2006/06/15

FRANCISCO RODRIGUEZ DE LECEA: glosando al profesor Romagnoli

En el artículo “Renacimiento de una palabra”, el profesor Romagnoli ha lanzado una llamada de alerta en torno a la situación por la que atraviesa el sindicato. Bien poca cosa puedo añadir yo a sus palabras rotundas y elegantes, pero, puesto que he sido invitado a hacerlo, me atrevo a aportar unas reflexiones, confiado en ese aforismo que dice que la verdad es siempre la verdad, la diga Agamenón o su porquero. El rey Agamenón es en este caso don Umberto Romagnoli, y yo me siento plenamente satisfecho al reclamar para mí el otro papel.

La sustancia del texto que me dispongo a comentar es la siguiente: el sindicato está sufriendo en los momentos actuales una crisis de identidad grave; esa crisis tiene dos componentes, uno externo y otro interno, ambos en relación con el proceso de derribo progresivo del estado del bienestar, el welfare, en los países occidentales avanzados. Desde fuera, se disponen a enterrar el sindicato, de un lado, los neoconservadores, abanderados de un reaccionarismo que añora la desregulación total de los primerísimos tiempos de la Revolución industrial; y de otro lado, los que llamaríamos “terceras vías” encandilados con el relumbrón de una posmodernidad globalizada. Por si todo ello no bastara, el sindicato sufre además de una congoja interna que lo paraliza: abatidas las viejas certezas, le cuesta encontrar una orientación válida, un rumbo que señalar como síntesis consensuada al heterogéneo, fragmentado, enfrentado mundo del trabajo.

Vayamos por partes. Para empezar, entiendo que cuando Umberto Romagnoli (UR a partir de ahora) habla del sindicato, a secas, se está refiriendo al sindicato confederal; más aún, del sentido de los argumentos que siguen se desprende que UR se refiere únicamente al sindicalismo de los países de la Unión Europea. No vale la pena, por tanto, entretenernos en afirmaciones del tipo de que sindicalismo lo seguirá habiendo en cualquier lugar y circunstancia donde los trabajadores se autoorganicen en contra de la explotación. Es así, lo creo firmemente, pero no es el tema. Hablemos, en cambio, de esa delicada y compleja estructura que es el sindicalismo confederal europeo occidental. Es, como señala UR, un artilugio de aparición reciente en la historia de ese rincón diminuto del globo. Sus más antiguas manifestaciones tienen lugar en los primeros decenios del siglo veinte (un siglo “corto”, señala UR) y su institucionalización llega después de la segunda guerra mundial, cuando los países capitalistas avanzados aceptan llevar a la práctica el gran pacto social propuesto por Keynes como remedio para superar los desórdenes y las crisis cíclicas de un capitalismo salvaje. Entonces, dice UR, la palabra “sindicato” dejó de ser malsonante y adquirió respetabilidad; pero casi simultáneamente se inició la crisis de identidad en cuestión. En España, el largo paréntesis franquista hizo el siglo veinte más corto aún, y los sindicatos sólo recibieron su bautismo institucional en los años ochenta. Nuestra generación, la de muchos de los participantes en este homenaje, ha presenciado, y protagonizado, sucesivamente el paso del sindicalismo clandestino al legal, del sindicato-movimiento al sindicato-organización, del sindicato “de nuevo tipo” a la central sindical, de la división sindical a la unidad de acción. Y ha sido nuestra generación, no aún la inmediatamente posterior, la que ha orquestado los primeros compases de la institucionalización del sindicato en España, después de la promulgación del Estatuto de los Trabajadores, con los nuevos cauces para la acción sindical en la empresa, las funciones otorgadas a los sindicatos “más representativos” en la negociación colectiva, su presencia en diversos organismos de mediación, etc. La historia del sindicato-institución en España ha sido, pues, breve, comprimida y en cierto modo precaria, muy distante siempre de las funciones que llegaron a desempeñar otros sindicatos en latitudes más felices. Cabe llamar la atención de que precisamente cuando los sindicatos españoles alcanzaban esa meta, mediados los años ochenta, el señor Reagan y la señora Thatcher estaban ya dedicados a la tarea del derribo del Welfare State.

UR habla de crisis de los sindicatos, pero conviene no olvidar que habla desde la experiencia italiana, y en Italia han pasado muchas cosas en los últimos años. La peor especie de enemigo de los sindicatos se encarnó en Silvio Berlusconi para llevar a cabo, en nombre de la “modernidad”, de la “competitividad” y de la “flexibilidad”, una política de tierra quemada de las conquistas sociales, de los derechos de los trabajadores, de las garantías constitucionales y de los mismos sindicatos. Consecuencias: crisis económica galopante, división sindical, retroceso social, derrota. ¿Es acertado extender una reflexión basada en esa experiencia a otros países en los que la situación nunca ha tenido tintes tan dramáticos? Cabe argumentar que UR exagera, que su pesimismo es excesivo, que la situación aquí no es tan mala; pero, en lo que a mí respecta, creo preferible tomar muy en cuenta esa llamada de alerta, porque el “viento de fronda” contra los sindicatos no se limita a Italia. Si en nuestro país no es probable un batacazo tan inmenso como el que ha sufrido la nación transalpina, es sencillamente porque la caída sería desde más abajo; y es que nunca hemos llegado a la altura a la que se habían situado las grandes centrales sindicales italianas.

Alguien apunta en esta ronda de opiniones, como remedio a la situación de aprieto por la que pasa el sindicato, una actitud más reivindicativa, más aguerrida, menos flexible a la hora de establecer pactos con el enemigo. Si ese fuera el problema, el remedio sería bien sencillo: votar por la lista alternativa en el próximo Congreso de la central sindical que sea. Pero me temo que las consideraciones de UR están situadas en un nivel diferente: no hay críticas a la política llevada a cabo por las direcciones sindicales. “Como podía, el sindicato ha hecho lo que debía.” Entiendo la frase de UR así: el sindicato ha cumplido con lo que todos entendían como su deber, en la medida en que ha podido; y eso lo excluye de cualquier posible reproche.

Si hay una crisis de identidad en el sindicato, es porque “no puede” ya (porque otros se lo impiden) cumplir con esa función histórica de reequilibrio, de apaciguamiento social compensado con ventajas para los trabajadores en la retribución y en las condiciones de trabajo, que había venido desempeñando a lo largo de la época en la que los gestores del capitalismo keynesiano le otorgaron un protagonismo relevante, en buena parte porque lo consideraban “un mal necesario”. El caso es que, ahora que las políticas que propuso Keynes están muertas y enterradas, el sindicato ha pasado a ser considerado en ciertas esferas de la política como un mal innecesario, y eso es cierto tanto respecto de los energúmenos del tipo Berlusconi o Bush, que hacen propuestas del estilo de “para prevenir incendios forestales, talemos los bosques”, como de gentes amables y progresistas del tipo Blair, que nos arengan llenos de compasión: “solidaricémonos con los pobres calvos, ¡todo el mundo a raparse al cero!”

En contra de los enterradores apresurados de ambas especies, UR afirma su fe en un próximo renacimiento del sindicato confederal. Y ese renacimiento va ligado en su pensamiento a la capacidad de la Unión Europea para eludir un modelo de crecimiento económico “a la americana” y para, bien al contrario, poner en práctica “nuevas ideas para mejorar su modelo actual” (cita de Jeremy Rifkin). Es decir, un renacimiento del welfare –a través de nuevas ideas, de nuevos mecanismos que el sindicato debe contribuir a encontrar– será la premisa indispensable para un renacimiento del sindicato; será, diríamos, el suelo abonado en el que el sindicato confederal podrá reflorecer.

No un sindicato más aguerrido, menos pactista, más rígido, pues. El menú que UR propone es más pragmatismo “ligado a los grandiosos problemas de la cotidianeidad”; más moderación, con vistas a una “atenta, paciente, sistemática construcción de consenso colectivo”; y también, “menos culto al carácter absoluto de los valores de los que se reclama”. En este trance el sindicato es como un galeón pesado y de aparejo complicado que necesita virar de bordo. Y puede hacerlo. “También estos artilugios navales viran, pero requieren tiempo”, avisa UR. ¿Virar? ¿Hacia qué rumbo? UR da una importante indicación al respecto: el primer paso, “absolutamente indispensable”, es “que el sindicato restablezca una relación justa con la sociedad que dice que quiere representar en su globalidad, más allá del mandato asociativo de sus afiliados”.

Cierto, y con esta reflexión termino. La existencia del sindicato confederal reposa en un pacto tácito con una amplia base de trabajadores de diferentes tipos y condiciones, afiliados pero sobre todo (porque son muchos más) no afiliados. En virtud de ese pacto, la dirección del sindicato queda ampliamente legitimada para negociar, llegar a acuerdos o entrar en conflicto con los poderes económicos y políticos, con vistas a alcanzar resultados ventajosos para todo el amplio colectivo que lo respalda de forma expresa o tácita. Ahí reside la representatividad real del sindicato-institución, en esa relación no formalizada, viva, que se renueva de día en día o que deja de existir de pronto. La fuerza de un sindicato no se basa tanto en el número de sus afiliados como, por encima de cualquier otra consideración, en la existencia o no de esa sutil relación de complicidad con un amplísimo colectivo de personas inmersas en sus propios problemas, pero de algún modo receptivas a las propuestas que desde la tribuna sindical se le hacen.

En una época no tan lejana, hablábamos de Clase Obrera, así, con mayúsculas, y el galeón sindical convocaba a la Clase a embarcar para un viaje largo y azaroso que tenía como destino un puerto seguro llamado Emancipación. Pues bien, como señala UR, las palabras se gastan. Hoy parece imposible reclutar a nadie bajo el banderín de enganche de la Emancipación (yo confío en que esa palabra también renacerá, a no mucho tardar) y percibimos la Clase Obrera como algo muy diferente de lo que estábamos acostumbrados a designar. Antes era como el suelo que pisábamos: consistente, resistente, inamovible, algo en lo que podíamos descansar. La Clase se identificaba con la humanidad explotada, “el género humano es la Internacional”: un bloque que se extendía más allá de límites y de fronteras, compacto y sin fisuras, capaz de eliminar todos los obstáculos opuestos a su ascenso irresistible. Con los años hemos aprendido que tampoco el suelo que pisamos es así, pleno, coherente, compacto y fiable. La ciencia nos dice que, debajo de esa apariencia de solidez, las placas tectónicas que forman el subsuelo se desplazan. En determinados frentes esas grandes placas se separan, y entre ellas se abren grietas que hacen afluir a la superficie el magma telúrico en forma de explosiones volcánicas, seísmos, tsunamis catastróficos; en otros puntos las placas chocan, y entonces una de ellas se subduce y la otra asciende, y surgen cordilleras infranqueables, barreras tectónicas, precipicios. De forma parecida, el mundo del trabajo por cuenta ajena está atravesado de contradicciones, de barreras, de fosas, de presiones y enfrentamientos. No hay nada de idílico en la geología de la clase.

Tampoco hay nada idílico en la empresa, si vamos a empezar por donde siempre ha empezado el sindicato. En la Edad Media, cuando el sistema monetario se basaba en la acuñación de metales preciosos, los monarcas escasos de recursos y apremiados por sus acreedores empezaron a emitir moneda de vellón, es decir, de una aleación de metales baratos; y la historia económica afirma que el vellón expulsó del mercado a todas las demás monedas. Nadie pagaba con oro o plata, que tenían un valor intrínseco; el vellón era la única moneda que circulaba. De modo similar, cuando coexisten en el mercado de trabajo el oro y la plata del empleo fijo y el vellón del empleo precario, quien marca las condiciones reales de los trabajadores es el último. Las leyes y las ordenanzas, los convenios colectivos, se convierten en papel mojado; los beneficios sociales tienden a desaparecer; las categorías, las retribuciones, los horarios, todo se redefine: la empresa se convierte en Guantánamo o Abu Ghraib, en un agujero negro donde no rige el Derecho sindical y laboral, porque aquel que se opone a la flexibilidad omnímoda impuesta por el empresario, está condenado. La quiebra de la unidad de los trabajadores dentro de la empresa es el germen de la quiebra del pacto implícito entre el sindicato y el conjunto de los trabajadores. Resanarla ha de ser el primer paso para recomponer el pacto, y la recomposición del pacto ha de ser la primera maniobra para esa larga virada de bordo que, con todas sus dificultades, está emplazado a efectuar el sindicato confederal.

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