2006/06/16

ROMAGNOLI EN BUENOS AIRES

El derecho de trabajo del 900: una herencia difícil ([1])

Umberto Romagnoli
Catedrático de Derecho del Trabajo
Universitá di Bologna


En el pasado, las reglas del trabajo de los padres se transmitían a los hijos. Igual trabajo, iguales derechos. Más aún.
Ahora, en cambio, los muchachos del viejo continente, aunque pertenezcan a familias de la clase media, ven perfilarse un futuro bastante más oscuro e incierto del que, sesenta o setenta años atrás, los padres entregaron a sus hijos. En efecto, los pilares del sistema-Europa que se terminó de edificar en la segunda posguerra, es decir welfare y estabilidad ocupacional, están desmoronándose.
La crisis tiene muchas causas. Baste pensar en los progresos de la medicina que, alargando las expectativas de vida, han sacudido los equilibrios financieros en los que los entes previsionales erogadores de pensiones podían antes confiar. Sin embargo, a nadie se le ocurre resolver la crisis bloqueando la investigación científica en el sector sanitario o incentivando el incremento demográfico con premios de natalidad dispensados con la mentalidad de un Gran Limosnero o también moviendo de golpe la edad pensionable en proximidad a aquella en la cual en promedio se muere: de los 65 años, de los tiempos del canciller alemán que al final del 800 introdujo el primer sistema previsional obligatorio, a los 80 de este inicio de milenio.
Plausible, sin embargo, no es tampoco la opinión según la cual se habría podido evitar el desastre, si los ancestros de los jóvenes de hoy, hubieran sido realmente esos campeones de hermandad proletaria de la que fabulaban los hagiógrafos. Viceversa, eran tan poco proclives a preocuparse por los intereses ajenos que en realidad se preocupaban de defender a ultranza solamente los propios. Por tanto, para evitar la irreversibilidad de los daños producidos por su egoísmo, se precisaría renunciar a la herencia que las generaciones de los decenios centrales del Novecientos, han dejado a sus descendientes.
Los críticos más severos han hecho de ella un inventario que parece una requisitoria: una tutela legal de quien trabajo tiene siempre más abundante y, sobre todo, siempre más inderogable; una autotutela colectiva siempre más agresiva y garantizada; un welfare que se ha desarrollado —en beneficio, ça va sans dire, solo de los trabajadores regulares— con la exuberancia y la irracionalidad de las selvas tropicales. Sería justamente el funcionamiento incontrolado del conjunto de estos aparatos normativos, la causa que ha determinado el crecimiento exponencial del costo del trabajo y, al mismo tiempo, ha excavado una fosa entre insider y outsider.
Por lo tanto, visto que el conjunto de las reglas del trabajo llamado regular ha devenido un generador de envidia social, en lugar que de justicia, los decisores de las políticas sociales se proponen disminuir costos y eficiencia protectiva en base a una revisión del principio de igualdad, al final de la cual, el mismo se realizaría extendiendo a los insider un tanto de la inseguridad de los outsider, como si dentro del mundo del trabajo no hubiera ya suficiente infelicidad y sufrimiento.
Es cierto que hoy, los auténticos últimos de la escala social son los excluidos del mundo de la producción. Pero no es reformismo inteligente ni generoso el que ataca el problema aferrándolo por la cola y, por consiguiente, para castigar a los últimos de ayer, cuyo solo demérito consiste en el haber sido impulsados hacia delante, por la tutela sindical y legal. En realidad, la que se delinea es una ecuación con incógnitas múltiples destinada a aumentar la alarma social. Hasta ahora, de cualquier manera, se ha asistido a una impresionante erosión de tutelas preexistentes, si bien con marcha intermitente, mientras la construcción de las nuevas ha quedado un proyecto inconcluso. O una promesa incumplida.
Lo que escapa a los juristas que se complacen de definirse constructivos —aunque saben sobre todo demoler— es la mixtificación de la que son víctimas y a la vez cómplices, cuando se acercan al problema de la revisión del sistema novecentista de welfare, como si todo fuera reducible al solo mercado del trabajo y su flexibilización. Quizá no lo saben, o lo saben demasiado bien; es un hecho que un enfoque así, prohibe situar la realidad actual en una dimensión que permita valorar el sentido profundo de un proceso formativo durado un siglo. Sin embargo, para lograrlo bastaría responder a un par de interrogantes.
Primero: ¿cómo, cuándo y por qué el contrato de trabajo subordinado de duración indeterminada ha entrado en la historia del derecho?
Segundo: ¿por qué el convenio colectivo ha sido la criatura normativa más excéntrica y, al mismo tiempo, más cortejada por los legisladores del Novecientos?
A mis estudiantes enseño que a la primera pregunta se responde así. El contrato de trabajo subordinado de duración indeterminada ha sido el instrumento más idóneo para satisfacer una demanda de continuidad de renta —es decir, una demanda de seguridad— que provenía de estratos crecientes de sujetos que tenían un oficio, pero no estaban ya en la posibilidad de ejercerlo sino bajo la dependencia de otros; y ello a causa de los radicales cambios provocados por el naciente capitalismo industrial en la organización de la producción y del mercado.
Si desde este punto de vista, el prototipo histórico de los contratos que logra la integración del trabajo en los procesos productivos hetero-dirigidos, ha sido justamente considerado una conquista social, su autoproponerse como solución ganadora ha implicado, sin embargo, una distorsión respecto a la cultura (no sólo) del trabajo que predominaba en el Ochocientos. “Mientras en la artesanía y en la agricultura era el trabajador que definía el ritmo de su propia actividad”, se lee en los manuales de historia de la economía, “en el nuevo sistema de fábrica era la máquina que marcaba el tiempo (...). Ser regular como un reloj devino uno de los valores más apreciados de la era industrial”.
No casualmente, por lo tanto, los juristas a los que les tocó asistir a los dolores que precedieron al parto de la clase obrera, observaron con malestar las devastaciones sufridas por una antropología social compuesta por una infinidad de pequeños empresarios (como los llamaríamos hoy), que con toda probabilidad preferían vidas profesionales variadas, menos predeterminadas en el tiempo y en el espacio.
A la segunda pregunta atinente, también ella, a un capítulo central de la historia jurídica del trabajo, el imaginario estudiante que haya seguido atentamente mi curso respondería así. El contrato colectivo ha sido la genial pero anónima invención de un bricolage, motivado por un doble y convergente interés: el de las macro-estructuras de la producción para planificar el uso y para tarifar el costo de una fuerza-trabajo masificada, sincronizada, jerarquizada y, junto, el de las primitivas coaliciones sindicales para negociar las reivindicaciones de una multitud de productores que, sintiéndose como encerrados –según la lóbrega representación que ha entrado en la memoria histórica con la autoridad de la certificación de Jacques Le Goff - en un nuevo género de prisión en donde el reloj era el nuevo género de carcelero, habían aprendido a elevar el precio del sacrificio de su libertad personal.
Así, paso a paso, cuando el sistema industrial se acercaba a la edad madura, se percibió con creciente lucidez que aquél no tenía solamente la aptitud para producir en serie objetos de amplio consumo y aún más amplio provecho. Producía también ideales y estilos de vida que, un tanto a la vez, habrían sedimentádo los materiales para un código de referencia cultural, que prefiguraba una organización social coherente con la irresistible coerción uniformadora del capitalismo organizado. Como decir: el convenio colectivo — que el derecho burgués ignoraba — ha sido el más potente factor normativo de apoyo de un orden social activable con la mediación consensual de las representaciones colectivas de sujetos que, no pudiendo individualmente ni escogerlo ni rechazarlo, podían solamente interiorizarlo y metabolizarlo. No casualmente, por lo tanto, el convenio colectivo se ha ganado la gratitud de legisladores desprevenidos (y por tanto desconcertados), para afrontar los conflictos surgidos del subsuelo de una sociedad de individuos aislados.
En suma, con este contrato un nuevo orden devenía objeto de una amplia coincidencia muy extendida, mediante una técnica prescriptiva que imitaba a la ley y tomaba de ella la sustancia autoritaria, justamente porque se precisaba auspiciar como normal un tipo de relación obligatoria, en estridente contraste con las costumbres de generaciones de artesanos, ya no del todo artesanos, que continuaban soñando con el trabajo libre-profesional, con sus miserias, pero también con sus virtudes y sus pequeños privilegios, que hacían de ellos una aristocracia sin ascendientes nobles. Más bien, la contratación colectiva ha disputado siempre a la legislación, la primacía en cuanto a la capacidad de hacer tolerable, aceptable e incluso deseable el intercambio que se realiza típicamente a través del contrato de trabajo subordinado en razón de las ventajas que obtienen seres humanos a los que — en la familia, en las escuelas, en las parroquias — se enseñaba que no habían alternativas. Con el pasar del tiempo, sin embargo, aquella que en inicio era juzgada una catástrofe — es decir, la indeterminación temporal de la obligación de trabajar para otros, vivida como una refeudalización de la sociedad, y por tanto una especie de condena perpetua — ha devenido el recurso sin el cual el Estado pluri-clase no se habría afirmado. En efecto, sustituyéndose a las tradicionales políticas de gobierno de la pobreza simbolizadas por la piedad y por el garrote, el derecho del trabajo ha interceptado la evolución del constitucionalismo moderno, ha interactuado con ella y ha acelerado los ritmos, dando un empuje decisivo en dirección a la reproyección democrática del Estado en el occidente capitalista. Como decir que, si la pobreza ociosa o peligrosa de los mendigos y vagabundos no se hubiera transformado en pobreza laboriosa, la ciudadanía no habría devenido nunca ese derecho de todos que es hoy, y, para ejemplificar, los padres constituyentes de la República italiana no habrían podido proclamar que ella está “fundada en el trabajo”.
A este punto es fácil darse cuenta del por qué se precisa resaltar —cosa que, errando, por lo común no se hace— al inextricable vínculo existente entre las vicisitudes de los derechos nacionales del trabajo y las transformaciones de los respectivos países. El hecho es que, de otra forma, no es posible entender por qué la misma economía capitalista, sin la cual el derecho del trabajo que conocemos no habría penetrado en el ordenamiento de los Estados liberales, ahora que querría someterlo a las cambiadas exigencias en las formas, en los términos y en los tiempos para ella más convenientes, da en cambio la impresión de estar en las mismas dificultades de quien quisiera reintroducir el dentífrico en el tubito. Ello significa que la evolución de la relación que se ha asentado entre economía y derecho del trabajo, es más compleja de lo que se pueda traslucir de la tesis corriente, según la cual, el derecho — incluido el del trabajo — no sería sino la reproducción de un orden existente antes y fuera del mismo. En efecto, el elemento característico de la relación instaurada entre economía y el derecho del trabajo, está representado por la sorda resistencia de éste a hacerse dominar por aquella. Una resistencia que se manifiesta en la tendencia a transformar lo que existe en algo diferente a lo real y a lo imaginado en la medida que cualquier intento de normalización aparente proporciona apoyo y motivo para construir expectativas de desestabilización real, cuya satisfacción comporta la superación de lo existente.
Ha sucedido ya. Sucederá nuevamente.
Ha sucedido cuando la legislación social del Ochocientos, producida para cortar la hierba bajo los pies del socialismo, ha educado tanto a la clase política como a la clase de los operadores jurídicos, a pensar que el derecho de los privados es inadecuado para tutelar satisfactoriamente el interés existencial del obligado a trabajar. Ha sucedido cuando la contratación colectiva, al diseñar un modo de estar en la fábrica modelado sobre el modo de estar en la sociedad, ha acostumbrado a pensar que no se puede civilizar el uno sin modificar el otro. Ha sucedido cuando, por efecto de una sabia, pero invisible dirección que ha promovido insospechadas sinergias, el derecho del trabajo negociado por los sindicatos, el derecho del trabajo elaborado por la jurisprudencia y el derecho del trabajo legislado ha hecho del derecho al trabajo la garantía universal de una vida digna y protegida de la necesidad gracias a la ocupación estable; es decir, ha sucedido cuando las tutelas del trabajo hegemónico en la sociedad industrial han generado los derechos sociales de ciudadanía. Una ciudadanía que, me complace conjeturar, alguien quiso definir “industrial” un tanto porque olía a petróleo y carbón, vapor de máquinas y sudor y un tanto porque la gran fábrica —entendida no tanto como un lugar físico sino más bien como esquema mental— era uno de los grandes laboratorios de la socialización moderna.
En suma, quizá interminable es la secuencia de los eventos que se pueden mencionar como sostén de la opción interpretativa, sobre la que se basa la reconstrucción que les estoy proponiendo: la premisa de todo el discurso es que el proceso de emancipación de nuestros pueblos se ha desarrollado en la edad moderna mucho más allá de la esfera del trabajo, aunque partiendo de allí.
Como decir: lo que ha sucedido sucederá nuevamente, porque flexibilidad y precariedad producen efectos que se proyectan más allá del ámbito de la esfera laboral, exactamente como en épocas pasadas produjeron sus opuestos (rigidez y estabilidad) a los que se conectaba el victorioso ascenso del capitalismo moderno.
Por tanto, así como el capitalismo de ayer generalizó la necesidad de reglas que le permitían disponer de trabajo subordinado sin límites de tiempo, hoy radicaliza una coerción de signo opuesto, y, por consiguiente, una coerción destructora que lacera la trama de sintonías, de afinidades y, ¿por qué no?, de conformismos que penalizaba los impulsos a la autorrealización de la propia personalidad y a la individualización de los proyectos de vida.
En el entretanto, sin embargo, algo ha cambiado. Algo ineludible: una opinión pública conciente de que la persona humana no puede ser flexible en la relación de trabajo, sino dentro de los márgenes de compatibilidad con sus exigencias de libertad y dignidad reconocidas por el núcleo duro e incomprimible de las constituciones post-liberales. Conciente de que la relación entre trabajo y ciudadanía, reclama estar presidida por reglas capaces de seguir a la persona en sus actividades, sin que sea el modo de trabajar el que marque el límite de la tutela. Conciente de que hay derechos fundamentales que no se refieren al trabajador en cuanto tal, sino más bien al ciudadano que del trabajo espera renta, seguridad y, si un dios lo asiste, auto-estima y consideración social. Conciente, en fin, de que el crepúsculo del contrato de trabajo a tiempo completo e indeterminado, entendido como pasaporte para acceder al status de ciudadanía, expone la figura del ciudadano-trabajador a una torsión, que terminará desplazando el acento más sobre el ciudadano que sobre el trabajador.
En suma, el trabajo industrial ha logrado el apogeo de su emancipación desde el momento en que las leyes fundadoras de las democracias contemporáneas, lo han transformado en el título de legitimación de los derechos sociales de ciudadanía, ahora es esta última que pretende emanciparse del trabajo industrial, reclamando las necesarias garantías de su perfil identitario, pese a la pluralidad y la heterogeneidad de los trayectos laborales. Por esto, habiendo salido del Novecientos, deberíamos saber bien que el derecho del trabajo no puede ya ser la respuesta paradigmática a la crisis del sistema. Y ello también si el derecho del trabajo del nuevo siglo no podrá no hacerse cargo de la necesidad de flexibilidad y precariedad requerida por una organización productiva ágil y liviana: fácil de levantar, desmontar y volver a montar en otro lugar, como una tienda de campamento.
“Por otro lado”, sugiere Aris Accornero, “preguntémonos por qué no se han verificado las oscuras profecías del pasado sobre las consecuencias sociales y humanas de las transformaciones del trabajo. Una explicación es que los grandes pensadores del pasado consideraban fatales las tendencias en acto porque subvaluaban los efectos de la iniciativa pública, de la acción colectiva, del diálogo social. Subvaloraban el socialismo científico, el comunismo utopista y el solidarismo católico. Subvaloraban las Trade Unions y las Chambres du travail. Subvaloraban a von Bismark que combatía a la socialdemocracia con las reformas sociales y a los cónyuges Webb que predicaban la democracia industrial”. Pero, si las cosas han ido así, por favor no cometamos ahora el error de subestimar el alcance de los derechos constitucionales, a los que hay que remitirse para individuar la composición cuali-cuantitativa del paquete-estándar de los bienes y servicios, en los que la noción de ciudadanía social está destinada a materializarse.
Por esto, se querría que, conduciendo las negociaciones para la cooptación de nuevos miembros, la Unión Europea no se limitara a determinar la prontitud en reconocer los principios del capitalismo de mercado, como exigen los criterios decididos en 1993 por el Consejo Europeo de Copenhague declarando formalmente abierto el proceso de ensanchamiento de la Unión Europea. Se querría también que se supiera valorar la disponibilidad a reconocerse en los principios de solidaridad y de equidad, más apreciados por la memoria histórica de los pueblos que fundaron la comunidad europea.
Después de todo, si por el “sueño americano”, como dicen los americanos, se puede también morir, corresponde a los europeos reafirmar que por el “sueño europeo” vale la pena vivir.

____________________


(*) Lección magistral impartida en el acto académico de la incorporación como Doctor Honoris Causa de la Pontificia Universidad Católica del Perú. Lima (27 de octubre del 2006). Traduciòn a cargo de Eugenia Ariano, revisada por el autor.

No hay comentarios: