajo era el derecho de la ciudadanía industrial.
Es decir que se perfila la ocasión de remodelar el estatuto jurídico de la ciudadanía sobre aquello que está acurrucado en el subsuelo de la edad post-industrial y está siendo desenterrado llevandolo a la superficie.Probablemente, los materiales hasta ahora extraídos no sean apreciados ni inmediatemente utilizables. Es cierto, pero no es una buena razón para desistir.
Mas bien, si no tenemos el testarudo optimismo del buscador de oro y de fortuna, que tamizaba el agua de los torrentes de Alaska para encontrar en el fango una esquirla de metal amarillo, la humanidad entera continuará, por quien sabe cuanto tiempo todavía, llorando a la ciudadanía industrial, sin saber lo que la ciudadanía industriosa pudo dar.
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