De dónde venimos
Ocurre a veces que en situaciones de desconcierto ante el presente y el futuro la mejor solución es volver la vista atrás. Una tranquila y serena reflexión sobre el pasado puede ser una buena terapia moral en una crisis para comprender qué nos pasa y a dónde vamos. No en vano uno busca en muchas ocasiones consuelo frente a la desdicha personal en literatura o en música escrita o compuesta hace siglos. Tal vez porque sea verdad la frase de que “todo está escrito”.
De nada sirve ese ejercicio de retrospección, sin embargo, si con ello lo que se pretende es reafirmarse en el marasmo actual; En cambio, resulta tremendamente útil para diseñar un cambio en el devenir. O, mejor dicho, lo que creemos que debe ser el devenir.
Vienen tan lánguidas reflexiones a cuento de las opiniones de Umberto Romagnoli, a la que nos convocan los coordinadores de estas páginas. Cierto, los asertos que contienen las líneas de nuestro referente italiano no son nuevas: lleva años prodigándose –con acierto- en esa crítica. Debe destacarse, sin embargo, que en pocas ocasiones el ataque al “status quo” ha sido tan claro y directo. El maestro pone en su punto de mira al sindicato (o, mejor dicho, a esa realidad que hoy llamamos sindicato). Pero a nadie se le escapa que también apunta a aquella otra realidad tradicionalmente unida a aquél, cual secular hermano siamés: el Derecho del Trabajo. Por obvios motivos profesionales, mis reflexiones se canalizarán hacia esta segunda perspectiva.
Es un tópico afirmar que el iuslaboralismo está en crisis. Los que hemos convertido esta disciplina en la pasión de nuestras vidas (y, créanme, somos muchos) asistimos desconcertados al nada reconfortante espectáculo de ver cómo el impresionante edifico del mayor logro de la civilidad del pasado siglo se desconcha y agrieta progresivamente, cuando no se desploma en alguna de sus partes. Ciertamente la construcción del Derecho del Trabajo no ha sido nunca pacífica: nuestras paredes siempre han presentado defectos, han precisado de retoques puntuales e, incluso, de cambios de estructura o de diseño. Quizás porque nuestra argamasa estaba basada en un inestable, por cambiante, consenso social o, tal vez, porque los ladrillos nos venían dados por otros –la economía o el modelo productivo-, nuestros muros no han tenido la solidez de las construcciones de otras ramas jurídicas. Puede ser también que, arrogantes, nos considerásemos arquitectos consumados, cuando nuestra disciplina cuenta apenas con un siglo de vida.
El caso es, sin embargo, que desde hace varios años nuestros tabiques presentan enormes hendiduras. Y, lo que es más grave, los pilares empiezan a resentirse. De tal manera que la tradicional brigadilla de mantenimiento resulta incapaz de arreglar tanto desperfecto. Ya no se trata de lo que el maestro ha calificado como las “microdiscontinuidades” del Derecho del Trabajo: las grietas actuales están haciendo peligrar el mismo.
En esta situación se escuchan voces que propugnan la demolición de nuestro edificio y el retorno a la vieja casa privatista de donde un día nos emancipamos. Otros, menos radicales, se decantan por una reforma en profundidad que deje el inmueble en una sola planta con escasas habitaciones, derribando gran parte de las edificaciones anejas que con el tiempo han ido ampliando nuestro hogar. No faltan, en el otro lado del espectro ideológico, inquilinos que propugnan aguantar lo que sea, aun con el riesgo de que la casa se nos caiga encima. Mientras tanto, vamos poniendo remiendos que, a veces, duran escasos días.
Quizás ha llegado el momento de hacer un pequeño paréntesis en nuestros furibundos debates respecto cómo ha de decorarse una concreta habitación y reflexionar sobre el edifico en su integridad. En dicha tesitura es donde cobra vigencia el apósito moral con el iniciábamos estas reflexiones. Tal vez la mejor solución pase por detenerse un momento –sólo un momento-, ver de donde venimos y empezar a trazar los planos de lo que queremos ser. Planteándonos incluso –por qué no- si nuestra disciplina sigue siendo necesaria.
Pues bien, entrado en la labor retrospectiva cabe hacernos una primera pregunta: ¿por qué nació el Derecho del Trabajo? Creo que la respuesta es simple: porque las instituciones procesales y substantivas del Derecho Civil eran incapaces de regular y solucionar el conflicto social. Es conocido, en este sentido, que ni el Código Civil –ni sus precedentes normativos-, como tampoco las diferentes leyes procesales fueron efectivas, ni aquí ni en ningún otro país, para dar respuesta a lo que ocurría en las fábricas. No concurrieron sólo, sin embargo, razones funcionales: también las había estructurales. El derecho privado se basa, en efecto, en la regulación, abstracta e hipotética, del marco normativo de composición de posibles antagonismos entre sujetos y, en su caso, en la intervención puntual del Estado ante una concreta divergencia jurídica o juridificada, solucionándola –mal que bien- a través del “imperium”. Punto final, y a otra cosa. Ahora bien, en lo que hoy conocemos como Derecho del Trabajo, el conflicto social no es puntual ni hipotético: es inherente al mismo. En otras palabras, si bien ambas partes, trabajador y empresario, se necesitan mutuamente, intenta aquél obtener mayor compensación salarial y mejores condiciones de trabajo y éste más plusvalía. A lo que cabe añadir que, como indica uno de las mentes más preclaras de nuestra disciplina (OJEDA AVILÉS), “a nadie le gusta vivir siempre en situación de dependencia de otro” –cito de memoria-. No existe igualdad entre las partes, en tanto que los asalariados están sometidos a la capacidad de organización del empresario. Existe, pues, lo que se conoce como “suma cero”: el trozo de tarta que uno se lleva lo pierde otro. Y ese conflicto no es puntual, es constante y dinámico. A eso, antes se le llamaba “lucha de clases”, aunque, últimamente, a raíz de esa moda de la psicología conflictual –en clave individualista- se omita el marco del enfrentamiento social. Quizás la continuidad del conflicto social explique, también, las constantes reparaciones de nuestro metafórico edificio.
Pecaríamos, sin embargo, de la típica arrogancia de los juristas si, previamente, no reconociéramos una cosa: el conflicto siempre es anterior a su juridificación. El Derecho nunca puede ser previo, ni ajeno, a la realidad. Es la existencia de un concreto antagonismo societario el que genera la necesidad de norma. La experiencia nos demuestra que cuando dichos términos se invierten o se obvia la realidad creamos leviatanes. Pues bien, el Derecho Social –entendido como intervención o reconocimiento por el Estado en el conflicto laboral- es posterior a la génesis social. Nuestras principales instituciones –léase aquí, la huelga, la negociación colectiva, la autocomposición, el sindicato, la autotutela colectiva, etc.- son previas a su normativización. Los trabajadores descubrieron mucho antes de que el Derecho del Trabajo pudiera reconocerse como tal lo que hoy llamamos “autonomía colectiva”, es decir y simplificando que la “unión” –el significativo término anglosajón para referirse al sindicato- les situaba en posición de paridad ante el empleador. Y, sin duda, es “lo colectivo” la nota característica más esencial del iuslaboralismo.
No entraré aquí en la polémica respecto a si el Derecho de la Seguridad Social aparece ex novo, como algún autor afirma. En todo caso cabe recordar que, en una primera etapa, la protosindicación (la asociación obrera) y las instituciones de previsión social (ayuda mutua) eran una misma cosa. Tal vez porque, en definitiva, de lo que se trataba era de luchar contra la desprotección social y la miseria; o, desde otra perspectiva, de las situaciones de explosión social que ello generaba. Ello, por supuesto, salvo que lleguemos a la conclusión de que Bismarck era un samaritano o que el “New Deal” y el informe Beveridge nada tenían que ver con el “peligro rojo”.
Cierto: en paralelo existió también un interés de determinadas y poderosas instancias sociales de regular heterónomamente la situación de precariedad en que vivían los ancestros de los actuales asalariados. Mas que nadie se llame a engaño: ese caritativo interés no hubiera existido sin el previo y virulento conflicto de clases. La intervención estatal en la materia –es decir, el nacimiento de nuestra disciplina- no es más que el implícito reconocimiento de la situación de desigualdad entre las partes y, por ende, del manifiesto fracaso del contractualismo liberal en el terreno social. Y, en consecuencia, la prueba más clara de la propia injusticia intrínseca del capitalismo.
A partir de dicho reconocimiento los acontecimientos se precipitaron. Las clases dominantes metabolizaron con inusitada rapidez la quiebra del dogma liberal en sus originarios términos. Y tal vez no por razones altruistas: empezaba entonces el cambio hacia un modelo productivo –el fordismo- que tenía como base la estabilidad de las relaciones laborales y la integración de la autonomía colectiva en la propia empresa. De tal manera que el Derecho del Trabajo (a veces, “malgré lui”) se vio, pronto, constitucionalizado. Y, en paralelo, las políticas keynesianas articularon una compleja trama de protecciones sociales ante las situaciones de carencia. En la Europa Occidental de posguerra (obviemos aquí las reflexiones relativas a España y la anormalidad histórica que supuso el cáncer franquista) aquellos derechos exigidos y reclamados por generaciones de asalariados (de la pobreza laboriosa en términos romagnolianos) se vieron –en un período temporal relativamente corto- no sólo reconocidos, sino también elevados a elementos configuradores del sistema constitucional. Nacía lo que hoy conocemos como Estado Social de Derecho, el viejo sueño de los “padres” de Weimar.
En esos momentos nuestro edificio empezó a crecer inusitadamente, a veces con lujos artificiosos. Día sí, día también se agregaban nuevas plantas y nuevas habitaciones. Es difícil, por no decir imposible, hallar en la Historia un triunfo tan notable y contundente de la civilidad laica, de la razón: el viejo valor republicano de igualdad empezó a equipararse con el de la libertad. En esta nueva etapa, pues, el iuslaboralismo se reconoce a si mismo, esencialmente, como un instrumento igualatorio entre clases; no se trata sólo de la simple composición del conflicto, sino de poner las medidas para que la igualdad sea efectiva. Que nadie lo olvide: el Derecho del Trabajo es, esencialmente, el Derecho a la igualdad.
La crisis: sus posibles causas y nuestros errores
En nuestro esplendor, sin embargo, caímos en el viejo error de “mirarnos el ombligo”. El movimiento obrero organizado, el sindicalismo, y el propio Derecho del Trabajo obviaron algunos factores de análisis esenciales en la etapa de esplendor respecto a lo que deberían ser sus fines últimos. En otras palabras: el orgullo por haber conquistado en un tiempo tan relativamente escaso el primer instrumento efectivo de igualdad social (de haber normado por vez primera “la igualdad”) conllevó que nuestra reflexión igualitaria no siguiera avanzando. Mientras hacíamos crecer nuestra casa, nos limitamos a deleitarnos ante la bastedad de nuestro predio, omitiendo cualquier intento de expansión.
La primera de nuestras omisiones tenía un ámbito geográfico. Nos negamos a nosotros mismos una simple constatación: en los países opulentos vivimos tan bien porque otros –que son los más a escala planetaria- viven peor. Es decir, nuestro sistema, tan civilizado, resultaba posible porque el nivel de rentas nacional –construido en buena parte sobre el expolio sistemático de “los otros”- lo permitía.
Tampoco profundizamos demasiado en una segunda omisión intrínsecamente conexa con la anterior: en el concreto marco de los distintos mercados internos las clases dominantes preferían renunciar a una parte de sus rentas y de sus potestades “naturales” a cambio de paz social. El “peligro rojo”, surgido del gran combate social de principios de la pasada centuria, seguía latente. El pacto social welfariano se sustentaba, por tanto, en un sinalagma no escrito: la porción de tarta nacional de los trabajadores se incrementaba, a cambio de que no se discutiera el sistema “in toto”.
El Derecho del Trabajo, pues, se basaba sobre dos ejes: de un lado, se constituía como garante del pacto (por tanto, con su régimen de derechos y obligaciones para ambas partes); por otro, inherentemente, su ámbito era nacional (salvo esas declaraciones de intenciones que son los convenios de la OIT). No empece a esta última consideración la cesión de soberanía a las instituciones comunitarias en el seno de Europa: se trataba de construir un mercado interno más amplio. Nuestro paradigma igualitario, pues, no era absoluto, al estar sometido a dos fronteras: las geográficas del Estado –o de la Comunidad- y las materiales del pacto implícito. Nuestra disciplina se erigía como garante de la paridad contractual efectiva en un concreto país y sólo respecto a las reglas de distribución de la tarta.
Las claves de la tercera omisión analítica podemos hallarla en los recientes trabajos de una de las mentes más claras de la izquierda catalana, Antoni Doménech. Los valores republicanos no se agotaban en la libertad y la igualdad. La tríada de Robespierre incluía, también, otro concepto: la fraternidad. Si despojamos a la misma de sus valores clericales y hacemos la lectura moderna que Doménech nos propone nos hallamos ante un principio basado en que nadie precise de permiso de otro para vivir, en tanto que como ciudadano tiene derecho a medios de sustento a través de la solidaridad social. El Derecho del Trabajo –como depositario de la herencia del Welfare- no avanzó en ese terreno: la igualdad –como derecho de civilidad- se erigía sólo a partir del factor trabajo. Si éste no existía tampoco lo hacían nuestras tutelas. De alguna manera, sustituimos la idea liberal de ciudadano-propietario por la de ciudadano-trabajador. Ello es especialmente denotable, por ejemplo, de los llamados sistemas continentales o profesionales de Seguridad Social. Es apreciable, empero, que de alguna manera, la vieja idea fraternal seguía perviviendo en nosotros: en mayor o menor medida ampliamos también nuestras tutelas hacia los desprotegidos no trabajadores (asistencia social, subsidios, prestaciones no contributivas, etc.). Debemos reconocer, sin embargo, que las situamos (seguimos haciéndolo) en la periferia de nuestra disciplina.
La última omisión tenía, incluso, un mayor calado: olvidamos que nuestro edificio está construido sobre un terreno inestable, el de un modelo productivo concreto. Todas nuestras instituciones, todas nuestras reflexiones jurídicas se adecuaban (como no podía ser de otra forma) a las necesidades específicas y puntuales de los conflictos surgidos entre los sujetos contractuales en relación al modo de producción fordista. Nos reflejamos en el mismo y teorizamos, sólo, sobre él. Sin duda puede imputarme el lector de estas páginas que esta crítica es contradictoria con la necesaria y óptima normativización vinculada al conflicto por la que antes abogaba. Una mayor concreción explicativa evidencia, empero, que no hay tal contradicción: lo que ocurre es que omitimos (olvidamos) en su momento que los modos y formas de producir no son estáticos en el capitalismo. Que evolucionan constantemente. Y que aunque esos cambios periódicos son generalmente puntuales o de escaso calado (los que originas las microdiscontinuidades de nuestra disciplina), en contadas ocasiones, por mor de la tecnología, la mutación es radical. Quizás de haber recurrido a los viejos clásicos, de no haberlos olvidado y reciclado tan pronto, entenderíamos lo que vendría luego: ”la burguesía no puede existir si no es revolucionando incesantemente los instrumentos de producción, que tanto vale decir el sistema todo de la producción, y con él todo el régimen social (...) La época de la burguesía se caracteriza y distingue de todas las demás por el constante y agitado desplazamiento de la producción, por la conmoción interrumpida de todas las relaciones sociales, por una inquietud y una dinámica incesantes”. Sí, se trata de El Manifiesto Comunista (tan desfasado, al parecer, según algunos, tan sorprendentemente fresco aún para quien sepa leerlo con ojos nuevos, sin dogmatismos). La entronización de la cultura del dinero, del afán de lucro, la mercantilización de cualquier actividad e, incluso, sentimiento humanos, elementos que definen todos ellos intrínsecamente a esa patología autodestructiva de la especie que es el capitalismo, comportan la conocida dinámica: el cambio constante del modelo productivo para producir más, para ser más competitivo (término paradigmático de la supuesta modernidad), en definitiva, para que unos pocos ganen más dinero.
El Derecho del Trabajo no supo (o no pudo) construir un discurso por la igualdad entre clases que transcendiera no sólo a las fronteras antes expuestas, sino tampoco al concreto modelo productivo vigente. Tal vez, porque no le correspondía a él esa función. Y donde acaba de leerse “Derecho del Trabajo” puede leerse también “sindicalismo” (a quién sí le correspondía esa función). La igualdad entre las partes devino, pues, formal, no substantiva. Los mecanismos de paridad social tenían claros límites que, probablemente, no podíamos traspasar porque esos eran los lindes de nuestra finca. De esa manera, como ocurre siempre, el éxito hizo que nos traicionáramos a nosotros mismos: la igualdad de la que nacimos no era para todos, sino para la mayor parte de la población, los asalariados. O, tal vez, mejor haríamos bien en limitarlo al “asalariado-tipo” (es decir: nacional –o europeo-, hombre, con oficio o profesión, “blue collar”, en turno de mañana o tarde, afiliado a un sindicato...)
Y bien, pensará el lector: ¿no es esto también invocable a la evolución de la izquierda en los países capitalistas durante la etapa del welfare? Sin duda. Ocurre, sin embargo, que por su origen histórico –por su imbricación en los “valores republicanos” tradicionales y su conexión con los valores de igualdad y emancipatorios de los trabajadores- el Derecho del Trabajo es el Derecho de la izquierda. No es casual que la actual crisis de ésta sea coetánea a la nuestra propia. Como tampoco es casual que las organizaciones de izquierda (y, entre ellas, el sindicalismo) se erigieran como portavoces del movimiento obrero. De un movimiento obrero que, sobre todo en Europa, se imbricó en un marco nacional, abandonando cada vez más –el pacto welfariano a ello obligaba- veleidades internacionalistas.
Esos tiempos de esplendor, siguiendo con el íter histórico, fueron poco a poco apagándose. Empezaron a ocurrir cosas puntuales que, al principio, no nos alarmaron. La saturación del mercado comportó cambios importantes en el modelo fordista –que aún era reconocible como tal-. La crisis de los setenta afectó al empleo y el principio de estabilidad en la ocupación se hizo añicos. La nueva tecnología informática se implementó en los centros de trabajo. La necesidad capitalista de un “ejército industrial de reserva” –de nuevo, el viejo barbudo de Tréveris- rompió el mercado laboral, primero con los jóvenes y la contratación “basura” y los sistemas retributivos duales, luego, con el uso ominoso y explotador de mano de obra extranjera. El sujeto colectivo típico se disgregó en múltiples colectivos con intereses diferenciados. La empresa fordista piramidal se hizo añicos, de tal manera que muchos de los que allí trabajaban para ella no eran sus asalariados, y otros, que sí lo eran, no trabajaban en las dependencias de la empresa.
Ninguno de dichos fenómenos, por él mismo, nos preocupó demasiado: “las típicas mircrodiscontinuidades...”, pensamos mientras llamábamos con cada vez mayor asiduidad a la brigadilla de mantenimiento. Cuando nos quisimos dar cuenta el modelo de empresa fordista estaba en vías de extinción, el tradicional estereotipo de interés colectivo de los trabajadores se había disgregado, el sistema de relaciones laborales había mutado hasta novarse. En definitiva, el modo y la forma de producir habían cambiado radicalmente. El terreno sobre el que habíamos construido nuestro imponente palacio había experimentado una transformación sísmica.
Pero no fue sólo eso. Tal vez un cambio in radice como el ocurrido en el terreno productivo podría haberse solucionado con una modificación en profundidad de los planos de nuestro ajado palacio. Los factores concurrentes, sin embargo, son más complejos. El nuevo modelo de producción se caracteriza, también, por la internacionalización de la producción y los servicios a través de redes (la famosa globalización), en tanto que el cambio informático y las modificaciones en el transporte permiten la microdisgregación del sistema productivo. Y ocurre que nosotros carecemos de mecanismos que permitan traspasar nuestras fronteras geográficas.
Y lo más grave: las clases dominantes han dado por roto el añejo pacto fordista-keynesiano. Ya no precisan del mismo: han triunfado irremisiblemente –al menos por ahora- frente al “peligro rojo”. Las viejas conquistas de nuestros abuelos se ven constantemente discutidas y negadas por aquéllas, que invocan, ante la modificación radical del paisaje, lo que los juristas llamamos el principio “rebus sic stantibus”: el fin de la causalidad que dio origen al previo contrato y, por tanto, la novación o el fin de su eficacia. La conocida noción de “la lucha de clases desde arriba”. El neo-liberalismo invoca, en definitiva, el fin de las viejas tutelas conquistadas, el individualismo descarnado, la primacía del mercado –del afán de lucro- sobre la civilidad. Para ello hay que dinamitar la vieja noción de “igualdad” (¡no digamos, la “fraternidad”!) e inmolarla en el altar de la “libertad” (de las empresas, no de los ciudadanos)
He aquí las –conocidas- razones de nuestra crisis.
¿Qué hacer?: ¡regresar a los orígenes!
¿Sigue siendo necesario el Derecho del Trabajo en ese panorama? Permítame lector que utilice esa técnica de respuesta que -no sé porqué razón- es denominada “a la gallega” y conteste a una pregunta con otras: ¿Existe ahora igualdad entre trabajador y empresario?, ¿se ha superado la situación de dependencia de los trabajadores respecto a sus empleadores?, ¿ya no aspiran los asalariados a cobrar más y trabajar menos y los empresarios a obtener más ganancias?, ¿ha dejado de ser necesaria la “unión” de los trabajadores para equipararse al empresario?, ¿hemos alcanzado un nivel de desarrollo humano que conlleve la aniquilación de la solidaridad societaria hacia los más desamparados?. Y, por último: ¿ha dejado la igualdad de ser un valor socialmente exigido y exigible? Es obvio que una visión objetiva –aunque no forzosamente imparcial- de la realidad ha de comportar una respuesta negativa a esos interrogantes-respuestas. Las razones que generaron el conflicto social del que surgió el Derecho del Trabajo siguen ahí, si bien con lógicos matices diferenciados respecto a etapas anteriores. Por tanto, la conclusión es obvia: el iuslaboralismo sigue siendo necesario. Y no sólo (contra lo que se afirma por parte de algún sector) en relación con las importantes bolsas de fordismo que siguen existiendo en la realidad productiva. El Derecho Social continua siendo también imprescindible también respecto a las relaciones laborales surgidas de la nueva cultura productiva. Y, si no, que se lo pregunten a los trabajadores temporales, a los jóvenes con una “doble escala”, o a los precarios “autónomos dependientes”....
Es obvio que esta constatación ha de ser matizada: lo que sigue siendo necesario es la intervención jurídica en el conflicto dimanante de la nueva cultura productiva, a fin de materializar instrumentos de igualdad entre las partes. Y, en aras a preservar el principio de adecuación entre el Derecho y la realidad por el que antes se abogaba, esa intervención debe producirse respecto al nuevo panorama productivo, con los necesarios cambios y modificaciones –radicales- en nuestra disciplina. No podemos obviar, sin embargo, que los estómagos agradecidos de los voceros e ideólogos en boga del neo-darwinismo social (en una relación directamente proporcional entre su impacto mediático y su conocida limitación mental y la tendencia innata a mentir) están poniendo en tela de juicio la noción de igualdad. ¿Y bien?... ¿no hemos calificado antes el Derecho del Trabajo como el Derecho de la izquierda? Probablemente, por nuestros orígenes y nuestra propia ontología, nos corresponde a los iuslaboralistas (más que a ninguna otra disciplina jurídica) seguir defendiendo los viejos valores republicanos. Y también le corresponde esa tarea al sindicato si quiere seguir reconociéndose como elemento conformador de la izquierda. Cuando amaine el vendaval neo-conservador, esos valores de la civilidad laica seguirán perviviendo y siendo necesarios. Mientras tanto empecemos a reflexionar sobre los elementos configuradores de nuestra transición a partir del actual desconcierto. Desconcierto no sólo propio: también resulta postulable del movimiento obrero organizado y de la propia izquierda.
En el anunciado desconcierto de la izquierda de las sociedades opulentas (también en el sindicalismo, también en el iuslaboralismo pro operario) aparecen en su seno –muchas veces enfrentados- dos discursos: el de la oposición radical a los cambios en trance con la reivindicación coetánea del paraíso perdido del welfare y el fordismo , y el del posibilismo, consistente en la aceptación acrítica de los nuevos procesos, con intentos de parcheos humanizadores de la barbarie (de nuevo, el viejo debate entre el dogmatismo y el posibilismo: ¡Nunca aprenderemos!). Debo confesar que ninguna de ambas opciones me convence: el discurso maximalista obvia que el Estado del Bienestar de los últimos cincuenta años se construyó sobre el sufrimiento de la mayor parte de la humanidad (sigue, por tanto, instalado en el pecado original de la izquierda del welfare: su eurocentrismo) y que el modelo productivo ha mutado; el pragmático, que ningún cambio es posible sin una alteridad propositiva que resitúe el concepto de igualdad.
En tanto que el viejo pacto social ha sido considerado roto por una de las partes, de nada sirve empecinarnos en mantener su vigencia. Eso es algo que ya sabemos desde el Derecho romano. Ese pacto se basaba –es obvio- en el reconocimiento de una serie de derechos a la “pobreza laboriosa” –ya no tan pobre gracias a aquél en términos generales-; pero muchos parecen no recordar que también existían obligaciones para esa parte: entre otras, las renuncias a “ir más allá” en el discurso igualitario y de superar los límites de nuestro predio, tal y como antes hemos expuesto. Si el sinalagma surgido de la legítima unión de fordismo, welfare y Estado Social de Derecho ya no está vigente, carece de sentido seguir manteniendo esos límites. Y si el Derecho del Trabajo sigue siendo necesario –como hemos abogado en líneas anteriores- resulta imprescindible repensarlo en el nuevo panorama, sin que las fronteras e instituciones antes vigentes tengan porqué permanecer imperturbables.
Volvamos, pues, a los orígenes. Reivindiquemos la igualdad (y la fraternidad) como valor consustantivo a la “libertad” y como uno de los ejes vertebradores de nuestra condición humana, de nuestro perfeccionamiento como especie, de mejora social. Reivindiquemos el derecho a la felicidad de cada ser humano y el de libre autodeterminación personal de cada sujeto. Para tan loables fines fue creada nuestra disciplina. Ése fue el sueño de los padres constituyentes de Weimar.
Ocurre, sin embargo, que hoy sabemos (a diferencia de hace un siglo) que la igualdad no puede ser la siniestra tabla rasa uniformizante de finiquitados sistemas que, en aras a ella, construimos en su día y que se han desmoronado, de la noche a la mañana, con la caída del muro de Berlín. Desplome que calificaríamos de afortunado, si no fuese porque esa caducada gris realidad ha sido sustituida por la ley de la jungla y por la mayor miseria y el mayor sufrimiento de muchas personas.
Decía el malogrado y llorado Manolo Vázquez Montalbán –cito también de memoria- que “uno puede encontrarse ante el Bien y no reconocerlo. En cambio, es imposible hallarse ante el Mal y no reconocerlo”. Hoy resulta imposible creer que las conquistas seculares de civilidad deban ser echadas por la borda en aras al crecimiento económico (que es, en realidad, aumento de ganancias de los más ricos). Nadie en sus sanos cabales puede aceptar que la mayor precariedad, la distribución negativa de la renta y la pérdida de elementos de solidaridad social –con el descenso de los niveles de cobertura ante posibles estados de necesidad- sea “el Bien”.
Ocurre, empero, que la crítica al discurso dominante exige también un esfuerzo por nuestra parte: reconstruir el discurso de la igualdad en base a la superación del paradigma de la “tabla rasa” y su vinculación con la necesidad de dotar a los ciudadanos de los mecanismos sociales suficientes para su propia realización personal. La superación, en definitiva, de un concepto de “ciudadano-funcionario” (en la peor acepción de este último término) por el de “ciudadano-libre”. Es decir, no se trata tanto de esperar vivir de las rentas que me aporte el Estado, sino de que éste (o, mejor dicho, la Sociedad) me asegure unos mínimos niveles de dignidad humana, a fin y efecto de que pueda desarrollar todas mis potenciales capacidades como individuo libre.
Ciertamente en nuestra sociedad europea actual amplias capas de la población están más pendientes de lo que la sociedad les aporta que de lo que ellas pueden aportar a la sociedad, rememorando la famosa frase de Kennedy. Reconozcamos que esa crítica del neoliberalismo en boga al modelo europeo no deja de tener algo de razón. Ahora bien, ese reconocimiento sólo es posible desde la izquierda a partir de un aserto previo: el fin de la cultura de la dependencia estatal (o de la cultura del subsidio) sólo es posible si, previamente, se ha asegurado solidariamente que todos y cada uno de los individuos tienen cubiertos sus mínimos vitales (en sentido amplio: no sólo alimenticios o de subsistencia, también educativos, sanitarios, culturales, etc.) Y ello se ha hecho desde una perspectiva igualitaria. Lo otro, el discurso que se propugna desde la instancias dominantes en la nueva derecha y las terceras vías blairianas es otra cosa: la capidisminución, sin más, del Estado en su papel regulador de la sociedad, de la “polis”, y la implantación de lógica del “sálvese quién pueda” o, lo que es lo mismo, “sálvese el más listo” (que no el más inteligente) o “sálvese el más rico”. La ley de la jungla. El desmontaje articulado y programado de Weimar.
A ese discurso, obviamente, le molesta el Derecho del Trabajo, en tanto que su sustrato fundamental es la basta red de tutelas contractuales y legales que hemos ido articulando a lo largo de los años en aras a desarrollar la igualdad. Lo mismo cabe decir en lo que atañe al sindicato.
Ante esa ofensiva no caben medias tintas. No cabe el parcheo o la negociación puntual. No es posible llamar de nuevo a la brigadilla de mantenimiento, porque esa gente a lo que viene es a destruir nuestro edificio.
Si el contrato welfariano se ha roto, recobremos nuestras viejas perspectivas igualitarias (y ello es especialmente postulable del sindicato). No podemos seguir siendo garantes de un acuerdo –que nos daba derechos, pero también recortaba nuestros anhelos-, cuando la contraparte ya no se siente obligada en el cumplimiento de las obligaciones que en su día contrajo.
Y así: ¿por qué hemos de limitar el Derecho del Trabajo y sus tutelas a las fronteras nacionales? No deja de llamar fuertemente la atención que en unos momentos en los que el Derecho Internacional está ganando terreno –en el campo administrativo, fiscal, mercantil o, incluso, penal-, los iuslaboralistas nos limitemos a los concretos límites estatales, como si la dignidad humana --ganada por la pobreza laboriosa con su lucha-- estuviera al albur de caprichosos puntos y rayas trazados en los mapas. En tanto que los Tratados y Convenios internacionales son fuente de Derecho, resulta inexplicable que en nuestra disciplina prácticamente no se apliquen. Cierto: aunque el sistema de relaciones laborales tiene un sustrato común en todas las sociedades capitalistas, cada modelo estatal presenta singularidades notables, en función de su sistema productivo, sus particularidades, su historia, su evolución económica, etc. Ahora bien, existen determinadas normas internacionales que articulan la diferencia entre el contrato de trabajo y la paraesclavitud. Son –al menos- los llamados Principios y Derechos Fundamentales del Trabajo en el lenguaje de la OIT (es decir, libertad sindical, de asociación y negociación colectiva, eliminación del trabajo forzoso u obligatorio, eliminación del trabajo infantil y supresión de discriminaciones en materia de empleo y ocupación), que hunden sus raíces en el Derecho Internacional Público (fundamentalmente, aunque no sólo, en la Declaración Universal de Derechos Humanos). Sin duda sería deseable que la OIT (o un organismo internacional “ad hoc”) tuviera capacidades sancionatorias frente a aquellos Estados que no cumplen esos requisitos mínimos (como sí ocurre, por ejemplo, en materia de “libre” comercio o en relación con la actuación del Banco Mundial y otros organismos análogos). Pero mientras ese desiderátum no se cumple, no parece existir óbice en la aplicación a nivel nacional de dichos tratados.
Pues bien, apliquemos esos principios. Por poner un ejemplo: yo, como juez nacional, poco puedo decir respecto al a decisión de una empresa de trasladar su producción de aquí a otro país salvo en lo relativo al cumplimiento de los trámites, formalidades y tutelas impuestos por la legislación nacional, no puedo realizar un control de causalidad sustantivo de dicha decisión. Ahora bien, sí tengo algo que decir cuando la causa final es la descontractualización de las relaciones laborales y el traslado de la producción en marcos concretos de paraesclavitud (países que no cumplen esos mínimos de civilidad, maquilas, etc.). Y, en ese marco, alguna cosa tiene que decir el sindicato, al margen de negociar las mejores condiciones posibles de las extinciones contractuales.
No se trata de negar la posibilidad de desarrollo de aquellos otros países, en base a la impedir la exportación de nuestra producción. Mas bien lo contrario: de lo que se trata es de exportar las tutelas laborales mínimas. Y que nadie me venga con la “coglionata” (Berlusconi dixit) de que el pobre niño del sureste asiático ahora, al menos, puede ganarse la vida: ese niño ha visto destruido el modus vivendi tradicional de su familia por la implantación del capitalismo.
Rompamos, pues, los marcos nacionales del Derecho del Trabajo. ¿No es eso, precisamente, lo que está haciendo el Derecho penal en su última evolución respecto a elementos de “ius cogens”?. Pues bien, nuestro “ius cogens” son esas normas que separan la esclavitud del trabajo.
Item más. Puestos a consolidar propuestas ante el fin de contrato social welfariano, cabe también replantearnos el papel social de la empresa.
El pacto welfariano-fordista tenía una cláusula no escrita, pero por todos conocida: en los muros de la empresa para adentro los derechos constitucionales no eran mediatos ni directos. Y ello comportaba, entre otras cosas, que el Estado sólo saltaba dichos muros en casos patológicos, limitándose a pasar a finales de mes a recoger el diezmo.
Pues bien, al margen de la generalización de los derechos constitucionales en el marco del contrato de trabajo –aspecto en el que aún queda mucho camino por recorrer- cabe preguntarnos si no es preciso romper el autismo generalizado entre sociedad y empresa actualmente en boga, especialmente en el terreno productivo. En efecto, la producción no es algo que afecte sólo a la empresa y a la capacidad de ganancia de su titularidad. La producción tiene también un costo social importante (transporte de materiales, siniestralidad laboral, infraestructuras, medio ambiente, etc.) que pagamos todos los ciudadanos. Eso ha pasado siempre. Ocurre, empero, que el nuevo paradigma productivo comporta el incremento de dichos costes, en tanto que requiere mayor formación de los asalariados, más medios en infraestructuras –especialmente de telecomunicaciones-. A lo que hay que añadir que los nuevos sistemas productivos están comportando la translación, cada vez más frecuentes, a los propios usuarios de determinados de tareas que hasta hace poco realizaban trabajadores (¿no estoy supliendo a un asalariado cuando accedo a mi entidad bancaria por Internet o a través de un cajero automático?). Pues bien, si los ciudadanos pagan las necesidades de las empresas y se les imputan determinadas instancias productivas, parece evidente que algo tienen que decir en relación a qué se produce y cómo se produce. Y, de nuevo aquí, el papel del sindicato aparece del todo trascendental, articulando un modelo de participación nuevo, que supere los mecanismos de simple consenso fordista.
Emulando a los Hermanos Marx en “Una noche en la ópera”, sigamos rompiendo el contrato. ¿Por qué debemos seguir atados a sistemas de organización unidireccionales basados en el sometimiento acrítico de los trabajadores al poder de dirección empresarial? El sistema piramidal de la empresa fordista así lo imponía. Pero el nuevo modelo productivo –la flexibilidad- conlleva amplias capacidades de autodecisión por parte de los propios trabajadores. Siendo ello así, parece evidente que el marco sinalagmático contractual ha de mutar, como lo está haciendo la propia producción. Más capacidad de decisión de los laborantes comporta también menos dependencia –desde el punto de vista organizativo- de los empresarios. Se trata de un nuevo panorama que debe comportar el fin de inercias tradicionales del Derecho del Trabajo. En otras palabras: la flexibilidad no debe ser sólo invocable para una de las partes –el trabajador-, sino para ambas. ¿Por qué puede un empresario distribuir irregularmente la jornada de trabajo por mor de nuevos pedidos o necesidades productivas y en cambio el trabajador no puede hacer lo propio por necesidades puntuales, familiares o sociales?: ¡Con qué facilidad se firma en los Convenios la disponibilidad horaria por parte de los empleadores y qué pocos textos convencionales observan el mismo derecho para los asalariados!.
Son éstos algunos ejemplos del nuevo modelo que estamos abocados. Desde mi punto de vista, el Derecho del Trabajo debe reinventarse, rompiendo los tradicionales esquemas del fordismo. Romper así, con los marcos nacionales. Romper con la ajenidad de la producción respecto a los trabajadores y la sociedad. Romper con la tradicional –y obsoleta- noción de dependencia y de capacidad decisoria unidireccional de la producción.
Y esas rupturas deben basarse en un retorno a los orígenes: la recuperación de la igualdad y la solidaridad como ejes vertebradores del nuevo paradigma.
En ese marco, el sindicato está llamado a jugar un papel central y determinante, siempre y cuando sepa deshacerse de inercias y clientelismos. Si ello no ocurre, el resultado está servido: acabará naciendo lo “nuevo”. Al margen del sindicato aparecerán nuevas realidades de autotutela. Nada nuevo: algo similar ocurrió con los gremios.
Para que esa posibilidad no acaezca se me antojan precisos cambios de gran calado en la lógica del sindicato. Así, en primer lugar, la resituación de la igualdad como eje vertebrador de su quehacer diario. La tutela prioritaria, en definitiva, de quien es “menos igual” (mujeres, jóvenes, inmigrantes, autónomos dependientes, precarios) en detrimento de lo que hasta ahora se ha entendido por “trabajador-tipo”. Cierto: este último es su “cliente natural”, pero la organización sindical ha de ser consciente del futuro que se avecina y superar la habitual lógica del “día a día” (la inmediatez) en su perspectiva. Alguna reflexión habrá que extraer de los nefastos resultados de las famosas “dobles escalas salariales”...
En segundo lugar, el sindicato ha de ser consciente de que ya no existe un único “interés colectivo”, al menos como hasta ahora ha sido entendido: es decir, el interés del “trabajador tipo”. En tanto que existen nuevos intereses (a veces concordantes, a veces no), la argamasa común de la “unión”, es decir, el mínimo común denominador, ya no puede ser “x”, sino “x-n”. Y ello comporta necesariamente que los mecanismos de toma decisión se horizontalicen y que, en consecuencia, el sindicato acepte la divergencia (incluso la heterogeneidad) en su seno, en tanto que eso es lo que está ocurriendo con el colectivo asalariado en la realidad.
Y, finalmente, debe exigirse al sindicato –en paralelo con lo anterior- un cambio en su modelo organizativo. “En todos y cada uno de los ramos de trabajo se operan de continuo transmutaciones decisivas en vistas del objetivo final que las distingue respectivamente. El movimiento obrero sigue como la sombra al cuerpo, a través de la historia, estos cambios de los modos de producción. El medio económico aparece así determinando inflexiblemente las características de la organización proletaria”. La cita es de Eleuterio Quintanilla, prohombre de la CNT, al defender en 1918 en el Congreso de la Comedia (junto a Joan Peiró) el pase a los sindicatos de industria. En tanto que la empresa capitalista ha mutado, finalizando con el modelo jerarquizado y piramidal para estructurarse en forma horizontal o “en red”, el sindicato debe romper también con el modelo jerarquizado y piramidal.
Un sindicato que se replantee a si mismo en función de la nueva realidad productiva será capaz de dar respuesta al envite en que nos ha situado el cambio del modelo productivo. Ello, por supuesto, siempre que vaya acompañado de un nuevo discurso relativo al derecho a la igualdad, como elemento propio de alteridad de dicho sujeto. Al nuevo derecho a la igualdad en esta sociedad cambiante, que sitúe la felicidad del ser humano como elemento vertebrador, la capacidad de autorrealización como sujeto, los derechos de ciudadanía. como elementos centrales de civilidad, como desarrollo natural de las conquistas hasta ahora alcanzadas. En ese nuevo terreno hemos de coincidir, por supuesto, sindicato y iuslaboralistas.
Se trata de oponer al discurso economicista y de retorno a la jungla que propugnan los poderosos, los valores republicanos y de civilidad de la pobreza laboriosa.
Nada nuevo, si bien se mira: ¿no llevamos –al menos- doscientos años haciéndolo?
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Ocurre a veces que en situaciones de desconcierto ante el presente y el futuro la mejor solución es volver la vista atrás. Una tranquila y serena reflexión sobre el pasado puede ser una buena terapia moral en una crisis para comprender qué nos pasa y a dónde vamos. No en vano uno busca en muchas ocasiones consuelo frente a la desdicha personal en literatura o en música escrita o compuesta hace siglos. Tal vez porque sea verdad la frase de que “todo está escrito”.
De nada sirve ese ejercicio de retrospección, sin embargo, si con ello lo que se pretende es reafirmarse en el marasmo actual; En cambio, resulta tremendamente útil para diseñar un cambio en el devenir. O, mejor dicho, lo que creemos que debe ser el devenir.
Vienen tan lánguidas reflexiones a cuento de las opiniones de Umberto Romagnoli, a la que nos convocan los coordinadores de estas páginas. Cierto, los asertos que contienen las líneas de nuestro referente italiano no son nuevas: lleva años prodigándose –con acierto- en esa crítica. Debe destacarse, sin embargo, que en pocas ocasiones el ataque al “status quo” ha sido tan claro y directo. El maestro pone en su punto de mira al sindicato (o, mejor dicho, a esa realidad que hoy llamamos sindicato). Pero a nadie se le escapa que también apunta a aquella otra realidad tradicionalmente unida a aquél, cual secular hermano siamés: el Derecho del Trabajo. Por obvios motivos profesionales, mis reflexiones se canalizarán hacia esta segunda perspectiva.
Es un tópico afirmar que el iuslaboralismo está en crisis. Los que hemos convertido esta disciplina en la pasión de nuestras vidas (y, créanme, somos muchos) asistimos desconcertados al nada reconfortante espectáculo de ver cómo el impresionante edifico del mayor logro de la civilidad del pasado siglo se desconcha y agrieta progresivamente, cuando no se desploma en alguna de sus partes. Ciertamente la construcción del Derecho del Trabajo no ha sido nunca pacífica: nuestras paredes siempre han presentado defectos, han precisado de retoques puntuales e, incluso, de cambios de estructura o de diseño. Quizás porque nuestra argamasa estaba basada en un inestable, por cambiante, consenso social o, tal vez, porque los ladrillos nos venían dados por otros –la economía o el modelo productivo-, nuestros muros no han tenido la solidez de las construcciones de otras ramas jurídicas. Puede ser también que, arrogantes, nos considerásemos arquitectos consumados, cuando nuestra disciplina cuenta apenas con un siglo de vida.
El caso es, sin embargo, que desde hace varios años nuestros tabiques presentan enormes hendiduras. Y, lo que es más grave, los pilares empiezan a resentirse. De tal manera que la tradicional brigadilla de mantenimiento resulta incapaz de arreglar tanto desperfecto. Ya no se trata de lo que el maestro ha calificado como las “microdiscontinuidades” del Derecho del Trabajo: las grietas actuales están haciendo peligrar el mismo.
En esta situación se escuchan voces que propugnan la demolición de nuestro edificio y el retorno a la vieja casa privatista de donde un día nos emancipamos. Otros, menos radicales, se decantan por una reforma en profundidad que deje el inmueble en una sola planta con escasas habitaciones, derribando gran parte de las edificaciones anejas que con el tiempo han ido ampliando nuestro hogar. No faltan, en el otro lado del espectro ideológico, inquilinos que propugnan aguantar lo que sea, aun con el riesgo de que la casa se nos caiga encima. Mientras tanto, vamos poniendo remiendos que, a veces, duran escasos días.
Quizás ha llegado el momento de hacer un pequeño paréntesis en nuestros furibundos debates respecto cómo ha de decorarse una concreta habitación y reflexionar sobre el edifico en su integridad. En dicha tesitura es donde cobra vigencia el apósito moral con el iniciábamos estas reflexiones. Tal vez la mejor solución pase por detenerse un momento –sólo un momento-, ver de donde venimos y empezar a trazar los planos de lo que queremos ser. Planteándonos incluso –por qué no- si nuestra disciplina sigue siendo necesaria.
Pues bien, entrado en la labor retrospectiva cabe hacernos una primera pregunta: ¿por qué nació el Derecho del Trabajo? Creo que la respuesta es simple: porque las instituciones procesales y substantivas del Derecho Civil eran incapaces de regular y solucionar el conflicto social. Es conocido, en este sentido, que ni el Código Civil –ni sus precedentes normativos-, como tampoco las diferentes leyes procesales fueron efectivas, ni aquí ni en ningún otro país, para dar respuesta a lo que ocurría en las fábricas. No concurrieron sólo, sin embargo, razones funcionales: también las había estructurales. El derecho privado se basa, en efecto, en la regulación, abstracta e hipotética, del marco normativo de composición de posibles antagonismos entre sujetos y, en su caso, en la intervención puntual del Estado ante una concreta divergencia jurídica o juridificada, solucionándola –mal que bien- a través del “imperium”. Punto final, y a otra cosa. Ahora bien, en lo que hoy conocemos como Derecho del Trabajo, el conflicto social no es puntual ni hipotético: es inherente al mismo. En otras palabras, si bien ambas partes, trabajador y empresario, se necesitan mutuamente, intenta aquél obtener mayor compensación salarial y mejores condiciones de trabajo y éste más plusvalía. A lo que cabe añadir que, como indica uno de las mentes más preclaras de nuestra disciplina (OJEDA AVILÉS), “a nadie le gusta vivir siempre en situación de dependencia de otro” –cito de memoria-. No existe igualdad entre las partes, en tanto que los asalariados están sometidos a la capacidad de organización del empresario. Existe, pues, lo que se conoce como “suma cero”: el trozo de tarta que uno se lleva lo pierde otro. Y ese conflicto no es puntual, es constante y dinámico. A eso, antes se le llamaba “lucha de clases”, aunque, últimamente, a raíz de esa moda de la psicología conflictual –en clave individualista- se omita el marco del enfrentamiento social. Quizás la continuidad del conflicto social explique, también, las constantes reparaciones de nuestro metafórico edificio.
Pecaríamos, sin embargo, de la típica arrogancia de los juristas si, previamente, no reconociéramos una cosa: el conflicto siempre es anterior a su juridificación. El Derecho nunca puede ser previo, ni ajeno, a la realidad. Es la existencia de un concreto antagonismo societario el que genera la necesidad de norma. La experiencia nos demuestra que cuando dichos términos se invierten o se obvia la realidad creamos leviatanes. Pues bien, el Derecho Social –entendido como intervención o reconocimiento por el Estado en el conflicto laboral- es posterior a la génesis social. Nuestras principales instituciones –léase aquí, la huelga, la negociación colectiva, la autocomposición, el sindicato, la autotutela colectiva, etc.- son previas a su normativización. Los trabajadores descubrieron mucho antes de que el Derecho del Trabajo pudiera reconocerse como tal lo que hoy llamamos “autonomía colectiva”, es decir y simplificando que la “unión” –el significativo término anglosajón para referirse al sindicato- les situaba en posición de paridad ante el empleador. Y, sin duda, es “lo colectivo” la nota característica más esencial del iuslaboralismo.
No entraré aquí en la polémica respecto a si el Derecho de la Seguridad Social aparece ex novo, como algún autor afirma. En todo caso cabe recordar que, en una primera etapa, la protosindicación (la asociación obrera) y las instituciones de previsión social (ayuda mutua) eran una misma cosa. Tal vez porque, en definitiva, de lo que se trataba era de luchar contra la desprotección social y la miseria; o, desde otra perspectiva, de las situaciones de explosión social que ello generaba. Ello, por supuesto, salvo que lleguemos a la conclusión de que Bismarck era un samaritano o que el “New Deal” y el informe Beveridge nada tenían que ver con el “peligro rojo”.
Cierto: en paralelo existió también un interés de determinadas y poderosas instancias sociales de regular heterónomamente la situación de precariedad en que vivían los ancestros de los actuales asalariados. Mas que nadie se llame a engaño: ese caritativo interés no hubiera existido sin el previo y virulento conflicto de clases. La intervención estatal en la materia –es decir, el nacimiento de nuestra disciplina- no es más que el implícito reconocimiento de la situación de desigualdad entre las partes y, por ende, del manifiesto fracaso del contractualismo liberal en el terreno social. Y, en consecuencia, la prueba más clara de la propia injusticia intrínseca del capitalismo.
A partir de dicho reconocimiento los acontecimientos se precipitaron. Las clases dominantes metabolizaron con inusitada rapidez la quiebra del dogma liberal en sus originarios términos. Y tal vez no por razones altruistas: empezaba entonces el cambio hacia un modelo productivo –el fordismo- que tenía como base la estabilidad de las relaciones laborales y la integración de la autonomía colectiva en la propia empresa. De tal manera que el Derecho del Trabajo (a veces, “malgré lui”) se vio, pronto, constitucionalizado. Y, en paralelo, las políticas keynesianas articularon una compleja trama de protecciones sociales ante las situaciones de carencia. En la Europa Occidental de posguerra (obviemos aquí las reflexiones relativas a España y la anormalidad histórica que supuso el cáncer franquista) aquellos derechos exigidos y reclamados por generaciones de asalariados (de la pobreza laboriosa en términos romagnolianos) se vieron –en un período temporal relativamente corto- no sólo reconocidos, sino también elevados a elementos configuradores del sistema constitucional. Nacía lo que hoy conocemos como Estado Social de Derecho, el viejo sueño de los “padres” de Weimar.
En esos momentos nuestro edificio empezó a crecer inusitadamente, a veces con lujos artificiosos. Día sí, día también se agregaban nuevas plantas y nuevas habitaciones. Es difícil, por no decir imposible, hallar en la Historia un triunfo tan notable y contundente de la civilidad laica, de la razón: el viejo valor republicano de igualdad empezó a equipararse con el de la libertad. En esta nueva etapa, pues, el iuslaboralismo se reconoce a si mismo, esencialmente, como un instrumento igualatorio entre clases; no se trata sólo de la simple composición del conflicto, sino de poner las medidas para que la igualdad sea efectiva. Que nadie lo olvide: el Derecho del Trabajo es, esencialmente, el Derecho a la igualdad.
La crisis: sus posibles causas y nuestros errores
En nuestro esplendor, sin embargo, caímos en el viejo error de “mirarnos el ombligo”. El movimiento obrero organizado, el sindicalismo, y el propio Derecho del Trabajo obviaron algunos factores de análisis esenciales en la etapa de esplendor respecto a lo que deberían ser sus fines últimos. En otras palabras: el orgullo por haber conquistado en un tiempo tan relativamente escaso el primer instrumento efectivo de igualdad social (de haber normado por vez primera “la igualdad”) conllevó que nuestra reflexión igualitaria no siguiera avanzando. Mientras hacíamos crecer nuestra casa, nos limitamos a deleitarnos ante la bastedad de nuestro predio, omitiendo cualquier intento de expansión.
La primera de nuestras omisiones tenía un ámbito geográfico. Nos negamos a nosotros mismos una simple constatación: en los países opulentos vivimos tan bien porque otros –que son los más a escala planetaria- viven peor. Es decir, nuestro sistema, tan civilizado, resultaba posible porque el nivel de rentas nacional –construido en buena parte sobre el expolio sistemático de “los otros”- lo permitía.
Tampoco profundizamos demasiado en una segunda omisión intrínsecamente conexa con la anterior: en el concreto marco de los distintos mercados internos las clases dominantes preferían renunciar a una parte de sus rentas y de sus potestades “naturales” a cambio de paz social. El “peligro rojo”, surgido del gran combate social de principios de la pasada centuria, seguía latente. El pacto social welfariano se sustentaba, por tanto, en un sinalagma no escrito: la porción de tarta nacional de los trabajadores se incrementaba, a cambio de que no se discutiera el sistema “in toto”.
El Derecho del Trabajo, pues, se basaba sobre dos ejes: de un lado, se constituía como garante del pacto (por tanto, con su régimen de derechos y obligaciones para ambas partes); por otro, inherentemente, su ámbito era nacional (salvo esas declaraciones de intenciones que son los convenios de la OIT). No empece a esta última consideración la cesión de soberanía a las instituciones comunitarias en el seno de Europa: se trataba de construir un mercado interno más amplio. Nuestro paradigma igualitario, pues, no era absoluto, al estar sometido a dos fronteras: las geográficas del Estado –o de la Comunidad- y las materiales del pacto implícito. Nuestra disciplina se erigía como garante de la paridad contractual efectiva en un concreto país y sólo respecto a las reglas de distribución de la tarta.
Las claves de la tercera omisión analítica podemos hallarla en los recientes trabajos de una de las mentes más claras de la izquierda catalana, Antoni Doménech. Los valores republicanos no se agotaban en la libertad y la igualdad. La tríada de Robespierre incluía, también, otro concepto: la fraternidad. Si despojamos a la misma de sus valores clericales y hacemos la lectura moderna que Doménech nos propone nos hallamos ante un principio basado en que nadie precise de permiso de otro para vivir, en tanto que como ciudadano tiene derecho a medios de sustento a través de la solidaridad social. El Derecho del Trabajo –como depositario de la herencia del Welfare- no avanzó en ese terreno: la igualdad –como derecho de civilidad- se erigía sólo a partir del factor trabajo. Si éste no existía tampoco lo hacían nuestras tutelas. De alguna manera, sustituimos la idea liberal de ciudadano-propietario por la de ciudadano-trabajador. Ello es especialmente denotable, por ejemplo, de los llamados sistemas continentales o profesionales de Seguridad Social. Es apreciable, empero, que de alguna manera, la vieja idea fraternal seguía perviviendo en nosotros: en mayor o menor medida ampliamos también nuestras tutelas hacia los desprotegidos no trabajadores (asistencia social, subsidios, prestaciones no contributivas, etc.). Debemos reconocer, sin embargo, que las situamos (seguimos haciéndolo) en la periferia de nuestra disciplina.
La última omisión tenía, incluso, un mayor calado: olvidamos que nuestro edificio está construido sobre un terreno inestable, el de un modelo productivo concreto. Todas nuestras instituciones, todas nuestras reflexiones jurídicas se adecuaban (como no podía ser de otra forma) a las necesidades específicas y puntuales de los conflictos surgidos entre los sujetos contractuales en relación al modo de producción fordista. Nos reflejamos en el mismo y teorizamos, sólo, sobre él. Sin duda puede imputarme el lector de estas páginas que esta crítica es contradictoria con la necesaria y óptima normativización vinculada al conflicto por la que antes abogaba. Una mayor concreción explicativa evidencia, empero, que no hay tal contradicción: lo que ocurre es que omitimos (olvidamos) en su momento que los modos y formas de producir no son estáticos en el capitalismo. Que evolucionan constantemente. Y que aunque esos cambios periódicos son generalmente puntuales o de escaso calado (los que originas las microdiscontinuidades de nuestra disciplina), en contadas ocasiones, por mor de la tecnología, la mutación es radical. Quizás de haber recurrido a los viejos clásicos, de no haberlos olvidado y reciclado tan pronto, entenderíamos lo que vendría luego: ”la burguesía no puede existir si no es revolucionando incesantemente los instrumentos de producción, que tanto vale decir el sistema todo de la producción, y con él todo el régimen social (...) La época de la burguesía se caracteriza y distingue de todas las demás por el constante y agitado desplazamiento de la producción, por la conmoción interrumpida de todas las relaciones sociales, por una inquietud y una dinámica incesantes”. Sí, se trata de El Manifiesto Comunista (tan desfasado, al parecer, según algunos, tan sorprendentemente fresco aún para quien sepa leerlo con ojos nuevos, sin dogmatismos). La entronización de la cultura del dinero, del afán de lucro, la mercantilización de cualquier actividad e, incluso, sentimiento humanos, elementos que definen todos ellos intrínsecamente a esa patología autodestructiva de la especie que es el capitalismo, comportan la conocida dinámica: el cambio constante del modelo productivo para producir más, para ser más competitivo (término paradigmático de la supuesta modernidad), en definitiva, para que unos pocos ganen más dinero.
El Derecho del Trabajo no supo (o no pudo) construir un discurso por la igualdad entre clases que transcendiera no sólo a las fronteras antes expuestas, sino tampoco al concreto modelo productivo vigente. Tal vez, porque no le correspondía a él esa función. Y donde acaba de leerse “Derecho del Trabajo” puede leerse también “sindicalismo” (a quién sí le correspondía esa función). La igualdad entre las partes devino, pues, formal, no substantiva. Los mecanismos de paridad social tenían claros límites que, probablemente, no podíamos traspasar porque esos eran los lindes de nuestra finca. De esa manera, como ocurre siempre, el éxito hizo que nos traicionáramos a nosotros mismos: la igualdad de la que nacimos no era para todos, sino para la mayor parte de la población, los asalariados. O, tal vez, mejor haríamos bien en limitarlo al “asalariado-tipo” (es decir: nacional –o europeo-, hombre, con oficio o profesión, “blue collar”, en turno de mañana o tarde, afiliado a un sindicato...)
Y bien, pensará el lector: ¿no es esto también invocable a la evolución de la izquierda en los países capitalistas durante la etapa del welfare? Sin duda. Ocurre, sin embargo, que por su origen histórico –por su imbricación en los “valores republicanos” tradicionales y su conexión con los valores de igualdad y emancipatorios de los trabajadores- el Derecho del Trabajo es el Derecho de la izquierda. No es casual que la actual crisis de ésta sea coetánea a la nuestra propia. Como tampoco es casual que las organizaciones de izquierda (y, entre ellas, el sindicalismo) se erigieran como portavoces del movimiento obrero. De un movimiento obrero que, sobre todo en Europa, se imbricó en un marco nacional, abandonando cada vez más –el pacto welfariano a ello obligaba- veleidades internacionalistas.
Esos tiempos de esplendor, siguiendo con el íter histórico, fueron poco a poco apagándose. Empezaron a ocurrir cosas puntuales que, al principio, no nos alarmaron. La saturación del mercado comportó cambios importantes en el modelo fordista –que aún era reconocible como tal-. La crisis de los setenta afectó al empleo y el principio de estabilidad en la ocupación se hizo añicos. La nueva tecnología informática se implementó en los centros de trabajo. La necesidad capitalista de un “ejército industrial de reserva” –de nuevo, el viejo barbudo de Tréveris- rompió el mercado laboral, primero con los jóvenes y la contratación “basura” y los sistemas retributivos duales, luego, con el uso ominoso y explotador de mano de obra extranjera. El sujeto colectivo típico se disgregó en múltiples colectivos con intereses diferenciados. La empresa fordista piramidal se hizo añicos, de tal manera que muchos de los que allí trabajaban para ella no eran sus asalariados, y otros, que sí lo eran, no trabajaban en las dependencias de la empresa.
Ninguno de dichos fenómenos, por él mismo, nos preocupó demasiado: “las típicas mircrodiscontinuidades...”, pensamos mientras llamábamos con cada vez mayor asiduidad a la brigadilla de mantenimiento. Cuando nos quisimos dar cuenta el modelo de empresa fordista estaba en vías de extinción, el tradicional estereotipo de interés colectivo de los trabajadores se había disgregado, el sistema de relaciones laborales había mutado hasta novarse. En definitiva, el modo y la forma de producir habían cambiado radicalmente. El terreno sobre el que habíamos construido nuestro imponente palacio había experimentado una transformación sísmica.
Pero no fue sólo eso. Tal vez un cambio in radice como el ocurrido en el terreno productivo podría haberse solucionado con una modificación en profundidad de los planos de nuestro ajado palacio. Los factores concurrentes, sin embargo, son más complejos. El nuevo modelo de producción se caracteriza, también, por la internacionalización de la producción y los servicios a través de redes (la famosa globalización), en tanto que el cambio informático y las modificaciones en el transporte permiten la microdisgregación del sistema productivo. Y ocurre que nosotros carecemos de mecanismos que permitan traspasar nuestras fronteras geográficas.
Y lo más grave: las clases dominantes han dado por roto el añejo pacto fordista-keynesiano. Ya no precisan del mismo: han triunfado irremisiblemente –al menos por ahora- frente al “peligro rojo”. Las viejas conquistas de nuestros abuelos se ven constantemente discutidas y negadas por aquéllas, que invocan, ante la modificación radical del paisaje, lo que los juristas llamamos el principio “rebus sic stantibus”: el fin de la causalidad que dio origen al previo contrato y, por tanto, la novación o el fin de su eficacia. La conocida noción de “la lucha de clases desde arriba”. El neo-liberalismo invoca, en definitiva, el fin de las viejas tutelas conquistadas, el individualismo descarnado, la primacía del mercado –del afán de lucro- sobre la civilidad. Para ello hay que dinamitar la vieja noción de “igualdad” (¡no digamos, la “fraternidad”!) e inmolarla en el altar de la “libertad” (de las empresas, no de los ciudadanos)
He aquí las –conocidas- razones de nuestra crisis.
¿Qué hacer?: ¡regresar a los orígenes!
¿Sigue siendo necesario el Derecho del Trabajo en ese panorama? Permítame lector que utilice esa técnica de respuesta que -no sé porqué razón- es denominada “a la gallega” y conteste a una pregunta con otras: ¿Existe ahora igualdad entre trabajador y empresario?, ¿se ha superado la situación de dependencia de los trabajadores respecto a sus empleadores?, ¿ya no aspiran los asalariados a cobrar más y trabajar menos y los empresarios a obtener más ganancias?, ¿ha dejado de ser necesaria la “unión” de los trabajadores para equipararse al empresario?, ¿hemos alcanzado un nivel de desarrollo humano que conlleve la aniquilación de la solidaridad societaria hacia los más desamparados?. Y, por último: ¿ha dejado la igualdad de ser un valor socialmente exigido y exigible? Es obvio que una visión objetiva –aunque no forzosamente imparcial- de la realidad ha de comportar una respuesta negativa a esos interrogantes-respuestas. Las razones que generaron el conflicto social del que surgió el Derecho del Trabajo siguen ahí, si bien con lógicos matices diferenciados respecto a etapas anteriores. Por tanto, la conclusión es obvia: el iuslaboralismo sigue siendo necesario. Y no sólo (contra lo que se afirma por parte de algún sector) en relación con las importantes bolsas de fordismo que siguen existiendo en la realidad productiva. El Derecho Social continua siendo también imprescindible también respecto a las relaciones laborales surgidas de la nueva cultura productiva. Y, si no, que se lo pregunten a los trabajadores temporales, a los jóvenes con una “doble escala”, o a los precarios “autónomos dependientes”....
Es obvio que esta constatación ha de ser matizada: lo que sigue siendo necesario es la intervención jurídica en el conflicto dimanante de la nueva cultura productiva, a fin de materializar instrumentos de igualdad entre las partes. Y, en aras a preservar el principio de adecuación entre el Derecho y la realidad por el que antes se abogaba, esa intervención debe producirse respecto al nuevo panorama productivo, con los necesarios cambios y modificaciones –radicales- en nuestra disciplina. No podemos obviar, sin embargo, que los estómagos agradecidos de los voceros e ideólogos en boga del neo-darwinismo social (en una relación directamente proporcional entre su impacto mediático y su conocida limitación mental y la tendencia innata a mentir) están poniendo en tela de juicio la noción de igualdad. ¿Y bien?... ¿no hemos calificado antes el Derecho del Trabajo como el Derecho de la izquierda? Probablemente, por nuestros orígenes y nuestra propia ontología, nos corresponde a los iuslaboralistas (más que a ninguna otra disciplina jurídica) seguir defendiendo los viejos valores republicanos. Y también le corresponde esa tarea al sindicato si quiere seguir reconociéndose como elemento conformador de la izquierda. Cuando amaine el vendaval neo-conservador, esos valores de la civilidad laica seguirán perviviendo y siendo necesarios. Mientras tanto empecemos a reflexionar sobre los elementos configuradores de nuestra transición a partir del actual desconcierto. Desconcierto no sólo propio: también resulta postulable del movimiento obrero organizado y de la propia izquierda.
En el anunciado desconcierto de la izquierda de las sociedades opulentas (también en el sindicalismo, también en el iuslaboralismo pro operario) aparecen en su seno –muchas veces enfrentados- dos discursos: el de la oposición radical a los cambios en trance con la reivindicación coetánea del paraíso perdido del welfare y el fordismo , y el del posibilismo, consistente en la aceptación acrítica de los nuevos procesos, con intentos de parcheos humanizadores de la barbarie (de nuevo, el viejo debate entre el dogmatismo y el posibilismo: ¡Nunca aprenderemos!). Debo confesar que ninguna de ambas opciones me convence: el discurso maximalista obvia que el Estado del Bienestar de los últimos cincuenta años se construyó sobre el sufrimiento de la mayor parte de la humanidad (sigue, por tanto, instalado en el pecado original de la izquierda del welfare: su eurocentrismo) y que el modelo productivo ha mutado; el pragmático, que ningún cambio es posible sin una alteridad propositiva que resitúe el concepto de igualdad.
En tanto que el viejo pacto social ha sido considerado roto por una de las partes, de nada sirve empecinarnos en mantener su vigencia. Eso es algo que ya sabemos desde el Derecho romano. Ese pacto se basaba –es obvio- en el reconocimiento de una serie de derechos a la “pobreza laboriosa” –ya no tan pobre gracias a aquél en términos generales-; pero muchos parecen no recordar que también existían obligaciones para esa parte: entre otras, las renuncias a “ir más allá” en el discurso igualitario y de superar los límites de nuestro predio, tal y como antes hemos expuesto. Si el sinalagma surgido de la legítima unión de fordismo, welfare y Estado Social de Derecho ya no está vigente, carece de sentido seguir manteniendo esos límites. Y si el Derecho del Trabajo sigue siendo necesario –como hemos abogado en líneas anteriores- resulta imprescindible repensarlo en el nuevo panorama, sin que las fronteras e instituciones antes vigentes tengan porqué permanecer imperturbables.
Volvamos, pues, a los orígenes. Reivindiquemos la igualdad (y la fraternidad) como valor consustantivo a la “libertad” y como uno de los ejes vertebradores de nuestra condición humana, de nuestro perfeccionamiento como especie, de mejora social. Reivindiquemos el derecho a la felicidad de cada ser humano y el de libre autodeterminación personal de cada sujeto. Para tan loables fines fue creada nuestra disciplina. Ése fue el sueño de los padres constituyentes de Weimar.
Ocurre, sin embargo, que hoy sabemos (a diferencia de hace un siglo) que la igualdad no puede ser la siniestra tabla rasa uniformizante de finiquitados sistemas que, en aras a ella, construimos en su día y que se han desmoronado, de la noche a la mañana, con la caída del muro de Berlín. Desplome que calificaríamos de afortunado, si no fuese porque esa caducada gris realidad ha sido sustituida por la ley de la jungla y por la mayor miseria y el mayor sufrimiento de muchas personas.
Decía el malogrado y llorado Manolo Vázquez Montalbán –cito también de memoria- que “uno puede encontrarse ante el Bien y no reconocerlo. En cambio, es imposible hallarse ante el Mal y no reconocerlo”. Hoy resulta imposible creer que las conquistas seculares de civilidad deban ser echadas por la borda en aras al crecimiento económico (que es, en realidad, aumento de ganancias de los más ricos). Nadie en sus sanos cabales puede aceptar que la mayor precariedad, la distribución negativa de la renta y la pérdida de elementos de solidaridad social –con el descenso de los niveles de cobertura ante posibles estados de necesidad- sea “el Bien”.
Ocurre, empero, que la crítica al discurso dominante exige también un esfuerzo por nuestra parte: reconstruir el discurso de la igualdad en base a la superación del paradigma de la “tabla rasa” y su vinculación con la necesidad de dotar a los ciudadanos de los mecanismos sociales suficientes para su propia realización personal. La superación, en definitiva, de un concepto de “ciudadano-funcionario” (en la peor acepción de este último término) por el de “ciudadano-libre”. Es decir, no se trata tanto de esperar vivir de las rentas que me aporte el Estado, sino de que éste (o, mejor dicho, la Sociedad) me asegure unos mínimos niveles de dignidad humana, a fin y efecto de que pueda desarrollar todas mis potenciales capacidades como individuo libre.
Ciertamente en nuestra sociedad europea actual amplias capas de la población están más pendientes de lo que la sociedad les aporta que de lo que ellas pueden aportar a la sociedad, rememorando la famosa frase de Kennedy. Reconozcamos que esa crítica del neoliberalismo en boga al modelo europeo no deja de tener algo de razón. Ahora bien, ese reconocimiento sólo es posible desde la izquierda a partir de un aserto previo: el fin de la cultura de la dependencia estatal (o de la cultura del subsidio) sólo es posible si, previamente, se ha asegurado solidariamente que todos y cada uno de los individuos tienen cubiertos sus mínimos vitales (en sentido amplio: no sólo alimenticios o de subsistencia, también educativos, sanitarios, culturales, etc.) Y ello se ha hecho desde una perspectiva igualitaria. Lo otro, el discurso que se propugna desde la instancias dominantes en la nueva derecha y las terceras vías blairianas es otra cosa: la capidisminución, sin más, del Estado en su papel regulador de la sociedad, de la “polis”, y la implantación de lógica del “sálvese quién pueda” o, lo que es lo mismo, “sálvese el más listo” (que no el más inteligente) o “sálvese el más rico”. La ley de la jungla. El desmontaje articulado y programado de Weimar.
A ese discurso, obviamente, le molesta el Derecho del Trabajo, en tanto que su sustrato fundamental es la basta red de tutelas contractuales y legales que hemos ido articulando a lo largo de los años en aras a desarrollar la igualdad. Lo mismo cabe decir en lo que atañe al sindicato.
Ante esa ofensiva no caben medias tintas. No cabe el parcheo o la negociación puntual. No es posible llamar de nuevo a la brigadilla de mantenimiento, porque esa gente a lo que viene es a destruir nuestro edificio.
Si el contrato welfariano se ha roto, recobremos nuestras viejas perspectivas igualitarias (y ello es especialmente postulable del sindicato). No podemos seguir siendo garantes de un acuerdo –que nos daba derechos, pero también recortaba nuestros anhelos-, cuando la contraparte ya no se siente obligada en el cumplimiento de las obligaciones que en su día contrajo.
Y así: ¿por qué hemos de limitar el Derecho del Trabajo y sus tutelas a las fronteras nacionales? No deja de llamar fuertemente la atención que en unos momentos en los que el Derecho Internacional está ganando terreno –en el campo administrativo, fiscal, mercantil o, incluso, penal-, los iuslaboralistas nos limitemos a los concretos límites estatales, como si la dignidad humana --ganada por la pobreza laboriosa con su lucha-- estuviera al albur de caprichosos puntos y rayas trazados en los mapas. En tanto que los Tratados y Convenios internacionales son fuente de Derecho, resulta inexplicable que en nuestra disciplina prácticamente no se apliquen. Cierto: aunque el sistema de relaciones laborales tiene un sustrato común en todas las sociedades capitalistas, cada modelo estatal presenta singularidades notables, en función de su sistema productivo, sus particularidades, su historia, su evolución económica, etc. Ahora bien, existen determinadas normas internacionales que articulan la diferencia entre el contrato de trabajo y la paraesclavitud. Son –al menos- los llamados Principios y Derechos Fundamentales del Trabajo en el lenguaje de la OIT (es decir, libertad sindical, de asociación y negociación colectiva, eliminación del trabajo forzoso u obligatorio, eliminación del trabajo infantil y supresión de discriminaciones en materia de empleo y ocupación), que hunden sus raíces en el Derecho Internacional Público (fundamentalmente, aunque no sólo, en la Declaración Universal de Derechos Humanos). Sin duda sería deseable que la OIT (o un organismo internacional “ad hoc”) tuviera capacidades sancionatorias frente a aquellos Estados que no cumplen esos requisitos mínimos (como sí ocurre, por ejemplo, en materia de “libre” comercio o en relación con la actuación del Banco Mundial y otros organismos análogos). Pero mientras ese desiderátum no se cumple, no parece existir óbice en la aplicación a nivel nacional de dichos tratados.
Pues bien, apliquemos esos principios. Por poner un ejemplo: yo, como juez nacional, poco puedo decir respecto al a decisión de una empresa de trasladar su producción de aquí a otro país salvo en lo relativo al cumplimiento de los trámites, formalidades y tutelas impuestos por la legislación nacional, no puedo realizar un control de causalidad sustantivo de dicha decisión. Ahora bien, sí tengo algo que decir cuando la causa final es la descontractualización de las relaciones laborales y el traslado de la producción en marcos concretos de paraesclavitud (países que no cumplen esos mínimos de civilidad, maquilas, etc.). Y, en ese marco, alguna cosa tiene que decir el sindicato, al margen de negociar las mejores condiciones posibles de las extinciones contractuales.
No se trata de negar la posibilidad de desarrollo de aquellos otros países, en base a la impedir la exportación de nuestra producción. Mas bien lo contrario: de lo que se trata es de exportar las tutelas laborales mínimas. Y que nadie me venga con la “coglionata” (Berlusconi dixit) de que el pobre niño del sureste asiático ahora, al menos, puede ganarse la vida: ese niño ha visto destruido el modus vivendi tradicional de su familia por la implantación del capitalismo.
Rompamos, pues, los marcos nacionales del Derecho del Trabajo. ¿No es eso, precisamente, lo que está haciendo el Derecho penal en su última evolución respecto a elementos de “ius cogens”?. Pues bien, nuestro “ius cogens” son esas normas que separan la esclavitud del trabajo.
Item más. Puestos a consolidar propuestas ante el fin de contrato social welfariano, cabe también replantearnos el papel social de la empresa.
El pacto welfariano-fordista tenía una cláusula no escrita, pero por todos conocida: en los muros de la empresa para adentro los derechos constitucionales no eran mediatos ni directos. Y ello comportaba, entre otras cosas, que el Estado sólo saltaba dichos muros en casos patológicos, limitándose a pasar a finales de mes a recoger el diezmo.
Pues bien, al margen de la generalización de los derechos constitucionales en el marco del contrato de trabajo –aspecto en el que aún queda mucho camino por recorrer- cabe preguntarnos si no es preciso romper el autismo generalizado entre sociedad y empresa actualmente en boga, especialmente en el terreno productivo. En efecto, la producción no es algo que afecte sólo a la empresa y a la capacidad de ganancia de su titularidad. La producción tiene también un costo social importante (transporte de materiales, siniestralidad laboral, infraestructuras, medio ambiente, etc.) que pagamos todos los ciudadanos. Eso ha pasado siempre. Ocurre, empero, que el nuevo paradigma productivo comporta el incremento de dichos costes, en tanto que requiere mayor formación de los asalariados, más medios en infraestructuras –especialmente de telecomunicaciones-. A lo que hay que añadir que los nuevos sistemas productivos están comportando la translación, cada vez más frecuentes, a los propios usuarios de determinados de tareas que hasta hace poco realizaban trabajadores (¿no estoy supliendo a un asalariado cuando accedo a mi entidad bancaria por Internet o a través de un cajero automático?). Pues bien, si los ciudadanos pagan las necesidades de las empresas y se les imputan determinadas instancias productivas, parece evidente que algo tienen que decir en relación a qué se produce y cómo se produce. Y, de nuevo aquí, el papel del sindicato aparece del todo trascendental, articulando un modelo de participación nuevo, que supere los mecanismos de simple consenso fordista.
Emulando a los Hermanos Marx en “Una noche en la ópera”, sigamos rompiendo el contrato. ¿Por qué debemos seguir atados a sistemas de organización unidireccionales basados en el sometimiento acrítico de los trabajadores al poder de dirección empresarial? El sistema piramidal de la empresa fordista así lo imponía. Pero el nuevo modelo productivo –la flexibilidad- conlleva amplias capacidades de autodecisión por parte de los propios trabajadores. Siendo ello así, parece evidente que el marco sinalagmático contractual ha de mutar, como lo está haciendo la propia producción. Más capacidad de decisión de los laborantes comporta también menos dependencia –desde el punto de vista organizativo- de los empresarios. Se trata de un nuevo panorama que debe comportar el fin de inercias tradicionales del Derecho del Trabajo. En otras palabras: la flexibilidad no debe ser sólo invocable para una de las partes –el trabajador-, sino para ambas. ¿Por qué puede un empresario distribuir irregularmente la jornada de trabajo por mor de nuevos pedidos o necesidades productivas y en cambio el trabajador no puede hacer lo propio por necesidades puntuales, familiares o sociales?: ¡Con qué facilidad se firma en los Convenios la disponibilidad horaria por parte de los empleadores y qué pocos textos convencionales observan el mismo derecho para los asalariados!.
Son éstos algunos ejemplos del nuevo modelo que estamos abocados. Desde mi punto de vista, el Derecho del Trabajo debe reinventarse, rompiendo los tradicionales esquemas del fordismo. Romper así, con los marcos nacionales. Romper con la ajenidad de la producción respecto a los trabajadores y la sociedad. Romper con la tradicional –y obsoleta- noción de dependencia y de capacidad decisoria unidireccional de la producción.
Y esas rupturas deben basarse en un retorno a los orígenes: la recuperación de la igualdad y la solidaridad como ejes vertebradores del nuevo paradigma.
En ese marco, el sindicato está llamado a jugar un papel central y determinante, siempre y cuando sepa deshacerse de inercias y clientelismos. Si ello no ocurre, el resultado está servido: acabará naciendo lo “nuevo”. Al margen del sindicato aparecerán nuevas realidades de autotutela. Nada nuevo: algo similar ocurrió con los gremios.
Para que esa posibilidad no acaezca se me antojan precisos cambios de gran calado en la lógica del sindicato. Así, en primer lugar, la resituación de la igualdad como eje vertebrador de su quehacer diario. La tutela prioritaria, en definitiva, de quien es “menos igual” (mujeres, jóvenes, inmigrantes, autónomos dependientes, precarios) en detrimento de lo que hasta ahora se ha entendido por “trabajador-tipo”. Cierto: este último es su “cliente natural”, pero la organización sindical ha de ser consciente del futuro que se avecina y superar la habitual lógica del “día a día” (la inmediatez) en su perspectiva. Alguna reflexión habrá que extraer de los nefastos resultados de las famosas “dobles escalas salariales”...
En segundo lugar, el sindicato ha de ser consciente de que ya no existe un único “interés colectivo”, al menos como hasta ahora ha sido entendido: es decir, el interés del “trabajador tipo”. En tanto que existen nuevos intereses (a veces concordantes, a veces no), la argamasa común de la “unión”, es decir, el mínimo común denominador, ya no puede ser “x”, sino “x-n”. Y ello comporta necesariamente que los mecanismos de toma decisión se horizontalicen y que, en consecuencia, el sindicato acepte la divergencia (incluso la heterogeneidad) en su seno, en tanto que eso es lo que está ocurriendo con el colectivo asalariado en la realidad.
Y, finalmente, debe exigirse al sindicato –en paralelo con lo anterior- un cambio en su modelo organizativo. “En todos y cada uno de los ramos de trabajo se operan de continuo transmutaciones decisivas en vistas del objetivo final que las distingue respectivamente. El movimiento obrero sigue como la sombra al cuerpo, a través de la historia, estos cambios de los modos de producción. El medio económico aparece así determinando inflexiblemente las características de la organización proletaria”. La cita es de Eleuterio Quintanilla, prohombre de la CNT, al defender en 1918 en el Congreso de la Comedia (junto a Joan Peiró) el pase a los sindicatos de industria. En tanto que la empresa capitalista ha mutado, finalizando con el modelo jerarquizado y piramidal para estructurarse en forma horizontal o “en red”, el sindicato debe romper también con el modelo jerarquizado y piramidal.
Un sindicato que se replantee a si mismo en función de la nueva realidad productiva será capaz de dar respuesta al envite en que nos ha situado el cambio del modelo productivo. Ello, por supuesto, siempre que vaya acompañado de un nuevo discurso relativo al derecho a la igualdad, como elemento propio de alteridad de dicho sujeto. Al nuevo derecho a la igualdad en esta sociedad cambiante, que sitúe la felicidad del ser humano como elemento vertebrador, la capacidad de autorrealización como sujeto, los derechos de ciudadanía. como elementos centrales de civilidad, como desarrollo natural de las conquistas hasta ahora alcanzadas. En ese nuevo terreno hemos de coincidir, por supuesto, sindicato y iuslaboralistas.
Se trata de oponer al discurso economicista y de retorno a la jungla que propugnan los poderosos, los valores republicanos y de civilidad de la pobreza laboriosa.
Nada nuevo, si bien se mira: ¿no llevamos –al menos- doscientos años haciéndolo?
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