2006/06/05

ANDRES QUEROL MUÑOZ: EL TERCER CONVALENCIENTE o Conversación en torno a la vida, muerte y renacer de una Expectativa

Cridem qui som i que tothom ho escolti.
I, en acabat, que cadascú es vesteixi
com bonament li plagui
De bades fugim del foc
si el foc ens justifica
Miquel Martí i Pol
La ilustre cofradía de los Amigos de Romagnoli me invita a incorporar mi voz a su debate en torno al artículo El renacimiento de una palabra del profesor de Bolonia. Acepto la invitación con la condición de que se me permita buscar auxilios, y opto por establecer un enlace entre dicho debate y otra conversación respecto a la incidencia de los cambios del trabajo en la conformación de la identidad de las nuevas generaciones de trabajadores. Conversación que venimos sosteniendo desde hace cosa de tres años entre algunas personas vinculadas en mayor o menor medida a los espacios de juventud de CCOO. Facilita esta tarea el hecho de que Juan Blanco, sociólogo y sindicalista inquieto, haya cedido a la presión ejercida por sus contertulios y puesto por escrito algunas de sus aportaciones al debate, escrito inédito del que amablemente ha autorizado el uso(1).
El cuarto hermano Marx, el quinto Beatle y el tercer convaleciente. Plan del escrito
La reflexión de Romagnoli arranca de la constatación de que la palabra “sindicato” está enferma de una polisemia aguda que ha acabado por degenerar en asemia. Como también ha pasado, nos dice el autor, con su compañera la palabra “huelga”. Pero del texto de Romagnoli es fácil deducir que, como no podría ser de otra forma, el dúo convaleciente es en realidad trío, puesto que del mismo mal padece el término “trabajador”. Aquel sindicato de significación más clara que sirvió para que “los hombres de mono azul y de las manos encallecidas” accedieran al status de ciudadanía, no consigue cumplir hoy esta misma función respecto “el pueblo de los hombres y mujeres con vestidos estampados de variados colores”. Y es que el dúo categórico trabajador-ciudadano no pasa hoy por sus mejores momentos, y cada uno de sus componentes ha sido descuartizado hasta el punto de resultar irreconocible. Estos nuevos escenarios afectan al conjunto de trabajadores, si bien sus efectos resultan especialmente intensos entre aquellos que han accedido al mundo laboral después de que éste haya experimentado importantes cambios en todos los ámbitos. Con lo cual vuelve como un manido flash back la pregunta que toda generación se plantea una vez alcanzada una cierta edad: ¿qué les pasa a los jóvenes de hoy? De las respuestas que demos a esta pregunta dependerá la terapia a aplicar para conseguir que la palabra sindicato nazca por segunda(?) vez con un sentido recobrado.
El nacimiento de la juventud o De la integración por el trabajo al trabajo desintegrado
“La juventud” es una característica de las sociedades del “capitalismo maduro” en las que se ha ido produciendo una progresiva prolongación del proceso de emancipación de las personas, al final del cual adquieren la capacidad de plantear un proyecto de vida autónomo. De esta manera es el trabajo el elemento central de este proceso, poniendo fin al mismo el acceso al trabajo estable y a través de él a la plena ciudadanía. Así pues el trabajo como elemento central en el acceso a la plena ciudadanía ocupa también una posición de centralidad en la construcción de la identidad. En palabras de Blanco, “el trabajo es un espacio de identidad muy importante para la construcción de la personalidad de los sujetos, de los jóvenes en concreto, porque en él realizan la afirmación de sí mismos y la consecución de las metas a las que aspiran o aspiraban”. Siendo de esta manera el trabajo la base desde la que se proyecta la construcción de ciudadanía y de identidad, resulta evidente que los cambios producidos no sólo en el derecho del trabajo (deber ser), sino también y sobre todo en el trabajo realmente existente (ser) han provocado efectos en el proceso de construcción de ciudadanías e identidades.
En su discurso, Romagnoli otorga una merecida centralidad a la cuestión de la integración social. Y lo hace con la mirada alta, no centrándose tanto en los más llamativos efectos de la desintegración como en el núcleo causal originario. Es en los cambios producidos en este núcleo causal donde podemos encontrar las claves de la dinámica actual. Las sociedades resultantes del modelo de estado social han basado históricamente su bienestar en el derecho al trabajo como fundamento de la redistribución y del acceso a la seguridad social en versión amplia. De esta manera, el terreno de la exclusión tenía su origen allí donde finalizaba el del trabajo, y las políticas para la integración de los excluidos tenían como finalidad el acceso de los mismos al mundo laboral. Acotado a una dimensión “sostenible” el territorio de la exclusión laboral/social/ciudadana, se produce el despliegue de la plena ciudadanía social para la mayoría que cuenta con trabajo más o menos estable. Los amplios niveles de empleo y el crecimiento económico favorecen el establecimiento del llamado “modelo social europeo” basado en sociedades fuertemente integradas (al menos desde una perspectiva histórica) causa y producto del estado del bienestar. Y basado también, no lo olvidemos, en el traslado forzado de buena parte de sus costes a nuestros congéneres del sur.
Es en esta sociedad del estado del bienestar i del capitalismo maduro donde se produce una redimensión de la categoría “juventud”. Por un lado, el estado del bienestar y la solidaridad familiar permiten un retraso progresivo de la edad de acceso al empleo por parte de las nuevas generaciones, crece el número de familias que pueden asumir el coste de oportunidad que supone mantener a uno o varios hijos con dedicación exclusiva o prioritaria a los estudios durante un tiempo más prolongado. Por otra, los cambios en las empresas requieren de una creciente porción de trabajadores con mayores niveles de calificación y, por lo tanto, de un mayor número de personas que alarguen su etapa de estudios. Como siempre, no todos los jóvenes se encuentran en esta situación de la misma manera, sino que las diferencias sociales tienen aquí una incidencia evidente. Por una parte los resultados escolares, y principalmente el llamado fracaso escolar, no se reparten equitativamente entre los diferentes estratos sociales. Cae el mito de la escolarización universal como factor de superación de las diferencias sociales, o mejor dicho, descubrimos sus límites. Por otra parte, la red de relaciones personales y familiares sigue siendo la principalísima vía de incorporación laboral, muy por encima de los servicios públicos de empleo. La igualdad de oportunidades gana emergencia como objetivo no alcanzado de las izquierdas.
Mal que bien, este modelo se viene desarrollando progresivamente y en torno a él, tal y como resalta Romagnoli, se articula el concepto de ciudadanía y el modelo de estado social, ampliamente analizado por los iusconstitucionalistas. El punto de inflexión en el desarrollo de este modelo, lo encontramos íntimamente relacionado con el del inicio de una nueva fase del capitalismo a la que hemos acabado conociendo como globalización. No se trata aquí de tomar demasiado zoom respecto al tema, pero como sea que la etiqueta “globalización” la encontramos pegada a tarros de muy diferentes esencias, resulta obligado aclarar que opto por aquella acepción del término que entiende que en el origen del fenómeno globalizatorio juega un papel motriz la necesidad de las empresas de hallar nuevos terrenos de crecimiento en la permanente huída hacia delante que caracteriza este monstruo voraz que es el capitalismo, y la consecuente mercantilización de espacios cada vez más amplios de la sociedad que llegan a cuestionar los fundamentos del estado de bienestar desarrollado en los años precedentes, así como un mayor nivel de dependencia (que no de intercambio) económica de los países del sur respecto a los del norte. En este proceso se pierden no pocas plumas sociales y, a los efectos de lo que aquí interesa, se produce un importante debilitamiento del entramado social con especial afectación en dos derechos/mercados esenciales en el proceso de emancipación de la persona en su juventud: trabajo y vivienda.
Antes de avanzar, es necesario incorporar a este bosquejo burdamente esbozado, la constatación ya por otros realizada de que durante todo este proceso se producen también los fracasos de las dos principales tradiciones socialistas. La que proponía como estado intermedio hacia el socialismo y más tarde como socialismo en sí mismo, el capitalismo y despotismo de estado (verdadero monstruo del sueño de la razón) cayó con estruendo de muros y bancarrotas. Mientras que la vía socialdemócrata, postulante como estadio intermedio y más tarde como socialismo en sí mismo, del pacto social y la preservación de espacios no sujetos a las normas del mercado, ha ido cediendo a los embates hasta convertirse en espectro maquillado (verdadero verdugo de sí mismo). En versos de nuestro amigo Martí i Pol, “ninguno de los prodigios que anunciaban insignes taumaturgos se ha llegado a cumplir, y el tiempo pasa deprisa”.
Y es en este escenario en el que nace la Expectativa.
De por qué sólo los padres comen huevos o Un bálsamo llamado Expectativa
La escena es por todos conocida: se acercan las vacaciones, llega el momento de hacer los turnos y el civilizado empresario da la oportunidad a los trabajadores de llegar a una entente cordiale entre ellos. Se cruzan miradas calculadoras a la búsqueda del “criterio objetivo” que dé cobertura al interés de cada cuál y cuando parece que la cosa va a acabar en greña de todos con todos, surge la voz ponderadora que propone el criterio definitivo: “por orden de antigüedad, que algunos ya llevamos años pringando”. Alguien más se arranca y apunta que además, los nuevos no tienen niños de los que hacerse cargo durante las vacaciones escolares. Se oye un gran suspiro de alivio y murmullos de aprobación, la crisis de convivencia ha sido esquivada un año más. Al fondo, un grupo de rostros jóvenes intercambian miradas de resignación. No falta el veterano jovial, posiblemente delegado de personal, que se acerca sonriente y reparte palmadas en sendas espaldas: “tranquilos chavales, cuando seáis padres comeréis huevos”. El mismo delegado que apela a la comunidad de intereses de todos los trabajadores en su quehacer cotidiano.
La pregunta que surge ante esta situación es: ¿por qué aceptan sin más los perjudicados lo que es a todas luces una discriminación por parte de sus compañeros? La respuesta parece clara: porque tienen una expectativa. Efectivamente, tarde o temprano serán padres y podrán comer huevos. La discriminación por motivos edatistas (cuando es hacia los más jóvenes) es la única que cura el simple paso del tiempo y por ello resulta más aceptable para los discriminados y menos contradictoria para los beneficiarios. Esta preciada Expectativa constituye la masilla que permite minimizar las grietas de la discriminación ¿Qué pasa, en cambio, si esa Expectativa dejara de existir? Más adelante nos ocuparemos de eso. Antes conviene que hagamos patente hasta qué punto la discriminación edatista y su corolario la Expectativa han jugado un papel destacado en la evolución del ámbito laboral en nuestras sociedades.
Afortunadamente, también esta iglesia tiene doctores a los que acudir. Y vale la pena empezar por el sociólogo Lorenzo Cachón(2) una de las personas que más luz ha aportado a un análisis crítico de las estrategias públicas de empleo dirigidas a la juventud. Las tesis de Cachón y de un grupo de sociólogos españoles nos muestran como el gran problema del paro que emerge a partir de finales de los 70 en España (algo antes en el resto de Europa) y que se ceba de manera especial entre los jóvenes, da lugar al objetivo del “empleo juvenil”. Objetivo éste con el que se justificaron (y se siguen justificando) unas estrategias específicas hechas a golpe de “planes de empleo juvenil”, “bolsas jóvenes de empleo”, programas de formación para jóvenes y finalmente “contratos juveniles” que acostumbran a venir acompañados de sus parejas de hecho: “salarios jóvenes”. Por supuesto, en todos estos casos “juvenil” equivale a “devaluado”, devaluación que pretende hacerse aceptable en la medida en que permite mantener/acceder a la Expectativa. Se trataría pues de aceptar que en los nuevos tiempos que corren la incorporación al trabajo es más gradual y que la sencilla línea que antes separaba estudios de trabajo ha sido ahora substituida por una fase intermedia de transición, una suerte de limbo en el que ya no se es propiamente estudiante ni todavía se empieza a ser propiamente trabajador. En este limbo caben los contratos de aprendizaje diversos, los salarios disminuidos, las empresas de trabajo temporal, las becas pseudolaborales i otras figuras juveniles que constituyen la necesaria travesía por el desierto, tras la cual quienes no se muestren indignos podrán alcanzar la tierra prometida del trabajo, el salario y el contrato sin adjetivos. Travesía que siempre se nos presenta mejor que su alternativa: el paro, aunque sólo sea en la medida en que nos permite mantener esta Expectativa. Por otra parte, la solidaridad familiar acaba llenando los huecos que se generan.
No resulta difícil hacer dialogar al texto de Romagnoli con los sociólogos que analizan esta situación en clave crítica o polemizar con aquellos que justifican la devaluación del empleo de los jóvenes que pasa a convertirse en empleo juvenil: “el trabajo puede dar dignidad sólo si es decente y si la persona que lo presta es tratada decentemente”. Especialmente precisa resulta aquí la reflexión del profesor de Bolonia respecto la necesaria adecuación del método al objetivo con que da la réplica al monólogo de Anthony Blair. Y no es de extrañar que el análisis que Romagnoli hace pensando en el conjunto de los que trabajan o quieren trabajar a principios del nuevo siglo siente como anillo al dedo a la situación de una parte de los que trabajaban en la última veintena del siglo anterior, pues las políticas de “empleo juvenil” son avanzadilla y condición previa para justificar el recorte de derechos como acto de solidaridad, en mayor medida como se verá que las referidas a otros colectivos de vulnerabilidad como mujeres o parados de larga duración.
Pero para esto aún ha sido necesario un paso más. Un paso constituido por la respuesta a una pregunta ya formulada: ¿Qué pasaría si esa Expectativa dejara de existir?
Del elixir de la eterna juventud o ¿Y si no fuera joven todo lo que reluce?
Los sociólogos catalanes, y ex-jóvenes recientes, Toni Salvadó i Pau Serracant dan una primera respuesta a la pregunta en un interesante e inédito trabajo de título significativo: For ever young(3). Su tesis parte de la constatación de que en el discurso público se produce una progresiva ampliación del periodo comprendido bajo el título de juventud. Si antes se era joven hasta los veinte años, después hasta los veinticinco, más tarde hasta los treinta y cada vez se oyen más voces que consideran que la juventud llega a los treinta y cinco, quizá ha llegado el momento de replantearnos el fenómeno. Al menos antes de que acabemos empalmando el final de la juventud con el principio de la jubilación. La cuestión radica en que consideramos jóvenes a las personas que se encuentran en unas determinadas situaciones de vulnerabilidad social a las que, como hemos visto, habíamos adjudicado la etiqueta de “juveniles”: trabajo inestable, acceso precario a la vivienda (cuando lo hay), dependencia de la solidaridad familiar, imposibilidad económica de acceso a la paternidad/maternidad, etc. Pero pasan los años y a pesar de ello una parte significativa de los trabajadores mantienen esta “juvenil” situación, que se ha explicado tradicionalmente en términos edatistas o de ciclo económico. Serracant i Salvadó nos proponen otra hipótesis: el efecto generacional. “En caso de que estemos hablando de un efecto generación” nos dicen “los jóvenes no estarían en precario en tanto que jóvenes sino en tanto que personas que se han incorporado al mercado de trabajo tras los procesos de reestructuración. Por tanto no existe ninguna garantía de que vayan a estabilizarse al llegar a la edad adulta. Desde esta perspectiva tiene poco sentido hablar de transiciones edatarias y, por el contrario, deberíamos hablar de procesos de movilidad social descendente”. Dicho de otra manera, Salvadó i Serracant nos anuncian el fin de la Expectativa.
Resulta revelador comparar este análisis de dos casi-jóvenes sociólogos catalanes con el del veterano sindicalista italiano Bruno Trentin(4) cuando afirma que “no hay problema cuando los poor works coinciden con la primera fase de la vida laboral y se enlazan, como pasa con muchos estudiantes, con la continuación de los estudios y de la formación, por tanto, de nuevas competencias. El problema para toda la sociedad, y para la cohesión de la sociedad en torno a valores compartidos, aparece cuando los poor works coinciden con la creación de un ghetto donde se relega a trabajadores precarios, trabajadores de temporada o parados de larga duración, a los que de hecho se cierra una movilidad hacia actividades subordinadas o independientes con mayores contenidos profesionales y, por tanto, mayores espacios de autonomía en materia de decisiones” (el subrayado es mío).
V. De los pescadores en río revuelto o ¿Y a esto quien invita?
La pérdida de la Expectativa juega, pues, un papel trascendente en el alumbramiento de un nuevo escenario en el que se produce una readecuación de los discursos. Y lo hace en plena sintonía con lo que hemos dado en llamar postfordismo. Un nuevo escenario donde aparece un mapa de vulnerabilidad social en que la dialéctica insider/outsider no se da tanto entre ocupados y desocupados (eje del análisis de Romagnoli) como entre aquellos que disfrutan de los derechos derivados del trabajo y los que se ven obligados a conformarse de por vida con una versión demediada del european way of life, que no es lo mismo. No resulta difícil ante este escenario la proclamación del discurso blayriano en que se denuncia a los padres por seguir comiendo huevos como si tal cosa a medida que la gallina queda exhausta, despreocupándose de si los recién llegados tendrán que conformarse con un caldo insípido de gallina vieja. Y nos equivocaríamos si no reconociéramos que alguna responsabilidad en esta situación tienen quienes se muestran dispuestos a traspasar los costes de su plena ciudadanía a los que, por no haber estado en el momento de toma de decisiones, no tuvieron voz en la misma. Como nos equivocaríamos si albergáramos intenciones homicidas hacia dos mensajeros inequívocamente de los nuestros como son Romagnoli o Trentin cuando nos llaman la atención desde acentos y perspectivas diferentes. Así Trentin reclama la reconstrucción del pacto de solidaridad entre todos los trabajadores “porque hemos de ser conscientes, alejándonos de toda retórica, de que esta solidaridad ha desaparecido, incluso entre los trabajadores garantizados”. Y así Romagnoli diagnostica el estrabismo de un derecho del trabajo “que no ha comprendido a tiempo que estaba convirtiéndose nada más que en el derecho de los ocupados y por tanto en un instrumento de privilegiados en defensa de sus empleos”. Dos anuncios que nos interpelan de manera especial al referirse al corazón mismo del sindicalismo de clase.
Entender que bajo la etiqueta outsider ya no se agrupan únicamente los excluidos del empleo sino también los que podríamos llamar precarios estructurales nacidos de las estrategias de lucha contra el paro, supone ampliar el diagnóstico oftalmológico de Romagnoli respecto el derecho del trabajo. Éste no es ya únicamente estrábico, esto es, no sólo excluye de su protección a una parte de los trabajadores, sino que además protege de manera harto desigual a aquellos que entran en su campo visual. De esta manera el campo queda abonado para quien quiera postular la confrontación entre aquellos que gozan del privilegio de un trabajo a la antigua y aquellos que se ven privados del mismo; el discurso de quienes pretenden hacer crecer el pelo a los calvos a base de rapar a los que no lo son. Estrategia, por otra parte, bien acompañada por la música de la postmodernidad, algo que Juan Blanco expresa con mucha más propiedad al decir que “el movimiento postmoderno no hace otra cosa que regresar por la vía irónica al liberalismo y a banalizar el proceso de trabajo, aceptando, seguramente con regocijo, la crisis de la cohesión social generada en los entornos postfordistas por la escasa regulación institucional de la nueva división del trabajo”.
En un contexto globalizado la única posibilidad propuesta de preservar el estado social es devaluarlo hasta hacerlo irreconocible. No se trata ya de aceptar individualmente una devaluación provisional del trabajo/ciudadanía con tal de salvar la Expectativa, sino de asumir colectivamente esta devaluación como permanente con tal de salvar algún que otro mueble de lo que fue y ya no será. Propuesta que lleva aparejada la confrontación entre quienes proponen un reparto equitativo de los costes y entre quienes se aferran a sus privilegios adquiridos aún al precio de llevárselos con ellos a la tumba. Y en esta confrontación el sindicalismo es presentado, claro está, como el representante no del todo, sino de la parte privilegiada. Ciertamente, el olor a azufre nos asalta las fosas nasales al ver que aquellos que claman desde estas posiciones por un sindicato realmente representativo del conjunto no son precisamente quienes vieron con simpatía su construcción. Pero toda gran mentira parte de una verdad deformada, y es necesario que desde el sindicalismo dediquemos tantos esfuerzos a afrontar la segunda como a dejar en evidencia la primera. Es desde esta perspectiva que no podemos pretender el renacimiento de la palabra “sindicato” sin sentar también en el diván a la palabra “trabajador”, resultando de especial importancia en esta tarea tomarle la medida a ese “pueblo de los hombres y mujeres con vestidos estampados de variados colores”.
VI. Del autobús de empresa al coche tuneado o De los cambios en la construcción de identidad en las nuevas generaciones de trabajadores, a modo de mueble IKEA
Si, como escribe Juan Blanco, “en las sociedades capitalistas, la transición al trabajo (y su estabilidad) implica la posibilidad de expandir el “yo social” del joven para dotarse, en un segundo momento, de otras ramificaciones identitarias que sólo son posibles si se tiene trabajo”, resulta evidente que la combinación de devaluación del trabajo y pérdida de la Expectativa no puede sumar cero en este proceso de expansión del “yo social”. El estancamiento en la fase de acceso al trabajo estable sin elementos que nos permitan otear el futuro con un mínimo de seguridad nos aboca a un presentismo escéptico (“el futuro se presenta sombrío y el pasado carece de relevancia” escribe Blanco) que busca refugio en el nido de la familia y el grupo de amigos, únicos espacios donde es posible satisfacer el deseo de felicidad inmediata. Por otra parte esta misma solidaridad familiar junto con el trabajo demediado favorece la apuesta por el consumo inmediato, puesto que el ahorro i las inversiones a medio y largo plazo carecen de sentido a falta de proyectos de futuro, y frecuentemente quedan lejos de su alcance.
¿Pueden estos nuevos trabajadores, que cuentan con la única certeza de su presente, ver utilidad en una acción sindical que se caracteriza por la asunción de costes presentes como inversión para obtener logros amortizables a medio y largo plazo? Como bien saben los compañeros que se dedican a esta suerte de tapiz de Penélope que es el sindicalismo en los sectores más precarizados, la asunción de los costes de la acción colectiva para la consecución de mejoras es vista como antieconómica cuando no se cuenta con continuar en la empresa (y ni siquiera en el sector) para cuando estas mejoras den sus frutos.
Por otra parte, y siguiendo el hilo del discurso de Blanco, en una sociedad que ha evolucionado hacia la sobreinformación y el exceso de oferta “los hombres de mono azul y de las manos encallecidas” adoptaron la estrategia de conformación de la propia identidad partiendo de un núcleo interno de convicciones (religiosas, éticas y políticas) desde el que afrontar la interacción con el entorno. Los nuevos chicos y chicas de los vestidos de colores, sin embargo, han substituido este núcleo central de convicciones por la libertad individual como valor casi absoluto desde el cual escoger en cada momento aquellos elementos del supermenú (nunca lotes completos) que les son útiles en el aquí y el ahora, y siempre con carácter provisional. La nueva identidad sería similar a un mueble modular de IKEA, en que cada cual elige los módulos que le convienen para montarlos como necesite, y lo suficientemente baratos como para desprenderse sin demasiado dolor de aquellos que ya no sirvan cuando el cambio de piso requiera componentes y distribuciones diferentes, adaptadas a las nuevas necesidades habitacionales.
La nueva situación lleva a la adopción de estrategias radicalmente individuales de estar en el presente y prepararse para el futuro, estrategias que se trasladan a todos los ámbitos de la vida en términos de esfuerzo por diferenciarse como individuos, en un mundo en que hasta la publicidad aboga permanentemente por “salirse de la fila”, no ser “uno más del rebaño”, un “simple número de DNI o Seguridad Social”; un mundo donde lo colectivo es visto como amenaza a la libertad de “ser uno mismo”. Volviendo a las palabras de Blanco, “si antes, como alguien dijo, [los jóvenes] iban en tren y juntos, ahora van en coche (cada uno el suyo) y por separado”. Un coche, me atrevo a añadir, convenientemente “tuneado” para conjurar los efectos indeseados de la producción en serie. De pronto recobran un nuevo valor los consejos del abuelito y el papá goytisolianos: “anda muchacho dale duro, la tierra toda, el sol y el mar son para aquellos que han sabido sentarse sobre los demás”. Si no sentarse, al menos desprenderse.
Desde este punto de vista, instituciones como el sindicato y el derecho laboral son interpretadas frecuentemente en clave de obstáculo en las estrategias individuales de promoción social o amenazas para la radical libertad del individuo y su identidad. En el mejor de los casos, pueden aspirar a convertirse en una sección más del catálogo donde adquirir algún que otro módulo de uso provisional para la composición del mueble IKEA de cada cual.
Y como no podría ser de otra manera, los cambios en los procesos de construcción de la propia identidad tienen formulaciones y efectos diferentes en los diferentes extractos sociales. Mientras que por arriba la minoría mejor situada cuenta con recursos de todo tipo para aprovechar los diferentes elementos del catálogo en la configuración de procesos de ascensión social, en la parte baja de la pirámide encontramos un tercio de exclusión separado del resto por una brecha cada vez más insalvable. Los jóvenes del fracaso escolar, de la temporalidad estructural, del mal lado de la brecha tecnológica y del abstencionismo electoral estructural conforman un “gueto” (por usar el término trentiniano) excluido de cualquier opción de movilidad social ascendente y cada vez más aislado de los estratos superiores que han optado por desprenderse de “los demás”. No se trata ya del sector de exclusión social existente en las sociedades del clásico estado del bienestar, sino de numerosas cohortes de “poor workers” (siguiendo con Trentin) para los que el trabajo demediado no supone acceso a la plena ciudadanía ni expectativa de la misma. Más objeto que sujeto de la política en versión amplia, un tercio social invisibilizado en los discursos e imaginarios públicos (mucho más preocupados por los titulados superiores “subocupados”) que supone una verdadera bomba social de relojería de efectos imprevisibles. Carne de cañón para el populismo (de derechas o de izquierdas), eclosión de rebelión suburbial a “la francesa”, actitudes autodestructivas equivalentes a las vinculadas al consumo de heroína en los 80 del siglo anterior… son algunas de las opciones de esta ruleta rusa que debería suponer una verdadera obsesión para las izquierdas. No obstante, éstas parecen seguir el lema con que Moncho Alpuente finalizaba su parodia de telediario en el extinto El peor programa de la semana: “según el Gobierno, la situación es alarmante pero no preocupante, porque preocupándose no se llega a ningún lado”.
Por supuesto aquellos que advierten de la situación son presa del mal de Laoconte y condenados a los márgenes del debate social y político. Pero como sabemos por la experiencia del viejo troyano no es el optimismo inconsciente de las sociedades quien suele dar con los diagnósticos acertados. Por contra será desde el optimismo razonado desde donde podremos construir los planes de acción necesarios para afrontar el futuro con confianza. Así pues, finalizado el diagnóstico con estas sombrías reflexiones, conviene recuperar el tono para realizar inventario de los mimbres con los que contamos para trenzar el cesto de un plan de acción por el renacimiento del sindicato, al modo de Romagnoli.
y VII. El hilo de un propósito anunciado o De las buenas prácticas y mejores propuestas desde un optimismo razonado y militante
De mi amiga Joana Agudo, mujer sabia en materia de redes, he aprendido que sólo es posible tejer partiendo de lo ya tejido. De lo contrario se pierde el punto y no sólo no se avanza en la labor, sino que vemos como se deshace irremisiblemente lo ya afanosamente laborado. Sabias palabras ciertamente, en momentos en que parece que cualquier respuesta que no se construya sobre saltos al vacío esté inequívocamente condenada a ser etiquetada como rancia y carente de imaginación. Y debemos tener especialmente en cuenta en esta tarea los versos que encabezan este escrito, en los que nuestro poeta nos conmina a considerar que resulta inútil huir del fuego cuando es el fuego lo que nos justifica. De algo de esto adolece, en mi opinión, el plan de acción que nos propone nuestro amigo Romagnoli.
Por el contrario, un análisis tranquilo y crítico de lo ya tejido nos puede llevar a detectar aquellas experiencias en lo concreto que deberían superar su consideración de pruebas piloto para alcanzar el rango de estrategias sistemáticas, convenientemente reenfocadas y recolocadas en el plan de acción general a la luz de los diagnósticos. Pero sobre todo, resulta especialmente urgente en momentos como los que vivimos agitar las perezas mentales y rutinas, fomentar la efervescencia propositiva en el conjunto de nuestras organizaciones y establecer diálogos con aquellos agentes del “mundo exterior” a los que con demasiada frecuencia miramos de reojo y con sonrisa de superioridad, desde el convencimiento de que la prepotencia es el peor síntoma de debilidad y estupidez. Debemos saber, de todas maneras, que fracasaremos en nuestro empeño si clausuramos estas tareas en los despachos sindicales o académicos de nuestros sabios habituales. En mi breve experiencia sindical he tenido ocasión de comprobar en numerosas ocasiones cómo nudos gordianos de empaque han comenzado a deshacerse a partir de experiencias ad hoc improvisadas en tal empresa o estructura sindical básica, por compañeros que no tenían otra pretensión que la de solucionar alguna urgencia tirando de inventiva y sentido común, cuando no de picaresca. Experiencias que no siempre han contado desde el primer momento con la simpatía y el aliento debidos por parte de responsabilidades sindicales de más alcurnia. Es esta constatación la que nos permite dotarnos de un razonado optimismo ante el futuro.
Debemos pues mostrarnos inquietos y empezar por afrontar sin complejos los tabúes. Un buen ejemplo de tabú es el del absentismo laboral donde los sindicatos miramos para otro lado y que los empresarios se limitan a enunciar sin ningún otro interés que el de situar elementos de desprestigio de sus trabajadores. Analizando abiertamente la cuestión constataríamos que frecuentemente el absentismo constituye una estrategia individual de respuesta a la creciente pérdida de control del propio tiempo que viven trabajadores (especialmente algunos trabajadores) en numerosas empresas. Lo cual nos lleva nuevamente a las reflexiones del compañero Trentin acerca de la falta de importancia que la libertad y la autonomía de los trabajadores han tenido hasta ahora en las estrategias “compensatorias” del sindicalismo. A la luz de lo visto respecto el peso que la libertad individual tiene en las nuevas hornadas de trabajadores (que son precisamente las que más padecen la falta de libertad y autonomía), el discurso de Trentin cobra un renovado sentido. Es por ello que cada vez emerge más claramente como campo de batalla del sindicato la organización del trabajo, lo cual nos obliga a llenar de contenido lemas afortunados como el de la flexiseguridad. Replantearnos la naturaleza de las estrategias por el empleo estable en los términos de “ciclo de vida” como nos propone nuestro compañero italiano nos ayudará sin duda a enfocar algunas de las respuestas a las incógnitas que traen aparejadas las nuevas generaciones de trabajadores.
En este mismo campo, vemos como las políticas de promoción y formación continua en la empresa y el sector (más allá de la gestión de programas) siguen encontrando resistencia y, lo que es peor, se confrontan con nuestra pereza intelectual pauperizante. Temas e ideas clave para dar respuesta a las nuevas y viejas necesidades de los muchachos y muchachas de colorido vestuario, que si bien han ido encontrando acomodo en nuestros debates y documentos, no acaban de traspasar la frontera de una negociación colectiva marcada por la reiteración de lo ya conocido. Y que cuando lo han hecho, no siempre han dado los frutos deseados al estar demasiado vinculadas a una realidad concreta en un mundo cada vez más interdependiente. ¿De qué sirve, por ejemplo, que en una empresa consigamos facilidades de adaptación de la jornada laboral para aquellos trabajadores que deseen cursar estudios del tipo que sea, si en el mundo exterior decrecen los horarios nocturnos en las enseñanzas medias, la oferta de formación de adultos es absolutamente insuficiente y la universidad se halla inmersa en una carrera desquiciada que requiere estudiantes con dedicaciones cada vez más exclusivas?
Lo cual nos lleva a la necesidad de reestructuración de la negociación colectiva y su coordinación con la concertación social. Las nuevas realidades empresariales del postfordismo han puesto patas arriba los conceptos de sector y territorio que suponen la base de la organización de la estructura y la actividad, excesivamente compartimentadas y absolutamente desbordadas por la nueva realidad. Para ello deberíamos empezar por hacer renacer los viejos conceptos de trabajador y de solidaridad de clase, empezando por reconocernos entre nosotros ante la constatación de que la vieja distinción entre trabajadores de cuello blanco o azul, si nunca fue demasiado acertada hoy es claramente obsoleta. Que el sindicato vea en los estudiantes en prácticas, los becarios, los autónomos (sean “falsos” o “dependientes”), los empleados de las subcontratas (se hallen dentro o fuera de los recintos), &c. como “trabajadores” de un mismo proceso productivo es el primer e inexcusable paso para el renacimiento de la palabra trabajador. Y de la palabra sindicato.
Por otra parte, la clásica distinción funcional dentro del sindicato entre quienes se encargan de la negociación colectiva y a quienes atañe la concertación social debe hoy ser repensada. Las necesidades del mundo interdependiente y la(s) nueva(s) empresa(s) nos obligan a una fuerte articulación entre el convenio de empresa, el de sector i la concertación social a todos los niveles. Para ello debemos establecer espacios de coordinación y propuestas más coherentes y complementarias en los diferentes ámbitos de acción sindical, como alternativa a incrementar el número y cantidad de las listas de deberes que trasladamos a nuestro agobiado sindicato-en-la-empresa. Lo cual es tanto como decir, que debemos construir una nueva confederalidad más flexible, cooperativa, asimétrica y horizontal. Y más europea e internacional.
Mucha tela que cortar. Ciertamente, no son propuestas demasiado nuevas las que componen esta tela, pero sin duda deberá ser nuevo el patrón del traje. Y, sobre todo, deberemos tener claro a quienes corresponde cortarlo. En este sentido, es necesario que el sindicato abandone esa cierta postura de despotismo ilustrado con que con demasiada frecuencia nos dirigimos al “pueblo de los hombres y mujeres con vestidos estampados de variados colores”, sobre todo tras haber constatado tantas veces que el despotismo ilustrado tiene más de lo primero que de lo segundo. Por el contrario, nos corresponde asumir el programa de Ilustración que nos propone el viejo Kant: la ilustración como emancipación de la persona, como “liberación del hombre de su culpable incapacidad”. Sólo si somos protagonistas, sujetos y no objeto de la acción, podemos ser ciudadanos. Y para ello, corresponde revisar nuestros procesos de debate y decisión replanteándolos al modo de Paulo Freyre, es decir, superando la vieja dicotomía jerarquizante entre quien sabe y quien no sabe, y buscando la generación de un conocimiento colectivo en el que cada uno contribuye desde su propio saber.
En definitiva, tratamos de generar una nueva Expectativa a quienes hoy ven el futuro en clave de pérdida. Una Expectativa que, a diferencia de la difunta, no sea bálsamo ni justificación de la discriminación sino factor de cohesión desde la diversidad entre los trabajadores/ciudadanos. El reto es sin duda grande, y por eso mismo apasionante. Y como sea que somos de los convencidos de que la mejor forma de decir es el hacer, tiempo es ya de poner el punto y seguido a esta conversación, escoger del armario nuestras ropas más llamativas y volver a nuestras tareas. No sin antes, eso sí, enviar un saludo fraternal a mi nuevo amigo y contertuliano Humberto Romagnoli.
A parte de Juan Blanco, son contertulios en este debate Luis Romero, Esther Campano, Empar Pablo, Pau Fons, Joan Jiménez, Juan Martínez, Tània Pérez, Joan Calderón, Lalo Plata, Fátima Conde, Raúl Montoya y cientos de participantes en debates, escuelas y jornadas. Mérito de todos ellos son los posibles aciertos de este pliego, siendo exclusivamente mía la responsabilidad por las muchas barbaridades que puedan colarse en el mismo.
Son diversos los trabajos de Lorenzo Cachón respecto este tema, valga como referencia CACHÓN, Lorenzo (ed.), Juventudes, mercados de trabajo y políticas de empleo. Editorial 7 i mig 1999 (Benicull de Xúquer – València)
SALVADÓ, Toni i Pau Serracant, For ever young, vulnerabilitat social juvenil o generacional? Documento inédito
TRENTIN, Bruno, Canvis i transformacions. Consell de Treball, Econòmic i Social de Catalunya 2005 (Barcelona). Las citas de Trentin son traducciones de la traducción del libro "Canvis i transformacions". Col. Llibres del Ctesc (núm. 6)

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