2006/06/20

JOSE J. PEREZ-BENEYTO: ¿HA MUERTO LA CLASE OBRERA?



La forma de llamar a las cosas es uno de los ingredientes de toda cultura. La diferenciación y la cohesión de la clase obrera en el orden cultural ha sido propiciada por un lenguaje propio. Pero los lenguajes sociales experimentan continuos ajustes y transformaciones; se mueven sin cesar para cumplir su función identificadora en condiciones nuevas. También en este aspecto observamos un movimiento en la clase obrera.
El cambio de lenguaje, de expresiones que han sido de empleo común durante mucho tiempo en los grupos de izquierda, partidos y sindicatos, permite tomar la medida de las alteraciones experimentadas en el horizonte ideológico en el que se ha desenvuelto una parte de la clase obrera durante décadas. En lugar de izquierda se emplea fuerzas de izquierda, de progreso y ecologistas; el desarrollo económico, que antes aparecía como un bien en sí mismo, va acompañado hoy de adjetivos como duradero, sostenible o humano; los términos que integraban el lenguaje de la lucha de clases, tales como las masas trabajadoras o el capital, ceden su sitio a los ciuda­danos, la gente o el ultraliberalismo. La patronal se ve reemplazada por los jefes de empresa o los empresarios.
Todo es más suave, como se ve, y encaja poco en el marco ideológico precedente, que al menos en parte se considera superado. Estos cambios en el vocabulario dan cuenta de la vulnerabilidad del dispositivo identificador anterior; describen una trayectoria que va de lo duro y rígido a lo blando y flexible; del acento puesto en la identificación del enemigo y en el conflicto a la atenuación de ambos aspectos.
La paradójico es que tras tanta suavidad lingüística, se enuncia que la clase obrera ha muerto, el trabajo ha llegado a su fin, y el sindicato es una palabra muerta, frases comunes, sobreentendidos que aparecen en todo análisis de la cuestión social, y que obvian la tozudez de los hechos que, si en cualquier época serian inaceptables, resultan absolutamente intolerables a la altura histórica y con las posibilidades que abre el desarro­llo científico y tecnológico al comienzo del siglo XXI. Datos de una pobreza que se mani­fiesta en unas 24.000 personas que mueren diariamente por causas relacionadas con el hambre y en unos 1.000 millones que padecen hambre habitualmente, en 1.200 millones sin acceso a agua potable, en 1.500 millones sin atención médica, en cerca de 1.000 millones de adultos analfabetos, en 250 mi­llones de niños explotados, etc... datos que se podrían ir desgranando hasta llegar a describir las desigualdades que cubren el mundo. Cabe preguntarse: ¿Es posible que haya muerto la clase obrera?
La clase obrera al igual todas las clases modernas, al margen de sus magnitudes y de las numerosas transformaciones que han experimentado, sigue existiendo. El problema es si su existencia actual corresponde ya sea a la misión tan relevante que le fue asignada por diferentes doctrinas socialistas del siglo XIX, ya sea al papel que efectivamente ha desempeñado en la historia de los países occidentales en la mayor parte del siglo XX, como clase que describe en su trayectoria histórica un movimiento que apunta hacia un nuevo régimen social, y en la que sus miembros están interesados en acceder a una nueva economía que no repose sobre su actual subordinación. En pocas palabras, de acuerdo con esta concepción, la clase obrera es una clase social esencialmente orientada hacia una nueva organización social, contrapuesta a la característica del Occidente moderno capitalista; es el sector de la sociedad más hostil al capitalismo; y es también el centro de algo parecido a un sistema de organizaciones, movimientos y luchas sociales. Tal es la imagen ideal. El papel ideal se integra en cierto grado en el papel real: se realiza en parte en la medida en que penetra en la conciencia colectiva.
Hechas estas advertencias, podemos preguntarnos en qué medida el proletariado es la representación viva de esa imagen ideal que se forjó a lo largo del siglo XIX y a comien­zos del XX. Se puede hablar de una larga época en la que la clase obrera, en los países occidentales, ha sido la clase más activa dentro del abanico de las clases populares, la más fuerte, la que ha dispuesto de una red organizativa más poderosa. Pero su inclinación hacia una economía radicalmente distinta de la actual no ha sido muy fuerte. Ha sido más el centro de un cuadro imaginario colectivo, vigente durante décadas, que un crisol verdaderamente operativo. Esta separación entre la creación imaginaria y los hechos ha pervivido durante mucho tiempo. Pero la toma de conciencia sobre esa disociación ha sido muy tardía. Empieza a cobrar cierta fuerza a partir de los años sesenta, y se ha acelerado a raíz de las mutaciones de todo orden que se vienen sucedien­do desde mediados de los años setenta. El papel atribuido a la clase obrera ha sido cuestionado, añadiéndose nuevos elementos que refuerzan ese cuestionamiento. Me limitaré a enunciar los más destacados.
Tras la crisis de gobernabilidad del mundo capitalista, que pronto fue gestionada bajo los parámetros de la recomposición económica internacional, una auténtica cortina de humo que ha vuelto invisible para la historia lo que tras el ciclo de 1917-1936 se dio en llamar como el Segundo Asalto del Proletariado, llega la derrota obrera.
La derrota social de la década de 1970 fue la expresión de una manifiesta imposibilidad de gobernar a la fábrica, el Estado y el sistema mundo. En el Estado español, un caso relativamente periférico en el contex­to global pero significativo del proceso a escala europea, el colapso del régimen de gobierno de la fuerza de trabajo y la catarata de la innovación existencial tuvo su intervalo de mayor condensación entre 1973 y 1979: los años de la llamada Transición Democrática. Aquí, como en el resto de Europa, el catalizador inmediato del cambio fueron las luchas de fábrica que, desde hacía algún tiempo y a pesar de la represión polí­tica de la dictadura, encontraron cauces de expresión eficaces.
Como en el resto de Europa, los motivos salariales cons­tituyeron el motor de la movilización, al tiempo, que las for­mas de democracia directa a través de las asambleas cimentaban una nueva cultura política.
Sin entrar en el detalle del cambio de régimen, interesa destacar la potencia de ese nuevo contrapoder obre­ro que hacía de la fábrica un eje de fuerza y oposición. Como en el resto de Europa, desde finales de la década de 1960, las huelgas obreras habían desbancado los márgenes de crecimiento salarial. Los salarios habían comenzado a subir por encima de los incremen­tos de productividad. Desde 1970-1972, y por lo tanto antes de la crisis petrolífera, el crecimiento de los costes laborales unitarios se despegó completamente del crecimiento de la productividad. Los mecanismos de regulación política, que fijaban la completa subordinación de los salarios a la evolución de la productividad, comenzaron a estallar, uno tras otro, a golpe de huelgas y ocupaciones de fábricas.
Desde 1971, la espiral inflacionista fue siempre por detrás con respecto del crecimiento de los salarios. Las huel­gas se ganaban, al tiempo que los convenios colectivos esta­blecían incrementos salariales del 20% e incluso del 30%, muy por encima de los márgenes de corrección inflacionis­ta. La crisis económica estuvo anunciada por la presión obrera. El régimen de acumulación fordista era, desde ese momento, políticamente insostenible.
En las economías del centro la creciente ingobernabilidad de la fábrica y de los lugares esenciales de la reproducción social condiciona­ba irremisiblemente una reacción en todas las dimensiones fundamentales del circuito de formación de capital. En este sentido, el tiempo de reacción tuvo dos momentos esenciales.
Uno, primero, de fuerza, de carác­ter disciplinario, que se midió sobre todo con los aspectos más inmediatos de la organización de la producción y de la redistribución de la riqueza, y que se articuló sobre todo en una política de desmantelamiento y deslocalización de la gran fábrica fordista y de minorización y liquidación de los pactos sociales que fundaron el Estado de Bienestar.
Otro, segundo, que representaba una auténtica innova­ción. La apertura de nuevos campos de exploración tecnoló­gica y cultural, con la apropiación sistemática de nuevas fuentes de produc­ción subjetiva, saberes, cerebro, afectos, y la explotación intensiva de las capacidades genéricas de la nueva fuerza de trabajo. Proceso de subsunción, de la sociedad en el capital, de todas las dimensiones de la vida en la produc­ción de capital: La vida puesta a trabajar.
En conjunto, los años de la restauración, que tomaron la forma del neoliberalismo, son una res­puesta punto por punto a los retos políticos que el movimiento político y social de 1968 había puesto sobre el tapete. Más aún, la derrota del Segundo Asalto del Proletariado puede ser leída como una mera retirada temporal de los campos de batalla. Sus demandas y sus aspiraciones más profundas aparecen de nuevo en el torrente de la innovación de las décadas siguientes. De alguna forma, han sido depo­sitadas como el sedimento ontológico irrenunciable de toda reconstrucción política.
Las políticas trazaron un doble gra­diente que, por un lado, tendía a desmantelar la fábrica y con ella el trabajo industrial estable y, por otro, promovía la rup­tura de las condiciones del contrato social que había funda­do el Estado keynesiano. En la fábrica, las luchas obreras y la subversión silencio­sa y cotidiana de los jóvenes proletarios había tenido un doble efecto. En primer lugar, había impulsado al máximo los procesos de automatización. Por otra parte, había puesto en crisis la vieja forma de organización del trabajo fundada en la organización científica del trabajo y la producción en masa. La reacción política y sub­jetiva del obrero masa hacía efectivamente imposible el man­tenimiento del régimen de fábrica.
En todos los países las políticas de gestión se orientaron sobre los principios de reestructuración del aparato produc­tivo y la reactivación de las tasas de beneficio sobre la base de la derrota obrera. Efectivamente, la destrucción del tejido industrial tras la crisis de 1973 y las políticas de ajuste y reconversión fueron el telón de fondo de un movimiento más amplio de abolición de la autonomía obrera. Las luchas obreras hicieron patente que, a igual produc­ción de bienes, era más rentable política, y por tanto económicamente, la sustitución del trabajo manual por sistemas de máquinas y procesos automatizados. De modo paralelo al cierre de muchas industrias, aquellas que permanecieron fueron objeto de un profundo proceso de reorganización que perseguía ante todo la descomposición política de las comunidades obreras.
Sintéticamente, el nuevo modelo de organización secto­rial adoptó una estructura empresarial que segregaba y autonomizaba los procesos productivos menos comprometidos o tecnológicamente menos avanzados. La empresa matriz que antes integraba casi todos los momentos de fabricación de un producto, el gigante taylorista-fordista, quedó así reduci­da a las funciones de ensamblaje, coordinación y mando de una multitud de pequeñas y medianas empresas que fabrica­ban la mayor parte de los componentes industriales. El resultado fue la descomposición política de la fuerza de trabajo. Un sector central que guardaba todavía algo de su vieja fuerza sindical, al lado de una nueva mayoría some­tida a distintas formas de trabajo atípico, desde el trabajo autónomo y el trabajo precario, hasta el trabajo en negro, a tiempo parcial, familiar o microcomunitario.
Las prácticas de subcontratación o los fenómenos de deslocalización industrial, la migración de las instalaciones industriales a los países de la periferia con menores costes salariales son simplemente modalidades de este proceso orientado sobre todo por una intención política: la liquidación cultural de las viejas comunidades obreras. Naturalmente, esta reestructuración de la empresa no ha tenido como objetivo tanto aumentar la productividad o mejorar los procesos productivos, como disciplinar y subor­dinar los distintos componentes de la fuerza de trabajo, generalmente por medio de la derrota política. En definitiva, el objetivo de estas políticas, con un inmenso éxito, ha sido la con­tención de los salarios reales.
En las grandes cuencas productivas del Estado español, la crisis industrial barrenó las bases políticas del movi­miento obrero, y se acompañó de un proceso intenso de disciplinamiento sindical bajo la consigna del reparto de los sacrificios o de una solución compartida a la crisis. La consolidación de los sistemas de representación, elec­ciones, burocratización/institucionalización de CC.OO., apa­rición de UGT, fue un medio eficaz de corporativización de las relaciones laborales. Los pactos de la Moncloa de 1977 y la política de concertación durante la primera mitad de la década de 1980, Acuerdo Marco Interconfederal, Estatuto de los Trabajadores, Acuerdo Nacional de Empleo, Acuerdo Interconfederal, lograron contener el crecimiento de los salarios y consiguieron subordinar sus ritmos de incremento a los índices de inflación. Por otro lado, la colaboración sindical aseguró el aisla­miento y neutralización de los fenómenos de resistencia a las medidas de reforma.
La eficacia de estos dispositivos de concertación se tra­dujo, bien pronto, en una recuperación de las tasas de bene­ficio y una reducción de la masa salarial respecto al llama­do Excedente Bruto de Explotación. Por otra parte, en el curso de esta década el fenómeno de la desocupación dejó de manifestarse como un episodio coyuntural de la crisis económica. El crecimiento económico en esos años se realizó, en términos generales, sin la compa­ñía de un incremento simétrico del empleo. Se quebraba así uno de los pilares del equilibrio político, la estimulación del empleo por medio de políticas presupuestarias activas, las llamadas políticas keynesianas.
De este modo, la liquidación de la gran fábrica, su jibarización y descomposición en pequeñas unidades producti­vas, y por lo tanto la fragmentación de la unidad política de la fuerza de trabajo, se acompañó de una erosión de la vieja forma del welfare keynesiano, que durante varias décadas había sido el principal agente de un ciclo virtuoso apoyado en las políticas de intervención y estímulo de la demanda, el crecimiento de los salarios, crecimiento del consumo, y ciertas formas de redistribución de la riqueza por medio del acceso gratuito y universal a la enseñanza, la sanidad y el derecho a una renta mínima en situaciones de excedencia productiva, paro, enfermedad, vejez, etc. Por lo tanto, la contraofensiva capitalista frente a la ini­ciativa del contrapoder obrero y de los nuevos movimien­tos metropolitanos se basó, también, en un desmantelamiento parcial del welfare y el abandono de las políticas keynesianas. El sistema inestable de cambios de moneda a nivel internacional, a partir del desenganche del dólar del patrón oro en 1970, pero sobre todo la hegemonía de la nueva doctrina monetarista en EE.UU. a partir de 1978-79, fueron el eje constitutivo de un nuevo marco de regulación y control de la fuerza de trabajo. Las llamadas políticas de austeridad, de déficit presupuestario cero, justificadas siempre como medidas anticrisis propugnaron, de hecho, la inmediata abolición del propósito del pleno empleo. De esta forma, la renuncia a financiar el déficit presupues­tario con nueva emisión de moneda generó y promovió, en primera instancia, un marco internacional de desinflacionis­mo competitivo, en el que cada país se veía irremisiblemen­te forzado a aceptar las políticas de austeridad. El chantaje operativo para todos los gobiernos y entidades estatales se reducía a la simple opción binaria entre la bancarrota asegura­da por las condiciones de fuerte concurrencia internacional o la aceptación de las políticas de ajuste pronunciadas siempre a favor del desmantelamiento relativo del Estado social.
Como se ha visto, la ofensiva del capital no se limitó a los cen­tros de trabajo y a las políticas sociales. Desbordó los márge­nes de la fábrica y de la ciudad frente a los procesos de ingo­bernabilidad de la economía mundo. El principal instrumen­to de gobierno en este sentido fueron las políticas monetarias, el uso de la moneda como arma directamente política. Una estrategia fundada en la financiarización de la economía. La formación de este nuevo régimen comprendió al menos dos lineas esenciales. La descone­xión del dólar con respecto al patrón oro en 1971, de la administración Nixon, anulando la convertibili­dad del dólar al oro que inauguró una nueva época de cambios variables entre las monedas. El dólar, la moneda fuerte del sistema internacional, decidió efectivamente medirse a sí misma y se convirtió en la moneda universal de referencia. Desde ese momento, el resto de los países tuvieron que hacer fren­te con dólares a la compra exterior de bienes y servicios. Más grave aún, el resto de países empezó a tener que hacer frente al pago de su deuda en dólares. De igual modo, la crisis de la década de 1970 y el brus­co incremento de los precios del petróleo, estimuló el endeudamiento de un buen número de estados que encontraron en los mercados financieros una alta liquidez en condiciones ventajosas. Se generó, de este modo, una situación en la que los bajos tipos de interés, casi menores que las tasas de inflación, podían hacer muy atractivo afrontar nuevos préstamos con el fin de solventar los des­equilibrios internos. El endeudamiento estimulado por el bajo precio del dinero no tardó, sin embargo, en mostrarse como una auténtica trampa de la liquidez.
La fuerte elevación de los tipos de interés a partir de fina­les de la década de 1970 creó, rápidamente, una situación en la que los países endeudados no podían pagar los intereses de la deuda. Estallaron las primeras crisis en Latinoamérica y se inició, así, una década negra para los llamados países en desarrollo. Desde entonces, la única posibilidad de hacer frente a los servicios de la deuda ha sido solicitar nuevos préstamos a las instituciones financieras internacionales, principalmente al Fondo Monetario Internacional (FMI) y al Banco Mundial (BM). El resultado ha sido una escalada insostenible de las cargas de los empréstitos.
El sistema de regulación y control de la fuerza de trabajo se desplazaba, así, de la negociación salarial, de acuerdo con la relación salario/productividad, al control monetario y la sujeción de la inflación.
En este sentido, la reducción del tiempo de trabajo direc­to en la industria no es sólo la reducción de las formas estables de empleo, tras la modificación de las proporciones de empleados en los diversos sectores, con la nota relevante de la pérdida de peso del industrial y del crecimiento de los servicios, por el incremento del sector servicios del 36% del PIB de la Unión Europea en 1970, a hoy que ya supera el 50%, sino la diversificación de las situaciones laborales, la segmentación del mercado de trabajo, esto es, la existencia de tratos diferentes para trabajadores de similar cualificación y la aparición y proliferación de empleos frágiles. Si a ello sumamos el crecimiento de las tasas de paro y el incremento de la economía sumergida, vemos como las técnicas de gestión y consumo de la fuerza de trabajo ensayan nuevas formas de asalarización, sobre todo aquellos que operan en el amplio espectro de los servicios, que aparecen como un yacimiento de empleo servil, subsidiario, inagotable. La nueva política de gestión actúa desde la década de 1980 sobre la reducción de las posibilidades de vida al margen de la relación laboral, con el fin de someter esta población excedente, desocupada, a estas nuevas formas de empleo.
Las políticas de empleo actúan como palancas o modos de disciplinamiento de la fuerza de trabajo, de subordinación a nuevas formas de empleo infrapagado. El empleo, transfor­mado artificialmente en un bien escaso, convertía un factor de riqueza, el aumento general de la productividad social ligada a la automatización de los procesos productivos, en una condición de pauperismo.
Este enunciado por obvio no deja de ser cierto. Quizás la incapacidad mayor del movimiento obrero de la década de 1970 fue no haber tomado en serio y con suficiente inteli­gencia la consigna del rechazo del trabajo. La derrota de sus componentes más innovadores y el conservadurismo de la izquierda histórica encauzaron las escasas energías políticas hacia el resistencialismo desesperado, manifiesto en las luchas por el puesto de trabajo. La perseverancia de esta actitud, hizo de la mayor parte de las fuerzas sindicales y de los partidos de izquierda un residuo de carácter inercial e incluso reaccionario.
En resumen, el nuevo régimen financiero se ha converti­do en el principal instrumento de ordenación internacional. Los cambios variables entre las monedas y la primacía de la política económica estadounidense derivada de la primacía del dólar, han afirmado un instrumento de acumulación siempre favorable para la inversión financiera en las plazas occidentales; un proceso, acompañado, a veces, de procesos sangrantes de descapitalización de economías enteras. Por otra parte, la financiarización de las rentas se ha convertido también en un instrumento de acumulación, a través sobre todo de la atracción del ahorro privado y la reducción de las rentas derivadas del salario.
De todos modos, las políticas de reforma o reestructuración, incluidas las políticas financieras, han propiciado la neutra­lización del antagonismo social y la liquidación del pacto social keynesiano.
Sin embargo, esta dimensión de reforma o rees­tructuración capitalista, que se acusa en los aspectos disci­plinarios y en el refuerzo de las tecnologías de control, hubiera significado una sencilla involución histórica si, de alguna forma, no hubiera dado cuenta de una auténtica mutación del trabajo, no sólo de la organización de la pro­ducción, si no de la naturaleza misma del trabajo vivo, como sustancia única que hace posible la formación de capi­tal. La paradoja de la reconversión radica en el hecho de que sólo pudo ser efectiva sobre el terreno abandonado por el enemigo, sobre los elementos que animaron la fuerte inno­vación social de las décadas de 1960 y 1970.
Todo esto trajo consigo un debilitamiento de la clase obrera por una reducción de las dimensiones del contingente con mayor tradición de organización y más influyente: el de las grandes empresas industriales. Simultáneamente crece, en cambio, una clase obrera de servicios con poca cualificación, mucho empleo eventual, comparativamente joven, con alta presencia de mujeres y muy débil sindicalmente. El correlato al cambio de composición es que se acentúan las divisiones internas dentro del sector asalariado, incluso en el interior de cada empresa, como consecuencia de la diversificación de los contratos laborales. Si la unidad de intereses nunca fue tan fuerte como tantas veces se supuso, lo cierto es que esa unidad se ha resquebra­jado aún más.
El sector juvenil que, por un lado, padece especialmente el paro, y, por otro lado, está con frecuencia muy condicionado a causa de la fragilidad de su contrato, pierde peso en su disponibilidad para la movilización de un sector asalariado que en otro tiempo ocupó un lugar de avanzadilla. Otra parte de la mano de obra asalariada queda enteramente al margen de la actividad sindical; es aquella que trabaja en la economía irregular.
Hablamos, pues, de un debilitamiento de la unidad de la clase obrera y de una disminución de su fuerza relativa y de su capacidad para actuar, lo que entraña a su vez una modifica­ción sustancial de la posición de la clase obrera en la sociedad y en el panorama general de los movimientos sociales. Todo esto no sólo agrava la crisis del mito del proletariado como portador de una nueva sociedad, como emancipador univer­sal, como unificador de las clases populares, sino que intensifica el cuestionamiento del papel que, más allá del mito, venía desempeñando efectivamente la clase obrera.
Hay, por tanto, una crisis del mito y una crisis de la posición y de la función reales, que discurren en paralelo a una crisis de la complexión subjetiva, esto es, de la conciencia colectiva de la clase obrera y de la identidad ideal del traba­jador.

¿Fin del trabajo?

La identidad forjada en torno a él, a lo largo de un siglo, presenta hoy serias fisuras. El trabajo aparece mucho menos que antes como un ámbito de actividad diferenciador; como espacio existen­cial (los barrios obreros con las fábricas próximas son sustituidos por amplias zonas suburbanas desconectadas de los lugares de trabajo); como foco de relaciones solidarias que definen una sociedad dentro de la sociedad; y como alimentador de un tipo moral.
El capitalismo ha mutado porque ha mutado la naturaleza del trabajo y los dispositivos de subordinación de la fuerza de trabajo. Los procesos productivos, los métodos de organiza­ción, los contenidos de la actividad laboral y el sistema empresarial han experimentado cambios cualitativos funda­mentales que nos sitúan ante un desplazamiento radical del paradigma económico, pero también de la teoría política. La respuesta capitalista a la cri­sis fue una auténtica contrarrevolución. Es decir, una innovación impetuosa de los modos de producir, de las formas de vida, de las relaciones sociales. La con­trarrevolución, al igual que su opuesto simétrico, no deja nada intacto. Construye activamente su peculiar nuevo orden, forja mentalidades, actitudes culturales, gustos, lisos y costum­bres. Pero hay más, la contrarrevolución capitalista se sirve de los mismos presupuestos y de las mismas tendencias, económicas, sociales y culturales, sobre las que podría acoplarse la revolución, ocupa y coloniza el territorio del adversario y da otras respuestas con las nuevas formas de trabajo. ¿Cómo trabaja este trastocamiento de los pun­tos de iniciativa? ¿De qué dispositivos dispone para hacer de la proliferación subjetiva y de la excedencia social instancias funcionales para la reproducción ampliada del capital?
La demanda existencial de las décadas de 1960 y 1970 horadó los márgenes estrechos de la norma capitalista. En este sentido, la crisis de la sociedad disciplinaria era sólo la expresión institucional del rechazo subjetivo a las formas de encuadramiento y subordinación del gesto, del cuerpo y del cerebro. En la fábrica, los obreros contra el silencio de la cade­na, contra la ausencia de relación social en los contenidos concretos del trabajo, contra la monotonía banal y despótica de las cadencias. En la familia nuclear, las mujeres contra el silencio del orden patriarcal, contra la reproducción autori­taria de la subordinación femenina al hogar. En la escuela, el deseo juvenil contra el silencio del alumnado, contra los meca­nismos de autoridad y de normativización de los saberes. La experimentación existencial se expresaba ante todo bajo la forma de una excedencia de ser, una excedencia de relación social, de comunicación, respecto a las instituciones disciplinarias. La respuesta capitalista a la crisis, con todos sus aspectos despóticos, sólo podía tomar como punto de partida estos nuevos modos de riqueza sub­jetiva, atraparlos, hacerlos trabajar en las nuevas fábricas.
La gran innovación capitalista de las décadas de 1980 y de 1990 ha sido la invención de medios de captura de este exceso subjetivo. El capitalismo de producción fundado todavía en la codificación disciplinaria, productivista de los flujos extraeconómicos da paso, así, al capitalismo de consumo, de captura de todos los flujos sociales, encauza­dos, corregidos y sometidos, por los dispositivos de producción de capital.
Por lo tanto, si la contestación de las décadas de 1960 y de 1970 fue ante todo una revuelta contra el silencio, en la fábrica, en la familia, en el conjunto de relaciones sociales, como norma que subordina el cuerpo y la voz a las modulaciones impuestas por la producción, la gran innovación capi­talista consistió en aceptar la irreversibilidad del nuevo exce­so subjetivo.
Se produce la subsunción de lo social en el capital, con la transición de un capitalismo industrial hacia un capitalismo informacional, fundado en la centralidad del conocimiento como factor pro­ductivo, en la circulación de la información y los saberes como nudo estratégico fundamental de la nueva economía. Se podría decir que el capitalismo adopta un giro lingüísti­co, o lo que es lo mismo que la comunicación en sus dimensiones pragmática y performativa, como espacio de negociación, pero también de producción de nuevos senti­dos, de nuevas formas de relación, se torna en parte central del proceso de valorización.
El capitalismo informacional invierte la tradicional rela­ción de la gran industria. No se trata de un aparato productivo con enorme capacidad de poner en el mercado un número casi infinito de bienes estandarizados. Por el contra­rio, la producción deja de tener esa fuerza masiva para crear la demanda. Son los estímulos externos, las señales lin­güísticas del mercado las que orientan la producción. El aparato productivo sigue los deseos, las necesidades, la figuración de nuevas formas de vida proporcionando bienes y servicios que entran en conexiones materiales y simbólicas con suficiente potencia como para generar, a su vez, nuevos mercados. En este sentido, la entrada de la comunicación en la industria modifica completamente la organización del traba­jo y la estructura de la empresa. Esta última debe someterse de forma completa a las variaciones de la demanda. Los nue­vos métodos de trabajo, círculos de calidad, just in time, son dispositivos de producción adaptados a esta inversión de los factores. Primero se vende, luego se produce. Stock cero, garantías de colocar en el mercado toda la producción, productos ajustados a los deseos y necesidades del cliente, parecen orientar las nuevas formas del trabajo industrial.
Por otra parte, al tiempo que la demanda y que el consu­mo, se convierten en el centro estratégico de la producción, la estructura de la empresa se modifica completamente. El ápice decisional, el nodo táctico, se desplaza del trabajo directamente productivo a la captura de las señales externas. La sala de máquinas, las baterías en las que se ponía a punto toda la maquinaria productiva, ceden en importancia respecto al front office, la relación con el cliente, la presentación pública del producto o de la marca. Paradójicamente las empresas industriales se terciarizan. De modo consecuente, los aparatos de distribución y venta, de marketing y publicidad disponen de más recursos y de más personal que los de producción y gestión. En algunas empresas la relación llega a invertirse completamente: mucho más de la mitad del personal está en los equipos de venta, mientras que los departamentos de producción no lle­gan a contratar más allá del 10% o del 20% de la plantilla. Los sectores punta de la economía son aquellos directa­mente encargados de la creación, gestión y circulación de la información, como el software, o de la apropiación y explotación de los flujos culturales de información: las tecnologías de la comunicación, la industria audiovisual y la industria cultural.
La enorme inversión en la presentación de los produc­tos, promoción, publicidad, producción de logos, y la necesidad insoslayable de capturar esa constelación difusa de señales que componen la demanda, determinan un cambio radical en la naturaleza de los bienes, así como en la propia naturaleza del trabajo. Trabajo y producto de trabajo se tor­nan tendencialmente inmateriales. Se vende menos un bien material físico que determinados símbolos, determinados saberes, determinados enunciados. Se trata del advenimiento de un sofisticado régimen de mediaciones que compone los dispositivos de captura capitalista, entre lo que la economía política y la teoría marxiana llamaron valor de uso y lo que la sociología del consumo ha llamado el valor de cambio simbólico; entre la necesidad tradicional, materi­al y homogénea de las cosas, y la multiplicación de los códigos sociolingüísticos asociados a los productos. No es, desde luego, una casualidad que las grandes estructuras de la sociedad de consumo hayan invertido buena parte de sus esfuerzos en la producción de logos. De hecho, la red productiva de estas transnacio­nales es el punto menos vulnerable de su actividad. Las prácticas de subcontratación, la amenaza de migración de las instalaciones fabriles, la búsqueda constante de nichos labo­rales de coste más bajo, complican hasta el extremo la orga­nización sindical sobre el piso de los talleres. La resistencia o la ofensiva tiene que cubrir también una cuidada estrategia contra la imagen de la empresa, contra su logo.
El desplazamiento de la economía sobre el contenido cul­tural e informativo de la mercancía y la primacía tendencial del trabajo inmaterial deducen también un igual desplaza­miento del sujeto productivo. La producción de valor ya no se realiza exclusivamente en el trabajo industrial directo, ya sea en las fábricas de Occidente o en las maquilas de la periferia, sino también a través de la captura, literalmente de la puesta a trabajar, de todos estos flujos simbólicos, culturales e informacionales. Se podría decir, así, que es la propia vida social la que es puesta a producir. En la medida en que la actividad produc­tiva o informacional no se inicia y concluye en el lugar de trabajo, se puede afirmar que la producción se prolonga en todos los sentidos y en todas las direcciones.
En definitiva, la producción tiende a coincidir con la actividad social, con toda la actividad social, un enorme taller al servicio del tejido empresarial. Sin embargo, las empresas sólo pagan una parte de este trabajo, al tiempo que conside­ran el resto un factum natural, del mismo modo que en el siglo XIX se podía gestionar el crecimiento de las poblacio­nes y la disponibilidad de recursos naturales. Por lo tanto, la fábrica social, en la que el trabajo retribuido y la actividad no retribuida guardan una relación de mutua y continua remi­sión, es explotada siempre de forma asimétrica. El capital extorsiona un indefinido, pero en cualquier caso enorme, conjunto de interacciones sociales por las que no paga nada. El capitalismo informacional o cognitivo se sostiene sobre un sin número de actividades que le reportan un beneficio neto: las externalidades positivas derivadas de la cooperación social y del trabajo intelectual, relacional y afectivo no pagado.
En el capitalismo industrial, el capital fijo coincidía con el trabajo objetivado en el sistema de máquinas. En el capitalis­mo postfordista estos bienes están sometidos a mayores rit­mos de obsolescencia, las máquinas son renovadas con mayor rapidez al tiempo que el ciclo económico se acorta. Sin embar­go, esto no deja de ser un aspecto marginal en comparación con la nueva centralidad del capital relacional y comunicativo. De hecho, el cerebro social y las capacidades genéricas de la nueva fuerza de trabajo se convierten en el soporte hegemónico del capital fijo. Casi todas las empresas pueden trasladar sus instalacio­nes fabriles, subcontrarlas, renovarlas, pero no pueden pres­cindir de su imagen, de sus relaciones con la clientela, de la capacidad de iniciativa y de organización de sus empleados, en definitiva de lo que podríamos llamar su fuerza de venta. De modo que el capital fijo coincide cada vez más con esas faculta­des genéricas de la fuerza de trabajo, contenidas en la capa­cidad para innovar, aprender, responder a imprevistos, com­poner formas consistentes de cooperación, producir enun­ciados, saberes y dispositivos técnicos, construir comunidad y redes de afecto. Una constelación nueva de fuerzas que puede ser reconocida como intelectualidad de masas. En pocas palabras, se podría decir que asistimos a la identificación del capital fijo con el cerebro colectivo.
Lo que esta premisa implica, se reconoce cotidiana­mente en las relaciones laborales como una prestación total de la personalidad del trabajador: de su tiempo, de su cere­bro, de sus capacidades relacionales, de sus facultades genéricas. Una suerte de movilización total que penetra en los tejidos más profundos de la subjetividad. No se trata ya sólo de cumplir una jornada de límites precisos, normada en un gesto mecánico como en la cadena de montaje o en una acti­vidad burocrática y monótona, como en la oficina de una institución estatal. En ocasiones, tal y como ocurre en cada vez más puestos de trabajo, se requiere una prestación total de las capacidades del trabajador: resolver problemas, mane­jar distintos códigos, organizar elementos que no correspon­den con las actividades rutinarias. Y tampoco se trata de una transformación que afecta sólo a las viejas profesiones libe­rales. Puestos de trabajo que exigen un enorme esfuerzo físi­co, transporte, hostelería, logística, están cada vez más permeados por este estilo empresarial que aprovecha y organiza el conjunto de disposiciones de la fuerza de trabajo asociadas a los rasgos genéricos de la personalidad.
De forma absolutamente perversa, como veremos, esta prestación total de la personalidad del trabajador coincide a veces con su subordinación total más allá, incluso, de la relación contractual.
Hasta aquí una apretada respuesta a la pregunta sobre la existencia de la clase obrera. ¿Existe? Nunca existió tanto como se pretendió y hoy existe menos; no sólo menos de lo que se pensó, sino menos de lo que existió realmente. Existe, sí, pero más dispersa, más frágil, menos capaz de organizar, de atraer y de unificar. Se trata, en cierta medida, de una clase obrera distinta.

¿Es el sindicato una palabra muerta?

A partir de las precedentes constataciones, cabe iniciar una reflexión sobre la gestación de una resistencia social, cultural y política que se beneficie de las lecciones del pasado y que se adapte a las necesidades actuales; el de la definición de nuevas identidades; el de la escala y los ámbitos en los que se pueden desenvolver prácticas más estimulantes; el de la puesta en pie de nuevas relaciones de oposición.
El sistema organizativo de la clase obrera, vigente durante décadas, ya no funciona como antes. Esto afecta a los partidos de izquierda, a los sindicatos, a la relación entre ambos y de todos ellos con otros movimientos sociales.
Los partidos se circunscriben cada vez más al ámbito de las instituciones políticas; su fuerza organizada es muy escasa, así como su capacidad para impulsar iniciativas; las culturas de partido, fenómeno importante en el pasado y una de las partes constitutivas de la cultura obrera, pierden peso en general. En la mayor parte de los casos, los partidos no tienen capacidad para dirigir a los sindicatos. Los sindicatos, por su parte, han visto cómo se reducía su base social principal, el sector con empleo estable en la industria, no son representativos de los sectores más frágiles y de los de la economía sumergida, y han perdido iniciativa frente al rumbo que ha tomado la política económica en los años ochenta.
Cada vez tiene menos vigencia aquel sistema de relaciones en círculos concéntricos, con el partido o los partidos de izquierda dirigiendo a los sindicatos y a otras organizaciones sociales (culturales, cooperativas, etc.).
La fuerza organizada de la clase obrera tiene menor envergadura y no puede ya aspirar a ejercer una influencia acusada sobre otras parcelas de la sociedad. No sólo porque han disminuido su poder y sus magnitudes, sino también porque está desconcertada, sin proyectos propios, a la defensiva, y porque junto a ella han surgido nuevos sistemas organizativos, con ideas e intereses propios, que no aceptan el liderazgo de las organizaciones tradicionales de izquierda.
Esta modificación de su posición hace que en la clase obrera crezca la conciencia de debilidad. Es un fenómeno cultural de primera magnitud, que condiciona las posibles respuestas a los problemas actuales, y sin embargo como dije al principio, los hechos son tozudos, y así la población activa alcanza la cifra de 17 millones de personas, de las que 2.3 entraban en el capítulo de parados y cerca de 15 millones en el de activos ocupados. Sin embargo, lo ver­daderamente significativo es la propia estructura del empleo. Toda las formas de trabajo atípico, trabajo autóno­mo, intermitente, temporal, a tiempo parcial, en negro, superan cuantitativamente los efectivos del empleo asala­riado a tiempo completo y con contrato indefinido. Sobre un total de 11.5 millones de asalariados, el 60% de la pobla­ción activa, tan sólo 7.8 tenían contrato indefinido. La suma de las categorías de los trabajadores con contratos tem­porales, 3.6 millones, a tiempo parcial, cerca del millón, autónomos, dos millones, y parados, sobre 2 millones, que normalmente suelen ser trabajadores altamen­te precarizados sin reconocimiento legal, alcanza un número igual o superior al de los asalariados a tiempo com­pleto y con contrato indefinido. Entre 7 y 8 millones de personas pueden considerarse dentro de las categorías laborales atípicas con rango de lega­lidad. Habría que añadir un número de trabajadores y tra­bajadoras no inferior a dos millones, que obtienen su renta a través de formas de trabajo no contabilizadas ni reguladas por el control legal y fiscal del Estado: en torno a un millón de trabajadores inmigrantes sin papeles sometidos a regíme­nes coactivos de trabajo y una esfera imprecisa del trabajo negro que comprende desde la actividad autónoma no declarada, como el trabajo sexual, hasta formas de traba­jo asalariado subterráneo.
El mercado de trabajo moderno, y a más moderno más se acusan estos rasgos, demuestra una hegemonía tendencial de estas nuevas figuras del trabajo atípico, caracterizadas por la precariedad de las condiciones de trabajo y de los niveles de renta: salarios ínfimos a veces por debajo de los umbrales de pobreza (working pors), escasa protección jurídica, fuerte individualización de la contratación, indefensión ante el despido y la situación de desempleo, retorno de formas de sujección coactivas o paternalistas, etc.
Ante esta ampliación exponencial del trabajo atípico, la estrategia sindical ha basculado entre el refuerzo de su voca­ción corporativa y el sueño involucionista del retorno al pleno empleo de los tiempos del welfare. Sobre el primer polo que atrajo la atención sindical, poco cabe añadir: corporati­vismo acompañado de negociaciones de alto nivel con la patronal y el Estado, reconversión de la máquina reivindica­tiva en instituciones prestatarias de servicios, reforzamiento del sistema de representación laboral frente a los procesos de movilización, burocratización extrema de los aparatos de dirección y devenir mafioso de sus estructuras empresariales.
Más generosa, es la estrategia sindical fun­dada en el conflicto. En este sentido, se puede reconocer como unánime la exigencia de empleo estable y de cali­dad, consigna de la izquierda sindical que sólo ha encon­trado un territorio de propuesta concreta en los proyectos variopintos de reparto del trabajo, como la tan discutida jornada de 35 horas. Pero esta estrategia, también debe ser escrutada a la luz, de la posible via­bilidad realista de esos objetivos de reparto, y de su potencial como dispositivo de emancipación.
En primer lugar, parece conveniente una primera apre­ciación con relación al sujeto que enuncia esta propuesta: la izquierda sindical y la socialdemocracia más coherente. Estos parecen corresponder con una fase anterior, una com­posición del trabajo caduca, propia de la era fordista. Por lo tanto, se trata de aparatos de representación de una realidad laboral vieja, caracterizada todavía por la homogeneidad de las condiciones de vida de la fuerza de trabajo: una nítida separación entre espacios de producción y reproducción, economías de aglomeración en espacios masivos y homogé­neos, la gran fábrica y la ciudad obrera, la generalización de una única norma de consumo de masas, fundada en la subvención indirecta o directa de la vivienda y de los servi­cios públicos, un sistema salarial y de contratación basado en el viejo principio de un empleo y una profesión de por vida, unas condiciones de dominio y explotación adminis­tradas con el asentimiento obrero. En estas condiciones, los sindicatos y los partidos de la llamada izquierda podían representar a los trabajadores de la gran industria, y a sus familias, en la misma medida en que la fuerza de trabajo podía ser resumida en una ima­gen de contornos nítidos. Una subjetividad confinada en el estricto perímetro de unas posibilidades previamente defi­nidas: el obrero fabril con demandas y exigencias concre­tas, con unas formas de vida reconocibles como comunes de la clase obrera.
En cualquier caso, la posibilidad de éxito de este sistema de representación está trabado en la homogeneidad generalizada de las condiciones de vida y trabajo. De hecho, aunque el índice de afiliación sindical en España se ha situado en la última década en torno al 10, 15%, de la población asalariada, no más de 2 millones de trabaja­dores, su tramo básico de concentración se encuentra todavía en las viejas industrias fordistas o en los grandes centros públicos de trabajo.
La cuestión central viene a ser ¿cómo y quién representa las nuevas figuras del trabajo atípico? O de modo más preci­so ¿son objeto de representación? La respuesta no puede ser más paradójica: en tanto expresión concreta y subordinada de la nueva composición del trabajo vivo, el empleo atípico representa el cuerpo central de los nuevos dispositivos de apropiación capitalista del trabajo. Pero en tanto coopera­ción social, las formas de trabajo atípico sólo pueden expre­sarse como pluralidad o multiplicidad irreductible a las for­mas de representación políticas tradicionales, la democra­cia representativa y el sindicato.
El sindicato, con su moral weberiana del trabajo, no puede ser el sujeto de representación de un universo plural que comprende tanto el trabajo tradicional de la gran fábrica, transformado por los nuevos métodos de pro­ducción flexible, como el trabajo afectivo de las mujeres, o las labores de formación y de producción de conocimiento. El nexo de unidad entre obreros fabriles, estudiantes, inmi­grantes, intelectuales, trabajadores pobres por infrapagados de los ser­vicios, no corresponde con la figura de la agrupación sindi­cal dividida en ramas de industria y secciones sindicales de empresa. La unidad de estas figuras debe encontrar los puntos de unión entre trabajo doméstico, intelectualidad difusa, investigación científica, trabajo cognitivo, trabajo afectivo y la actividad manual. Y esta unidad corresponde con la suerte misma del conjunto sociedad como producción ontológica, o lo que es lo mismo, con la trama comple­ja de la cooperación social, que en la medida en que es múl­tiple y proliferante, es también irrepresentable en las figu­ras únicas del sindicato y del partido.
La imposibilidad del principio de representación se traduce en una imposibilidad de comprender y resolver la reapareci­da cuestión social en las claves tradicionales de un empleo para todos.
Un ejercicio ucrónico, nos puede dar claridad de la crisis de representación expuesta.
Trasladémonos a la Inglaterra de 1838, fecha de la “gran discontinuidad” que supuso la revolución industrial, época de revolución similar a la actual contrarrevolución capitalista, épocas ambas de cambios estructurales, de trastornos sociales, de nacimiento de nuevas subjetividades. Fue el momento de la máxima fuerza del movimiento cartista, con sus reivindicaciones fundantes: democra­cia, sufragio universal, derechos políticos para el trabajo, sustitución del régimen censitario por la posibilidad pública de autoorganización obrera.
Lejos de representar un movimiento por la reforma, el cartismo anunciaba y probaba la nueva potencia de la inicia­tiva política del trabajo. Impulsó la primera huelga política de la historia. En el verano de 1842, en los Midlands, en los dis­tritos algodoneros del noroeste, en las cuencas mineras, los proletarios fueron golpeados por un fenómeno absoluta­mente original, la crisis industrial. Frente a ésta, los nuevos trabajadores de la industria dejaron repentinamente de tra­bajar. El cartismo recobró, la imbricación tác­tica entre negociación e insurrección que treinta años antes había animado a los ludditas. Las hordas del general Ludd habían sembrado pavor entre los capitalistas del textil inglés. En al menos dos ocasiones, 1811-1812 y 1814-1816, acudieron a las fábricas y expresaron su rechazo a las nuevas máquinas cortadoras, a las grandes tijeras de hierro que amenazaban con dejarles sin medios de vida. Sin embargo y de modo sorprendente, los ludditas habían levantado un frente legal en el Parlamento. La que fue, probablemente, la primera comisión obrera de la historia exigió una moratoria en la aplicación de mejoras tecnológicas, siempre y cuan­do estas supusieran la descualificación y desposesión del obrero. Tanto entre los cartistas como entre los destructores de máquinas se repetía el recurso a los mismos medios, la combinación de la reforma legal y de la amenaza legítima de tomar o destruir las fábricas. La combinación histórica entre legalismo e ilegalismo, ruptura y consenso, articulada en torno a la exigencia del trabajo como sujeto de derecho.
Desde luego, las huestes del capitán Ludd fueron derro­tadas y los límites políticos a la modernización fueron vencidos. Las décadas siguientes cimentaron el andamiaje de la era heroica del capitalismo fabril. Pero el cartismo fue la intuición genial del nuevo mundo en ciernes: la democracia y la posibilidad de la autoorganización política, la acción sindical y la huelga general como medio insurreccional y forma de presión. La mezcla, de luchas por apropiación de la forma jurídica de ciudadanía del trabajo, con la acción. Demostraron que ser luddita en 1840, con una clase obrera en expansión y sometida progresivamente a las nuevas técnicas disciplinarias del encierro fabril, progresivamente descualificada y sin ninguna oportunidad de supervivencia en el medio rural o gracias a subsidios públicos como los que cualificaba Speenhamland, hubiera sido tan inefectivo como ser cartista en 1811, cuando la composición todavía artesanal de la industria permitía un absoluto control del proceso productivo por parte de los trabajadores.
Entre los cartistas y los ludditas media una enorme trans­formación: la composición del trabajo, la transición de la manufactura a la gran industria.
Este apunte histórico nos devuelve a nuestro propósito ini­cial. La larga historia de la expresión del trabajo vivo, de la clase obrera, es la historia del encuentro entre realidad y deseo, entre las condiciones de dominio, que aseguraban la subordinación de los cuerpos y los cerebros, y los procesos de subjetivación que anunciaban las líneas de fuga y resistencia a esas mismas condiciones. En este sentido, la composición del trabajo y la articulación política deben trabar un lazo común o corren el riesgo de perderse como horizonte de posibilidad. Toda apuesta, para ser efecti­va, solo puede arrancar de esa inmanencia propia del devenir histórico. Ninguna idea genial, ningún diseño, por audaz que sea, encuentra potencia lejos de este punto de saturación entre condiciones de dominio y deseo de emancipación. El escollo político de nuestro tiempo radica en la incapacidad para saber buscar la forma de este encuentro, para leer las tramas del dominio y de la explotación en las líneas que las socavan y las desplazan hacia formas de gobierno imposibles. Los ludditas mostraron la nueva potencia insurreccional contenida en el proletariado y los efectos de la subordinación a la tecnología capitalista; los cartistas, la necesidad de exigir derechos políticos para el trabajo y la posibilidad de interrumpirlo en un movimiento coordinado de auto organiza­ción. El movimiento obrero aprendió de ambos, tanto como de todas las elaboraciones teóricas que vinieron después. La apropiación y el hurto de los viejos vagabundos despojados, la insurrección y el uso de la violencia de los ludditas, la exi­gencia de derechos políticos de los cartistas. Añadieron la posibilidad de organizar la sociedad de acuerdo a un proyec­to sobre el trabajo: la autogestión de los medios para producir, la dignificación del tra­bajo como sujeto de derecho absoluto. Pero cada una de estas formas, que lega y explora las distintas memorias, sólo puede ser efectiva a través de una reinvención concreta, que tome como terreno las condiciones de trabajo y vida, las formas de explotación y dominio. Sólo en torno a esas formas específicas de la composición del trabajo, en cada época y lugar, han exis­tido articulaciones políticas eficaces.

Una nueva carta de derechos

En el terreno de la propuesta política, en el horizonte de un nuevo ciclo de luchas, es necesario reinventar el proyecto radical en la forma de enunciados condensados que demues­tren la nueva potencia expresiva y política del trabajo vivo, de la clase obrera.
En 1838, el movimiento cartista presentó en el Parla­mento inglés una exigencia intempestiva: derechos para el trabajo, igualdad democrática, derechos de participación y libertad de asociación. Desde entonces, y con versiones a un tiempo más acabadas y más radicalizadas, el movi­miento obrero ha sido portavoz de esta exigencia democrá­tica contenida en el right for labour: derechos para los productores de riqueza, autogestión, socialización, colectiviza­ción de los medios de trabajo; democracia y derecho de autoorganización.
En 1842, los cartistas impulsaron la primera huelga polí­tica en la historia del industrialismo europeo. Con el silencio de las máquinas se elevaba a mito y posibilidad la fuerza autoorganizada del trabajo vivo: la concatenación imprevisi­ble de potencia constituyente y medios de presión a través de la interrupción coordinada del flujo de trabajo.
El siglo XXI tiene que volver a inventar la Carta del Trabajo. El proyecto político tendrá que tomar muy en cuenta esta mutación del trabajo e invertir la perspectiva. No se trata de exigir empleo. Se trata de exigir todos los derechos de esta nueva forma del trabajo. Al fin y al cabo repetimos lo mismo que hicieron las feministas más lúcidas hace 30 ó 40 años ¿por qué merece dinero el trabajo del varón en la fábrica de armas, y no el de la mujer que le cuida y sostiene a sus hijos? ¿Por qué merece más dinero el trabajo de un broker de bolsa o de un gestor inmobiliario que el trabajo voluntario y anónimo de quien escribe un libro, libre para todo el mundo, o quien cuida a unos ancianos?
Carl Schmitt se había enfrentado al nudo de este proble­ma en la década de 1930: “Ninguna de las grandes antítesis sociales puede disolverse en lo económico. Cuando el empresario les dice a los traba­jadores: Os alimento. Los trabajadores le responden: Te alimentamos. Y esto no es una lucha por la producción y el consumo, no es el ámbito de lo económico, sino que surge de un distinto pathos o convicción moral o jurídica. La cues­tión de quién es verdaderamente el productor, el creador y, en consecuencia, el dueño de la riqueza moderna, exige una imputación de carácter moral o jurídico. Y sin embargo , tan pronto como la producción sea totalmente anónima y un velo de sociedades anónimas y otras personas jurídicas haga imposible la imputación a personas concretas, la propiedad privada debe extirparse como un apéndice inexplicable. Esto será así, aunque hoy existan algunos empresarios que saben hacerse respetar con el argumento de que son personalmente imprescindibles.” (Carl Schmitt, Catolicismo y forma política, Madrid, Tecnos, 2000, p 22).
La propiedad, hoy, no se justifica sobre una convención jurídica fundada todavía en las diferencias entre las dos grandes perspectivas sobre la producción, capitalista y pro­letaria. Hoy a los empresarios, a los grandes capitales, no se les respeta, se les teme. La lucidez reaccionaria de C. Schmitt deriva de su fuerza premonitoria para reconocer un estado futuro en el que la producción es algo anónimo e independiente de los capitalistas concretos. Un estado en el que el capitalista no se justifica más que por la guerra, por la imposición arbitraria de la norma jurídica, del sala­rio, del Estado, de la detracción neta de riqueza en los circuitos financieros globales.
Por esta razón el retorno de lo político es aún más dramá­tico que en la década de 1930. En aquellos años, aunque la clase obrera, la figura política del trabajo vivo, se demos­trara con fuerza como el sujeto preponderante de la producción de riqueza, cabía la posibilidad de poner en entredicho esta afirmación. El capitalista concreto podía justificar toda­vía sus derechos: ya sea por su capacidad emprendedora, ya sea por sus facultades de organización de unos recursos que de otra forma permanecerían pasivos, los obreros indolen­tes, la ciencia sin tecnología, las fábricas sin construir.
En la era de la producción anónima, la fábrica es la totali­dad de lo social y el capitalista sólo un residuo que mantiene su privilegio sobre la amenaza de la guerra. El reto de la nueva política sobre el trabajo consiste en saber bloquear la guerra aniquiladora, imponiendo la convicción jurídica que corresponde a esa producción anónima, sólo quien produce merece ser poseedor de la riqueza. Los nuevos sujetos de la producción deberán aprender, así, a imponer sus derechos.
Por lo tanto, la nueva Carta retoma el viejo fundamento del right for labour: no se trata de reemprender los proyectos imposibles de la izquierda por el reparto del empleo. Por el contrario, la nueva Carta es una denuncia y una exigencia de abolición del régimen salarial que, hoy por hoy, se descubre como el medio exclusivo de precarización generalizada de la vida, un dictado forzoso, que no corresponde como remunera­ción a la prestación social de trabajo. Puesto que la nueva riqueza es producto de un trabajo que no se paga y que no puede ser pagado bajo salario, es posible reencontrar un nuevo criterio de derecho, que exija el reparto de la riqueza como forma de una nueva justicia; una justicia fundada en el derecho a la reproducción social autónoma y a la autoorganización del trabajo vivo.
La nueva Carta del Trabajo debería ser, de este modo, el resultado en términos de norma jurídica de la ofensiva generalizada de la nueva composición del trabajo, caracterizada como dispersión de las fronteras entre producción y reproducción, subsunción de la vida en el trabajo y centralidad tendencial del trabajo inmaterial, contra el mundo arbitra­rio del capital. La producción de derecho que, de un modo fuerte e irresistible, cifre las posibilidades políticas y civili­zatorias del exceso subjetivo. Aún cuando, esta ofensiva está todavía en su fase embrionaria, al menos cuatro enunciados de creación de derecho, componen ya el cuerpo común del nuevo ciclo de luchas:
1º. Derecho a la movilidad. Movilidad física, entre las fronteras interestatales, como expresan con fuerza e imprevisibilidad antisistémica los movimientos migratorios Sur-Norte y Este-Oeste. Derecho de fuga de espacios y con­diciones inhabitables. Por lo tanto, también, derecho político frente a las condiciones de opresión, explotación o subordi­nación cultural. De igual modo, derecho positivo a formar nuevos nichos existenciales, nuevas formas de vida y nuevas comunidades.
En este sentido, el derecho a la movilidad garantizado por medio de un estado de ciudadanía universal, es la contraparte de la financiarización del ciclo económico y la movilidad de capitales, de la aceleración vertiginosa de un mercado mun­dial que explota, de forma intensiva, a los países del Sur.
2º. Derecho de acceso a la información y a la libre producción de saberes y conocimientos. O, si se prefiere, derecho a la autoorgani­zación del saber general no sujeto a las reglas corporativas sobre propiedad intelectual, copyright, patentes, cánones, que, por un lado, limitan el acceso a la información y, por otro, desposeen a los sujetos sociales de la posibilidad de orientar y dirigir la producción de nuevas tecnologías con usos sociales no destructivos. Según el modelo del software libre, este nuevo derecho comprende las libertades de acceso, de producción y de difusion.
3º. Derecho a una estabilidad estatutaria, mas allá de la sucesión de situaciones vitales. Búsqueda de un lenguaje jurídico adaptado a la contrarrevolución en marcha, que supere la afasia de un Derecho del Trabajo paralizado, e incapaz de aprehender la nueva constitución social del trabajo. Orientarlo hacia un compromiso con la construcción del estatuto de ciudadanía del trabajo. Ir mas allá del modelo clásico y encarar los desafíos de la concordancia de los tiempos (la temporalidad corta del mercado, la larga de las instituciones), de la concordancia de los ordenes individual y colectivo, y de concordancia de los lugares de producción normativa (la negociación colectiva).
4º. Derecho general e incondicionado a un salario mínimo garanti­zado. Renta Básica Universal y sin contrapartidas como único medio de pago de: 1) el trabajo actualmente no remunerado, las tramas de cooperación social que benefician a todo el teji­do empresarial; 2) el trabajo cognitivo, afectivo y relacional no mensurable en unidades-tiempo de trabajo simple; y 3) la enorme explotación de las periferias.
Para que la nave se mueva, se expuso en primer lugar la incapacidad de la izquierda obcecada en la reivindicación de más empleo y en la exigencia de conservar unos medios de subsistencia decididamente despóticos, aunque sea bajo el mando estricto del capital. Y en este senti­do y por extraño que parezca, esta reivindicación es cada vez más utópica. Al mismo tiempo, descubre un horizonte de emancipación del trabajo asalariado.
Es tarea del sindicato enunciar esta posibilidad y verificarla en la práctica.
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