2006/06/09

TONI COMIN: Romagnoli resucita palabras necesarias







“... el sindicato debe ante todo tener la humildad de redescubrir el paraguas. Sí señores, debe saber volver a ser útil, como en los comienzos, a cuantos están obligados a enfrentarse con total soledad con una divinidad irascible y completamente misteriosa como el mercado de trabajo.”



1. ¿Es el sindicato un monstruo de otro tiempo?

El cambio tecnológico ha devuelto a la esperanza a los adversarios tradicionales del sindicalismo. La nueva economía, basada en el conocimiento, basada en las tecnologías de la información y la comunicación, va cambiando de modo considerable –radical, gusta de decir a algunos- las reglas de nuestro sistema productivo. Por un lado, la productividad ya no depende tanto del correcto funcionamiento de la cadena de producción taylorista como de lo que parece ser justamente su contrario, esto es, la adaptación flexible de las empresas a las demandas cada vez más velozmente cambiantes, cada vez más caprichosas, de los mercados. La flexibilidad -en la organización del trabajo, en los mercados financieros, la organización de la producción- se convierte, por mor de las nuevas tecnologías, en la diosa que preside la vida del nuevo capitalismo.

Por otro lado, nuestras economías, las de los países desarrollados, parecen destinadas a un proceso irreversible de desindustrialización, en el sentido tradicional del término “industria”. En los países centrales del sistema económico mundial parece que sólo deban quedar los trabajos de mayor valor añadido del sector industrial, las fases de mayor valor del proceso fabril, mientras la producción en masa se va a los países emergentes. Diríase que el cambio de paradigma económico proclama el triunfo absoluto de los servicios. El trabajador “del mono azul y las manos callosas” es cada vez más una figura del pasado en la Europa del siglo XXI.

Robert Reich, el académico que fuera ministro de trabajo de Clinton, lanzó un pronóstico para los EEUU a mediados de los años 90: para la década siguiente sólo aumentaría el empleo en el sector terciario, mientras que la ocupación industrial pasaría a ser solamente un 15 % del total de la ocupación del país. Lo que ocurre es que el sector de los servicios son, como bien advertía, dos mundos cada vez más divergentes. Por un lado, están los que él llama “analistas simbólicos” (Castells los denomina “autoprogramables”) donde encontramos los profesionales del conocimiento, con mucho capital humano, con altos niveles de formación, que desempeñan trabajos con mucho valor añadido. Por el otro, los trabajadores de los “servicios en persona” (los que Castells bautiza como “genéricos”) que, más allá de su nivel de formación, sólo pueden entrar en el mercado laboral para ejecutar trabajos de bajo valor añadido, repetitivos, de baja o nula creatividad. Trabajos que, si no se desplazan a los países emergentes como ocurre con los empleos industriales, es sólo porque necesitan ser ejercidos directamente ante el cliente.

Así, es por medio del sector servicios que estamos asistiendo a un profundo proceso de dualización social. Nuestras sociedades de clases medias se están partiendo en dos tipos de “clases medias” si no vigilamos cada vez más alejadas. Por un lado, está el mundo de los empresarios, arquitectos, abogados, periodistas, políticos, científicos; por el otro, el mundo de los camareros, mensajeros, vigilantes de seguridad, cuidadores de ancianos, peones de la construcción o, incluso, trabajadores del transporte de mercancías. En el primer caso, flexibilidad laboral significa cambio, nuevas oportunidades, rotación profesional pactada; en el segundo significa precariedad, trabajos temporales, a tiempo parcial o sin protección social efectiva. Así, las condiciones de vida de la “clase media de abajo” cada vez se asemejan más a las del tercio marginado, mientras el status, las expectativas y los intereses de la “clase media de arriba” de los nuevos profesionales cargados de Másters se acercan por momentos a los de la clase propietarias tradicionales.

Más allá de lo tópico del diagnóstico, que probablemente sea más cierto para los EE.UU. que para Europa, lo cierto es que las desigualdades han aumentado con el cambio de paradigma tecnológico también en nuestras sociedades europeas a lo largo de los últimos veinte años. Y este cambio tiene que ver, fundamentalmente, con la evolución del mercado de trabajo. El grupo de los “analistas simbólicos” –para el que Reich pronostica un volumen del 40 % hacia 2010- tiene un entorno laboral radicalmente distinto del grupo de los “genéricos” –que es el sector que más creció en los años 90 y que en 2010 debía acercarse también, según el pronóstico, al 40 % de la ocupación total-. Los primeros se desenvuelven, de facto, en un mercado laboral mundializado, su movilidad geográfica es creciente, y su remuneración no tiene tanto que ver con la cantidad (las horas) de trabajo que desarrollan sino con la calidad (el valor añadido) del mismo. Si los segundos sufren la globalización de los mercados laborales no es porque las ofertas de trabajo de otros países estén a su alcance, sino porque la inmigración de los países del Sur llega a sus ciudades a competir, en muchos casos, por sus mismos empleos. Sus ingresos, en suma, no provienen del valor añadido de sus trabajos –de la cantidad de “conocimiento” que incorporan- sino del tamaño de su jornada laboral.

En síntesis, la terciarización de nuestras economías va cambiando las reglas de nuestros mercados de trabajo. La negociación de las condiciones de empleo, los modos de entrada en el mercado laboral, cada vez más se individualiza. Esta individualización rompe las reglas del juego de la cohesión social heredadas de la vieja economía industrial. Quienes tienen las de ganar en una “economía del conocimiento” son aquellos que detentan el factor productivo decisivo –precisamente este misterioso “conocimiento” que determina la calidad de un determinado trabajo-. Para ellos, la individualización no es problema porque se sobran y se bastan con sí mismos para negociar sus condiciones laborales. Antes el capital, ahora el capital y el conocimiento: cuando un factor productivo es muy necesario, es la clave del crecimiento y la productividad, y al mismo tiempo es escaso, domina el escenario.

Quienes tienen poco conocimiento que ofrecer, quienes están del lado equivocado, es decir, del lado del factor productivo no escaso, quienes son fácilmente sustituibles porque pertenecen a un pelotón abundante, un pelotón en relación con el cual la oferta siempre será mayor que la demanda porque ofrece un tipo de trabajo “genérico”, con pocas necesidades de formación, ¿qué supone para ellos la individualización? Una pendiente hacia la inseguridad laboral, sin lugar a dudas. La negociación colectiva, que es lo opuesto a esta individualización de las condiciones de trabajo, nació de la mano de una economía industrial en la cual las necesidades de la producción en masa obligaba a concentrar a muchos trabajadores en un mismo espacio: la fábrica. De ahí el valor simbólico de este espacio, que no tenía solamente un significado productivo, o arquitectónico, sino también político. Pero la terciarización dispersa los trabajos en miles de microespacios individuales y, a menudo, móviles. De ahí que la individualización esté empujada no sólo por el cambio tecnológico, sino por la “física” misma del mercado laboral que una economía de servicios impone.

¿Cual es el papel del sindicato en un entorno laboral y productivo tan distinto del que le vio nacer? Sin duda, el papel fundamental deberá ser el mismo: dar seguridad a las personas en tanto que trabajadores. Pero, lo que es seguro, es que las estrategias para desempeñar exitosamente este su cometido no podrán ser las mismas de antaño. Empecemos, de todos modos, por no dar la razón a aquellos que ven en el cambio económico –incuestionable- la excusa perfecta para empezar a escribir no se sabe muy bien qué epitafios. ¿El sindicalismo sólo tenía sentido en la era de la producción en masa, cuando la fábrica, su mundo y su cultura, eran el centro mismo del sistema económico? ¿Estará el sindicato unívocamente vinculado a la economía industrial, la de los “hombres del mono azul y las manos encallecidas” y habrá perdido la razón de ser con el nuevo capitalismo “global e informacional” (según la sintética adjetivación Castells)?

De ninguna manera. Antes al contrario, y ya hemos dicho por qué: el cometido del sindicato tiene que ver con la seguridad laboral y si alguna cosa produce el nuevo capitalismo terciarizado y flexible son nuevas y antiguas inseguridades. Por lo tanto, el sindicato es más necesario ahora que hace veinte años. Sin lugar a dudas. Pero por el mismo motivo, es posible que sea necesario repensarlo con cierta radicalidad.

--> falta confirmar cifras Reich



2. Varios sindicatos en un solo sindicato

Dar seguridad a las personas en su puesto de trabajo. Ésta fue la revolución social que el sindicalismo introdujo, en definitiva, en los Estados de Derecho europeos a lo largo de los siglos XIX y XX. Las proto-democracias que sólo concebían la seguridad como un problema de orden público, como seguridad en la calle, se convirtieron en democracias plenas a partir del momento en que entendieron la seguridad como “seguridad social” y, por lo tanto, como seguridad en la empresa y ante la vida. De ahí la función constitucional del sindicalismo que Romagnoli señala a lo largo de su texto repetidas veces y que, en efecto, es consustancial a su identidad. El sindicalismo es la comadrona, por así decir, no sólo de los derechos laborales, como el derecho a una jubilación pagada, a un subsidio de paro, a vacaciones y a un horario de trabajo limitado, sino también de los derechos sociales generales como el derecho a la educación o a la salud. El sindicalismo nace para hacer del Estado de Derecho un Estado Social de Derecho.

De hecho, si estudiamos con un poco de detalle la historia de Europa, veremos que en muchos de sus países la lucha por los derechos sociales y los derechos políticos fue de la mano y que, en su vanguardia, estaba el movimiento obrero. Un derecho político como sufragio universal (masculino) fue promovido, en muchas ocasiones, por los partidos socialistas al mismo tiempo que otro derecho político como el de sindicación, que las revoluciones liberales no habían nunca aceptado. Es decir, el tránsito del Estado Liberal de Derecho a Estado Democrático de Derecho fue paralelo a su tránsito a Estado Social de Derecho. Siempre con la clase callosa a su frente. Como advierte Romagnoli, “si la pobreza ociosa o peligrosa de obreros y vagabundos no hubiese sido transformada en laboriosa, la ciudadanía no se habría convertido nunca en el derecho de todos que es hoy”. En cualquier caso, la historia del sindicalismo es la historia de la evolución del Estado de Derecho, es decir, del derecho constitucional que ha definido la identidad de la Europa democrática que hoy conocemos.

Si la función del sindicalismo era, en fin, dar seguridad (social) a los ciudadanos en tanto que trabajadores –y no en tanto que propietarios, tal y como concebía la seguridad (policial) el Estado liberal- y si la evolución de nuestros mercados laborales produce nuevas inseguridades a las personas que dependen de él para vivir, es decir, casi todas las personas, entonces una simple regla matemática nos dice que el sindicalismo no es menos sino más necesario hoy que hace unos años. Sucede, sin embargo, que siendo nuevas las inseguridades, deben ser nuevas las estrategias y mecanismos que active el sindicalismo para garantizar seguridad laboral y social.



a. Un sindicato de precarios

De entrada, si como hemos explicado, la gran novedad de nuestras economías es la dualización de los trabajos que hasta ayer se correspondían con la gran clase media típica de las sociedades industriales avanzadas en dos segmentos cada vez más divergentes –genéricos y autoprogramables- habrá que adaptar el sindicato a esta realidad, con el fin obvio de prevenir esta dualización. Sabemos que la flexibilidad supone precariedad para los genéricos: contratos temporales, sin seguridad social consolidada, temporales, sueldos fuera de convenio, etc. Ningún sindicato serio hoy, en Europa, tiene fuera de su retórica y de su acción la lucha por la calidad del empleo, lo cual significa empleo estable, lucha contra la accidentalidad y en favor de la seguridad física en el puesto de trabajo, resistir la liberalización del despido y algunas otras cosas –entre ellas, cada vez más, conciliación de la vida laboral y familiar, por ejemplo-.

La retórica está clara. Lo que quizás no lo esté tanto son las implicaciones culturales y organizativas que esto supone. Tener como prioridad el empleo estable debería significar, ante todo, hacer del sindicato una organización de trabajadores precarios. Si el mercado laboral se dualiza, habrá que dualizar el sindicato. Pero ¿tiene sentido hacer un sindicato de arquitectos, abogados, ejecutivos y cuadros de grandes empresas, trabajadores del conocimiento en general? Ciertamente no, puesto que, ya lo hemos visto, ellos negocian individualmente sus contratos y sus condiciones de trabajo. Les sale más a cuenta venderse solos que en grupo, por así decirlo. No hay verdadera inseguridad laboral en sus vidas, más allá del riesgo que tienen los saltos propios de una carrera profesional.

En cambio, parece del todo necesario crear el sindicato de los camareros, de los mensajeros, de las cuidadoras del hogar, de los vigilantes de seguridad, taquilleros y acomodadores, servicios de limpieza, etc. No se trata sólo de regular sus condiciones laborales en los respectivos convenios, cosa que se da por supuesta, sino de hacer de estos trabajadores expuestos a la precariedad, sin caer en ningún romanticismo, uno de los motores propulsores de la organización sindical. No tiene sentido hacer con abogados y arquitectos, pero es necesario hacerlo de camareros y pizzeros.

Romagnoli discute a brazo partido, en su texto, contra la embestida liberal que tiene en la caducada brillantez de Tony Blair a su exponente más controvertido, sobre las causas estructurales de los problemas más urgentes y a la vez más enquistados de los mercados de trabajo europeos. Los liberales aplican siempre una curiosa teoría de los vasos comunicantes y es esta teoría, con todo lo que tiene de sofística, lo que Romganoli se propone invalidar. La aplican cuando el gran problema del mercado laboral de algún país europeo es el paro. Si hay paro, vienen a decir, es porque los ocupados están sobreprotegidos: salarios de convenio o incluso salario mínimo demasiado altos, despidos demasiado caros, etc. Para solucionar el paro, la receta es fácil: se desregulan los mercados de trabajo y las empresas se animarán a crear nueva ocupación. Si se abarata la oferta de trabajo, aumenta la demanda.

Esto es tanto como decir que los sobreprotegidos perderán un poco de su protección a cambio de traspasar algunas de sus ventajas –en términos de salario, de despido, etc.- a aquellos que están completamente desprotegidos porque no tienen trabajo. Pero ahí está la brillante metáfora la de Romagnoli para despertarnos de los manuales liberales: cortando el pelo al cero a los cabelludos no solucionamos la calvicie de los calvos. “Para ayudar a proteger a todos los aspirantes al trabajo, es preciso ayudar a proteger menos al que tiene trabajo. Así pues, el razonamiento es el fruto envenenado de la misma maldad con la que es posible sostener que para hacer crecer pelo a los calvos es preciso rapar a los que no lo son”.

Ciertamente, en parte la profecía se ha cumplido: la única estrategia para generar empleo, en Europa, ha sido imitar a los EEUU, es decir, a base de desregulación, lo cual significa a base de precariedad. Pero esto no es una buena noticia, sino un drama social. Como se preguntaba Michel Rocard hace unos años: ¿puestos a elegir, qué es peor un parado europeo (con seguridad social) o un woorking poor americano, uno de estos trabajadores que trabaja cuarenta horas semanales en tres trabajos distintos y no consigue, a pesar de ello, un salario por encima del umbral de la pobreza? Es una realidad ciertamente extendida en los EE.UU. y no un invento de científicos sociales y periodistas dados al folclore.

Sin embargo, cuando el problema de nuestros mercados de trabajo ya no es tanto el paro como la precariedad, el discurso de hecho se repite. Ahora el problema, para los liberales, es el conflicto de intereses entre una aristocracia laboral protegida y unos trabajadores precarios sin apenas derechos. Y obviamente, se propone la misma receta: para acabar con la temporalidad de unos pocos, abaratemos el despido de todos. Vuelven los vasos comunicantes. Si abaratamos el precio y rebajamos la calidad del trabajo protegido (estable) aumentará la cantidad de este tipo de trabajo, es decir, aumentarán el precio y la calidad del trabajo sin proteger (precario). La precariedad de los precarios se puede convertir en menos precaria a cambio precarizar un poco, bastante o mucho a los nada precarios.

En uno y otro caso, los liberales nos dicen que los males del mercado laboral, ya sea el paro, ya sea la precariedad, son culpa de su sobreprotección, de su sobrerregulación. Por tanto, es preciso desproteger a los protegidos y desandar, en fin, parte del camino trazado por el sindicalismo a lo largo del siglo XX. El progreso tecnológico prosigue imparable, pero ahora este progreso no es la base gracias a la cual extender a todos y ampliar la seguridad social y laboral y el nivel de vida de las clases trabajadoras. Curiosamente, ahora el progreso tecnológico no sólo esparce oportunidades, sino que pone exigencias nuevas, y muy distintas, para dar todos sus frutos: la flexibilidad del mercado de trabajo. Esta es la condición para que la nueva economía cumpla con sus promesas de flexibilidad. El progreso tecnológico, por lo tanto, se ha convertido en un dragón que devora, cual doncellas vírgenes, la estabilidad de nuestros trabajadores. Por lo tanto, habrá que investir a los sindicatos con la cruz de San Jorge para que, más que matar al dragón, lo domestique con el fin de que vuelva a sus primigenias costumbres herbívoras y aprenda a sobrevivir sin devorar carne humana.


b. Un sindicato europeo, con visión macroeconómica

Podemos estar de acuerdo con los liberales en una cosa: es preciso aumentar la cantidad de trabajo para luchar contra el paro. Pero no tiene sentido hacerlo al precio de aumentar la precariedad general; de entrada porque es dudoso que la precarización genere empleo y, en segundo lugar, porque aunque lo genere esta estrategia va contra el modelo social europeo, es decir, contra la identidad de nuestras sociedades. El problema de la propuesta liberal es que, a la hora de analizar las grandes magnitudes del mercado de trabajo, siempre imagina la curva de demanda, la de los empleadores (la curva empresarial) como una curva fija. Parece como si en el imaginario liberal la única curva desplazable, la única con posibilidad de moverse, sea la curva de oferta, la de los oferentes de trabajo (la curva de los trabajadores). En este caso, efectivamente la única manera de aumentar la cantidad de trabajo es reducir su precio. Y quien dice su precio no dice sólo su salario, sino también su estabilidad (el precio del despido, las condiciones de trabajo, etc.).

¿Por qué no imaginamos un mercado de trabajo donde las dos curvas se puedan mover? Sería más científico. En este caso, hay una estrategia para generar empleo mucho mejor que la mera desregulación del mercado laboral, mucho más acorde al espíritu europeo y a los principios de la democracia que la mera embestida contra el papel del sindicato a la hora de proteger a los trabajadores. Es la estrategia del crecimiento económico: si aumenta la demanda agregada de las economías europeas, aumentará la demanda de trabajo porque los mercados de factores productivos, como es bien sabido, son mercados dependientes del mercado de bienes y servicios. Cuando curva de demanda de trabajo se desplaza, aumenta la cantidad de trabajo pero aumenta también su precio (su calidad). La estrategia del crecimiento apunta, pues, a un aumento simultáneo del empleo y de su calidad

¿Ponemos a Europa a reflexionar en serio sobre cuáles son las estrategias macroeconómicas acertadas para acelerar el ritmo de crecimiento de sus economías? Son muchos los economistas europeos que consideran que el PIB del continente está creciendo por debajo de su tasa potencial. Por comparación con EEUU, pero también por comparación con India o con China, la evidencia apunta a que el crecimiento europeo, en la última década, está siendo innecesariamente débil, insuficiente. Pero la solución a este débil crecimiento, contra lo que defienden ya sea los liberales de toda la vida, ya sea los recién llegados como Blair, no es la desregulación, no es asimilar nuestras condiciones laborales a las de los EEUU, y menos a las de China o la India. No lo es porque la estrategia de la desregulación ya se ha probado y a penas a dado ninguno de los frutos prometidos.

En un reciente documento del Partido Socialista Europeo, el antiguo ministro francés de economía y finanzas, Dominique Strauss-Khan hace un compendio de lo que podríamos llamar la alternativa macroeconómica que el centro-izquierda europeo debería contraponer a las políticas económicas y presupuestarias seguidas por los países de la Unión en los últimos años. Dicho de otra manera, hace la lista de todas las cosas que se podrían hacer y no se están haciendo para acelerar el crecimiento de las economías europeas, en el nuevo contexto globalizado y ante el nuevo paradigma productivo basado en el conocimiento.

No entraremos ahora en ello, pero sí vale la pena dejar al menos apuntadas las grandes líneas para vislumbrar hasta qué punto “otra tasa de crecimiento en Europa es posible”. E, insistimos, el crecimiento es el mejor antídoto contra la embestida liberal –ésa que, a falta de imaginación, no tiene otra receta para acabar con el paro que desregular y no tiene otra propuesta para acabar con la precariedad extrema de algunos que extender una especie de precariedad suave a todos-. Si dedicáramos el presupuesto europea a la I+D+i, en vez de dedicarlo a la PAC, que siempre se puede renacionalizar; si gastáramos en educación superior (universitaria) un porcentaje del PIB similar al de los EEUU (3 %), que en esto sí son un ejemplo a seguir, en vez del 1’4 % actual; si hiciéramos una inversión (pública) en infraestructuras que permitiera una efectiva unificación física del mercado europeo; si cambiáramos el mandato del BCE para que, como la Reserva Federal de los EEUU (en esto también ejemplar), tenga como objetivos de su política monetaria no sólo el control de la inflación sino también el crecimiento y el empleo; si coordináramos las políticas macroeconómicas de los distintos Estados de la UE entre sí, y entre ellos y el BCE, con el fin de conjugar correctamente la evolución de los tipos de interés con la gestión del déficit público, evitando que coincidan en el tiempo (y se retroalimenten) políticas fiscales restrictivas con políticas y monetarias restrictivas; si nos adentramos en serio por el camino de la armonización fiscal, para que haya un verdadero mercado común y armonizamos algunos aspectos básicos de los mercados de trabajo; si hacemos al menos todas estas cosas es muy probable que la economía europea arranque de nuevo, y que lo haga por el camino que le corresponde, que es el camino de la economía del conocimiento.

En este caso, es probable que la creación de empleo vaya a buen ritmo. Pero no la creación de empleo precario, sino de empleo estable. Por esto, es necesario que en la reflexión estratégica del sindicato tengan un lugar preferente los debates macroeconómicos. Porque también en ello nos estamos jugando la seguridad de los trabajadores y trabajadoras europeos. Porque todo va ligado. Porque la tasa de crecimiento del PIB europeo condiciona, cómo no, la seguridad laboral de nuestros trabajadores y la seguridad social de nuestros ciudadanos, es decir, la calidad de nuestro Estado del Bienestar. Por esto, el sindicato no sólo debe redescubrir su función constitucional, tal y como señalábamos al inicio de este apartado. Debe redescubrir, y con toda la fuerza, también su función macroeconómica. Y debe hacerlo, necesariamente, con una visión europea. Porque hoy, la macroeconomía de cada uno de nuestros países no se puede gestionar si no es coordinadamente con el conjunto de países de la Unión.

Por esto, nuestros sindicatos de hoy deberían verse cada vez más como sindicatos europeos, más que nacionales. Porque el mercado donde el capitalismo reparte ahora sus cartas es ya un mercado europeo. Si el sindicato tiene que luchar por humanizar el mercado de trabajo, y este mercado es ya europeo, es de perogrullo afirmar la necesidad de contar con instrumentos sindicales capaces de actuar a escala continental. No sólo porque nuestras empresas se desplazan por el espacio económico europeo, en el marco de una Unión ampliada, más o menos a placer, que también. Se ha repetido mucho en los últimos años, y con razón. Si nuestras multinacionales deslocalizan en el interior del mercado europeo a conveniencia, en función de los salarios relativos, será preciso contar con sindicatos europeos, con comités de empresa europeos y, por qué no, con convenios colectivos europeos, capaces de hacerles frente. ¿Cuantos comités de empresa europeos protagonizan hoy las negociaciones con sus respectivas multinacioales? El antagonista se ha desplazado a la escala europea, pero los sindicatos se han refugiado más de la cuenta en su espacio nacional.

Pero, como decimos, no es sólo por la necesidad de contar con comités de empresa continentales, por la necesidad de organizar a escala europea la negociación colectiva, que precisamos de sindicatos de escala europea. Es también porque el sindicato debe redescubrir su función macroeconómica. Y ello sólo es posible si asume una visión europea y entra a terciar, con toda la fuerza que le sea posible, en el debate sobre las políticas económicas que monopolizan más de la cuenta los gobiernos y los parlamentos, que son sus legítimos protagonistas pero tienen porque ser sus únicos participantes. Necesitamos sindicatos europeos para que los sindicatos puedan explicar tanto a los ciudadanos como a los gobiernos que están convencidos de que la precariedad no es culpa del exceso de regulación sino del bajo crecimiento económico. Y esta debilidad no se puede atacar sino es desde esfuerzos macroeconómicos mancomunados a escala europea –y, probablemente, desde nuevas instituciones europeas todavía por venir-.


c. Un sindicato para gobernar la flexibilidad

De todos modos, si el axioma de la flexibilidad como condición de posibilidad de la prosperidad y la creación de riqueza en la nueva economía del conocimiento es cierto, el sindicato debe no sólo repensar sus bases sociales (los precarios) y su escala (Europa), sino también sus objetivos estratégicos. El sindicato deberá, en este sentido, ser un instrumento capaz de gobernar este nuevo tipo de mercado de trabajo, esto es, capaz de gobernar la flexibilidad. Dicho de otro modo, capaz de conjugar la flexibilidad y la seguridad, capaz de hacer compatibles la flexibilidad en la producción y, por lo tanto, en la organización del trabajo (de las empresas) y la estabilidad de los trabajadores.

Uno de los riesgos –creemos que a conjurar- del sindicalismo de nuestros tiempos es que se convierta en el reducto defensivo de aquellos que disponen, por naturaleza, de mayor estabilidad laboral, esto es, de los trabajadores de la función pública. No quiere decir esto que los funcionarios no puedan encontrar en el sindicato un instrumento dispuesto a defender sus derechos. Pero los sindicatos del siglo XXI perderían su razón de ser profunda si se convirtieran, antes que ninguna otra cosa, en sindicatos de y para funcionarios. Se trata, si se quiere, de una deriva lógica en el momento que la precariedad se adueña de capas crecientes del mercado laboral. Ante esta amenaza, comprensiblemente, el sindicato defiende la estabilidad y la seguridad laboral –como concepto general- por medio de aquellos en quienes esta seguridad y esta estabilidad están más aseguradas, valga la redundancia. Pero, aunque comprensible, es una mala respuesta a los retos del trabajo en estos tiempos nuevos (como todos los tiempos).

Pero el reto real no es defender la estabilidad laboral allí donde esta está a salvo, sino reconstruirla allí donde ha sido o está siendo derrotada. No es en la roca dura de la estabilidad –la función pública- donde aprenderemos la difícil tarea de compatibilizar la flexibilidad y la estabilidad, que es el aprendizaje más importante que tienen que hacer las organizaciones sindicales en los próximos tiempos. Por esto, el la realidad laboral del funcionario, que obviamente también hay que proteger, no puede ser el campo de pruebas fundamental de las tareas sindicales de hoy, porque allí parece difícil sino imposible adquirir el nuevo now how que hace falta para dar seguridad a los que navegan en un mar, el de la producción por medio del conocimiento, más próspero pero a condición de ser más frágil que el océano industrial taylorista precedente.

Ya lo hemos dicho: antes que un sindicato para funcionarios, tiene que ser un sindicato para precarios. Y, también, un sindicato para parados. Lo dice muy bien Romagnoli cuando explica: “El sindicato debe activarse no sólo cuando el puesto de trabajo ya ha sido encontrado por el interesado, sino cuando lo está buscando sin poder encontrarlo y, en consecuencia, con anterioridad a la instauración de la relación laboral. Les será ello posible a cambio de que prepare su utillaje prestaciones de información-orientación-formación profesional en sintonía con un cuidadoso y eficaz seguimiento permanente del mercado de trabajo.”

Un sindicato para que los precarios dejen de serlo, un sindicato para que los parados dejen de serlo, más que un sindicato donde los funcionarios queden como la referencia ideal, pero imposible de universalizar, como un islote firme más o menos extenso en medio de un océano laboral lleno de barcas a punto de naufragar. De las palabras de Romagnoli parece desprenderse la necesidad de que los sindicatos se impliquen firmemente en los servicios públicos de empleo, más aún, que hagan de esta implicación una línea maestra de su estrategia. Un sindicato para el gobierno de la flexibilidad acaba por significar, es este caso, un sindicato en el SOC (éste es el nombre por el que conocemos en Catalunya el servicio público de empleo), capaz de revitalizar, modernizar y devolver toda su funcionalidad y su eficacia a estas estructuras administrativas, a menudo tan agarrotadas como faltadas de pericia a la hora de dar respuesta a los retos que les son encomendados.

Un sindicato para gobernar la flexibilidad probablemente significa, en el nuevo paradigma productivo, un sindicato capaz de hacer que el mercado laboral proporcione no un trabajo estable para toda la vida, sino trabajo estable durante toda la vida laboral. Esta es, probablemente, la respuesta al interrogante que, hoy, significan los parados y los precarios para las organizaciones sindicales. Lo cual no excluye que sean sindicatos también para funcionarios y, más aún, también para los trabajadores del sector industrial tradicional, tanto para aquellos que puedan hoy ser tachados de “aristocracia industrial”, como aquellos que viven el sector industrial como un sector en crisis, amenazado por las deslocalizaciones y por los menores costes laborales de los países emergentes hacia donde se desplaza la manufactura hasta ayer exclusiva de las economías occidentales.

En este sentido, además de gobernar la flexibilidad, el sindicato de nuestros días quizás deba ser, también, un sindicato que acompañe la transición de un modelo industrial fordista o taylorista hacia el nuevo modelo productivo basado en el conocimiento. Parados y precarios, junto a funcionarios y trabajadores industriales. Un sindicato para el gobierno de la flexibilidad y un sindicato para el acompañamiento de la transición. Todos estos sindicatos son necesarios, probablemente, en el sindicato de mañana. Como siempre, fácil de enunciar y difícil de hacer, por no decir imposible. Sin embargo, por imposible que sea, es necesario avanzar por este camino. Porque ninguna de estas nuevas identidades por sí sola salvará el sindicalismo, sino la correcta concatenación de todas ellas, con el ritmo y las proporciones que sólo la experiencia y los casos concretos pueden enseñar. El paraguas, que sólo es útil si tiene varias varillas. Ni demasiadas, ni demasiado pocas. Una sola varilla, por robusta y sólida que sea, es incapaz de sostener la tela. Y, de hecho, no se trata tanto de salvar el sindicalismo sino unos derechos que sólo por medio del sindicalismo pueden encontrar salvación.


3. Rehacer el vínculo entre ciudadanía y trabajo

Una de las varias verdades que Romagnoli nos redescubre con brillante lucidez a lo largo de su ensayo es el vínculo originario entre la ciudadanía como realidad política y el rol del sindicato como constructor de derechos para los trabajadores. En la fábrica, explica nuestro pensador, “los hombres de mono azul y las manos encallecidas aprendían no sólo a trabajar con los inenarrables sufrimientos de las que Simone Weil será una intrérprete incisiva y convincente, sino también a reivindicar la forma de ciudadanía que, en torno a la mitad del siglo XX, un apreciado sociólogo inglés sugerirá definir como <> porque (supongo) oía a petróleo y a carbón, vapor de máquina y sudor. (...) Por ello puede decirse con razón que la coerción uniformadora ejercitada sobre los comunes mortales por el sistema de producción en masa a través de las reglas que incorporaban sus principios de racionalidad material contribuyó a poner las premisas de la civilización contemporánea”.

Con estas reflexiones, Romagonli nos hace notar hasta qué punto si el trabajador se convirtió en ciudadano en la ciudad fue porque, simultáneamente, se estaba convirtiendo en ciudadano –sujeto de derechos- en la fábrica. Los individuos, antes súbditos, se convirtieron en ciudadanos a través del trabajo: los derechos políticos en tanto que trabajadores les abrieron los derechos políticos en tanto que ciudadanos, los derechos laborales les abrieron los derechos sociales. Se construyó la ciudadanía a través del trabajo porque una serie de derechos relativos a la seguridad social que son parte constituyente de una ciudadanía plena estaban –están, todavía- indisolublemente vinculados al hecho mismo del trabajo. El derecho a una pensión jubilación, a un subsidio de paro, de invalidez o enfermedad: estas seguridades se adquieren en la medida en que medie un contrato de trabajo entre el sujeto de estos derechos y los derechos mismos y, sin embargo, son estas seguridades las que nos hacen ciudadanos de primera.

Pero la ciudadanía plena no se reduce sólo estos derechos vinculados directamente al trabajo, sino que arrastra otra serie de derechos (sociales) que, si no dependen necesariamente de él, tienen al menos una relación indirecta con el mismo. Derechos como el de educación o de salud hacen del Estado de Derecho un Estado Social, es decir, lo convierten en un aparato administrativo agigantado y complejo. Y por lo tanto, necesitado de unas bases fiscales amplias. Así, también estos derechos supuestamente incondicionales y universales reposan, de alguna manera, en un principio de contribución a las arcas públicas que una inmensa mayoría de ciudadanos sólo pueden cumplir en tanto que son, fundamentalmente, trabajadores. Y sólo gracias a ello, contribuyentes.

El siglo XX ha construido la ciudadanía, los derechos que le dan cuerpo y contenido, a través del trabajo. El trabajo ha sido la comadrona de los derechos sociales incondicionales y de los derechos condicionados de seguridad social. “(...) El derecho de trabajar en los países de la UE –escribe Romagnoli- es indisociable del derecho de disfrutar del paquete estándar de derechos sociales –es decir, de recursos y bienes públicos- en que se materializa el status de ciudadanía, independientemente de la naturaleza, modalidad y duración de su relación laboral.”

¿No será el nuestro el tiempo de plantearse la posibilidad de una verdadera independencia de la ciudadanía y sus derechos en relación el hecho del trabajo? De hecho, este proceso ya hace tiempo que empezó. A las pensiones contributivas (jubilación, viudedad, paro, enfermedad, invalidez) se añaden, de modo inevitable, sus parientas pobres: la lista de pensiones relativas a los mismos conceptos (jubilación, viudedad, etc.) pero esta vez liberadas del principio de contributividad. El derecho a la educación y a la salud presionan para desplegarse más allá de las limitaciones de las bases fiscales del Estado del bienestar, con todas las tensiones financieras que ello comporta. El problema quizás sea que este proceso de autonomización se ha ido desarrollando de manera vergonzante, sin que nadie se haya atrevido a darle un verdadero rango normativo.

Si en el pasado hemos construido la ciudadanía a través del trabajo, quizás hoy, en la nueva economía del conocimiento, haya llegado el momento de construir la ciudadanía al margen del trabajo y, al contrario que antes, construir el trabajo a través de la ciudadanía. Si en la nueva economía el valor añadido del trabajo depende cada vez más de la calidad (de la innovación, del conocimiento incorporado) y cada vez menos de la cantidad (del esfuerzo, de las horas trabajadas), si el mercado de trabajo se caracteriza cada vez por su flexibilidad, parece quizás temerario seguir vinculando ciertos derechos básicos de ciudadanía –más necesarios que nunca, precisamente debido a la evolución del paradigma productivo- al trabajo de las personas. Si el mundo del trabajo se dispersa en una variedad de calidades crecientes, en una individualización de la negociación, en una fragilización de las bases de la estabilidad propias del trabajo industrial, no puede ser ya el trabajo el suelo firme sobre el cual construyamos la ciudadanía y sus derechos.

Al revés, debemos contar con unos derechos de ciudadanía (sociales) lo bastante sólidos como para compensar las nuevas fragilidades del mundo del trabajo. Si, a partir de ahora, es la ciudadanía la que debe amparar el trabajo, primero debe separarse de él. Para protegerlo, debe ser independiente del mismo. Construir la ciudadanía desde el trabajo o construir el trabajo desde la ciudadanía ¿es ésta la cuestión? Cómo mínimo, vale la pena ponerse el interrogante. Lo están haciendo, por ejemplo, los científicos sociales, los filósofos políticos y los intelectuales que proponen la renta básica como un instrumento para renovar -para revolucionar, si se quiere decir así- los fundamentos del Estado del bienestar.

Una renta básica como mecanismo para asegurar dos novedades (dos pasos adelante) en relación a los sistemas de protección social propios de nuestro paradigma industrial anterior. En primer lugar, garantizar una renta de supervivencia a todos los individuos al margen de su participación en el sistema productivo. Se nos dirá - y también lo hemos señalado nosotros- que ya se está haciendo a través de las pensiones no contributivas y las rentas mínimas de inserción. Pero, precisamente, la propuesta arriesgada de la renta básica trata de convertir estos mecanismos de renta no en una realidad residual, complementarias de las políticas de rentas centradas en el mercado de trabajo, sino un hecho (un derecho universal). En segundo lugar, la renta básica debería tener su principal virtualidad en compensar (regular) la nueva flexibilidad que parece inherente del nuestros nuevos mercados de trabajo, marcados por la revolución tecnológica y la economía del conocimiento. En efecto, la renta básica dota al trabajador, aunque negocie individualmente sus condiciones de ingreso en el sistema productivo, de unas capacidades de negociación que podrían compensar aquellas que diríase que se pierden en virtud del proceso de terciarización.

En cualquier caso, no se trata (no es éste el lugar ni el momento) de abrir el debate de la renta básica. La traemos a colación sólo como ejemplo práctico de qué pueda querer decir autonomizar la ciudadanía respecto del trabajo, en primer lugar, y construir el trabajo (sus seguridades) a través de la ciudadanía. Algo que, aunque ya lo sepamos hacer de manera parcial, probablemente debamos aprender a hacer de manera mucho más sistemática y contundente de ahora en adelante. Si la flexibilidad del mercado de trabajo -como condición de la prosperidad de la nueva economía fundada en las tecnologías de la información y la comunicación- obligara, por ejemplo, de manera más o menos irreversible a nuevas formas de descentralización de la negociación colectiva, si empuja incluso hacia la indivualización de la negociación laboral (que por eso mismo, es de perogrullo decirlo, deja de ser colectiva), ¿no parece del todo necesario articular nuevos mecanismos de protección para los trabajadores?¿No parece necesario reinventar las redes que hasta hoy, mal que bien, impedían que los millones de trapecistas que ocupan el mercado laboral, cuando el trapecio-empresa movido por la implacable lógica de la rentabilidad se les escapaba de las manos, vieran como su esqueleto se fracturaba inevitablemente contra un suelo alejado varios metros por debajo de sus cabezas?


4. Conclusión: cuando el homicidio es el camino del suicidio

Nos previene una y otra vez Romagnoli contra las tentaciones de un liberalismo miope que se empeña en olvidar que el juego de antagonismos entre la economía capitalista y el derecho del trabajo ha sido, a fin de cuentas, una garantía de supervivencia de dicho modelo económico. Tal y como escribe Romagnoli: “En efecto, tanto el derecho de propiedad como la libertad de iniciativa económica, es decir, los pilares fundamentales de los sistemas capitalistas, han conservado de nosotros amplios márgenes de actuación en cuanto las mismas constituciones que los garantizan no pueden tolerar equívocos: el trabajo puede dar dignidad sólo si es decente y si la persona que lo presta es tratada decentemente”.

Y remata más adelante: “El viaje recorrido por el derecho del trabajo a través del tiempo lo ha llevado a redescubrir continuamente cómo la dialéctica de los contrarios que componen su tejido normativo se traduce más en su complementariedad con vistas a su apoyo recíproco que en su antagonismo con fines destructivos. (...) Es decir, (...) la relación entre economía y derecho del trabajo ha adquirido poco a poco las articulaciones y los movimientos propios de la complicada relación que sólo dos queridísimos enemigos son capaces de articular; queridísimos en el sentido que uno no puede prescindir del otro.” ¿Ha aprendido el sistema capitalista que, en efecto, no puede prescindir del derecho del trabajo, del sindicato, de la regulación política de las relaciones laborales? ¿O vive en el ensueño redivivo de renacer a una economía de mercado sin contaminaciones iuslaboralistas?

No suicidemos el mercado matando el sindicalismo, su enemigo y, por ello, su aliado. El sindicalismo sigue teniendo sentido porque sus funciones básicas siguen siendo intentos de responder a las preguntas desagradables que el capitalismo pone cada día encima de la mesa. En primer lugar, regular el mercado de trabajo. Porque, como decía el viejo, el capital no es factor productivo, sino una relación social (de poder). Porque las supuestas reglas de la economía “científica” liberal, según las cuales los factores productivos se remuneran en un mercado digno de tal nombre de acuerdo con su productividad marginal, no resisten el paso del manual a la realidad económica.

Pero hay todavía otro motivo más apabullante: ¿y si fuera verdad?, ¿si, efectivamente los mercados fueran capaces de remunerar los factores productivos, empezando por el trabajo y siguiendo por el capital, de acuerdo con su productividad marginal real?, ¿y si esta productividad marginal de cada unidad de capital y de trabajo fuera realmente posible de calcular y los salarios y los dividendos se ajustaran a ellas? En este caso, el sindicalismo sería todavía más necesario porque este principio de distribución basado en la productividad marginal del trabajo es un principio de eficiencia pero, en ningún caso, como ha hecho notar entre muchos otros un liberal como John Rawls, no se trata de un principio de justicia. Por ello, para que la productividad marginal de los factores productivos no sea el único mandamiento de la distribución de la renta y de la riqueza, para que no se convierta en la mejor coartada de la desigualdad, por todo esto el sindicato, el derecho del trabajo y la concertación social siguen siendo necesarios.

¿Acaso, como explica Roemer, no es posible imaginar una estrategia de salario solidario, que considera la productividad marginal de las unidades productivas (de las empresas) en su conjunto pero luego, dentro de éstas, distribuya de acuerdo con otros principios distintos del de la productividad marginal individual, de cada trabajador, de cada unidad de capital, o no exclusivamente en función de éste, sin por ello afectar a la productividad de las mismas? ¿Acaso la realidad europea de posguerra -es decir, la concertación social, el pacto entre los agentes sociales para decidir la política de rentas, la determinación del salario mínimo o la participación de los salarios en la renta nacional- no es una prueba que más allá de principios económicos pretendidamente científicos hay, en realidad, un abismo a la hora de organizar la distribución de la prosperidad en una economía capitalista que sólo puede ser llenado por la política, porque, a fin de cuentas, depende de la célebre correlación de fuerzas? Donde hay correlación de fuerzas, señal que los principios científicos (neutrales, objetivos) son cualquier cosa menos ciencia. No vamos a convertirlos en el actor único de este escenario fundamental de cualquier sociedad que es el proceso de distribución de la riqueza.

En segundo lugar, pues, aparece el reverso de esta función básica que es la regulación del mercado de trabajo. Se trata de la democratización de las empresas capitalistas, hasta donde el derecho lo permita. Distribuir el poder, dentro de la empresa capitalista, de la manera más favorable para el trabajador. ¿Cual sino ha sido el sentido del sindicato desde su nacimiento hace doscientos años, es decir, hace a penas cuatro días? ¿Y alguien se atrevería a decir seriamente, de manera honesta, que esta necesidad ha desaparecido completamente? Como dice Romagnoli: “Aunque el derecho del trabajo haya cortado las uñas al poder empresarial, lo haya procedimentalizado y haya hecho más transparente su ejercicio, la empresa continúa siendo el lugar de máxima refracción de las desigualdades y, al mismo tiempo, el lugar donde no es posible abolirlas.”





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