2006/06/15

JAVIER TERRIENTE: le invitamos a Granada, maestro

En tanto la palabra sindicato vuelve a nacer (“me agrada pensar que un día se dirá que la palabra sindicato ha nacido dos veces”)*, corre el riesgo de desvanecerse en el tránsito hacia esa “otra cosa” necesaria. Ocurriría en el instante preciso en que una palabra tan consagrada en la memoria colectiva, como sinónimo de luchas y de solidaridad por conquistas trascendentes dentro y fuera de la empresa, dejara de representar un significado incómodo para las clases dirigentes, porque se ha resignado al estado inerme en que “la palabra ya no habla”. Pero para llegar hasta ahí, deberá culminar un largo camino de rupturas con los ideales de emancipación de aquel movimiento de la historia al que, simbólicamente, Lucio Magri llama “movimiento obrero”, esto es, el conjunto de “clases, tradiciones, organizaciones y Estados, ahora en crisis como sujeto político”. [i]
Puede suceder, que por diversos avatares el sindicato incurra en la tentación de relegar al olvido una identidad certificable, que sería tanto como aceptar una intolerable revisión de su biografía, a cambio de subsistir en condiciones penosas en la maquinaria del Estado. Pero podría ocurrir que en ese empeño desaparezca, “(porque) mientras un porcentaje creciente de trabajadores tiene menos necesidad de sindicato, todos los otros tienen mucha más necesidad de éste, pero no consiguen encontrarlo y cuando lo logran, son de nuevo alejados, desconcertados y molestos por los disensos que imprevisiblemente suscitan la exigencia que manifiestan de un sindicato distinto”. Romagnoli va al grano. Únicamente si el sindicato se hace diferente estará en condiciones de responder a las demandas de los “otros” trabajadores. Del mismo modo, el derecho del trabajo seguirá siendo una necesidad, salvo que dimita de sí mismo o no se convierta en un instrumento exclusivo de los ocupados, y se esfuerce por asistir y alentar, tutelar, si se quiere, a los sin trabajo, a los subempleados, desperdigados por una galaxia multiforme de empresas deslocalizadas, sumergidas, visibles a veces, aunque no por regulares aceptables; otras más, subterráneas e ilegales, aunque manipuladas por el establishmen. Se trata de aplicar un principio que no admite canjes. Por ejemplo, no sería negociable la solidaridad con los desempleados al precio de abandonar de protecciones a los que trabajan, bajo el falso supuesto de que hay que repartir un bien natural escaso, como el agua o el petróleo, y no un derecho fundamental de las personas universalmente reconocido. Por el contrario, es un compromiso irrenunciable dirigirse a todo el conjunto de los trabajadores, con o sin empleo, en el teórico marco de acción de un sindicalismo que persigue reafirmarse como una referencia reformadora del Estado. Así, señala Romagnoli: “el sindicalismo es como el comunismo en el pensamiento del Papa polaco: un mal necesario”; por tanto, un instrumento que reúne una rara dualidad contradictoria: sirve para legitimar el sistema gracias a que ejerce un oficio intrínsecamente “malvado” (alienta la lucha de clases contra el dios-capital), y esto mismo lo hace indispensable. Y es precisamente este “designio histórico”, lo que suscita que el no trabajador sin derechos, oculto al derecho laboral como sujeto tratable, adquiera la condición casi ontológica de integrante de un ser colectivo con contrato, de pertenencia a un sujeto de y con derechos, que tiene la cualidad de un proceso constituyente por el que los empobrecidos, subsidiados, precarios o dependientes de una caridad indeseada, adquieren por fin el estatus de la ciudadanía plena. He ahí, sin duda, uno de los mayores aciertos de las antiguas CCOO en cuanto movimiento sociopolítico: al unir en un todo reivindicativo la lucha económico-sindical con los derechos de ciudadanía, ayudaron a los trabajadores “a elevar la vista por encima del puesto de trabajo y de la fábrica” (Lama) y a construir una alternativa democrática en el horizonte ideal de una sociedad de plenas garantías civiles, habitable por los nuevos trabajadores-ciudadanos. Ahora bien, no está escrito que la condición de ciudadano venga dada para siempre, por más que el sindicato forme parte del núcleo central del Estado moderno. Cierto que los derechos se conquistan y se consolidan, pero pueden devenir en prescindibles o des-sustanciarse por la pérdida o la falta prolongada de trabajo, como el destino de las palabras “sindicato”, “izquierda”, “huelga”, tampoco está esculpido en el tiempo con rasgos imperecederos. Y no tanto porque hayan finalizado un ciclo biológico (nacer, crecer, morir) como afirma la rama biopolítica de la ideología de la postmodernidad sino, y he ahí la paradoja dramática, porque llevan demasiado tiempo que no se hablan y cohabitan separadamente, incluso con hostilidad a veces, y porque la huelga ya no juega el papel de última ratio del movimiento. Tristemente, palabras tan hermosas en el imaginario colectivo pueden desaparecer del alma del movimiento, al trastocarse en máscaras que silencian lo contrario de lo que enuncian o malgastar la materia de su significado original. Y si a lo largo de casi todo el siglo XX la palabra sindicato evocaba el sueño de redención de las masas trabajadoras, hoy, uno de los síntomas que anuncian su decadencia, es que no despierta voluntades apasionadas ni adhesiones entusiastas; más bien remite a una sólida institución funcionarial que se retroalimenta a sí misma, ajena a los avatares de los sin palabra e impermeable a las reclamaciones democratizadoras y de participación de los afiliados en su propio devenir. En cuanto tal estructura jerárquica, desdeña que el pluralismo sea una necesidad inherente a la experiencia sindical, dado que se trata de una “realidad compleja y contradictoria”, según la describe Romagnoli. Coherentemente, no debe extrañar que renuncie a otras batallas que no sea la de defender un discurso subordinado a la gestión de los márgenes acotados por los poderes establecidos, o sea, a “la administración de las cosas”, permitiendo así al Estado desdecirse de anteriores compromisos con el mundo del trabajo y situarse en un plano de neutralidad inadmisible. En definitiva, puede que haya llegado el momento en que la izquierda, junto al sindicato y correlativamente el juslaboralismo, es decir, una parte significativa de la herencia progresista de 1789 y de la Ilustración, corran peligro de muerte.
Una crisis que trasciende a la Empresa
Ante todo habría que subrayar que lo primordial de esta nueva época es la instauración de un nuevo orden neoliberal mundializado y neoimperial, donde confluyen grandes cambios, además del tecnológico. Europa no es una excepción. Aquí se combina una firme estrategia de des-socialización del modelo de bienestar con una ampliación apresurada de diez nuevos países (más Bulgaria y Rumania en 2007), reconvertidos a un capitalismo salvaje con imbricaciones mafiosas. A ello se une una incuestionable amputación de derechos y de los sistemas de representación política; el sometimiento de la política a la economía, de ésta al mercado desregulado y de ambas a las grandes corporaciones, agencias y entidades financieras; las transferencias de soberanía de los Estados en materias clave (economía y política presupuestaria, seguridad y defensa exterior) a instituciones y organizaciones transnacionales; la ruptura de los equilibrios medioambientales en aras de un crecimiento económico ilimitado; el avance de los nacionalismos, del racismo y la xenofobia, ante la mirada impasible de las instituciones europeas; la indiferenciación de alternativas entre “derecha e izquierda”, sobre todo en el plano de la macroeconomía y de las prácticas de gobierno, esto es, la unificación de conciencias ante la “dictadura de los hechos”; las incertidumbres sobre los límites de la Unión; la implantación de la doctrina de guerra preventiva y del derecho de injerencia militar por motivos “humanitarios” o “democráticos” (doctrina Solana); la irrupción de una cultura de inspiración “liberal-libertaria”, basada en valores individualistas y, a la vez, humanitaristas, sobre la que Guy Bois señala: “este aspecto bifronte facilita la penetración de dicha ideología en el seno de la juventud”[ii] .
La originalidad de esta novísima forma de conservadurismo es su sentido a (o anti) historicista en el ejercicio de una voluntad de poder (u oposición) sin ataduras, o dicho de otra manera, un sectarismo “sin complejos” para proceder a una revisión radical del pasado que le permita reencontrarse con doctrinas y valores preilustrados, en abierta contradicción con los que conforman el Estado de Bienestar, laminando de paso las fuentes de legitimación de la izquierda. Este retorno no tiene otro fin que el de una refundación dogmática de la sociedad y la dilución del Estado social de Derecho en un Estado privatizado que deserta de lo público para someterse a los dictados corporativos.
Con frecuencia se argumenta que el sindicato ha entrado en una época de crisis, derivada de la dialéctica agotamiento/sustitución de la gran empresa fordista por la empresa flexible toyotista. Tensionando el argumento, los nuevos profetas de la modernidad hacen de ésta una crisis terminal, llevados de una fascinación tecnocrática tan desmesurada que conciben el desarrollo científico como un rutilante Deus ex máquina. En cualquier caso, se omite que la crisis del sindicato es un proceso contradictorio y desigual a nivel mundial (desaparece y reaparece con variadas formas en puntos alejados), que carece de un único patrón explicativo por lo que no es reducible, aún en Europa, a una serie de señales relacionadas con el impacto de la revolución científico-técnica en la empresa. Sabemos, sin embargo, que mientras a las empresas les resulte más barato obtener altos beneficios comprimiendo gastos sociales y laborales que invirtiendo en I+D+i, no se suscitará por su parte un cambio de paradigma. Véase el escaso porcentaje de las que incorporan I+D+i a su actividad y la aún más escasa inversión empresarial y del propio Estado español en esta materia (1, 07% del PIB), para comprobar el exiguo impacto de la innovación en la organización y competitividad de las empresas y en el mercado de trabajo. De hecho constituyen el eslabón más débil del sistema de innovación español. Concretamente, las que desarrollan actividades de I+D sistemáticas (no ocasionales) apenas alcanzan un 7%, si pertenecen al sector industrial, un 1,8%, a los servicios y un 0,2%, a la construcción. Esto coincide con un esfuerzo empresarial en I+D (gasto/PIB) bajo mínimos: un 0,52% (2001), inferior a la mitad del esfuerzo medio de los cuatro países europeos más desarrollados. A esta situación no es ajena una administración que dedica el 31% del presupuesto de I+D a Defensa, en tanto el 51% a las empresas, 15 puntos menos que en los países mas avanzados de la UE.[iii]
Concurren pues, además de los factores científico-técnicos, un amplísimo abanico de razones que permitirían elaborar y organizar alternativas, reconstruir nuevos sujetos, reunirlos y hacerlos converger en torno a unas pocas palabras: la paz, la democracia, la igualdad, la solidaridad, la sostenibilidad económica y medioambiental, la socialización del saber científico y tecnológico...Finalmente, hay otro prisma que explicaría la depreciación de la palabra sindicato: aquel que muestra su incapacidad para la organización y la práctica del desacuerdo y del disenso, en coherencia con la ruptura de su viejo status sobrevenido con la caída del Muro. Un simple silogismo: si hasta ahora el capitalismo ha necesitado del sindicato (y de la socialdemocracia) para propiciar la celebración de consensos dentro y fuera de la empresa, lo que ha permitido una relativa paz social y un cierto grado de reparto de la riqueza, ahora que ha considerado llegado el momento de una contrarreforma radical del Estado y no teme a la confrontación tras la desaparición del bloque soviético, es inevitable que acabe declarándolo prescindible, al igual que los instrumentos jurídicos de acompañamiento. He ahí la cruel paradoja: el sindicato pretende seguir incrustado en la maquinaria del poder, mientras éste gira 180º en sentido contrario, malgré lui. De lo que se deduce una cuestión clave: la urgencia de una profunda remodelación de los mecanismos de acción y representación que le permitan adecuarse capilarmente a las mil y una formas contemporáneas de ocupación/desocupación de las fuerzas del trabajo y a nuevos retos demasiado alejados de sus preocupaciones actuales: el mundo de las mujeres, de los jóvenes, de los desempleados, de los precarios, de los inmigrantes, de los marginados y empobrecidos, de las nuevas profesiones de servicios, del trabajo sumergido, de los autónomos y microempresas, mundos todos ellos en crecimiento en Europa, a los que el sindicato presta escasa atención.
Los silencios europeos del sindicato
Este nuevo orden neoliberal intenta imponerse liberándose de las restricciones impuestas por el viejo movimiento obrero, y tiene en el despido, las concentraciones empresariales, las deslocalizaciones, la subcontratación y externalización de servicios, sus mejores argumentos para obtener ganancias disparatadas. Ahora bien, si hasta años recientes el sindicato supo librar batallas memorables fue, en buena medida, porque a su lado o en los gobiernos europeos de décadas pasadas concurrían una diversidad de fuerzas que contribuyeron a nutrir de ideología trascendente la acción de los trabajadores y a traducir en clave legislativa las necesidades del movimiento. Hoy no cuenta con este tipo de interlocutores, por lo que se vuelve especialmente vulnerable a la influencia de distintas formas de corporativismo, a fraccionarse y sucumbir en luchas dispersas sin horizonte, a invadir el campo de los partidos, mientras estos pierden afiliados y credibilidad en medio de la desafección de los ciudadanos hacia la política. Este es uno de los motivos por los que la palabra sindicato ya no despierta especial aprensión entre antiguos ni nuevos adversarios, ni suscita grandes esperanzas entre la gente.
Sin sacralizaciones ni beaterías, Romagnoli cifra sus expectativas en la continuidad de un modelo social europeo cuyas reglas de la economía y del trabajo difieren del proyecto americanizado de la tercera vía de Blair. Así, indica que “el derecho a trabajar en los países de la Unión Europea es indisociable del derecho de disfrutar del paquete- estándar de derechos sociales – es decir, de recursos y bienes públicos- en que se materializa el status de ciudadanía, independiente de la naturaleza, modalidad y duración de la relación laboral”, y añade: “ si...los gobernantes de la Unión Europea eligieran el papel de convidado de piedra- en el preciso momento en el que las políticas económicas erosionan los derechos de ciudadanía de los que fueron los Estados artífices y garantes- tendremos una Europa a la americana y el derecho comunitario del trabajo no sería ya europeo”. No se puede por menos que estar de acuerdo. Pero estas mismas razones deberían llevarlo a subrayar (cosa que no hace más adelante) la evidente relación causal a tres bandas entre la acción de los gobiernos, sus especiales compromisos con el Tratado de Constitución europea y los resultados de los referendos en Francia y Holanda. Impensable separar al texto del contexto cuando afirma que “los no que han netamente ganado (citando a Ciampi) ........no eran tanto contra la constitución- que por otra parte es un monumento en papel de ecumenismo fabulatorio - cuanto más bien contra la Europa que no crece, que se muestra poco democrática, que se ha ampliado de unos modos...”.
No deja de ser asombroso que el sindicato variara de posición respecto al Tratado poco antes del comienzo de las ratificaciones, obviando que su articulado explicita, más allá de toda duda, que las políticas sociales y laborales, la fiscalidad, la seguridad social, entre otras, carecen de tutelas normativas comunitarias efectivas y que detalla una renuncia expresa a toda armonización de las legislaciones nacionales específicas. En cualquier caso, no es una tarea fácil modificar las relaciones de poder en una UE donde las diferencias entre conservadores y socialdemócratas se difuminan en las estrategias de las grandes corporaciones o bajo el rótulo del “interés nacional” (véase las recientes OPAS), o bien se solapan con los conflictos de las dos grandes alianzas interestatales que se disputan la hegemonía de la UE: Una, la que encabezaría T. Blair, privilegia el reforzamiento de los “tradicionales vínculos transatlánticos”; la segunda, la que representaría el eje franco-alemán, persigue convertir a Europa en una nueva superpotencia relativamente autónoma de EEUU, y aspira a ejercer un papel creciente de liderazgo en el reparto del mercado mundial, junto o en competencia con EEUU, Japón, India o China. La rivalidad entre estos dos proyectos, aunque circunstancial, los ha llevado a enfrentarse en algunos asuntos importantes. Por ejemplo, la guerra de Irak, la distribución del gasto de los presupuestos comunitarios, la aplicación del principio de competencia en la construcción del mercado único, la política agraria común o la estrategia de seguridad y defensa. No obstante, ambos bloques comparten plenamente una estrategia económico-social de fondo: des-socializar la UE, fomentar el darwinismo social desde la escuela y, cómo no, restringir en lo posible el Estado de derecho mediante una amplia batería de leyes y disposiciones en la estela del modelo estadounidense de la Patriot Act.
Un Tratado constitucional que pretende imponerse con fórceps
Lo paradójico es que después de que los procesos de ratificación previstos quedaran suspendidos por el varapalo francés y holandés, los líderes del sí sigan actuando como si sus proyectos, status y métodos de gobierno no se hubieran visto afectados por la derrota. He ahí, pues, una de las claves para interpretar lo que ocurre: el Tratado Constitucional, producto estrella de las clases dirigentes europeas, entra en barrena, pero la Unión carece de mecanismos institucionales que permitan traducir esa voluntad social en una nueva política, un nuevo liderazgo y en un nuevo impulso a la democratización de las instituciones comunitarias, reivindicaciones éstas que laten en el fondo de las protestas y movilizaciones que recorren Europa. Al mismo tiempo, el “período de reflexión” sobre el futuro del Tratado acordado en la Cumbre de Bruselas de junio de 2005, no ha propiciado ningún debate reseñable ni propuesta alguna para sacar a la Unión del marasmo en que está, dadas las marcadas diferencias entre sus líderes (Ejecutivo Comunitario/Presidencia del Parlamento europeo) y entre los gobiernos (europeístas franceses y alemanes/euroescépticos británicos y de países del Este), al respecto. Eso no impide que haya un empeño tenaz de reflotarlo, a la espera de que el primer semestre de 2007 depare una constelación de astros favorable a un plan alternativo de salvamento, coincidiendo con la presidencia alemana del Consejo, las elecciones en Holanda y la elección de nuevo Presidente en Francia. El optimismo de los dirigentes europeos se basa en la gravísima equivocación de dar por sentado que las ratificaciones de los parlamentos nacionales implica que la mayoría de los ciudadanos de esos países estén de acuerdo, ignorando el estado de crisis general de representatividad en que se encuentran. Error o frío calculo de costes / beneficios, el caso es que de un primer error se pasa a otro mayor: si las previsiones inmediatas dan (incluyendo los referendos de España y Luxemburgo) una proporción de Estados favorables a la Constitución sobre 25, quedaría justificado seguir con los procesos de ampliación hasta alcanzar, al menos, las cuatro quintas partes (20). Con esa cifra entraría en juego la Declaración anexa, según la cual si “transcurrido un plazo de dos años desde la firma del Tratado por el que se establece una Constitución para Europa, las cuatro quintas partes de los Estados miembros lo han ratificado y uno o varios Estados miembros han encontrado dificultades para proceder a dicha ratificación, el consejo Europeo examinará la cuestión”. En la práctica, el empleo de esta vía supone una manera ingeniosa de burlar la voluntad popular (en realidad, un fraude de ley), pues habilita de hecho al Consejo a explorar (o forzar) nuevos procedimientos indirectos de aprobación del Tratado, aunque sea por la puerta de atrás, ignorando que los nó francés y holandés impiden de antemano la necesaria unanimidad de los Estados miembros para que éste pueda entrar en vigor. A partir de ahí se activaría un Plan B negociado oficiosamente por franceses (Chirac) y alemanes (Merkel), comprometidos en dar un nuevo impulso al Tratado mediante una fórmula de partición en dos bloques, aprobados por separado y por vías diferentes. El primero lo compondría una refundición del Preámbulo, la Parte I (sobre los objetivos, competencias e instituciones de la Unión) y II (Carta de Derechos fundamentales), que se sometería a un nuevo referéndum en Francia y Holanda, ya que estiman, sin base alguna, que estos apartados no suscitarían una especial animadversión; en cambio, el segundo bloque, formado por la Parte III (la llamada Constitución económica) y IV (que incluye los procedimientos de revisión), precisamente porque provocan un mayor desacuerdo, se ratificaría sólo en los parlamentos (por temor a un nuevo rechazo) con el pretexto de que son apartados muy “farragosos”. La decisión del Parlamento europeo del 19 de Enero de recuperar el Tratado, siguiendo las pautas del Informe Duff-Voggenhuber (eurodiputados liberal y verde, respectivamente), y de la Comisión, caminan en la misma dirección. Su presidente, Durao Barroso, afirmaba provocativamente en su discurso del 24 de Enero ante la Asamblea francesa que “el Tratado constitucional no está muerto”, precisamente allí, en el país del no. Habrá que recordar que tanto su nombramiento al frente de la Comisión como el de un número muy considerable de Comisarios estuvo acompañado de una oleada de críticas que llevaron a la reprobación en el Parlamento europeo de la candidatura de Rocco Buttiglioni para la cartera de Justicia, por sus opiniones homófobas. También, Neelie Kroes (Competencia), alta directiva de grandes empresas, y Mariann Fischer (Agricultura), propietaria de importantes empresas agrícolas beneficiarias de ayudas de la UE, fueron censuradas por conflictos de intereses con las carteras asignadas; a Laszló Kovács (Fiscalidad) se le cuestionó su capacitación profesional para desempeñar la cartera de Innovación; la candidatura de Stavros Dimas (Medio Ambiente) no fue bien acogida tras su polémico paso por el gobierno griego; sobre Dalia Grybauskaité (Presupuesto) hubo dudas hasta última hora, ya que está procesada en su país, Lituania, por financiación irregular de su partido; Franco Frattini, que sustituyó a Buttiglioni en Justicia, Libertad e Interior, ha sido un personaje clave en la política conspirativa de Silvio Berlusconi contra la democracia italiana mientras estuvo al frente del ministerio de Justicia italiano, y, ¿qué decir de Benita Ferrero (Relaciones Exteriores), del ultra conservador VPO austriaco y ex ministra de Exteriores en el gobierno de coalición con el neofascista partido FPO de Haider en 2000, salvo que ese currículum debería invalidarla para desempeñar semejante tarea? Tampoco hay que olvidar que la designación de Durao Barroso como Presidente de la Comisión, fue la última opción del Consejo Europeo por su obstinación en imponer un durísimo programa de recortes sociales y ejercer de anfitrión del trío de las Azores, siendo Primer ministro de Portugal.
En ocasiones, la discusión constitucional tomó la forma de un feroz combate entre federalistas/europeístas (eje franco- alemán) versus confederados/euro escépticos (eje anglo-hispano-italiano), pero ésta es sólo una verdad a medias o interesada: el Tratado reconoce la prevalencia de las legislaciones y de las prácticas nacionales sobre el derecho comunitario en materias básicas que afectan directamente al desarrollo de la Carta de Derechos Fundamentales (Parte II), la cual queda seriamente debilitada por una serie de disposiciones generales y particulares posteriores relacionadas con el impulso a una “economía abierta y de libre competencia” (Parte III); se obstruye la posibilidad de una Política Exterior y de Seguridad Común con la regla de la unanimidad; se mantienen las minorías de bloqueo y la capacidad de iniciativa legislativa de los Estados; se refuerza el Consejo Europeo y el Consejo de Ministros como cámaras de reparto de cuotas nacionales (igual que la Comisión); el Parlamento, como mucho, colegisla con el Consejo en ciertas materias ....el Tribunal de Justicia sigue siendo subsidiario de los Estados. Hay, pues, un acuerdo de fondo entre ambas posiciones respecto a la decisión política fundamental que configura el Tratado: la organización de las políticas, el derecho y las instituciones comunitarias está en función de un determinado tipo de Mercado Único, basado en el ajuste estructural y la “flexibilización” de los derechos colectivos al servicio de la reducción de costes laborales. Dicho esquema tenderá a perpetuarse “constitucionalmente”, dada la ausencia de controles democráticos practicables y la casi inviabilidad de los procedimientos de reforma. La falta de un proceso constituyente digno de tal nombre ha sido decisivo para entender la deserción institucional de los ciudadanos después que se les haya asignado la función residual de legitimar el Tratado a posteriori. No es un fenómeno reciente: la participación electoral había declinado de forma imparable desde los primeros comicios europeos del 79 (17´3%), a lo que se une las derrotas de la casi totalidad de los partidos en el gobierno en las elecciones europeas de Junio de 2004, que restan legitimidad a los procesos de ratificación. Por ejemplo: salvo la participación en Luxemburgo (89%), el resto de países sufrió un serio revés: Reino Unido (38´83), Francia (42´76), Irlanda (58´8), Holanda (39´3), Dinamarca (47´9), Portugal (38´6), República Checa (28´32) y Polonia (20´87). Una observación de paso: líderes y gobiernos como los de Blair, Schröder, Chirac, Berlusconi, Durao Barroso (ahora Presidente del Consejo Europeo), Verhofstadt, Kwaniewski, Aznar, determinantes en los trabajos de la Convención Europea preparatoria del Proyecto de Tratado constitucional, quedaron en cambio desautorizados en sus propios países en las pasadas elecciones europeas o generales (España, Polonia, Portugal, Alemania, Italia). Adiós, pues, por el momento, a una Europa social y políticamente fuerte, basada en una suma de derechos iguales y expandidos por igual a toda la Unión de 25
La paradoja de que la UE funciona gracias a su déficit democrático
En lugar de analizar seriamente las razones que han llevado a una mayoría de ciudadanos a considerarse ajenos al proceso europeo, se piensa que esta brecha estriba en “un problema de comunicación”, que quedaría resuelta a golpe de operaciones de relaciones públicas como el denominado “Plan D” (por la Democracia, el Diálogo y el Debate), o con iniciativas como la de “Legislar Mejor”, que bajo la propuesta de reducir la burocracia y el exceso de normativa (el actual corpus legislativo comunitario tiene 80.000 páginas) pretende una eliminación gradual de los mecanismos de regulación en nombre de la eficiencia y transparencia administrativa.
Sin duda, el declive de la democracia y la erosión progresiva del sistema de derechos es la cuestión fundamental de la política europea del siglo XXI. Sin embargo, como señala Eric J. Hobsbawm: “la UE no sería nada sin su déficit democrático”[iv]. Este déficit abre las puertas a todo tipo de medidas de excepción e ilegalidades inauditas, ante la complacencia o el placet de los gobiernos y autoridades europeas, como son los secuestros de ciudadanos europeos, los traslados ilegales de centenares de detenidos hacia países y centros en los que se practica la tortura, el establecimiento de cárceles secretas en países europeos, la validación de la ocupación militar de Irak a todos los efectos, la ampliación ilimitada del marco de actuaciones de la OTAN más allá de sus fronteras fundacionales (Afganistán y otros países) o la condena por igual del fascismo, el nazismo y el comunismo en la asamblea del Consejo de Europa del 24 al 29 de enero de 2006, equiparados a todos los efectos bajo el epígrafe de “regímenes e ideologías totalitarios”.
No obstante, aquí no pasa nada. Sigue adelante la Estrategia de Lisboa 2000 “para convertir Europa en la economía basada en el conocimiento más competitiva del mundo en 2010”, pese a que la propia Comisión la estima irrealizable (Informe Wim Kok), continua el bajo crecimiento económico en 2005/2006 (1´6% en la eurozona) e inversión de los Estados miembros en I+D ( 1´9% a 2% del PIB comunitario), las tasas de desempleo rondan el 8`2%; se mantiene el Pacto de Estabilidad y Crecimiento, pese a su fracaso generalizado, con algunas correcciones en su reglamento de bases que permitirá a los Estados miembros alcanzar hasta un 3´4% de déficit en función de una “grave recesión económica” o de “circunstancias especiales” (¿?). En este contexto, las verdaderas amenazas para la UE no proceden precisamente del fantasma de la paralización del Tratado y sí, entre otras cosas, de la cicatería de los Estados ricos respecto a las Perspectivas Financieras 2007-2013, justo cuando la UE se amplia a 25 (27, en 2007) y se plantea la adhesión de Turquía, Croacia y otros países. En resumen: pese a que subsista un fuerte disenso entre los países ricos sobre el reparto del gasto (capítulo agrícola, cheque británico, fondos regionales), ha existido un consenso básico para rebajar el presupuesto comunitario desde 1´27% al 1´04 % del PIB comunitario actual (1´05%, tras sumar 2000 millones propuestos por el Parlamento europeo). Estas reducciones han permitido el acuerdo de Gran Bretaña, tras el fracaso de la Cumbre extraordinaria de Hampton Court del pasado 27 de octubre, a causa de no aceptársele su reclamación de una rebaja sustancial del capítulo agrícola, en contrapartida a la escasa importancia de este sector (1% del PIB) en dicho país. Un claro exponente de la frivolidad con la que se abordan asuntos tan serios para el bolsillo de millones de personas fueron las palabras del ex canciller alemán G. Schröder, hoy flamante presidente del consorcio germano (E.ON, 49%)- ruso (Gazpron, 51%), sobre los resultados de Hampton Court: “No hemos hablado de las Perspectivas Financieras, pero hemos logrado un acuerdo emocional”. Perfecto.
El sindicato, o es europeo o no será
La Unión está ampliándose horadando viejas conquistas democráticas que se creían consolidadas en el núcleo de países fundadores, lo que provoca toda clase de resistencias y de conflictos con la generalidad de los gobiernos. Los altísimos índices de abstención en los procesos electorales, lo manifiestan. Las sucesivas derrotas de la izquierda en los últimos años, con algunas excepciones en España e Italia, han permitido a la derecha tener mayoría en el Parlamento europeo. En contraste, crecen las grandes protestas y rebeliones en toda Europa (contra-Cumbres, Directiva Bolkestein), sobre todo en Francia, donde ha culminado la batalla ganada al gobierno de Dominique de Villepin contra la Ley de Contrato de Primer empleo (CPE). Todo ello nos remite a nuevos dilemas que tienen que ver con las siguientes cuestiones: ¿qué papel debería jugar el sindicato en la formulación colectiva de propuestas alternativas de desarrollo sostenible? ¿cómo reforzar la participación de los trabajadores dentro y fuera de la empresa, ayudando a los demás a obtener trabajo, a conquistar el estatus pleno de ciudadanos?
Lo dramático es que no exista un movimiento sindical europeo digno de tal nombre. Conforme el sindicato se plantea ampliar sus áreas de referencia (los ámbitos locales o nacionales) o extenderse más allá de determinados sectores y categorías profesionales (administración, metal, madera y construcción, hostelería, sanidad, enseñanza, etc) para adentrarse en las complejidades de la Unión Europea, va diluyéndose hasta perder su anterior visibilidad reconocible. La influencia de la CES es más lobbística que sindical y siempre menor que la dimensión real de los problemas a los que se enfrenta Europa y que los propios lobbies empresariales, dedicados a modelar la política europea con especial efectividad y el apoyo entusiasta de la Comisión. Su capacidad de contrapeso no pasa de ser simbólica ante organizaciones del peso de UNICE (Unión de Confederaciones de Industriales y Empleadores de Europa), ERT (Mesa Redonda Europea de Industriales), AmCham (Comité para la UE de la Cámara Americana de Comercio), BRT (Mesa Redonda Empresarial), u otras sectoriales, desde el automóvil (ACEA), al comercio trasatlántico (TEP), las carreteras (IRF), la construcción (FIEC), los servicios (ESLG), la industria farmacéutica (EFPIA), la genética (EGAS)[v]
Pese a todo, es en el espacio europeo donde la palabra sindicato se juega la oportunidad de nacer por segunda vez: o es europeo o no será. Y como siempre, su papel tiene que ver menos con grandes rupturas que con la negociación de un programa de reformas, menos con la obsesión por un crecimiento continuado y expansivo al que confiar la creación de empleo y el bienestar social de la gente, que con una ordenación diferente de los factores que concurren en la producción y en las relaciones del trabajador con la empresa. Menos con la sóla preocupación de lo que ocurra en el recinto cerrado de la empresa, del sector o del Estado, que con trasladar y nivelar derechos a escala comunitaria en el camino de la formación de una nueva ciudadanía europea. En fin, derechos sí, pero no derechos fragmentados, sumados: los derechos de las personas, los derechos de los ciudadanos y los derechos de los trabajadores, por primera vez reconocidos, juntos, en la Carta de Derechos de Niza. Y todos articulados como un único derecho que va más allá de cualquier distinción formal de los saberes especializados y departamentales. Porque no hay derechos del trabajador si no hay derechos de los ciudadanos y no hay derechos de los ciudadanos si no se cumplen los derechos de las personas, esto es, si los derechos humanos no están firmemente establecidos y regulados... “Hay en esto una parte importante de la historia europea, así como es importante que en Europa haya nacido y crecido la idea del Welfare. Este deberá ser uno de los rasgos característicos y fundamentales del futuro de Europa: la preservación del Estado social, la preservación de la protecciones para los ciudadanos, concebidas desde muchísimos decenios como uno de los fundamentos de la cohesión social”[vi]. El ejercicio de estos derechos no puede darse, tampoco, aisladamente de otros valores y principios, sin que se produzca un serio quebranto de, por ejemplo, la solidaridad y la igualdad. Igualdad quiere decir: reglas para todos, sean trabajadores del Este y del Oeste, nacionales y extranjeros, hombres y mujeres, del campo y la ciudad, de mono azul o corbata. Reglas quiere decir leyes y protección para todos, comenzando por los más débiles, con la finalidad de profundizar en la cohesión social de Europa. De ahí que la igualdad y la solidaridad tengan hoy aspectos nuevos sobre los que el sindicato y, en general, la izquierda deberían tener algo más que palabras.
El enunciado sería “repensar el sindicato”, alimentando la materia de las palabras con principios y valores que hicieron de él lo que está en trance de dejar de ser. Para ello se necesitará una inmensa dosis de coraje y de inteligencia constructiva, precisamente dos rasgos fundacionales que habría que salvaguardar.
* Este asterisco hace referencia al texto de Romagnoli “Renacimiento de una palabra” y a las frases entrecomilladas que no tengan referencia de autor.
[i] Lucio Magri.- Adiós a la Rivista del Manifesto. New Left Review. n. 31
[ii]Guy Bois.- A favor de una aproximación histórica a la mundialización. Revista Izquierda y Futuro, nº 3.
[iii] Fundación COTEC.- Informe 2005. Tecnología e Innovación en España.
Fundación COTEC .- Sistema español de innovación 2004. (Libro Blanco).
[iv]Eric J. Hobsbawm.- Imponer la Democracia. Foreing Policy. Edición española. nº 5
[v] Belén Balanyá y otros.- Europa, S.A. Icaria Barcelona 2002.
[vi] Sergio Cofferati.- Política y trabajo. Nuevos desafíos para la izquierda. Revista Izquierda y Futuro nº 4

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