(Traduce Antonio Baylos)
Carta abierta a los juristas del trabajo[i]
Son tiempos duros para la corporación de los juristas del trabajo. Un signo de que los tiempos han cambiado irreversiblemente es el que hoy a ningún jurista se le pasaría por la cabeza considerar el derecho laboral como un gimnasio en el que calentar los músculos, darse una ducha e irse. Así sucedía en Europa entre finales del siglo XIX y el comienzo del siglo XX, cuando las reglas del trabajo en la empresa industrial debían producir sobre sus ocasionales intérpretes los mismos efectos que sobre los turistas de Barcelona provocan las construcciones de Antonio Gaudí, el arquitecto catalán que diseñaba con fantasía infantil casas en las que no había escalas y ni siquiera una línea recta, porque todo – muros, puertas, ventanas, paredes – sigue un movimiento ondulatorio. Nuestros antepasados gozaban de privilegios que a nosotros se nos ha negado. Ellos podían incluso permitirse no comprender las transformaciones del mundo preindustrial. La desinformación era general y, a causa de su impresionante inclinación a la autoreferencia, muy pocos eran de la opinión que expansión industrial y evolución de las reglas del trabajo encajarían una dentro de la otra como los segmentos de un catalejo. No por casualidad estaban convencidos que el moderno contrato de trabajo asalariado estaba ya escrito en el libro de la peremne sabiduría de los Romanos.
Ahora, más veloces que las ideas, los hechos – incluso los más imprevisibles – se suceden a ritmo apretado. Por ello cuesta esfuerzo ser juristas del trabajo. El muy humilde esfuerzo de admitir que nuestro oficio nos arroja encima problemas más grandes que nosotros.
Uno de los síntomas de las dificultades cotidianas en las que nos movemos consiste en esto: los medios expresivos de que disponíamos se han deteriorado por el uso que es posible hacer de ellos. Alcanzadas por la enfermedad de la polivalencia semántica, las que pronunciamos son palabras que no hablan. Es paradigmática la violenta contraposición de los significados que, con la variación de los contextos en los que se utiliza, es susceptible de adquirir la palabra flexibilidad. En un cierto contexto, equivale a supresión de límites, sin más. En suma, la flexibilidad es la solución. En otro contexto diferente, evoca la necesidad de remodelar el welfare state a la medida de las exigencias determinadas por la flexibilidad. Ella misma, por tanto, es un problema.
No menos significativo es que continuemos hablando de contratos de trabajo atípicos incluso tras su regulación legislativa, que, además incentiva su difusión. Es una costumbre que hemos conservado no solo por pereza mental o comodidad lexicológica, sino también y sobre todo para reafirmar subrepticiamente la tesis según la cual la deformidad de las nuevas reglas respecto del prototipo normativo es sinónimo de desviación respecto del recorrido vital que la mayoría considera aun menos inseguro. O sea, no es solo un modo de hablar. Implícitamente ello se refiere a un modo de vivir que desaprobamos en cuanto se encuentra desprovisto del conjunto de oportunidades para la existencia – in primis la de formarse una familia y tener hijos en la edad oportuna con la posibilidad de mantenerlos – que se ligan normalmente si no a la estabilidad del puesto de trabajo, al menos a una cierta protección del interés (por otra parte no solo del trabajador) a instaurar una relación de trabajo “normal”.
Se puede hacer la observación, no errada, de que las corporaciones de otros juristas también han vivido mejores días. Sin embargo, la corporación de los juristas del trabajo no sólo está viviendo sus días peores, sino que en Italia es sin duda la mas desafortunada.
Su tragedia ha comenzado cuando, después del trueno de izquierda que resonó al término de los años ‘60 en los cielos de Occidente, llegaron los años de plomo y, de un golpe, los juristas del trabajo enmudecieron. Como los obreros, que se habían preparado para escuchar “los mañanas que cantan” y por el contrario oyeron el ruido de las P. 38.
“Los disparos de las Brigate Rosse” – ha escrito Marco Revelli – ”no rompieron el silencio obrero. Contribuyeron a hacerlo mas pesado”. Desde aquel momento, también la conflictividad sindical más sana y genuina – la que, para entendernos, históricamente funcionaba como factor de aceleración del progreso social – vaciló en manifestarse, como si tuviera temor a ser mal entendida, y al penoso silencio en las fábricas se unió el pensativo silencio de los juristas del trabajo.
No es que éstos hayan interrumpido las habituales actividades de estudio, reflexión y propuesta. Mas bien tuvieron la percepción de que estas no podían ser las de antes, porque la irracionalidad sanguinaria de la historia había irrumpido en su casa. Una casa que no se puede defender sino con las ideas, pero son justo las ideas puestas en circulación por sus inquilinos que la transforman en un blanco por abatir o en una impostura por destruir.
Al inicio de los años 80 le ha tocado a Gino Giugni, a cuyo nombre se halla estrechamente ligado el desarrollo del derecho del trabajo del período post-constitucional, sufrir un atentado con intenciones homicidas. Un atentado que falló por milagro, es decir, por la impericia de sus torvos ejecutores. Sin embargo resultaron mortales los atentados de los que fueron objeto Massimo D’Antona el 20 de mayo de 1999, y, el 19 marzo de 2002, Marco Biagi.
Massimo y Marco eran juristas del trabajo que compartían, con Gino Giugni, el sueño de un mundo mejor. Un mundo en el que, como le habría agradado al muchacho de Bahia en el que se reconocía Jorge Amado, “el destino del común mortal, su derecho a trabajar, a amar, a vivir la vida no está condicionado por una ideología”.
Dicen que cuando un sueño de este tipo se hace proyecto, transita por la utopía militante. Puede que así sea.¿Y que pasa si así es?. Es equivocado sobrecargar de juicios de valor negativos a la expresión. Utopía significa sencillamente no rendirse ante las cosas como son y luchar por las cosas como deberían ser.
Por eso Massimo y Marco eran cada uno en su estilo, y con sus distintas opciones de política del derecho, combatientes; pero, combatientes desarmados que se proponían tan solo valorizar la utilidad social de su propio patrimonio de saber, construyendo puentes sobre los que pudiera fluir la comunicación entre el intelectual de profesión y el hombre político que profesionalmente es un hombre de acción. Eran combatientes desarmados en el frente de los derechos.
Así, las reglas del trabajo que hasta el último periodo del siglo XX habían contribuido a hacer su historia, se han torcido y el clima en el que se elaboran ha llegado a ser tan brutal como brutalizante.
En una situación de emergencia como esta, no es lícito esperar mucho de los juristas del trabajo. Por lo menos debe darse por descontado que un jurista extrañado como yo no podrá nunca dar aquello poco de bueno que, pese a todo, podría dar si continua viéndose asaltado por fastidiosas y frecuentemente injuriosas órdenes de que deje de demonizar lo nuevo que avanza.
Ello no significa que el pobre hombre deba resistir, resistir, resistir, refugiándose en el pasado, ni que por el contrario deba olvidarlo, como exhorta a hacer Tiziano Treu en un libro recientemente publicado. “Cuidado“ – cabe replicar con Giuliano Amato – “no quedar prisioneros de la historia no significa no tenerla en cuenta. Sin raíces estaríamos expuestos a los vientos y estaríamos destinados a derrumbarnos”. El pobre hombre debe más bien prepararse a asumir una nueva identidad sin perder la memoria, porque solo la memoria confiere a la nueva identidad su valor más auténtico. Nada menos, pero tampoco nada más.
Sé que no es fácil. Pero no resulta imposible. Condición necesaria y suficiente es repensar el pasado sin nostalgia y por tanto no sin algún efecto saludable. Esto en primer lugar. Si es una exageración adscribir al derecho del trabajo heredado del siglo XX lo nuevo que avanza, no se puede tampoco sostener que haya llegado contra él. Más bien ha llegado malgré lui, haciéndole una víctima de su propio éxito.
Puede, por ejemplo, decirse que no es del todo ajeno al shock demográfico que, alterando el equilibrio entre activos e inactivos en los países más desarrollados, ha resquebrajado los presupuestos solidaristas de los sistemas de pensiones basados en un principio de reparto hasta evocar el espectro de un canibalismo intergeneracional sin precedentes en la historia de la humanidad. En efecto, mejorando la calidad de las condiciones de existencia dentro y fuera de los lugares de trabajo, ha acrecentado la esperanza de vida y, secundando además la tendencia del mercado de trabajo a teñirse de rosa, ha favorecido uno de los más terribles factores de compresión de la tasa de natalidad.
También el derecho laboral del siglo XX merece ser incluido entre los consignatarios que entregan al nuevo siglo una sociedad profundamente cambiada que alimenta a “los hijos de la libertad”, como les llama Ulrich Beck. Más ricos en cultura y más acomodados que sus padres y abuelos, pero también por ello más exigentes, quieren ser no tanto libres para y por tanto tutelados, sino libres de, y por tanto capaces de disponer de si mismos y de sus propios intereses, haciendo salir a superficie, con la violencia de una pelota de goma que se escapa a quien la mantenía bajo el agua, la exigencia de rediseñar en el sistema jurídico, como mantenía Massimo D’Antona, la imagen del individuo, con sus instancias de autodeterminación frente a cualquier poder, incluso si es protector y benéfico.
Así pues la premisa de la que partir es la de que el derecho obrero de los orígenes ha hecho un largo camino. Aun no siendo ni docto ni blasonado, ha volado mas allá de la colina que cerraba su horizonte marcado por la patrimonialidad de un intercambio contractual y ha tenido la ambición de pensar a lo grande. Ha civilizado el vínculo de deber depender de otros para poder trabajar, que ha arruinado modelos de vida tanto individual como colectiva. Aun alimentándose del conflicto de clase entre quien era trabajador subordinado y quien vivía autónomamente del propio trabajo o utilizando el trabajo de otros, se ha esforzado para componer las fracturas sociales creadas en el curso de la primera industrialización y remover sus efectos más desestabilizadores. Ha constituido parte integrante del estatuto de la empresa fordista que glorificó el homo faber para poder disciplinar con su consenso sus comportamientos en conformidad con los estándares de prestaciones impuestos al trabajo organizado, Por ello se ha convertido en el derecho del siglo. Un siglo especial. Sobre todo para Europa. Es el siglo que ha visto madurar las condiciones básicas en cuyo defecto nunca los comunes mortales habrían podido reivindicar victoriosamente que la ciudadanía fuera el derecho de todos que es hoy, y el Estado monoclase el Estado pluriclase actual.
Ahora bien, puesto que el derecho del trabajo del siglo XX ha sido uno de los principales acompañantes de este grandioso proceso de emancipación, de él cabe decirse también que es el más eurocéntrico de los derechos. De hecho, como ha observado correctamente Federico Mancini, “en cualquier época que hayan intervenido y cualquiera que haya sido la concepción del mundo – liberal, católica, socialista y, sí, también fascista – con la que en cada momento se hayan identificado, los legisladores europeos siempre se han propuesto modificar (...) la condición del hombre que vende su fuerza de trabajo”, obedeciendo de esta manera a “una tensión reformista de alguna manera motivada”.
¿Significa esto que sería necesario componer el elogio de las reglas del trabajo del siglo XX? Creo realmente que sí.
Si nuestras democracias han sobrevivido e incluso se han consolidado, lo deben en gran medida a la capacidad del derecho del trabajo de mantener la promesa de permitir el acceso del pueblo de súbditos de mono azul y manos encallecidas a la forma de ciudadanía que, hace ya mucho tiempo, se definía convencionalmente como “industrial”, quizá tanto porque (supongo) olía a sudor y a petróleo, carbón y vapor de máquinas, como porque todos los indicadores macroeconómicos – desde el volumen de la producción hasta el de la distribución de la riqueza o el nivel de empleo – convergían en la misma dirección dentro de las coordinadas trazadas por la expansión del proceso de industrialización sostenidas por las políticas keynesianas de intervencionismo estatal.
Por lo tanto, es de irresponsables no preguntarse cómo las democracias occidentales habrían logrado sobrevivir sin el derecho del trabajo del siglo XX.
No tengo dudas al respecto. Si las democracias occidentales podrán sobrevivir, ello quiere decir que habrán aprendido a regular el nuevo curso de la economía como lo consiguió el derecho del trabajo del siglo XX, es decir, sin atemorizarse por que el problema se pareciera, según la representación que de él ha realizado Ralf Dahrendorf, al de la “cuadratura del círculo”.
No puedo ocultar sin embargo que, en esta ocasión, la tarea es incomparablemente más ardua. La capacidad del Estado-Nación de controlar los fenómenos económicos se ha debilitado de manera dramática porque estos se desarrollan mas allá del territorio sometido a la soberanía estatal. Y hasta el momento no se encuentra la autoridad ultra-estatal legitimada para disputar el gobierno de la globalización de la economía a una comunidad financiera internacional sin rostro que muestra su predilección no tanto por las reglas del mercado cuanto por el mercado de las reglas.
Justo por ello es preciso valorar positivamente y secundar el extraordinario evento al que los habitantes de esta esquina del mundo están asistiendo y del que en cierto modo son partícipes. El evento consiste en que aunque el país mayor de Europa occidental es más pequeño que una provincia de extensión media de China, la Unión Europea es el laboratorio experimental de un modelo de gobierno regional de la globalización de la economía y del mercado que no tiene precedentes ni equivalentes.
Este se propone promover una armonización de los ordenamientos nacionales orientada a realizar un aceptable equilibrio entre la dimensión mercadista y tecnocrática y la dimensión democrática y social de la integración económica, corrigiendo así la ratio de los tratados constitutivos de una comunidad de Estados que en su comienzo se daba como único objetivo crear un gran mercado fundado sobre la libre competencia.
La corrección de ruta tiene el valor de una medida ecológica: preserva la identidad de la sociedad capitalista-occidental reafirmando que su lugar unificador es el trabajo, entendido como valor ético-político compartido por las culturas, religiones e ideologías predominantes – porque quien no trabaja, no tiene, pero sobre todo, no es.
Sin embargo, desdichadamente, las cosas ya no podrán ser nunca más tan sencillas y claras como parecían serlo en otro tiempo.
En otro tiempo, nadie podía dudar que había que sostener la solidaridad intergeneracional. Se sabía que, en el marco de un proceso de incremento paulatino de derechos y garantías prácticamente ilimitado, las reglas del trabajo de los padres se transmitirían automáticamente a los hijos. La cosa era posible porque el trabajo se declinaba en singular y el vestidito confeccionado a medida de su talla venía bien a todos y para todas las estaciones: el mismo trabajo, los mismos derechos. Más aun. Las jóvenes generaciones consideraban un punto de partida el punto de llegada de las viejas. Es decir que la juventud no era una cuestión social que había que afrontar con políticas alternativas. Era administrable con los instrumentos heredados del pasado, aunque con alguna puesta al día.
¿Es todavía así? ¿Estas tranquilizadoras certezas son todavía creíbles cuando el trabajo se declina en plural? ¿Qué reglas del trabajo de los padres son transmisibles a los hijos cuya vida laboral ya no puede parecerse a una carrera?
“Los hijos de la libertad” se plantean preguntas de este tipo y, con perverso candor, las dirigen a nosotros, con el reto de que demos una respuesta plausible.
Ahora que el trabajo no es ya la dimensión predominante en la formación de los individuos, ¿cuántos de ellos tendrán aun la posibilidad de entrar en el cono de luz generado por la constelación de valores – apego al trabajo, disciplina, frugalidad – y de las virtudes públicas que marcaron el ascenso, de súbditos a ciudadanos, de los productores subordinados?
Ahora sabemos que las luchas obreras no han proletarizado la sociedad, como se profetizaba a caballo de dos siglos, sino que han extendido la clase media. ¿Qué sentido tiene entonces continuar custodiando en la memoria colectiva la creencia de que los sacrificios de la laboriosidad industrial habrían conducido a la clase obrera al Paraíso?
¿Por qué culpabilizar a “los hijos de la libertad” de la propensión a atribuir al trabajo un mero significado instrumental?
Al fin y al cabo, no es culpa suya si descubren que el trabajo es una gratificante experiencia de autorrealización de la personalidad sólo para una minoría de privilegiados y que, para los otros, se degrada a un medio de vida. Un medio que quizá puede hacerse menos desagradable, pero que solo cabe redimirlo en lo que tiene de castigo mediante la expectativa de la fiesta, acaso en la discoteca.
¿Es culpa suya si está imponiéndose un individualismo salvaje y sin principios?
Al fin y al cabo éste se encuentra incentivado no tanto por un hedonismo sin límites cuanto por una miríada de lavoretti ocasionales, precarios, intermitentes, escasos de efectos socializadores que no sean negativos y que en cualquier modo son menos devastadores que los infligidos a la incalculable masa de los empleados en la economía sumergida e ilegal, expropiados también de la más usual de las sanciones sociales que es la huelga.
En un contexto de este tipo, es natural que el público juvenil-femenino-escolarizado, murmulle y presione para que, habiendo cambiado las cosas que vemos, se cambien también las categorías mentales que utilizamos para interpretarlas.
A fin de cuentas nuestros interlocutores se ponen nerviosos – los de temperamento mas frágil incluso se desesperan y los mas desinhibidos se liarían a paraguazos – si les preconizamos un destino de trapecistas obligados a dar saltos mortales sin red incluso en edad avanzada o el porvenir de los galgos obligados a seguir con la lengua afuera a una liebre falsa a la que no se puede dar alcance. Y tienen razón, porque existen derechos fundamentales que no se refieren al trabajador en cuanto tal sino al ciudadano que del trabajo espera una renta, seguridad y, si algún dios le asiste, identidad.
Agradecerían que la relación entre trabajo y ciudadanía se reordenara mediante reglas capaces de seguir a la persona en sus actividades sin que sea el concreto contexto organizativo en el que la actividad se inscribe – o sea, el modo de trabajar – el que delimite los confines de la tutela.
Estarían interesados en medidas de apoyo de la renta cuando el trabajo no pueda ser la fuente de la misma en medida equitativa y suficiente, aunque evitando los extremismos del peor familismo – como el de entender, con la indulgencia de un reciente pronunciamiento del Tribunal Supremo italiano, que “no existe culpa en la conducta de un joven, especialmente si es de familia acomodada, que rechaza un puesto de trabajo inadecuado a sus aspiraciones”.
Querrían que – en un país como Italia donde una rígida orientación de las reglas del trabajo a la defensa contra el mercado ha hecho aumentar la necesidad de llenar el vacío de medidas de defensa dentro de las dinámicas del mismo – se crease un complejo funcional y que funcione de instituciones formativas con la misión de garantizar, si no el empleo, al menos la empleabilidad en el trabajo; un trabajo que puede cambiar en el tiempo y puede ser autónomo o dependiente.
Les gustaría que al lado de la igualdad entendida como sustancial re-equilibrio del desnivel de recursos y de poder social intrínseco a la relación de trabajo, se situara una igualdad entendida como igualdad de oportunidades de escoger e incluso de mantener en la relación laboral la propia identidad.
En definitiva, a los inquietantes interrogantes que provienen del público desmesurado juvenil-femenino-escolarizado no se responde apilando cientos de colchones de goma en las cercanías de las curvas más peligrosas para evitar el riesgo de accidentes. Es lógico que eso lo puedan pensar – y claro que lo piensan, vaya si lo piensan – los padres con la renta del trabajo estable y la esperanza de llegar a la pensión, que ven prolongada la obligación de mantenimiento de los hijos hasta mucho más allá de la licenciatura. Pero los gobernantes no. Ellos tienen la responsabilidad de modificar el itinerario, reproyectando el welfare a cargo de la fiscalidad general para impedir la destrucción del modelo social europeo construido con la contribución de las reglas del trabajo del siglo XX y asignar así al art de vivre à l’européenne una función de agregación comparable a la que llevó a cabo la noción de subordinación en una sociedad donde un cierto modo de producir llegó a constituir también un cierto modo de organizarla y de gestionarla.
También por ello en la Carta de Niza, elaborada y aprobada para abrir camino a la Constitución Europea, el término “trabajador” es utilizado mucho mas parcamente que el término de “ciudadano” y en todo caso con una sobriedad que, en comparación con la que mostraban los autores de las constituciones post-liberales del siglo XX, roza el desdén. Baste pensar que en 1947, solo por un puñado de votos la Asamblea constituyente no aprobó la propuesta de un incipit del documento que calificaba a la italiana como una República democrática de “trabajadores”. El vocablo conservará sin embargo en la Constitución europea el mismo significado que posee en la tradición de las constituciones vigentes en cada uno de los países de la Unión. Seguirá designando a “aquel que vive esencialmente del propio trabajo personal y que se distingue por tanto del empresario por el hecho de servirse, en la economía de la prestación contractual, de su trabajo personal sobre otros factores productivos de los que puede valerse para llevarla a cabo”. Lo que, si bien es demasiado poco para deducir de ello sin más la aplicabilidad de todos los estándares de protección a cualquier relación de trabajo, sea este subordinado o autónomo, si que resulta suficiente por sí solo para “ poner en duda que aquellos se apliquen exclusivamente a las relaciones de trabajo subordinado”.
El primer jurista que ha logrado descifrar la trama del nuevo garantismo – que Marco Biagi llamará “estatuto de los trabajos” – ha sido Massimo D’Antona. Suyo es el mérito de haber delineado la perspectiva de re-regular el genus trabajo a partir no ya de las reglas de una de sus species más intensamente protegida, sino del trabajo que sigue siendo objetivamente igual a si mismo prescindiendo de la tipología contractual, porque consiste en el cumplimiento de una obra o de un servicio destinados a otros mediante una actividad exclusivamente o prioritariamente personal. Un trabajo que, como el trabajo típicamente subordinado, puede existir o no existir, ser buscado y no encontrado o perdido y, como el trabajo típicamente subordinado, puede realizar, pero también comprometer, valores que pertenecen al trabajador en cuanto ciudadano. De Massimo ha llegado la exhortación a desagregar el corpus de las reglas del trabajo que se ha venido polarizando únicamente en torno a la figura del trabajador heterodirigido y reorganizarlo “sobre la base de una triple polaridad: las garantías generales del trabajo sin adjetivos; las reglas comunes a la familia de los contratos que realizan la integración onerosa del trabajo en la actividad económica del empleador; las garantías específicas del contrato de trabajo connotado por la subordinación”.
Por ello no basta con decir que la figura del productor elevada a símbolo universal de la laboriosidad tanto por la tradición marxista como no en menor medida por la católica se está desvaneciendo y que en consecuencia es ya anacrónico seguir encumbrándolo al rango de concepto general. No basta tampoco con decir que el siglo en el que acabamos de entrar ya nos e caracterizará mas por el predominio de un sistema económico que prefiguraba un modelo de sociedad en la que el recorrido de la existencia de los comunes mortales estaba decidido de manera uniforme. Es necesario revisitar la noción de ciudadanía y, sobre la base de los input transmitidos por la ruptura de época que estamos viviendo, seleccionar los perfiles de aquellos que haya que privilegiar en el plano normativo, sin por ello hacer un guiño a una lógica que favorece a los excluidos del mercado del trabajo en la misma medida en que lesiona a los incluidos. Una lógica más grotesca que pérfida: como la de quien, para hacer crecer el pelo a los calvos, querría rapar a aquellos que tengan más.
En definitiva, es necesario imprimir a la re-regulación del trabajo un giro radical, desplazando su eje central del terreno de las relaciones contractuales al terreno de las garantías de la propia calidad de vida. Aquí se deben precisar los espacios en los que cabe valorizar intereses post-materiales y post-ocupacionales de los trabajadores, espacios que sólo es posible percibir si se enfocan con los lentes de la ciudadanía: una ciudadanía que, no pudiendo ya ser industrial, deberá ser igualmente industriosa. Es decir que la unidad del sistema normativo del trabajo, que el prototipo del siglo XX de los contratos de trabajo ya no puede garantizar como antaño dado que el área del trabajo regular, continuado, rutinizado de aquel tiempo se está reduciendo, estará garantizada por el estatus de ciudadanía, o sea por el núcleo de principios y normas inderogables que son expresión de la relevancia constitucional de ésta.
“La justificación de l’Europe, ha dicho Lionel Jospin con acentos dignos de la gran tradición oratoria de los franceses, c’est sa différence”.
[i] Artículo publicado en la Revista de la Fundación sindical de Estudios.
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